El cuarto tipo de monjes son los llamados girovagos. Se pasan toda la vida mendigando de provincia en provincia, alojándose como huéspedes en distintos monasterios durante tres o cuatro días seguidos… De la miserable conducta de esos hombres es mejor guardar silencio.
Regla de san Benito, capítulo 1
Llegaron a las afueras de Ciudad Hannegan a primeras horas de la tarde. El cardenal decidió alquilar habitaciones y pasar la noche en una posada fuera de los límites de la ciudad. Seguramente podrían enterarse de las últimas noticias gracias al posadero o algún viajero; también tendrían la oportunidad de leer los inevitables pasquines del gobierno y así enterarse de la respuesta de los burócratas a esas mismas noticias. Ponymarrón debía cambiarse de hábitos: los de monje por el rojo y negro de obispo. Weh-Geh necesitaría ropas nuevas y podría llevar de nuevo sus armas como guardaespaldas del cardenal. Todo lo que Dientenegro necesitaba era un baño y un hábito limpio. Se habían dejado crecer la barba durante el viaje, pero sólo Weh-Geh decidió afeitarse. Sus pelos eran bastante escasos y añadían un toque extraño a su aspecto. La barba de Ponymarrón era más roja que su pelo, cada vez más escaso. Dientenegro tenía más gris en la barbilla que en la coronilla, que necesitaba un nuevo afeitado. Weh-Geh arregló la tonsura de Nimmy con una espada corta, sujetando la hoja con ambas manos y pasándola suavemente por el pelo enjabonado. Dientenegro se quejó de que el espadachín se apoyaba con demasiada fuerza.
—Sólo para que te estés quieto. Si lo prefieres, podría afeitarte igual de fácil si estuvieras de pie —dijo Weh-Geh al monje. Dientenegro lo miró con fingido temor. El guardián había retirado la espada por encima de su hombro derecho, como para descargar un golpe en redondo.
—Deja de alardear. Apóyate en mí si es necesario.
Se sorprendió, porque era la primera vez que Weh-Geh hacía una broma, además, bastante siniestra, y una de las pocas veces que hablaba. En el país Conejo, sólo una vez surgió la necesidad de desenvainar su larga espada y la pistola de Ponymarrón, cuando un grupo de jóvenes matones decidió divertirse a costa de tres monjes mendicantes. Tanto Nimmy como el cardenal echaban de menos a Wooshin. Dientenegro se preguntaba si, sin pretenderlo, habían considerado a Weh-Geh un pobre sustituto del Hacha, cuya cabeza estaba puesta a precio en este reino. Pero Weh-Geh no tenía ninguna intención de ser sustituto de nadie. Nimmy decidió hacerse amigo suyo, si todavía había tiempo.
A media tarde de un día frío y soleado, se encontraban en las escalinatas de la catedral de San Miguel, el Angel de la Batalla, hablando con su cardenal arzobispo. A la izquierda del arzobispo, junto a él, se encontraba un joven y atractivo acólito que llevaba una larga sobrepelliz con encajes y bordados. Torrildo sonrió felizmente a Dientenegro nada más verlo, pero luego malinterpretó la expresión de Nimmy y bajó los ojos al suelo. Al monje le sorprendió menos que Benefez hubiera contratado al lindo fugitivo que el darse cuenta de repente de que las letras HRT bajo el cartel «Boedullus estuvo aquí», en el cráter del lago de Amarillo, querían decir «Hermano Torrildo», quien había viajado desde Valana a Ciudad Hannegan.
Weh-Geh parecía incómodo, pues Benefez no paraba de mirarlo; finalmente el cardenal preguntó:
—Joven, ¿dónde te he visto antes?
Ponymarrón respondió por él.
—En Valana, Urion. Weh-Geh era empleado del cardenal Ri. Ahora está a mis órdenes.
—Ah, sí, había cinco o seis, ¿no? ¿Dónde están los otros?
Ponymarrón sacudió la cabeza y se encogió de hombros.
—Llevo dos meses en el camino.
Dientenegro advirtió que la evasiva era casi una mentira.
—Por supuesto —repuso Benefez, y luego regresó a su tema de conversación previo—. Ella, mmm, Eminencia, yo también he sido un estudioso de la ley canónica. Antes del Diluvio de Fuego, sólo hubo dos dimisiones papales. Un Papa, por llamarlo de alguna manera, fue un gran pecador, el otro un gran santo. El primero vendió el papado, el segundo huyó de él lleno de santo terror. Pero se plantea la pregunta de si alguno de esos hombres era un Papa legítimo. ¿Puede dimitir un Papa auténtico? Creo que no. Si dimite, nunca fue elegido por el Espíritu Santo. Esto puede que vaya contra la opinión mayoritaria, pero es mi opinión. Un poeta de su propia época puso al segundo en el Infierno, pero ese poeta era un hombre amargado. Creo que el pobre hombre era realmente santo, pero dudo de la legitimidad de su elección en primer lugar. Si era Papa, no habría dimitido, no podría haberlo hecho, y no se hablaría de dimisión.
—¿Estamos hablando de San Pietro de Monte Murrone, o del papa Amén Pajaromoteado? —preguntó Ponymarrón.
—¿No son los dos iguales?
—No, Urion, no lo son —vaciló—. Bueno, ¿cómo puedo decirlo? A Amén Pajaromoteado lo conozco. Sólo conozco a San Pietro por un libro de la Abadía Leibowitz. El escritor pensaba que era un payaso santificado.
—¿No describe eso a Amén Pajaromoteado? ¿De una manera caritativa?
Ponymarrón se detuvo. Parecía estar dejando todos sus flancos al descubierto. Dientenegro trató de recordar la palabra con la que Wooshin la describía. Happu biraki, pensó. En una lucha, esto era habitualmente una letal invitación a hacer locuras.
Ponymarrón continuó:
—En todo caso, este payaso santificado, el papa Amén, Su Santidad, está dispuesto a absolverte, Urion, de cualquier pena de excomunión en la que puedas haber incurrido, crimine ipso laesae majestatis facto, o de cualquier otro acto de rebelión que puedas haber cometido de pensamiento, palabra u obra. Estoy aquí para anunciar esto.
