Antes de nada y por encima de todo, debe cuidarse a los enfermos, a quienes hay que servir como si fueran Cristo en persona. Pues El mismo dijo: «Estuve enfermo, y me visitasteis».
Regla de san Benito, capítulo 36
Aunque su elección como abad después de un período prudencial era esperada por todos, Abiquiu Olshuen limitó su poder y no ejerció más que su autoridad habitual como prior hasta que la elección tuviera lugar. Por tanto, asignó a Dientenegro y a la Guardia Amarilla a las habitaciones de los visitantes, los invitó a participar en las cuatro o cinco horas diarias de trabajo manual, y le dijo al propio Nimmy que se uniera a los otros monjes en el coro durante la liturgia, pero que no recibiera la eucaristía sin permiso específico de un confesor, es decir, de él mismo.
Cuando Dientenegro le dijo que los guardias extranjeros no eran sólo cristianos sino que además habían tomado votos religiosos, Olshuen se quedó perplejo. Pidió consejo a Levion, el reconciliador, y discutió detalles con Dientenegro sobre el estatus de los extranjeros. Olshueny Levion se sentían incómodos con la idea de que hubiera asesinos profesionales con votos religiosos, y Nimmy realmente sabía muy poco sobre su credo y práctica. Pero sí sabía, y se lo recordó a Olshuen, que muchos siglos atrás los monjes de San Leibowitz habían defendido el monasterio con armas, como demostraban las murallas y las oxidadas armas de hierro que estaban encerradas en la armería del sótano, de la cual sólo Olshuen tenía ahora la llave.
Dientenegro se sintió confuso por las ropas de Levion. El monje se había convertido en sacerdote. Aunque no le desagradaba el hombre, Dientenegro imaginaba que tener al reconciliador por confesor sería uno de sus castigos en el Infierno, si los dos acababan allí. Dientenegro no había cambiado mucho desde que dejó la abadía, pero un pequeño cambio, que se había producido tras servir al cardenal Ponymarrón y estudiar las artes marciales con el Hacha, era el haber perdido el miedo a gente como ésta. Le sorprendió darse cuenta de que la habilidad para poder matar era un gran tranquilizante, incluso entre gentes a quienes apreciaba y respetaba.
—¿Por qué no hablas con ellos en vez de conmigo? —le dijo al padre Levion, su antiguo consejero.
—Lo intenté, hermano San Jorge, pero apenas puedo comprenderlos. ¿Puedes tú?
Como no quería que le cargaran el papel de intérprete, Nimmy negó con la cabeza.
—Están aprendiendo hablaiglesia, padre. Sería muy amable por tu parte si los ayudaras a comunicarse. Estoy seguro de que eres mucho mejor que yo.
Después trató de resistir la tentación de sentirse presuntuoso. Los cristianos extranjeros pronto fueron invitados a unirse a los hermanos de San Leibowitz en la oración. Sin embargo, la comunión se retrasaría hasta que su comprensión del cristianismo católico de este continente pudiera ser probada por catequistas y confesores. Como aún no había sido elegido abad, Olshuen temía la desaprobación de Valana; sabía poco del carácter de Amén Pajaromoteado o de los miembros de esta banda de guerreros de piel amarilla que habían sido servidores del difunto cardenal Ri.
Puso a Nimmy a trabajar fregando platos y limpiando suelos en la cocina. El monje errante no era respetado por sus antiguos amigos y trató de evitar su caridad. Al parecer, el abad Jarad les había dicho poco o nada sobre su trabajo para el cardenal Ponymarrón, y sólo Olshuen parecía conocer el tema, pero sin dejarse impresionar. Si el hermano Vaca cantora le había contado a alguien que Dientenegro era uno de los conclavistas de Ponymarrón cuando el papa Amén fue elegido, nadie parecía interesado. La función de la abadía era rezar y conservar una herencia. El interés en el mundo exterior se mantenía deliberadamente al mínimo. Nimmy se sintió agradecido de que nadie se le riera en la cara o hablara de él lo bastante alto para que pudiera oírlo.
La Abadía Leibowitz tuvo muchos visitantes esa temporada, y sólo había una docena de celdas amuebladas en la casa de invitados. Cuando Dientenegro salía de vísperas una tarde, advirtió que ardía una lámpara en una celda que estaba vacía por la mañana. Miró por la pequeña ventana de la puerta y se quedó de piedra ante lo que vio. Elia Cardenal Ponymarrón, pálido y demacrado, yacía en cama, apoyado en las almohadas. Dientenegro apretó la frente contra la rejilla, para mirar mejor al prelado enfermo, su antiguo y futuro amo.
—¿Eres tú, Nimmy? Me preguntaba dónde te escondías. Pasa, pasa.
—Nadie me ha dicho que estabas aquí, mi señor. Dientenegro se hincó de rodillas y besó el anillo de Ponymarrón. Sintió que el cardenal daba un respingo, y decidió no volver a besar el anillo.
Dos días más tarde, Onmu Kun llegó a la abadía. Nimmy pensó que era una rara coincidencia, pero entonces vio que el forajido Conejo era llevado directamente a presencia del cardenal enfermo sin visitar siquiera al prior. Llevaban varias horas hablando cuando Nimmy les llevó la cena. Onmu se mostraba amistoso, pero la conversación se detuvo en seco cuando Dientenegro entró y no continuó hasta que se marchó. El contrabandista Conejo iba camino de Nueva Jerusalén, pero se quedó hasta que Ponymarrón estuvo listo para marcharse, y luego un poco más.
