Del mismo modo, aquellos que han sido enviados a un viaje no dejarán pasar las Horas mencionadas, sino que dirán los oficios ellos solos lo mejor que puedan, y no dejarán de rendir la tarea de su servido.
Regla de san Benito, capítulo 50
La ruta occidental desde Valana a Nueva Jerusalén estaba menos claramente definida y resultaba más difícil de recorrer con carruajes que el camino que llevaría al Papa al este, y que Dientenegro y Wooshin ya habían recorrido con el cardenal a principios de primavera. Sólo llevaban cuatro carretas, además de las mulas de carga, pero en cada arroyo había que desatascar las ruedas y ayudar a los animales, sobre todo después de las últimas lluvias de verano. Las lluvias eran escasas durante el año, pero ésta era la estación propicia, y las riadas a menudo cubrían las zonas más bajas del desierto. La carretera oriental habría sido mucho más rápida y fácil si los viajeros no tuvieran motivos para evitar a otros caminantes. El motivo era «seguridad». Mientras vadeaban un arroyo, una de las cajas embaladas cayó de una carreta y se rompió. Dientenegro vio cómo Wooshin y los guardias de Ri corrían a recuperar rifles del agua poco profunda, mientras miraban furtivamente alrededor por si hubiera espías entre los matorrales de juníperos. Más tarde, no pudo evitar enterarse de que llevaban pistolas y munición en las mulas de carga. Cuando lo preguntó, Elkin le dijo que se trataba de un envío relativamente pequeño. El guardia recepcionista del Secretariado parecía a cargo de la expedición, e hizo saber a Nimmy que procedía del ala prohibida. La partida incluía a varios conductores de mulas, Wooshin, Aberlott, Ulad, y los seis guerreros del grupo del difunto cardenal Ri.
Los hombres de Ri eran hábiles guerreros en la lucha sin armas. A la luz de las hogueras combatían unos con otros, y con Wooshin, a quien le costó ganar al jefe de todos ellos, que tenía treinta años menos que él. Hablaban entre sí su propio idioma, y Wooshin se reía.
—Oh, Hacha, por favor, recuérdales que se supone que deben practicar el monrocoso o el eclesiástico —le dijo Dientenegro.
El Hacha les gruñó, y trataron entrecortadamente de continuar la conversación en hablaiglesia. Nimmy se dio cuenta de que habían estado hablando de él, porque era una excepción a lo que veían en general: que los monjes no pelean, o no pueden, o no quieren. Mientras que ellos mismos eran cristianos con votos, aunque uno de ellos tenia una esposa en casa. Cuando Wooshin le explicó esto a Dientenegro, el monje se quedó anonadado.
Al principio, los guardias de Ri le resultaron un enigma. Wooshin se llevaba bien con ellos, y parecían comprenderse lo bastante bien cuando las palabras eran acompañadas por frenéticos gestos. Al tercer día, Dientenegro se atrevió a recordarle a Wooshin otra vez que tenía la misión de enseñar hablaiglesia a la «Guardia Amarilla», como habían empezado a llamarlos en Valana. Wooshin lo miró con mala cara, pero después de un instante explicó, no sin rubor, que los hombres del cardenal Ri habían estado tratando de convertirlo al cristianismo.
El monje lo miró, incrédulo.
Hacha se rió ante su expresión.
—No creo que quieras oír ese argumento en hablaiglesia. ¿Has olvidado que eran los hombres del cardenal Ri?
—Supuse que eran cristianos, y los he oído cantar, pero…
—¿Pero no esperabas que los soldados fueran muy religiosos?
Nimmy reflexionó un instante. Su mente captó un helado atisbo de guerreros inolvidables, sus violadores, en acción.
—Supongo que me dejo llevar por los prejuicios, Hacha. Los soldados que he conocido son a menudo piadosos, pero nunca he conocido a ningún soldado que pareciera tener una dimensión espiritual, excepto tú.
—¿Excepto yo? ¿Es que tengo una dimensión espiritual, Nimmy?
—Puedes reírte, pero eso he pensado. Todo lo que realmente sé de ti es lo que quieres que sepa. ¿No es eso, Hacha?