Dientenegro advirtió que el púrpura en el rostro de Benefez no era simplemente la luz reflejada en sus vestiduras (había sido un día de entierros). Sin embargo, no reaccionó mal, sino que respondió:
—Qué maravilloso por su parte, Elia. De un hombre tan generoso, apuesto a que la pena que tendré que cumplir será tan sólo besar su anillo.
—Dudo que te permita hacer eso, Urion. Es un hombre honrado. No hay condiciones ni ninguna penalización, a menos que yo decida imponer una.
—¿Tú?
—El Papa envió un plenipotenciario en este caso. Yo.
—¡Tú!
—Y te perdono, Urion, sin condición, in nomine Patris Filiuque Spiritusque Sancti.
Dientenegro vio que la mano derecha del arzobispo se alzaba para repetir el signo de la cruz que Ponymarrón trazaba sobre él, pero fue sólo por la fuerza de la costumbre.
—Tus credenciales son tan buenas como tu latín, Elia. Vete a casa y deja de ser mi moscardón.
—También tengo poderes para ofrecerte control sobre las iglesias de la Provincia donde los feligreses son principalmente colonos o soldados cuya lengua materna es el ol’zark.
—Oh, ya veo. No es cuestión de geografía, entonces.
—La geografía son límites y verjas. No significa mucho para un nómada.
—Sí, tuvimos una reciente demostración de eso al oeste de Nueva Roma. La vida humana tampoco significa mucho para ellos, y comen carne humana.
—Sólo cuando honran. Es un rito funerario, o un tributo a un valiente enemigo muerto.
—¡Defiendes esa iniquidad!
—No, solamente la describo.
—¡Abrid paso! ¡Abrid paso! —gritaba alguien en la distancia. El cardenal Benefez miró calle arriba.
—Al parecer mi sobrino viene de camino —le dijo a Ponymarrón—. ¿Quieres que entremos?
—¿Quieres decir que si quiero esconderme? No, Urion, gracias. Debo verlo en persona para entregarle esto.
Mostró a Benefez los papeles sellados que había recibido en la abadía desde Valana.
—Debo ir a palacio y solicitar una audiencia, a menos que nos vea y se detenga.
Como de costumbre, el Emperador tenía prisa y ordenó a su conductor que utilizara el látigo. Saludó de manera amistosa a sus súbditos, quienes se inclinaban o hacían reverencias mientras el carruaje real pasaba rápidamente, precedido por dos guardias montados cuyos uniformes eran más elegantes que los del propio gobernante. Filpeo quería ser visto como un hombre de costumbres frugales, generoso con sus súbditos y dedicado a los intereses económicos del Imperio. Quería distanciarse, en público, de la ferocidad de algunos de sus predecesores y había acortado la lista de crímenes por los que se sentenciaba a muerte. Contenía cuidadosamente su propia ferocidad. En secreto, en varias ocasiones, había insistido en administrar él mismo la pena suprema, pero pocos hombres lo sabían. Uno de los que lo sabía se llamaba Wooshin, y fue la fascinación personal del Hannegan por el arte del verdugo y la muerte que acarreaba lo que, al final, le costó su mejor ejecutor. Wooshin había sentido repulsión por su propio arte cuando lo practicaba su amo. ¡Y Harq lo había dejado escapar! Fue uno de sus errores como juez del carácter de un hombre.
Filpeo Harq era Hannegan solamente por parte de madre, y algunos consideraban el que hubiera heredado el trono por vía materna algo sumamente irónico, dado el carácter masculino, patrilineal y ciertamente patriarcal de la civilización texarkana que, en sus orígenes, fue una reacción a la cultura matrilineal de las Llanuras. El Hannegan original (o Hongan, según la pronunciación Conejo), el conquistador de la ciudad, había sido líder de una banda de «forajidos» nómadas, y su adquisición del ayuntamiento de la pequeña ciudad y puesto comercial llamado Texark se produjo por medio de la conquista. El término «forajido» era una palabra granjera; los nómadas, que los despreciaban pero no los temían, los llamaban «sin madre», un término que se aplicaba a los vagabundos de la Pradera que evadían los lazos familiares por hostilidad, o porque descubrían que ninguna mujer de la horda los quería. Esos hombres formaban bandas de guerra homosexuales (no necesariamente en el sentido erótico), y tomaban a sus mujeres violentamente cuando sentían la urgencia y veían la ocasión y las mantenían, si se daba el caso, como criadas.
Desde el punto de vista de la civis, cada rumias era un forajido, pero para los nómadas, los sin madre se habían desviado tanto de la norma cultural nómada que la gente de las Llanuras los repudiaba incluso más que los granjeros a quienes frecuentemente saqueaban. Como suele suceder, un enemigo completamente extraño es menos despreciable que un hermano descarriado. Los sin madre que conquistaron originalmente Texark habían sido expulsados por los nómadas ortodoxos de varias hordas. Fue una infusión de sangre fresca, y de nuevas ideas en la adormilada comunidad comercial y los granjeros cercanos, y Texark empezó a crecer y fortificarse. Estaba situada en un lugar donde, expuesta por dos flancos, para expandirse se veía obligada a conquistar o perecer. Sin embargo, después de cinco generaciones, la mutación de forajido bárbaro en aristócrata civilizado era casi completa, y Filpeo era un gobernante popular excepto en los territorios conquistados.
La propia ciudad de Texark, o Texarkana como se la llamaba incorrectamente en el latín de la Iglesia, no estaba situada en el lugar (ahora perdido) de la antigua ciudad de ese nombre. Rebautizada como Ciudad Hannegan, se hallaba a la orilla del Río Rojo, y crecía en la vaga frontera entre bosque y llanura, donde hubo originalmente un centro menor de comercio entre las dos zonas: la cultivada y la agrestre. El pueblo Conejo, relativamente pacífico, había venido aquí a comerciar con su ganado, caballos y pieles a cambio de madera, metales, alcohol, hierbas medicinales, la artesanía de los herreros y otras bagatelas con las que los mercaderes llamaban su atención. Sin embargo, entre los mercaderes había unos cuantos avispados que se aprovechaban de las ansias sexuales de los sin madre, y les vendían esposas o se las alquilaban durante un tiempo. Ese fue el principio. Cuando el precio de las esposas subió, los bandidos mataron a los mercaderes, cogieron lo que quisieron y se asentaron, pero ellos mismos y no sus esposas cautivas, conservaron y se encargaron de los caballos… y de todos los demás tipos de propiedades. En una generación, una forma de vida sufrió un vuelco total.