Desde el principio, no hubo ninguna duda de que el prior Olshuen sería elegido abad, padre espiritual y gobernador de la Orden de San Leibowitz, pero Ponymarrón dejó que se preocupara por el poder de confirmación que el Papa le había delegado y, al parecer, a Olshuen se le metió en la cabeza que devolver la salud al cardenal debía ser Una preocupación prioritaria en la abadía.
Durante algún tiempo, el Diácono Rojo se sintió afligido por náuseas y cansancio. No tenía apetito. Sus intentos de vomitar, después de picotear la comida, a menudo provocaban arcadas secas. Se mareaba cada vez que se levantaba de la cama. Le faltaba el aliento, y los latidos del corazón se le aceleraban cuando estaba de pie. Dientenegro pidió que lo liberaran de su deber de limpiar suelos en la cocina para poder consultar al Venerable Boedullus, pues aquel respetado autor había escrito sobre Meldown, el pozo de cría, y las enfermedades que se contraían al estar expuestos a su radiación. Incluso había transcrito una receta, llamada guiso summonabisch, ideada por los antiguos habitantes de las Llanuras, que era un efectivo tratamiento.
Al principio, el prior Olshuen se negó a liberar a Dientenegro de la cocina, pues el hermano médico no quería ninguna ayuda de gente de su calaña. Pero cuando Ponymarrón se enteró de que el prior había asignado al monje errante las labores más indignas, llamó a Olshuen a su cuarto y se mostró malhumorado, El cardenal menciono incluso el tema de su aprobación a la elección de Olshuen si insistía en el error de Jarad.
—¿Qué error fue ése, Eminencia?
—¡Tener a Nimmy agarrado del pescuezo, maldito estúpido!
—Bueno, todos hacemos trabajos de mantenimiento, y pensé…
Desistió al ver que el Diácono Rojo estaba a punto de explotar.
El hermano Dientenegro fue relevado de su trabajo en la cocina y colocado a las órdenes del cardenal.
Nimmy volvió a leer a Boedullus, y consultó con el hermano médico y los cocineros. El cardenal permitió que le impusieran una estricta dieta. Dos veces al día deba comer una manzana en la que habían introducido clavos de hierro durante tres días. La receta de summonabisch exigía que la carne fuera solamente de vísceras.
—Cualquier cosa que los perros no quieran comer —dijo de forma incorrecta enfurruñado el cocinero, según los pastores, cuyos perros si los dejaban se comían los animales enteros, menos los cuernos y los cascos. La receta exigía cebollas silvestres y pimientos salvajes. Las olorosas cebollas sólo crecían en las riberas de los ríos y no había ninguno cerca de la abadía. El cocinero utilizó cebollas del jardín y, aunque los pastores encontraron algunos pimientos mientras atendían sus rebaños, se consideró que los pimientos picantes del jardín eran un sustituto aceptable; se creía que el poder curativo residía principalmente en la combinación de lengua, hígado, corazón, sesos, mollejas, riñones, y tripa, todo finamente cortado. Había que rehogarlo en una olla de hierro con una chispa de vino rojo o vinagre. La receta original pedía ternera, no cordero, pero ninguna de las pocas vacas lecheras de la había tenido ternerillos ese año. Como de debían sacrificar unas dos ovejas jóvenes a la semana para coger sus vísceras, se permitió a los monjes, e incluso se los animo, a que comieran guiso de cordero, aunque la dieta leizbobwiziana normalmente rechazaba la carne roja. Los más religiosos entre ellos preferían ayunar cuando se servia, pero la mayoría de los novicios la comía con deleite, (sabía a pimiento y ajo), y con buena conciencia.
Durante la segunda semana, el apetito del cardenal mejoró…
—Sabes, Nimmy, este guiso esta delicioso. Pregúntale al cocinero qué lleva, ¿quieres?
—Dudo que quieras saberlo, mi señor.
—¿No? ¿Y por qué hay agujeros y vetas marrones estas manzanas? ¿Y por qué seguís dándome de comer semillas de calabazas?
—Clavos de hierro en las manzanas. El venerable Boedullus creía que es bueno para la sangre. Estamos en octubre y las calabazas están maduras.
—¿Pero sólo semillas? Boedullus, ¿di? Es uno de esos años que añadiste una nota a píe de página, ¿no? Pero no sobre semillas de calabaza.
—Parece que nunca lograré que se olvide eso.
—No pongas esa cara. Para mí no significa nada. Háblame de tu estancia en Nueva Jerusalén.
—Ella está muerta, mi señor.
—¿Ædra? Lamento mucho oír eso. Era una joven inteligente, y muy picara, por supuesto. ¿Crees que le recuperarás alguna vez?
—Nunca la olvidaré.
—¿Aprendiste algo?
—Sí.
—Entonces tienes la posibilidad de venir al este conmigo, o quedarte aquí con tu orden.
—Iré, mi señor. Y gracias. Este lugar se ha convertido en una ocasión de pecado para mí. Siento demasiada furia injusta aquí.
—Ahórrate las gracias. Probablemente será peligroso. Y hará frío. Será invierno antes de que lleguemos a Ciudad Hannegan. ¿Crees que podrás convencer a uno de los guardias del cardenal Ri para que nos acompañe?
—¿Convencer? No comprendo. Te consideran su maestro, incluso su dueño.
—Lo sé. Por eso no quiero decirles que hagan nada hasta que superen esa idea de posesión.