—Bueno, en el lugar de donde son estos hombres, todos los monjes, incluso los cristianos, tienen una tradición como guerreros sin armas.
—¡Ahora sí tienen armas! ¿Estás diciendo que son monjes?
—Sí, creo que puedes llamarlos monjes. En cuanto a las armas, Ri los dispensó de esa regla y nuestro amo extendió la dispensa. La orden a la que pertenecen es asiática y no está reconocida aquí. Cuando el cardenal Ponymarrón o el Papa comprendan que tienen votos religiosos, perderán su libertad hasta que la Iglesia pueda decidir qué hacer con ellos. No se sienten ansiosos por regresar a casa, pero sus votos son similares a los tuyos. Quieren ser libres para formar una comunidad, pero tienen miedo de pedirlo. Por eso quieren y necesitan hablar hablaiglesia lo antes posible. No tienes que azuzarnos al respecto. Le sugerí al cardenal que se quedaran algún tiempo en la Abadía Leibowitz. Allí, podrían llevar sus hábitos y aprender vuestra liturgia. ¿Serían bienvenidos?
—No soy quién para hablar por el abad Jarad Cardenal Kendemin.
Luchó contra su amargura un instante, pero luego continuó:
—Has leído la Regla de san Benito, Hacha. Los Hermanos de San Leibowitz todavía honran esa regla, lo que significa que deben ofrecer hospitalidad a todo el que acuda a ellos, como si fuera Cristo que llegara del desierto. Pero no estoy sugiriendo que los hombres de Ri se aprovechen de esa regla.
—No, naturalmente no querrías que el abad sepa que tú lo sugeriste al decir que no —dijo Wooshin agriamente—. Pero tienes razón en que deben aprender hablaiglesia. Les enseñaré más. Si van a la Abadía Leibowitz, no será por sugerencia tuya, sino por el cardenal.
—Muy bien. Entonces lo olvido, aunque me gustaría saber más sobre su Orden.
—Saben que te enseñé a pelear un poco, y quieren saber si podrían enseñar a otros monjes de tu Orden a combatir sin armas, o si iría contra las reglas.
—Bueno, no hay nada en contra, mientras sea por deporte o ejercicio. De vez en cuando jugamos a la pelota fuera de los muros, aquellos de nosotros cuyos trabajos no implican esfuerzo físico. —Se echó a reír—. ¡Pero si puedes imaginarte que el abad de permiso para entrenar luchadores…!
—Lo sé. Es una lástima. Su Orden tiene una interesante tradición. Si van a quedarse aquí, les gustaría formar una comunidad, o fundirse con una.
Más tarde, le confesó a Dientenegro:
—Sabes, Nimmy, mi pueblo huyó de esos cristianos asiáticos hace varias generaciones. El cardenal Ri era un super-Benefez en su propio país. Estos cristianos eran conquistadores. Mi pueblo perdió y cruzó el océano.
Nimmy miró al verdugo como si lo viera por primera vez.
—Los míos también perdieron —dijo—. Deberíamos ser hermanos espirituales.
Una brusca mirada de Hacha le dijo que esta intimidad estaba llegando demasiado lejos. Hizo volverse a su montura y cabalgó de vuelta con los guardias y la carreta. Una vez más, Nimmy advirtió que, desde que desobedeció al cardenal, Hacha no confiaba plenamente en él.
Wooshin había vuelto a convertirse en un desconocido para él, pero sabía que era por culpa suya. La noticia, transmitida por un Wooshin posiblemente irónico, de que la Guardia Amarilla trataba de convertirlo a su cristianismo… le inquietaba. ¿Por qué habían ignorado él y sus compañeros monjes la religión de Wooshin, si tenía alguna? Hacha acudía habitualmente a misa, pero nunca recibía la comunión. Su dedicación y lealtad tenían una cualidad espiritual, igual que su actitud hacia la muerte. Habría sido un buen monje, pensó Nimmy. Pero la Orden Albertiana de Leibowitz nunca se había dedicado a la conversión de los paganos. Esa era la razón. Iba contra las reglas. Los monjes eran libres para responder a las preguntas religiosas de sus invitados, pero el Hacha nunca hizo ninguna. Ahora estos hombres extraños querían atraerlo a su hermandad religiosa. La Orden de Leibowitz había dejado pasar su oportunidad de tener, junto a su silla eléctrica, a un monje guerrero y verdugo.