El propio Filpeo Harq era estudioso de la historia local y familiar, que no era muy bien conocida por los habitantes de su propio reino. Sentía un interés personal por los escritos de los historiadores del colegium, ahora una rebosante universidad, y aquel que deseaba posesiones y el favor real escribía para complacerle. Aquel que escribía lo contrario rara vez veía su obra publicada y no conseguía prosperar. Por decirlo de alguna manera.
Al pasar ante la iglesia de su tío, el monarca ordenó súbitamente al conductor que fuera más despacio. Señaló a un grupo de clérigos, incluyendo a su tío Urion, de pie en las escalinatas bajo el sol de la mañana. El cardenal Benefez parecía estar discutiendo acaloradamente con otro hombre con un zuchetto rojo que estaba de espaldas al carruaje.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó bruscamente Filpeo.
—¿Cuál, su Alteza Imperial?
El cardenal miró de pronto por encima de su hombro. La cabeza del alcalde desapareció dentro de la ventanilla y ordenó al conductor que se apresurara. Junto al segundo cardenal había un hombre vestido con los hábitos de la Orden Albertina de Leibowitz y otro hombre de armas que probablemente era un guardaespaldas. Pensó que le parecía saber quiénes eran. El hombre armado era de aspecto demasiado extraño para ser el secretario del cardenal. Y su tío Urion parecía haber adquirido otro guapo jovencito como acólito.
—Sigue adelante, adelante.
El representante del fabricante ya había llegado al Colegio de Guerra cuando el carruaje imperial dejó a su pasajero real y sus cortesanos, pero éste y los oficiales encargados no estaban preparados aún para la demostración. Irritado por el retraso, pero decidido a aprovechar cada instante, Filpeo convocó inmediatamente una reunión de su estado mayor para discutir la estrategia a largo plazo en las Llanuras. Para los oficiales resultaba inquietante que el monarca los interrogara de forma tan improvisada, sin tiempo a prepararse, y Filpeo siempre disfrutaba poniéndolos en esa situación. Aprendía mucho con tal práctica y le ayudaba a cribar a los idiotas. Los comandantes de infantería y el cuerpo de ingenieros estaban fuera de la ciudad, haciendo maniobras, y sus segundos fueron sacados sumariamente de sus oficinas y arrastrados a la sala de conferencias.
El almirante e’Fondolai estaba allí en persona, igual que el general Goldaem, jefe de estado mayor y el mayor general Alvasson de la caballería. La infantería y los ingenieros estaban representados por los coroneles Holofoty Blindermen. No como una broma, pero con tono festivo, el propio Filpeo Harq agarró en el pasillo al coronel Pottscar, S. I., mientras el capellán jefe ignaciano volvía de misa, y lo arrastró a la reunión.
—Tal vez necesitemos sus servicios aquí, padre —dijo el monarca al asombrado Pottscar—. Puede que incluso sea yo. ¿Sabía que el cardenal Ponymarrón y probablemente su problemático monje-secretario están en la ciudad?
El padre coronel Pottscar asintió.
—Acabo de enterarme al salir de la iglesia. Pero debe de haber solicitado ya una audiencia con Su Alteza, ¿no?
—¡No! No que yo sepa.
—Estoy seguro de que lo hará, pero naturalmente tendrá que ver primero al arzobispo.
—Por Dios, tendría que mandarlo arrestar. Si Urion hubiera sabido que venía, me lo habría dicho. ¿Qué demonios está pasando?
—Supongo, Alteza, que ha venido a defender la causa del hombre a quien llama Papa.
—¡Ja! ¡El hombre que envió a la Horda Saltamontes a abrirse camino hasta Nueva Roma! Por Dios, matamos a dos tercios de los nómadas, y perseguimos a esa Curia bastarda hasta Valana con su Pajaromoteado, cierto. Pero dejaron un montón de muertos y mujeres violadas y edificios en llamas. No ha habido una atrocidad semejante desde antes de la conquista del segundo Hannegan. ¡Y ahora tenemos problemas con los Saltamontes en toda la frontera, principalmente por su causa!
—¿Quién, Ponymarrón? Sire, os han informado mal. Ni siquiera estaba con la llamada Curia en ese momento. Estaba con monseñor Sanual en la elección nómada. Sanual lo dijo. Se sorprendió mucho de Ponymarrón. Dijo que es un pagano. Pero aunque cabalgó hacia el sur con los Saltamontes para reunirse con el Papa, no se les unió, sino que continuó su camino. Alteza, según uno de mis capellanes en la zona de conflicto, el, uh, supuesto Papa regresó con todo su contingente cuando los guardias se negaron a dejarles cruzar la frontera. Ese sacerdote dice que la escolta nómada atacó sólo después de separarse de los cardenales valanos. No está claro que actuaran siguiendo instrucciones de Valana. Sé que el arzobispo había recibido un mensaje de ese loco Pajaromoteado. Probablemente le decía que Ponymarrón venía de camino.
—¡Me pregunto por qué los guardias le dejaron cruzar la frontera!
—Dudo que viniera por el mismo camino, sire. Probablemente cruzó desde la Provincia.
—A través de la Abadía Leibowitz, me atrevería a decir, pues iba con un monje de ahí. Muy bien, quiero que envíe a uno de sus capellanes para que me traiga a Ponymarrón. Que un policía militar lo acompañe. Que no acepten un no por respuesta. Y que traigan también a ese monje.
El padre coronel Pottscar se marchó rápidamente. El Hannegan miró con curiosidad al almirante e’Fondolai y preguntó:
—No recuerdo haberle llamado. ¿Necesitamos a la marina para combatir a los nómadas en las Llanuras? Entonces no es bienvenido…
—Yo le pedí que viniera —explicó el general Goldaem—. Ponymarrón heredó seis guerreros extranjeros de un cardenal que murió en el cónclave y Carpy, aquí presente, sabe algo sobre su raza y nación. Nos iría bien saberlo.