Nimmy no tuvo ningún problema para reclutar a un guardaespaldas para el cardenal. Todos querían ir.
—No podemos ser tantos —les dijo—. Viajaremos con papeles falsos. Quien venga tendrá que esconder sus armas en un petate y llevar sotana.
Wooshin le había dicho que Qum-Do era el mejor soldado, pero él eligió a Weh-Geh, el más pequeño, cuya piel era casi marrón claro. Sólo sus ojos lo distinguían de la población local.
Para cuando llegaron los papeles sellados para el cardenal, junto a una carta del Papa, Ponymarrón estaba listo para dejar el monasterio y dirigirse al este hasta la Provincia y luego hasta Ciudad Hannegan. La carta le dijo muy poco sobre la incursión de Hultor, excepto que había sucedido y que echaban la culpa al Papa. El cardenal escribió una respuesta, suplicando al Papa que no tratara de abandonar el papado hasta que él regresara de la Corte Imperial. El mensaje fue enviado en Sanly Bowitts, junto con el correo de la abadía, que era recogido por un mensajero cada diez días.
Después los tres hombres, vestidos de monjes, se dirigieron hacia la Provincia.
Poco después de su marcha, otros dos viajeros llegaron a la Abadía Leibowitz. Uno era un viejo judío camino de la Meseta del Último Refugio; llevaba dos cabras jóvenes de cabeza azul, ubres llenas y vientres hinchados. Lo acompañaba una joven de brillante pelo amarillo, sólo un poco menos preñada que las cabras. El viejo judío no quiso aceptar ninguna hospitalidad más allá de un poco de agua, unas cuantas galletas y un poco de carne fría. La muchacha había escapado del cautiverio de su familia y exigió ver al padre de su hijo todavía no nacido.
—Se marcharon hace dos días. Le dijo al cardenal que estabas muerta —dijo Olshuen.
—Él cree que estoy muerta, pero el cardenal sabe la verdad.
El abad rechinó los dientes y ofreció, reacio, su hospitalidad. La casa de invitados estaba medio llena de guerreros extranjeros, además de un contrabandista de armas. No había instalaciones separadas para las mujeres y el monje al que ella quería ver se había marchado.
—Puedes alojarte en una celda cerrada —le dijo—, con un orinal. Estarás a salvo.
—¿Quién guardará la llave?
Olshuen pensó un instante. ¿Saldría ella a molestar a los hombres, o al contrario?
—Oh, bien, yo la guardaré —dijo por fin.
—¿Encerrada por usted?
Ella miró a los tres monjes que la observaban con curiosidad desde lo alto de la muralla. Sonriendo picadamente, se subió la falda de cuero hasta la cintura. Debajo no llevaba nada. Con su vientre hinchado y su brillante vello dorado, hizo una mueca al horrorizado abad, dejó caer la falda, se giró sobre sus talones y se marchó meneando el culo hacia Sanly Bowitts. Alguien aplaudió. El abad miró en dirección al parapeto, pero los tres monjes habían desaparecido. Poco después, un hombre con una mula y una carreta llena de mierda de oveja se detuvo a recogerla. Unos minutos más tarde recogió al viejo judío y continuó con las cabras atadas a la trasera del carro.
—Dientenegro, Dientenegro —murmuró disgustado Olshuen, y se retiró a la capilla, donde se hincó de rodillas y comprobó su pulso antes de rezar. Un monje que empezaba a rezar sin aplacar primero su corazón y su mente, rezaba mal. Dijo un rápido paternóster con el pulso todavía acelerado y regresó a su despacho.
El viaje desde la Abadía Leibowitz hasta la frontera oriental del territorio Conejo duraría casi dos meses. Onmu Kun había proporcionado al cardenal una lista de iglesias cuyos pastores y feligreses eran en su mayoría de ascendencia nómada, y a quienes él había vendido armas. Algunos estaban también en la lista del cardenal y eran corresponsales del Secretariado. Mientras sólo visitaran esas iglesias, su identidad estaría a salvo. Pero el cardenal quería pasar a través de asentamientos cercanos a la línea telegráfica, para poder captar alguna noticia de Valana y de Ciudad Hannegan. Viajaron tan al norte que pudieron vadear el río Bahía Fantasma sin hacer nadar a los caballos, y también sin pasar por ningún puesto fronterizo imperial. A partir de ahí, su viaje estaba planeado de iglesia en iglesia, de asentamiento en asentamiento. Era una tierra sombría y seca, pues viajaban principalmente al norte del fértil país montañoso.
Fue en uno de los asentamientos en la antigua ciudad de Amarillo donde Ponymarrón se enteró del alcance de las ofensas del sharf de guerra Bram contra el Qaesach dri Vordar, y de su ritual de muerte. No conocía a Eltür Bram (Luz Demonio), de quien se decía que era el gemelo fraterno de Hultor, dos horas más joven. Un sacerdote Conejo llamado Pisaserpiente, que conocía a la familia Saltamontes, le dijo al cardenal que Eltür era menos beligerante, menos impulsivo, pero quizá más astuto que su gemelo, a quien adoraba. Su elección por parte de las abuelas había sorprendido a Pisaserpiente, quien dijo que sin duda Eltür vengaría a su hermano.