Los nuevos amigos de Wooshin se habían enterado de los años que había pasado como verdugo de los Hannegans, Filpeo Harq y su predecesor. Nimmy los había oído hablar y, aunque comprendía muy poco de su dialecto mixto excepto cuando practicaban hablaiglesia, pudo advertir que los extranjeros eran a la vez compasivos y burlones y notó que, tras su conversación, el Hacha se sintió a la vez irritado y aliviado. A Nimmy le pareció que Wooshin había sucumbido a un ataque de culpa casi cristiana sobre su antiguo trabajo, y los guerreros al parecer trataban de curarlo por medio de la conversión. El Hacha obviamente echaba de menos al cardenal, como lo hacía Dientenegro, y el monje se preguntó quién estaría ahora actuando como guardaespaldas de Ponymarrón después del intento de asesinato. Los hombres de Ri habían sido cedidos por el nuevo Vicario Apostólico del ala clandestina del Secretariado, una vez que aprendieron a comunicarse un poco en monrocoso, pero aquí estaban: lejos de su nuevo amo y tan perdidos como el propio Nimmy.
El monje trató de hacer que la religión fuera de nuevo su única preocupación, al menos durante el viaje, pero el intento fue fallando gradualmente, y el efecto del fracaso fue que se volvió tan irritable que se pasó tres días sin intentar siquiera rezar, meditar o leer su libro de horas. Su mente, afectada por períodos de agotamiento a causa del calor, seguía buscando apoyo en Jarad, Ponymarrón, Ædra, Santa Locura o el Papa, y repetía diálogos imaginarios con ellos, para encontrarles sentido. Sobre todo con Ædra. Esto era autoindulgencia, autoabsolución, vanidad y ego. Como no pudo pacificar interiormente su mente, acabó por volverse hacia fuera y trató de mantenerse ocupado y disponible para conversar, incluso con Aberlott.
El grupo de viajeros a las órdenes de Elkin había adquirido una estructura de mando casi militar, con Wooshin y Ulad como tenientes. En la ruta que iban a seguir, no había peligro de agentes texarkanos ni de nómadas sin madre, aunque forajidos dispersos de todas las razas ocasionalmente deambulaban por el árido territorio y siempre existía la posibilidad de una confrontación hostil. El terreno era más abrupto que el que Dientenegro había conocido en su primera visita a Valana. No había ningún camino fijo; sólo los pasos entre las zonas montañosas estaban claramente definidos.
El grupo llevaba armas convencionales, además de las que transportaban en las mulas y las carretas, pero no se toparon con nadie excepto con un viejo agotado que se unió a ellos una noche después de la puesta de sol, tras haber llegado del camino de Valana. La presencia del viejo fue motivo de discusión entre aquellos a quienes les preocupaba el secreto y la seguridad, pero el tipo parecía medio muerto y se dirigía a Nueva Jerusalén de todas formas. Ulad sostuvo que lo había visto antes.
—Ha estado en Nueva Jerusalén —dijo el gigante—. El Magister Dion lo contrató una vez, así que sabe de nosotros.
—¿Lo contrató? ¿Para qué?
—Puede hacer llover, a cambio de plata.
—¿Es bueno?
—Llovió, pero no mucho. Dion le pagó, pero no mucho.
—Conoce la ciudad, entonces, ¿pero sabe lo de nuestro equipaje? —preguntó Elkin—. Ya nos ha visto, así que tiene que venir con nosotros. Si se comporta, será nuestro invitado. Si trata de marcharse, será nuestro prisionero hasta que lleguemos a nuestro destino.