El almirante frunció el ceño. Carpios Robo había sido el nombre de guerra de e’Fondolai en sus días de pirata, cuando se convirtió en el segundo hombre, desde la antigüedad, en circunnavegar el globo, pero odiaba que le llamaran «Carpy», sobre todo en presencia de su Hannegan.
Entraron en la sala de conferencias. Primero, el Emperador preguntó por el estado de las fuerzas que protegían las nuevas granjas y sobre cualquier nuevo encuentro con los Saltamontes. Cuando supo que se habían retirado a la defensiva, Filpeo ordenó que no hubiera incursiones de castigo por parte de los soldados de Texark hasta que él lo ordenara.
—Si yo fuera un sharf de guerra Saltamontes —declaró—, haría una alianza con los Perro Salvaje para atacar la Provincia. Cortaría la línea telegráfica en varios puntos. Los Perro Salvaje dividirían la Provincia en dos, mientras los Saltamontes avanzarían hacia Texark. ¿Cuál es su respuesta?
El padre coronel Pottscar entró en la sala y saludó con un gesto de cabeza a Filpeo.
—Pueden destruir, pero no mantener la posición —respondió el coronel Holofot—. Una invasión semejante no puede ser más que una incursión masiva de caballería. Nuestros fuertes permanecerían seguros. Podrían masacrar a los pobladores y colonos Conejo, pero se agotarían rápidamente y se retirarían, como en la incursión Saltamontes.
El general Goldaem miró directamente a los ojos a su señor y sacudió la cabeza.
—Lo que suponéis es improbable, sire. Cuando empezaran a establecer cuarteles de invierno después del ataque, se volverían vulnerables. Si atacaran por el sur, saben que nuestra caballería los golpearía en el norte, en sus asentamientos familiares, que no estarían bien defendidos. Cuando las hordas eran completamente móviles, podían retirarse eternamente. Podían hacer correr a sus perseguidores hasta el agotamiento. Ahora tienen propiedades fijas. Son vulnerables. No tienen suficiente infantería para tomar terreno y mantenerlo.
—¿Y si los Conejo se rebelaran y se unieran a los invasores?
—Los hemos mantenido desarmados —informó el ingeniero, el coronel Holofot—. ¿Con qué pelearían, con palos?
—No, pero podrían proporcionar a los invasores comida, agua, cobijo y lugares donde esconderse —replicó el general—. La cuestión es: ¿lo harían? Los Conejo tienen amargos recuerdos de los norteños, pues las hordas salvajes los desprecian. Sinceramente, me parece una cuestión de a quién odias más, a nosotros o a los norteños. Pero incluso con el apoyo Conejo, el coronel Holofot tiene razón. Un ataque masivo de caballería se agotaría en el sur y el vientre del norte quedaría expuesto. Es más probable que ataquen las granjas al norte del Valle, uh, al norte de la Nación Watchitah, y para eso no estamos bien preparados todavía. Pero estamos preparándonos rápidamente y toda la frontera estará fortificada dentro de dos años. Los granjeros supervivientes están ahora bien armados, y desde la incursión, sienten un gran odio hacia los nómadas. Tenemos tropas para protegerlos, pero no para atacar permanentemente, porque tenemos el mismo problema en el norte que ellos en el sur.
—¿Y es?
—Podemos atacar y matar, pero no tenemos los hombres ni la logística para ocupar el territorio Saltamontes. A menos, por supuesto, que debilitemos nuestras fuerzas en la provincia.
Filpeo reflexionó un momento.
—Me pregunto —repuso—, por qué esas granjas de la zona este, que reciben más lluvia, no son tan productivas como las tierras de refugiados al pie de las Rocosas, donde se dice que la tierra es casi un desierto.
Se produjo un breve silencio. La observación del Hannegan parecía casi banal, sin ninguna relación con los nómadas como problema militar.
—Sire, esa cuestión está fuera de mi campo —dijo el general en jefe—. Pero puede tener algo que ver con la disciplina. Como sabe, los nuestros son campesinos libres y trabajan principalmente para sí mismos. Cuando usted dice «productivo» lo hace en términos de cosechas comerciales. Los ex nómadas son medianeros que trabajan para terratenientes, especialmente el obispo de Denver. Se ven obligados a trabajar, y sólo cultivan unas cuantas cosechas.
—Creo que ésa no es una explicación —dijo el padre coronel Pottscar—. Y no es del todo cierta. Los ex nómadas aprendieron de los montañeses, que llevan labrando en seco desde hace siglos. Y en cuanto a las lluvias… hay un monasterio en las colinas situadas al norte de Valana donde los monjes llevan un registro de lo que acontece en el cielo, esperando la llegada del Señor. Una de las cosas que anotan es la lluvia, porque rezan por el buen tiempo. Dicen que las lluvias en la zona occidental de las montañas son ahora casi el doble que hace ochocientos años. Eso, y sólo eso, es el milagro de las granjas ex nómadas. Naturalmente, los monjes piensan que es un milagro que responde a ocho siglos de oración. Pero la irrigación es mejor que en los tiempos remotos, milagro o no.
—Bien, ¿no se ha producido ese incremento en todas las Llanuras? —preguntó el monarca.
—Sus registros son locales. No puedo decirlo. Thon Graycol señala que no hay árboles muy viejos en los bordes de nuestros bosques, donde la pradera empieza a mirar hacia el este. Eso sugiere que nuestra línea de árboles ha estado avanzando lentamente hacia el oeste durante unos cuantos siglos, pero nadie está seguro. Los nómadas podrían haber talado los árboles para conseguir madera.
—Bien —continuó el general Goldaem—, si la naturaleza está cerniéndose sobre ellos desde el este y el oeste, van a perder su precioso desierto de todas formas. Le agradeceremos a la naturaleza su colaboración en su extinción.
—¿Extinción? No quiero volver a oír esa palabra, general —interrumpió bruscamente Filpeo Harq—. Pacificación y contención son los objetivos. Lo hemos conseguido en el sur. La población Conejo es estable.
—Excepto que sus jóvenes siguen escapando para unirse a las bandas de forajidos.