Filpeo Harq había exigido a los Saltamontes que entregaran como criminales a todos los guerreros implicados en la masacre, la entrega también de cincuenta niños Saltamontes para ser retenidos como rehenes en previsión de futuras incursiones, y el pago de la mitad de las riquezas totales Saltamontes en ganado y caballos. La alternativa era la guerra total. Pero las fuerzas imperiales del alcalde carecían por el momento de la logística para apoyar a una fuerza de infantería en las Llanuras, aunque Texark trabajaba en ello. Estaría listo para luchar cuando pudiera ocupar y retener el territorio. Era su continua ocupación y control de las tierras Saltamontes lo que le dejaba pocas posibilidades de ampliar sus tierras al oeste. Si los soldados texarkanos habían perdido entre sesenta y seis y noventa y nueve hombres en la batalla, los supervivientes no lo celebraban.
—Hicieron falta sucios nómadas paganos para actuar así —dijo el sacerdote, amargamente. En el futuro inminente, la guerra contra los Saltamontes iba a ser caprichosa y oportunista, pero cruel.
La Provincia al sur del Nady Ann estaba gobernada por un procónsul al mando de un ejército policial, cuya obvia y antigua tarea era proteger la prosperidad de los ricos de la avaricia de los pobres Conejo. Dientenegro pensó en las armas que Onmu Kun traía al territorio. Por si algunas caían en manos texarkanas, no eran las armas más avanzadas del arsenal de Nueva Jerusalén, y dudaba de que los Conejo fueran capaces de hacer una revolución, aunque en Amarillo había oído hablar de bandidos Conejo, sin madre, situados en el país montañoso del lejano sur. «Bandido» era un término político texarkano.
Una ventaja de Filpeo era que el Señor de las Tres Hordas, Santa Pequeño Oso Locura, presionaba al nuevo sharf Saltamontes para evitar la batalla. El único ataque permitido era un contraataque. Quedaba la pregunta de si Luz Demonio era más leal a su señor, el sharf de sharfs, que su hermano. Las noticias de la incursión de Bram habían causado un tumulto en la Provincia, además de la furia de las abuelas Saltamontes por su muerte ritual.
Ponymarrón se enteró de todas estas cosas gracias al sacerdote Conejo de Amarillo, donde había un interesante cráter casi tan grande como Meldown, pero habitado por seres vivos. Pisaserpiente estaba en contacto con un nómada Saltamontes que vivía cerca con la familia de su esposa Conejo. Este marido recogía noticias de su familia y la horda gracias a un hombre que vivía en el Nady Ann y veía las señales de los Saltamontes y los Perro Salvaje en las cimas de las montañas de más allá del río. Las señales eran movimientos con todo el cuerpo, muchos de ellos rítmicos, y los movimientos incluían los de la montura; esas señales eran lo bastante amplias para ser vistas y comprendidas a gran distancia. Después de semejante emisión, las noticias Saltamontes tardaban varios días en llegar a Amarillo.
De esta forma, el anfitrión de Ponymarrón, el padre Pisaserpiente, estaba en contacto con los Saltamontes y también lo estaba con un sargento texarkano que oía todas las noticias oficiales en un terminal telegráfico cercano y que, aparentemente, decidía por sí mismo la calidad de la información.
—¿Cómo puede confiar en el sargento? —pregunto el cardenal.
—Su novia es una de mis feligresas y lo trae a mi iglesia cada domingo. Confío en ella porque él le gusta menos a ella de lo que ella le gusta a él. Es demasiado simple. Pero no, no estoy dispuesto a creerlo siempre y en todo.
—¿Hay algún modo de que pueda hacerle llegar un mensaje al Papa en Valana?
—No —negó Pisaserpiente, pero luego vaciló—. Sería peligroso intentarlo.
—Tengo que hacer cosas peligrosas.
—Pondría a un feligrés en peligro.
—¿La muchacha?
—Sí, y al sargento, y a mí mismo.
—¿Pero conoce una forma?
—Una vez ella le envió un mensaje a un pariente en el oeste codificándolo y haciendo que su novio lo intercalara anónimamente en el flujo de tráfico.
—¿Y podría hacerlo de nuevo?
—No me presione sobre el tema esta noche —replicó enfadado el padre Pisaserpiente—. Veré qué se puede hacer.
—Hay que persuadir al Papa para que no dimita.
—¿Y un mensaje de Su Eminencia lo persuadiría?
—No puedo prometerlo.
—Ni yo, pero hablaré con ella.
Tres días después se envió el mensaje. Aunque sólo decía «No hagáis nada hasta que yo vea a Filpeo Harq», esta mínima información se ocultó de algún modo entre unos cuantos cientos de palabras de la correspondencia de una estudiante, y Ponymarrón no tenía ni idea de cómo se llamaba la destinataria o cuál sería el método de entrega.
—Todo lo que puedo decir es que es mejor que no intentarlo —fue su único comentario.
Se sentía reacio a marcharse de Amarillo, porque era lo más cerca que su viaje los llevaría del río Nady Ann, por el que llegaban las noticias de las Llanuras al norte.
El padre Pisaserpiente conocía la interacción continuada entre la civilización y las sociedades nómadas de las grandes Llanuras. Había nacido durante la conquista y recordaba cuando su padre se unió a los rebeldes de las montañas del sur. Cuando su padre murió, él, como Ponymarrón más de una generación después, se encontró bajo la custodia de unas monjas que lo escolarizaron. Más tarde, de joven, se dirigió al norte con un amigo Perro Salvaje, pero carecía de talento para ser guerrero y pastor, y por lo tanto no encontró ninguna familia que lo adoptara. Pensó en unirse a una banda de sin madres, pero las monjas le habían enseñado lo que era el pecado, así que regresó a la Provincia y se hizo sacerdote.
Por tanto, estaba encantado de aceptar como líder espiritual al cardenal Ponymarrón en vez de al cardenal Benefez, y su sentido del pecado no ponía objeciones a permitir que sus feligreses adquirieran las prohibidas armas de fuego de Onmu Kun. Incluso prometió potenciar el desarrollo de una milicia local secreta entre los que sabía leales a la Iglesia y la herencia nómada.
Probablemente sabía poco más sobre la cultura nómada de lo que sabían Dientenegro y Ponymarrón, pero tenía setenta y cinco años y veía las cosas desde un punto de vista diferente, que parecía global y casi separado de la pasión de su lealtad Conejo.
El padre Pisaserpiente tenía la visión más completa de la situación nómada que ninguno de sus tres invitados había oído jamás. Conocían gran parte, en fragmentos. Pero el pastor septuagenario unía los fragmentos en una sola imagen más general. Le había inquietado la incursión de Hultor Bram, y no sólo por las objeciones morales de un sacerdote. El sharf muerto no era estúpido. Había creído en la inminencia de su propia muerte pues las Weeius se la habían profetizado después de su ordalía en el pozo. Su incursión, según este sacerdote Conejo, era un mensaje nada menos que para el propio cardenal Ponymarrón, que estaba aquí en esta rectoría, pues había reconocido al cardenal como la figura significativa del poder de la Iglesia en Valana.
El cardenal sacudió la cabeza, con obvia incomodidad ante la idea, pero Nimmy advirtió que no negaba nada.
—Los Saltamontes siempre están en guerra —murmuró en cambio.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Es sólo algo que me dijo uno de sus guerreros mientras cabalgábamos hacia el sur de Meldown para reunimos con el Papa.
Pisaserpiente insistió en que Bram llevó a la partida de guerra hasta las mismas puertas de Roma para mostrar al cardenal (y, por supuesto, al Papa) que el peso de cualquier guerra lo llevarían los Saltamontes, no los Perro Salvaje, y que el papado de Valana estaba desperdiciando sus energías complaciendo a Chür Osle Hongan. El «éxito» de la incursión era también una demostración, ante Filpeo Harq, de que su apertura al oeste era más aparente que real, dadas las ventajas que poseían los Saltamontes. Mientras escuchaba a este padre provincial Conejo, Dientenegro empezó a admirar al difunto sharf Saltamontes por su valentía y firmeza de propósito, a pesar de su saña asesina. Una vez más, Nimmy se preguntó si Bram podría ser su pariente lejano.
Pisaserpiente resumió de la siguiente manera la situación militar, cultural e histórica:
Una ventaja que el guerrero nómada tenía sobre la caballería de Texark era que, como todo el mundo sabía, el guerrero había crecido a caballo. Era corriente que una tribu sin ningún conocimiento previo sobre caballos, al ver por primera vez a los guerreros montados de una nación extranjera, consideraran al caballo y al jinete como un solo animal extraño. Luego aprendían a ver el fenómeno como dos. Pero si los guerreros de la nación extranjera eran nómadas de las Llanuras, la primera impresión sería la correcta. El caballo nómada y el jinete nómada eran uno. En el trabajo o en la guerra, no se llama a un hombre montado por su nombre, sino por el de su caballo, y en ocasiones formales por el nombre de su caballo y el del criador de su caballo, a menudo la madre de la esposa del hombre. El hombre, después de todo, sólo guía al caballo, en la guerra o trabajando con el ganado.
Una de las primeras cosas que se advertían de un campamento nómada, temporal o permanente, era que se veían más mujeres que hombres, a menos que uno llegara un día de fiesta, cuando la mayoría de los pastores guerreros regresaban de las llanuras, donde vivían normalmente con el ganado semisalvaje. Cuando los pastores volvían a casa, casi parecían salvajes extranjeros en su propio campamento o aldea donde vivían y a veces trabajaban con las mujeres, los ancianos, los niños y los mutilados o impedidos. Al menos los niños trabajaban. Los niños mayores se convertían en domadores de caballos. Los más pequeños atendían las manadas y trataban de montar a los caballos casi domados. Los viejos tendían a considerar que sus glorias pasadas les daban derecho a retirarse cómodamente sin hacer nada, mientras los niños y mujeres cocinaban, limpiaban, llevaban agua, reparaban, hacían ollas de barro y atendían a los caballos.
Ocasionalmente, una mujer Weejus usaba sus poderes sobrenaturales para hacer trabajar a un viejo guerrero retirado, mientras la tarea no fuera agotadora, pero los veteranos eran un puñado de perezosos, protegidos habitualmente en su retiro por múltiples afiliaciones al Espíritu Oso. A veces se redimían ofreciendo ráfagas de sana sabiduría, cuando los hombres jóvenes se dividían en airadas controversias.
El pastor guerrero medio, al norte del Nady Ann, seguía siendo analfabeto y sólo hablaba el dialecto de su horda, pero su madre, o su abuela, era Weejus y probablemente estaba aprendiendo a leer sola, y podía incluso estar enseñando a sus hermanos y hermanas menores. Aunque carente de letras o de un segundo lenguaje, el nómada medio imaginaba, en estos tiempos, un mundo mucho más grande que el que habían imaginado sus tíos bisabuelos. Sabía que la tierra no se acababa tras las montañas, y que había gente que vivía más allá del Gran Río, al este, y que eran igual de peligrosos y despreciables que los herbívoros humanos que vivían en esta orilla del río. Incluso sospechaba que el gran pozo de cría de la Mujer Caballo Salvaje no era en realidad el Ombligo del Mundo, y que el criadero de su propia abuela, si tenía uno, no era necesariamente letal para los hombres que se atrevieran a entrar allí, aunque probablemente era mejor mantenerse fuera. No era un purista nómada como sus tíos más viejos. Usaba las herramientas de los ciudadanos, llevaba la ropa de los ciudadanos, bebía líquido de los ciudadanos, y a menudo comía los frijoles y el maíz de los ciudadanos si no llegaba a cultivar los suyos propios, como recalcó Pisaserpiente con una risita.