—Los nómadas del norte matan a la mayoría. Un modo, quizás el único, de asegurar la zona entre los bosques y las montañas del oeste es colonizar.
—¿Cómo, sire? A excepción de la franja oriental, la tierra es pobre, el agua escasa y el clima horrible. ¿Quién podría vivir allí sino pastores salvajes?
—Pastores mansos y una raza de ganado más mansa —repuso Filpeo Harq—. Ranchos vallados, como en el sur. Algunos lugares de por allí abajo usan fustetes como cercas. Si se plantan a un palmo de distancia y se los cuida, crean setos lo bastante densos y llenos de espinos para retener al ganado. Puede que no haya agua suficiente para la agricultura, pero pueden cavarse pozos para atender al ganado. Pueden plantarse cercas más al norte, donde el frío mata los fustetes. Tenemos muchos bosques al este. Puede enviarse madera a los colonos, y éstos pagarán con carne y pieles. Y no estoy tan seguro de que la agricultura sea imposible. La universidad está estudiando ese problema. Hasta que los hombres civilizados puedan vivir allí, las Llanuras serán un obstáculo. El Papa bien podría vivir en la Luna y no habría forma de unificar el continente.
—¿Pero quién demonios querría vivir allí? Harq el Hannegan reflexionó un instante.
—Los Conejo se han asentado al sur. Por eso no quiero oír hablar de exterminio.
—Pero siempre han sido medio salvajes, sire. Los Perro Salvaje y los Saltamontes preferirían morir en batalla que renunciar a sus costumbres. Dedicarse a las granjas o a los ranchos es un trabajo duro. Para el nómada, el trabajo es esclavitud.
—Los ex nómadas aprendieron a trabajar cuando perdieron sus caballos. Está usted prejuzgando su decisión. No debemos permitir que decidan. No hay ninguna necesidad de colonizar las Llanuras si podemos civilizar a las tribus salvajes. Quiero que Urion envíe misiones a las hordas del norte.
—El cardenal Urion envió a monseñor S anual, y éste volvió con las manos vacías y creo que con la cabeza vacía. Los cristianos de allí están ya unidos a Valana, sire, y hay rumores de que ese Papa de Valana quiere apartar las iglesias Conejo de nuestro arzobispo —informó el capellán.
—No hay ningún Papa en Valana, y hasta que haya un Papa en Nueva Roma, no están unidos a nadie. Y Urion espera ser el próximo Papa. Si no, nos encargaremos de que Urion o algún antipapa les ofrezca una salvación más dulce. Sobre todo a los Saltamontes, después de que los castiguemos. Es momento de hacer cambios. El papado será para quien lo coja. El nuevo Señor de las Hordas es un Perro Salvaje, no un Saltamontes. Tenemos que ejercer influencia sobre ambos.
»Por favor, comprendan —continuó el Hannegan tras una pausa—, «que lo que les pido es que me digan lo que piensan que sucedería si hacemos esto, o hacemos aquello, aunque no hagamos ninguna de las dos cosas. Para mostrarles lo que quiero decir, le pregunto al general Goldaem qué piensa que sucedería si emprendiéramos una guerra para exterminar a la población nómada de las Llanuras del norte.
Se produjo el silencio.
—¿Bien, general?
—Sire, en realidad no pretendía sugerir…
—Muy bien, me doy cuenta de que estaba haciendo sólo ruidos belicosos para ejercitar su glándula militar, pero adelante. Responda a mi pregunta: ¿qué sucedería si emprendiéramos una guerra para exterminar a los Saltamontes y los Perro Salvaje?
El general se ruborizó, y tras unos segundos dijo:
—Creo que fracasaríamos. No tenemos suficientes fuerzas. Ocupamos y controlamos el territorio Conejo por debajo del Nady Ann. Si tratamos de golpear a los Saltamontes con fuerza, podrán replegarse hasta que nuestras caravanas de suministros no puedan llegar hasta nuestros hombres.
Los nómadas pueden vivir a base de carroña y grillos. ¿Por qué no puede usted?
—Puedo, pero no puedo disparar sin pólvora y balas.
—Muy bien. Ahora ya ha satisfecho su glándula militar. Sin embargo, puede volver a ponerla a trabajar y organizar un batallón de ataque especial. Quiero hombres entrenados para superar a los nómadas en su propia estrategia. Coja a los hombres más duros, más grandes y más bravos que pueda encontrar, de entre nuestras filas y de cualquier banda de forajidos sin madre que pueda encontrar. Enséñeles a vivir en el territorio, a hablar nómada y a aprender su forma de hacer señales.
—¿Y cuál es exactamente la misión del batallón, sire? No controlar el territorio, seguramente.
—Por supuesto que no. La misión es sorprender, matar, destruir y huir. Incursiones de castigo, por si se produce otro ataque a las granjas. En cuanto a las armas, asegúrese de que tengan las nuevas armas biológicas de la universidad. Reclute a Thon Hilbert, si es necesario.
Goldaem miró a Carpios e hizo una mueca. No creía que las armas biológicas fueran el futuro militar y esperaba que Carpy estuviera de acuerdo; pero el almirante pirata simplemente se encogió de hombros. Filpeo se volvió hacia el capellán. —Coronel Pottscar, supongamos que mi tío el arzobispo tuviera fondos ilimitados para invertirlos en la conversión de la Horda Saltamontes. ¿Qué sucedería?
—Bueno, si no se lo gastara en muchachitos, lo desperdiciaría enviándolo a gente como monseñor Sanual. El alcalde pareció reprimir una risita. —¿Cómo se lo gastaría en muchachitos? ¿En obras de caridad?
—Oh, por supuesto. Sólo estaba pensando que la semana pasada aceptó un refugiado de la Abadía Leibowitz. Contrató a un tal hermano Torrildo como ayudante y acólito. Siempre está pensando en el bienestar de los muchachos jóvenes.
—Conozco a mi tío, padre coronel Pottscar. Mi pregunta es: ¿cree que gastar dinero en cristianizar a los nómadas sería una inversión rentable?
—No. —¿Por qué?
—Porque los nómadas serían bautizados, cogerían el dinero, ignorarían a los sacerdotes y harían lo que han hecho siempre.