La Tierra estaba para cultivar hierba, para que viviera el ganado y los ciervos y los antílopes y los conejos y los perritos de las praderas y los caballos, para que a su vez vivieran de ellos los hombres y los perros salvajes y varios tipos de gatos y buitres. La jerarquía animal de las Llanuras era gobernada por tres señores en asociación depredadora: hombres, caballos y perros. También por sus mujeres, yeguas y perras. Las cosas eran mucho más sencillas en las Llanuras que en el país de los cultivadores de frijoles y maíz. Uno podía sentir pena por los granjeros, como sentía pena por su presa, pues el nómada podía ver que los granjeros eran presa de otros hombres: soldados, policías, sacerdotes y recaudadores de impuestos. Estaban atados a un trozo de tierra, mientras que el nómada poseía el mundo entero bajo el Cielo Vacío. Ese era, de hecho, uno de los antiguos nombres que el nómada se daba a sí mismo: el Sobrino del Cielo Vacío. Cielo Vacío, naturalmente, era una persona, pero también era sólo-míralo-arriba: cielo vacío. Tan sólo en las Llanuras, a lomos de un caballo, podía un hombre ver la enormidad de la Tierra, a menos que fuera desde el mástil de un velero, pero el nómada no estaba seguro de creer en los océanos. Sabía que las cosas siempre tenían sus opuestos, así, desde donde estaba, rodeado por un océano semiárido de hierba, imaginar un océano de agua era sólo una idea natural. Pero no todas las ideas naturales eran reales. Desde la derrota de sus tíos abuelos a manos de los soldados del segundo Hannegan y el ganado enfermo del Hannegan, este nuevo nómada se había vuelto escéptico. No creía en todo lo que le decían sus tíos o las mujeres Weejus, a menos que estuviera preparándose para ser un hombre del Espíritu Oso. Pero el hombre medio no se convertía en un hombre del Espíritu Oso y era escéptico de sus poderes. Entre la Horda Perro Salvaje, no era raro que un nómada enfermo visitara una ciudad montañesa en busca de un médico de distinta tradición, sobre todo en asuntos de cirugía. Normalmente los enfermos eran jóvenes, pero a veces un paciente más viejo, medio dispuesto, tenía que ser arrastrado hasta un médico de las montañas por sus parientes jóvenes. Bastantes hombres del Espíritu Oso habían trabajado durante algún tiempo en los hospitales de la Iglesia o del Imperio, aprendiendo tanto como podían de este nuevo tipo de curación. Aprendieron a lavarse las manos. Aprendieron qué drogas robar para utilizarlas en casa.
Había mitos del origen, del nacimiento de esta tierra de llanuras y su verdadero Pueblo, surgido de un antiguo cataclismo.
Durante la época primordial de la gran muerte, hubo fuego y hielo. Unos cuantos animales y unos cuantos hombres surgieron de esa terrible muerte. Luego, después de aquel tiempo primordial, llegó el Tiempo Antiguo. En el Tiempo Antiguo, se produjo una conspiración entre hombre, perro y caballo para dominar el ganado lanoso y sin amo que vagaba libremente por las Llanuras, ese santo país del Cielo Vacío y la Yegua Sagrada. La alianza, la cosa-hombre-caballo-perro, controló el rebaño lanoso por su bien, a menudo contra la voluntad del rebaño, conduciéndolo hacia donde los hombres sabían que la hierba crecía más verde. El ganado obtuvo algo de sus depredadores a cambio de su carne, su piel y sus huesos: obtuvo la protección del hombre-caballo-perro contra los lobos y los grandes gatos, pero continuó siendo la presa del hombre-caballo-perro, abatida desde los caballos, y los caballos eran superiores.
—Hoy, los rebaños de ganado ya no corren —continuó Pisaserpiente.
Por todos los extremos de las Llanuras se alzaban cercas. Algunas tribus intentaban quedarse en un mismo lugar todo el año, construyendo casas permanentes, atendiendo sus rebaños en otoño, escogiendo los sementales y luego sacrificando los que podían ser usados para comerlos, en el momento o preservándolos para el invierno, y finalmente vendiendo el resto o comerciando con los granjeros a cambio de grano. Para disgusto definitivo del auténtico Pueblo, algunos incluso criaban cerdos.
Al principio, las hordas consideraron parias a estos nómadas constructores de cercas, tan despreciables como los ex nómadas que se dedicaban a la agricultura, igual que la familia de Dientenegro, excepto que los parientes de Dientenegro atendían la tierra de otro. Pero las viejas de las Altas Llanuras, aquellas arrugadas abuelas con puños de cuero, ojos sonrientes y poderes de Weejus, se unieron a la causa de la gente de la zona del margen, y machacaron los oídos de maridos, hermanos, hijos y padres con advertencias sobre la Bruja Nocturna, que llamaba a su oscuro seno a aquellos jefes que dañaban sus propios reinos o herían a los seres que vivían en ellos. No sólo eso, sino que si aquellos pastores asentados eran molestados por los pastores nómadas, sólo podrían acabar convirtiéndose en aliados de los granjeros y de Texark.
Cuando la gente empezó a ver a la Bruja, los nerviosos jefes comenzaron a reconocer que los nómadas que se asentaban tras las cercas no debían ser saqueados y asesinados, sino recibidos en la vida común de la horda, si era posible. No obstante, esta tolerancia se reservó para las haciendas adyacentes a las cercas ya existentes. Había unas pocas familias en las Llanuras que se habían atrevido a cercar zonas escogidas por ellos mismos, lejos de cualquier otro cercado. Los líderes de las hordas enviaron a sus guerreros contra ellas para que las derribaran. Obligaron a esa gente a elegir entre regresar a su vida en común o a dejar la tierra común. Los que eran lo bastante tontos para quedarse eran masacrados por los forajidos, que ahorraban a las tribus el problema y la culpa. Las hordas, naturalmente, se unieron a la Iglesia en la condena de aquellos asesinos sin madre. Las cosas habían cambiado desde los tiempos de Hongan Os, cuando Hannegan II esparció ganado apestado como arma de guerra, introduciendo sus animales infectados entre los de las hordas.
El futuro se reveló a los videntes de las tribus. Era de esperar que las Llanuras se encogieran, y que la gente y el ganado pereciera o cambiara. Habían estado cambiando continuamente en las tres generaciones transcurridas desde la Conquista, y lo que caracterizaba a la población actual era su juventud. Las prolíficas abuelas y madres habían duplicado la población en muy poco tiempo. Todos los guerreros nómadas creían que la habilidad de sus mujeres para producir bebés con rapidez, a veces mellizos o trillizos, aumentaba o menguaba según la necesidad de la nación. Por algún motivo, las Grandes Llanuras encogían mientras la población crecía rápidamente. ¿No era esto la causa principal para una guerra? Normalmente sucedía cuando los hombres se asentaban en un lugar con sus mujeres y tenían un montón de sexo y bebés, demasiados hijos para encajar en el esquema local de las cosas. Las bandas de adolescentes se convertían en guerreros durante este proceso, y como creaban problemas con sus otros vecinos, era necesario poner las bandas bajo el mando de un jefe y darles cosas violentas que hacer contra la gente que no disfrutaba del favor del jefe. La causa de la guerra era la agricultura, en opinión del nómada. Después de todo, Abel era un pastor que fue asesinado por Caín, un granjero, según decían los cristianos.
Las tribus estaban inquietas, ansiosas, furiosas. Todas se habían comprometido: incluso las más salvajes usaban las herramientas y las armas que se fabricaban en las ciudades y poblados situados al este de las montañas. Llevaban su carne, pieles, artesanía, pieles de lobo, grasa de oso y ponis de sobra a un puesto de intercambio, y regresaban a la Tierra Abuela con mulas cargadas de herramientas, pólvora, balas de mosquetones, tela, frijoles y suficiente alcohol destilado para que al menos los mayores se emborracharan. Cantaban las antiguas canciones y bailaban los antiguos rituales, honraban al Pueblo Salvaje, y trasladaban sus pertenencias y sus rebaños según la estación. Cada horda poseía un camino sagrado, y lugares sagrados por el camino donde acampar para pasar la temporada. Navegaban las praderas guiándose por el cielo nocturno tanto como por las indicaciones en la tierra. El cielo les decía que avanzaran hacia el sur. Era mediados del siglo treinta y tres, y Polaris había trazado un gran círculo en el cielo del norte, como lo hizo en la época de Leibowitz, pero las hordas cuando vagabundeaban se llamaban a sí mismas el pueblo de la Estrella Polar. Cuando acampaban en verano, eran el pueblo del Cielo Vacío y la Doncella del Día. Cuando se preparaban para el invierno, eran los hijos del Lobo y la Bruja.
Dientenegro sabía mucho de esta tradición, aunque no la había vivido. Pero las cosas estaban cambiando. Podía ver el cambio ahora; se lo había perdido de niño. Entre los pastores guerreros el poder en las Llanuras estaba fuera de control, y las ancianas se preocupaban. Algunos líderes eran elegidos por hombres, sin consultar debidamente con las abuelas, las mujeres Weejus, y los hombres del Espíritu Oso. La guerra amenazaba a los caballos y a los linajes sagrados, y mataba a los nietos. Las mujeres normalmente estaban contra la guerra, excepto cuando era necesario detener los robos de caballos entre las tribus.
Cuando Cielo Vacío murió en presencia de sus Diecisiete Guerreros Locos, les prometió que volvería de entre los muertos en tiempos de necesidad si todos y cada uno de los diecisiete murmuraban al unísono su nombre mágico de diecisiete sílabas. Cielo Vacío, como parte de su última voluntad y testamento, enseñó su nombre a aquellos sacerdotes-guerreros que le habían servido mejor en la batalla, dejando a cada hombre una sílaba secreta distinta que podía ser pronunciada sólo una vez, pues decirla dos veces paralizaba la lengua. Un moribundo sólo podía transmitir la sílaba a su hijo mayor, o si el hijo no era adecuado, a otro hombre elegido por los chamanes del Espíritu Oso. Cielo Vacío prometió volver cada vez que su nombre se pronunciara correctamente, pero para pronunciar el nombre, cada hombre tendría que pronunciar su sílaba en el orden correcto.
¿Cuál era el orden correcto?