—Muy bien. ¡Vaya, miren la hora! Vayamos a inspeccionar la mercancía de los armeros, caballeros.
—Espere un momento, sire —dijo Goldaem—. Creo que Carp… uh, el almirante tendría que decir algo primero.
—Adelante, Carp —dijo el Hannegan. El almirante dio un leve respingo, pero dijo:
—Las armas que los guerreros extranjeros trajeron consigo desaparecieron poco después de conocer a Ponymarrón.
—¿Cómo sabe eso? Y si es cierto, ¿qué significa?
—Se lo oí decir a Esitt Loyte, sire. En su tierra tienen armas de fuego mucho mejores que las nuestras, y que las que ahora se fabrican en la costa oeste.
Sacó una pistola pequeña, sólo para que uno de los guardaespaldas de Filpeo se la arrancara de la mano. El guardia parecía tener problemas para decidir si la pistola estaba armada. El almirante le aseguró que no lo estaba.
—¿Dónde ha encontrado eso? —preguntó Filpeo.
—A unas cincuenta y ocho millas náuticas de aquí, sire. Dando un gran rodeo, casi al noreste, supongo. O a sesenta y tres millas, siguiendo la costa, casi al oeste. Es lo que supongo sin mirar las cartas.
—¿Al otro lado del océano? ¿No en nuestra costa oeste?
—No, pero ahora las están produciendo en nuestra costa.
—Muéstreme cómo funciona, almirante —le dijo Filpeo.
Carpios Robo sacó cinco cartuchos de su bolsillo, cargó el revólver, se acercó a la ventana más cercana, apuntó al cielo, y los dejó a todos sordos tras sujetar el gatillo y golpear rápidamente el percutor cinco veces con el borde de la mano. Cuando se dio la vuelta, Filpeo estaba pálido.
—¡Dios mío! ¿Eso es lo que han estado amontonando en las montañas Suckamint?
—No tengo conocimiento de eso, sire. Pero este batallón especial que quiere usted organizar debería tener mucha potencia de fuego.
—Déme el arma. Vayamos a ver a los armeros. El almirante soltó la pistola con clara reticencia. Según los vendedores de los armeros, el prototipo de un arma similar se encontraba ya en los tableros de dibujo y podría estar lista en dos años, pero les alarmó saber que un arma de fuego competitiva se estuviera produciendo ya.
—¿Si poseyeran esta arma la producción se aceleraría?
—Es muy probable, sire. Carpios Robo volvió a dar un respingo.
—Les dejaré tenerla mientras no se marchen de la ciudad —dijo Filpeo, y luego miró la expresión del almirante y añadió—. Naturalmente, tendrán que devolvérsela a su propietario cuando terminen.
—Por supuesto, sire.
La entrevista de Ponymarrón con Su Majestad Imperial Filpeo Harq, Alcalde Hannegan VII, tuvo lugar en el ayuntamiento, también llamado palacio imperial, el jueves cinco de enero, negando así un rumor Conejo extendido en la provincia que sostenía que Filpeo Harq siempre se encerraba en sus habitaciones privadas durante tres días cuando había luna llena, y no veía a nadie. Ese jueves la luna estaba llena, y después de abrir los papeles sellados del papa Amén, el monarca se puso de tan mal humor que Dientenegro deseó que el rumor hubiera sido cierto. Él y Weh-Geh tuvieron que permanecer en un banco en el pasillo, ante la sala del trono, y sólo pudieron oír gritos ahogados sin poder comprender qué sucedía. Ninguno de los gritos procedía del cardenal.
Poco después llegó un sacerdote con el fajín de monseñor y se dirigió a los guardias. Uno de ellos llamó con fuerza, abrió la puerta, gritó:
—Monseñor Sanual, obedeciendo la llamada del Señor Alcalde.
Lo empujó al interior, luego lo siguió y cerró la puerta. Hubo una pausa en los gritos.
Dientenegro nunca había visto a Sanual antes, pero había oído hablar lo suficiente de él, tanto a su amo como al padre Pisaserpiente, como para saber que sería cualquier cosa menos un testigo amistoso, y que las acciones de Ponymarrón en el festival funerario de las Llanuras y su participación en el asunto de la Mujer Caballo Salvaje estaban en la agenda de la corte. Intercambió una mirada con Weh-Geh y vio que los dos eran conscientes de eso.
El guardia que dio paso a Sanual abrió la puerta y le habló al otro guardia.
—Agárralos —ordenó, y volvió a cerrar la puerta.
El guardia no sabía cómo agarrarlos, pero apuntó con su arma a Weh-Geh y le dijo que soltara sus espadas. Dos segundos después, estaba tendido de plano en el suelo con la punta de una espada en la garganta.
—¿Coges su arma, hermano? —era una sugerencia, no una orden.
—No —respondió Dientenegro—. Eso ha sido un error, Weh-Geh. Recuerda al cardenal.
Weh-Geh miró hacia la puerta. Entonces le dio una patada en el estómago al guardia caído. Tras dejar al hombre sin respiración, agarró la pistola y se precipitó a través de la puerta. Nimmy observó al sorprendido monarca sentado en su trono. Ponymarrón había sido obligado a ponerse de rodillas y un guardia le apuntaba a la cabeza con una pistola. Weh-Geh apunto a Filpeo Harq y gritó:
—¡Soltad a mi amo!
Nimmy se apartó de la puerta, pues el alcalde estaba flanqueado por otros dos guardias más que alzaron sus mosquetes. El hombre que jadeaba en busca de aire se arrastró hacia Nimmy, quien saltó sobre él para evitar una pelea.
Hubo tres claras explosiones, luego silencio, seguido de la voz de Filpeo Harq.
—Lleváoslo, y al que está en el pasillo también.
Dientenegro volvió a asomarse. Weh-Geh yacía en un creciente charco de sangre. Uno de los mosqueteros había caído, pero el alcalde en persona empuñaba una pistola. Parecía igual a la que Ædra le había mostrado en la cueva. Era imposible adivinar quién había matado a Weh-Geh. Todas las armas seguían aún apuntándole. Cuando el Hannegan vio a Nimmy en la puerta, volvió a alzar la pistola, pero el pálido monje saltó a un lado. No hizo ningún intento de escapar. Un asustado y humillado cardenal Ponymarrón seguía aún arrodillado.
Una de las cárceles de Ciudad Hannegan era parte del zoo público; los prisioneros interesantes se exhibían en jaulas que no eran muy distintas de las que se empleaban para los pumas, los lobos y los monos. Al entrar, pasaron por delante de una zona descubierta rodeada de una gruesa verja donde había un cartel que decía: CAMELUS DROMEDARIUS, ÁFRICA, CONTRIB. ALMIRANTE E’FONDOLAI.
—Guardia, ¿qué son esas cosas? —preguntó Dientenegro.
—Lo dice ahí —replicó el carcelero—. No te pares a mirar.
—¡Están domesticados!
—Qué astuto. De lo contrario, el chico no montaría en el lomo del animal, ¿eh?
—¿Son útiles?
—Pueden pasar más tiempo sin agua que los caballos. El almirante dice que donde los consiguió se usan para la guerra en el desierto.
—¿Hay más?
—No por lo que yo sé, pero los habrá pronto —señaló una hembra con el vientre abultado—. Pero me parece que son los únicos camellos en cautividad del continente. El almirante los trajo en la bodega de un velero gigantesco. ¡Ahora sigan, sigan!
Fueron pasando ante celdas llenas de animales más pequeños, y después celdas llenas de prisioneros humanos. En cada celda estaba escrito el nombre de la especie ocupante. Los humanos eran principalmente asesinos: un Homo sicarios, un Homo matricidus, dos Homines seditiosiy un violador de niños. Todos ellos se burlaron cuando los dos clérigos fueron encerrados en la tercera celda de la izquierda. El carcelero desenrolló un cartel y lo clavó sobre la puerta de la jaula, fuera de su vista y su alcance. El hombre que estaba en la celda de enfrente lo miró, se puso a susurrar con el hombre de la celda adyacente y guardó silencio, observándolos asombrado. En su celda no aparecía escrito Homo, sino Gryllus (Saltamontes), y sus crímenes eran crímenes de guerra. Sus burlas se habían limitado a gruñidos nómadas, así que cuando el carcelero se marchó, Dientenegro le habló en su lengua materna.
—¿Qué dice nuestro cartel? —preguntó.
El hombre no respondió. Dientenegro y él se miraron mutuamente.
—Te conozco —dijo el cardenal en perro salvaje—. Estabas con Hultor Bram.
El nómada asintió.
Sí —respondió en su propio dialecto—. Te llevamos al sur para reunirte con el Papa. Me preguntaste por qué el Lord Sharf nos llamaba «partida de guerra». Ahora lo sabes. Fui el único cautivo, para mi gran vergüenza. Pero Pforft, éste de aquí, dice que intentasteis asesinar al Hannegan.
—¿Es eso todo lo que dice nuestro cartel? —preguntó Nimmy.
Evidentemente el nómada no sabía leer. Volvió a conversar con el hombre llamado Pforft, luego sacudió la cabeza.
—No sé lo que significan todas esas palabras.
Pforft, encerrado por pederasta, les habló:
—Dice herejía, simonía, el crimen de lesa majestad, así como intento de regicidio.
Afortunadamente, era tarde y el zoo estaba ya cerrado. Aunque los otros prisioneros llevaban uniformes, no les dieron ninguno al cardenal ni a su secretario, pero cada uno recibió tres mantas para protegerse del frío de enero. La jaula estaba abierta al exterior por la cara sur. Al menos recibirían sol durante parte del día.
El cardenal aún no se había recuperado del todo de la maldición de Meldown.
—Mi Señora de los Buitres tenía aliento de buitre, parece —dijo a Dientenegro, sintiéndose casi histéricamente animado—. Cuando el Angel de la Batalla de Urion luche contra mi Buitre de la Batalla, ¿cuál crees que ganará?
—Mi señor, ¿no dice esa antigua oración: «San Miguel Arcángel, líbranos de la batalla?».
—No, hermano monje. Dice «defiéndenos en la batalla», y «líbranos de las garras del mal». Como bien sabes. ¿Pero por cuál de ellas apostarías ahora mismo?
—No apostaría. Si recuerdo bien el mito nómada, tu Burregun, ya que la invocas, siempre llora mientras se come a los guerreros caídos, los hijos de su hermana, la Doncella del Día. Ella tampoco quiere la guerra.
—Tienes razón, debemos rezar por la paz mientras nos preparamos para la guerra. Claro que tienes razón, Nimmy, tú siempre tienes razón.
Nimmy agachó la cabeza y frunció el ceño. Pero Ponymarrón no estaba siendo sólo sarcástico. Para evitar que los otros prisioneros los entendieran, hablaban neolatín y el cardenal no cuidaba sus palabras.
—Lo digo en serio. Hiciste bien en dejar la abadía, aunque eres un monje de Leibowitz. Hiciste bien en enamorarte de una muchacha como Ædra. Haces bien al desaprobar que yo importe y venda armas de la costa oeste sin decírselo a Su Santidad.
Dientenegro lo miró sorprendido. Ponymarrón advirtió su expresión y continuó:
—El papa Linus Sexto, que nos dio solideos rojos a tu difunto abad y a mí, fue el hombre que me asignó la tarea, en una carta que aún tengo en Valana. Linus me dijo que no se la mostrara a nadie a menos que me capturaran, y entonces, sólo a un Papa. Sinceramente, Nimmy, casi he querido que me capturaran. —Oh.
Dientenegro reflexionó. Casi era cierto que Ponymarrón no había sido cauteloso, permitiendo que incluso Aberlott, el bocazas, conociera sus actividades. Pero probablemente prefería ser capturado por Amén Pajaromoteado. De repente el cardenal pareció menos siniestro, un hombre enfermo con un fardo a la espalda y una conciencia intranquila.