Estaban congregados alrededor de su camastro en aquel momento, y aunque la mayoría estaba de acuerdo respecto a quiénes poseían la primera y la última sílabas, nadie había contado a los de en medio; por ejemplo, había un lancero que decía que Cielo Vacío había hablado al oído de, al menos, diez hombres antes que a él, pero no más de doce. Inevitablemente, un escéptico que heredaba la sílaba de su padre la pronunciaba en voz alta, trataba de decirla otra vez y quedaba inmediatamente mudo. Otros le oían decir la sílaba, pero se creaban dudas. ¿Sería efectivo si se decía en el orden correcto pero por un hombre que no fuera el custodio original? Y si un hombre pronunciaba su propia sílaba, ¿podría repetir también la sílaba huérfana, o atenazaría la mudez su garganta? Pero un día, hacía aproximadamente un siglo, todos se reunieron, todos menos los mudos escépticos, y decidieron tratar de llamar a Cielo Vacío, porque los tiempos empeoraban para el pueblo.
Cuando pronunciaron las sílabas, no sucedió nada visible. Lo consideraron un fracaso, hasta que oyeron el llanto de un bebé recién nacido en la tienda adyacente.
El bebé era el hijo de una madre de la tribu real, y la obligaron a llamarlo Cielo Vacío, aunque cuando llegó el momento de su rito de paso a la masculinidad, recibió el nombre de Hongan Os, Oso Loco, y creció para convertirse en el Qaesach dri Vordar que condujo las hordas a un horrible desastre. Obviamente, el nombre sagrado había sido pronunciado mal.
Quedaron fascinados por la historia de Pisaserpiente. Sin embargo, era necesario continuar, cruzar un afluente del Río Rojo al sureste y luego dirigirse rápidamente hacia Ciudad Hannegan.
Antes de llegar a la ciudad, se detuvieron en el borde del cráter de Amarillo. Había un pequeño lago en el centro, y el terreno a su alrededor era verde y fértil. Dos caballos salvajes pastaban y alguien pescaba en el lago.
—Me han dicho que esto era un criadero Conejo antes de la conquista —dijo Ponymarrón.
—¿Es como Meldown? —preguntó Dientenegro.
—No, no es como el pozo de cría de la Mujer Caballo Salvaje.
—Veo una señal de piedra allí delante. Este lugar tiene un nombre.
—¿Cómo se llama?
—Lago Bendición —leyó Dientenegro, y miró a Ponymarrón, que miraba al otro lado de la lápida.
—¿Dice algo por el otro lado, mi señor?
—Dice «Boedullus estuvo aquí».
—¿Qué-é-é? —Nimmy echó un vistazo.
—¡Pintura!
Recién pintado. Es una broma. Tiene que serio. O bien… —Hizo una pausa—. ¿Sabías, mi señor, que el Venerable Boedullus murió en una explosión en un hallazgo arqueológico que estaba investigando? Hay una leyenda sobre un lago con un barbo gigante llamado Bodolos que fue más tarde a vivir en el cráter donde explotó la bomba.
—Así que es una broma con una teoría detrás. Tiene que ser una broma leiwobitziana. ¿Quién aparte de vuestra Orden conoce al Venerable Boedullus?
—Casi nadie, mi señor, a menos que los nómadas hayan estado leyendo mis traducciones.
—Parece firmado con las iniciales HRT. No querría perder el tiempo regresando a preguntarle al padre Pisa-Serpiente.
—Preguntémosle mejor a ese granjero Conejo —sugirió Nimmy, al ver que un hombre cabalgando sobre una mula se dirigía hacia ellos, carretera abajo.
El granjero se rió con ganas.
—Mi tío bisabuelo pescó a ese viejo Bodolos hace casi un siglo. Dio de comer a toda la aldea con él. Quien pintó el cartel por atrás el mes pasado no sabía escribir. Pero llevaba las mismas ropas que vosotros.
Ponymarrón y Dientenegro intercambiaron una mirada. Nadie les había hablado en la abadía de ningún monje de la Orden que hubiera partido recientemente hacia la Provincia.
—Bueno, al menos un granjero Conejo aprendió a leer —observó Ponymarrón más tarde.
—Había una pequeña iglesia escuela en Amarillo.
—Estoy seguro de que hay muchos nómadas en la Provincia que saben leer un libro pero no montar un caballo, sobre todo en batalla.
—¿A qué velocidad pueden aprender a marchar y disparar? —preguntó Weh-Geh, habitualmente silencioso.
El monje y el prelado consideraron la pregunta, pero no respondieron.
Cruzaron el Río Rojo y se encaminaron hacia el este atravesando las praderas. En total, se detuvieron en veintitrés iglesias, y aseguraron la lealtad de diecisiete pastores Conejo, pero muchas noches durmieron en los graneros de los granjeros o encontraron refugio natural en los lechos de los arroyos. Dos veces alquilaron habitaciones a terratenientes texarkanos, pero hicieron demasiadas preguntas. Al cardenal no le gustaba mentir y decidió no volver a hacerlo, aunque durante el viaje los alcanzó un invierno muy frío; en estas zonas, la lluvia helada no empezaba habitualmente hasta enero. El cardenal no estaba todavía completamente repuesto. Empezó a creer en la promesa de que viviría menos como consecuencia de la ordalía. Dientenegro le dio de comer un montón de manzanas donde había metido previamente clavos, pero estaba perdiendo su pelo rojo, ya algo canoso, además de su energía. Tal era la maldición de Meldown.