Durante las horas de visita, cuando los niños les escupían a través de los barrotes de sus jaulas, los animales humanos comían carne y patatas crudas para diversión de la multitud. Nadie los veía cuando comían gachas de avena para desayunar. Nimmy recordó que, según Boedullus, comer carne cruda, o aún mejor, beber sangre fresca como hacían a veces los nómadas, era «bueno para la propia sangre del paciente» y persuadió a Ponymarrón para que comiera parte de la carne. A Nimmy le gustaba la carne cruda si era fresca, pero a veces la carne de la carcel sabía a despojosde coyote, y las patatas crudas les producían dolor de estómago. El gobierno de Filpeo proporcionaba suficientes gachas para que los especímenes mostrados en el zoo no parecieran hambrientos. Durante su estancia en prisión, tres reclusos fueron conducidos al cadalso. Por los otros prisioneros, se enteraron de qué Wooshin había sido sustituido por una máquina, no por otra silla eléctrica. La dinamo eléctrica, bastante cara, podía ser empleada de forma más productiva que para freír convictos.
La luna había cambiado de llena a nueva. Una tarde, después de las horas de visita, un hombre con una sobrepelliz de encajes llegó y se los quedó mirando.
—¡Torrildo!
El antiguo fraile le hizo un guiño a Nimmy, pero permaneció en silencio.
—¿Qué quieres, hombre? —exclamó Ponymarrón.
—Mi señor, el arzobispo, se pregunta si le gustaría que le trajeran aquí la eucaristía.
—Me gustaría tener pan y vino para celebrar yo mismo la misa.
—Se lo preguntaré —repuso Torrildo, y se marchó.
—¡Averigua si el Papa sabe que estamos en la cárcel! —gritó Dientenegro cuando ya se iba.
—¡Nimmy! —susurró el cardenal.
Pero Torrildo se había detenido. Sin mirar atrás, dijo:
—Lo sabe.
Y continuó su camino.
—¡Maldición! Todo se acabó. —Ponymarrón estaba furioso y deprimido.
Dientenegro decidió dejarlo tranquilo. Se envolvió en sus mantas y echó una cabezada.
Tres días más tarde, Torrildo regresó. Esta vez Dientenegro le hizo un guiñó. Torrildo se ruborizó.
—Nunca había visto un guiño sarcástico antes —dijo.
—¿Qué hay del pan y del vino? —preguntó el cardenal.
—Su Eminencia no tendrá tiempo para decir misa. —Se sacó una carta de la manga y una llave del bolsillo—. Voy a dejarle ir en cuanto lea esto y prometa obedecer estas instrucciones.
Ponymarrón tomó los papeles y empezó a leer, entregando cada página a Dientenegro al terminarla.
—¡Maldición! Todo se acabó —repitió el cardenal, de nuevo deprimido pero sin furia.
—Creía que todos los cardenales tenían una iglesia en Nueva Roma —observó Nimmy en cuanto leyó las primeras líneas.
—Hay una iglesia de San Miguel en Nueva Roma —le dijo Ponymarrón—. Y es la iglesia de Urion, pero allí no la llaman el Ángel de la Batalla.
Leyeron en silencio mientras Torrildo observaba y tamborileaba impaciente con la llave. La primera página decía así:
A Su Eminencia Elia Cardenal Ponymarrón, diácono de Santa Margarita.
De Urion Cardenal Benefez, arzobispo de San Miguel el Arcángel.
Puesto que el supuesto Papa, un tal Amén Pajaromoteado, al intentar renunciar al papado ha admitido que nunca fue Papa, Su Excelencia Imperial el Alcalde de Texark ha tenido la gracia de perdonar todos sus crímenes excepto el intento de regicidio, por el cual usted y su servidor Dientenegro San Jorge quedan bajo sentencia suspendida de muerte. Serán expulsados del Imperio como personae non gratae. Al firmar esta carta en el lugar indicado abajo, presenta una súplica contra el cargo restante de nolo contendere, que Su Excelencia está dispuesto a aceptar, y usted accede a ser escoltado bajo guardia hasta un punto de su elección para cruzar el río Bahía Fantasma, y la promesa de no regresar nunca excepto por orden de un Pontífice reinante, un Consejo General o un Cónclave, y sólo con la intención de pasar directamente desde o hacia Nueva Roma, desde el cruce fronterizo más cercano.
Había un lugar para firmar bajo una declaración reconociendo los cargos con una petición de no litigio, y accediendo a obedecer un decreto de destierro permanente.
Las otras páginas eran más o menos una petición personal de Benefez a Ponymarrón y otros cardenales valanos para que aceptaran Nueva Roma como el lugar adecuado donde celebrar un cónclave inmediato para elegir un Papa. Cuando Ponymarrón terminó de leer, miró a Torrildo. El acólito le tendió a través de los barrotes una pluma de metal y un frasco de tinta. Los dos firmaron rápidamente y la llave giró en la cerradura.
Su viaje de regreso al Bahía Fantasma por la principal carretera militar fue rápido y duró menos de diez días. Antes de que dejaran la Provincia, los guardias permitieron que Ponymarrón comprara dos caballos a un granjero Conejo. La luna volvía a estar llena, lo que a veces les permitía cabalgar de noche. Cuando por fin llegaron a la Abadía Leibowitz, un excitado abad Olshuen se arrodilló a besar el anillo del cardenal y a contarle que él, Ponymarrón, era ahora Papa electo, escogido por un furioso cónclave de cardenales valanos, congregados por el papa Amén antes de su dimisión. Los cardenales esperaban ansiosamente su accepto.
—¿Quién trajo este estúpido mensaje? —exigió Ponymarrón.
—Fue un antiguo invitado nuestro, que fue con vos a Nueva Roma. Wooshin, nada menos. El cardenal Nauwhat lo envió con la carta de la Curia (que está en mi despacho), y un mensaje oral de Sorely.
—¿Qué decía el mensaje?
—Que se había opuesto al cónclave, pero que esperaba que aceptarais la elección de todas formas.
—Él sabe que no es legal —fue la inmediata respuesta del Diácono Rojo—. Por supuesto que no aceptaré.
—Tenéis un problema más inmediato —dijo Olshuen, recuperándose de su sorpresa inicial.
—¿Y cuál es, Dom Abiquiu?
—¿Le habéis hablado al hermano San Jorge de su joven dama? Vino a buscarlo cuando os marchasteis. El cree que está muerta. Ella dijo que vos sabíais que estaba viva.
Ponymarrón se sintió súbitamente nervioso.
—Ya hablaremos de eso. Vayamos a su despacho. Tengo que leer la carta de la Curia.