Sin embargo, al principio el viejo rehusó unirse a ellos, y lo hubieran arrestado y encadenado a una de las carretas si no hubiera cambiado de opinión tras enterarse de que Dientenegro era monje de San Leibowitz, un hecho que pareció divertirlo enormemente. Se burló del monje porque no vestía sus hábitos pero sí llevaba el rosario alrededor de la cintura. Nimmy trató de evitar la conversación con el viejo, que parecía saber más sobre la Abadía Leibowitz de lo aconsejable. El desconocido anciano, después de unos cuantos intentos de hablar con él, se encogió de hombros ante la reticencia del monje atribuyéndola quizás a silencio religioso, pero continuó haciéndole algún comentario ocasional como para no perder la práctica.
Decía que era un peregrino, pero no cristiano. Iba vestido con harapos de arpillera, toscamente tejidos y llevaba sus pertenencias en un hatillo amarrado al extremo de su bastón. Protegía su calva del sol con un curioso bonete bordado que llamaba «yarmulke». Aunque inicialmente receloso y a la defensiva, parecía bastante inofensivo y se volvió charlatán después del primer día. Nimmy no podía creer que los enemigos de Ponymarrón enviaran a un tipo tan decrépito como espía. Elkin parecía estar de acuerdo, pues además de permitirle cabalgar en una de las mulas de repuesto, el encargado de seguridad lo acomodó en una de las carretas, después de que el viejo se quejara de que la silla de montar lo lastimaba, aunque tuvo que sentarse sobre una caja de armas.
Les dijo que era judío y fabricante de tiendas, entre otras cosas. Obviamente era uno de esos vagabundos que comerciaba en zonas áridas con su habilidad como hacedor de lluvia. El viejo judío tenía varias habilidades útiles y por tanto varias fuentes de ingresos. Por quince píos, te sacaba un diente; por ocho, rascaba el sarro del resto de tus dientes y los frotaba bien con talco. El tratamiento de las raíces era negociable. Se le contrataba como hacedor de lluvia, y si no hacía llover en una semana, no se le pagaba, aparte del alojamiento y la comida de esa semana; si llovía, recibía lo que los peticionarios pudieran permitirse según su opinión. Su consejo, en todos los asuntos imaginables, era gratis para quien quisiera escucharlo, y a veces era impuesto a aquellos que no lo querían.
Dientenegro pretendía aprovechar el viaje para intimidad y silencio, y hasta el momento su intención de ser amable había sobrevivido a muchos retos. Pero el viejo judío no lo dejaba en paz; le hizo todo tipo de preguntas sobre un tal abad Jerome, quien, que Nimmy recordara, había muerto hacía setenta años a edad avanzada y, sin embargo, este anciano decía ser el amigo de Jerome, Benjamín.
—Debe de tener usted casi cien años —dijo Nimmy, escéptico—. O tal vez incluso más.
—¡Hmm-hmm! Debo de tenerlos, ¿no?
Casos de extraordinaria longevidad se producían en el Valle de los Malnacidos, pero el viejo peregrino no parecía ser uno de los genis. Sin embargo, lo habían admitido en la nación secreta de los Suckamint, le habían dejado marcharse, y no iba a volver. El Magister Dion debía de conocer su pasado. Si era un aparecido, Ulad debería saberlo. Ulad, sin embargo, parecía considerar al viejo judío como infalible, al menos como hacedor de lluvia. Dentro de la Iglesia era bien sabido que las Montañas Suckamint eran refugio de los malnacidos, pero la naturaleza de la colonia como nación de aparecidos quedaba oscurecida por el hecho de que genis, como Shard y su familia, habitaban las colinas cercanas, sin ser admitidos a una ciudadanía plena, pero protegidos por la bien armada colonia central de forajidos, nómadas dispersos y agentes de Texark. Los vagabundos normalmente se mantenían apartados de esa zona, igual que del Valle de los Malnacidos, y los que entraban allí eran expulsados o asesinados.
—¿Y qué asuntos tiene un monje de San Leibowitz en Nueva Babel? —preguntó el anciano—. Sobre todo un monje en desgracia.
—¿Quién le ha dicho eso? —Nimmy lo miró bruscamente, sorprendido de que el chismorreo hubiera llegado ya a este auténtico desconocido. ¿Quién del grupo conocía su situación? Bueno, todos. Wooshin, Elkin, Aberlott, todo el mundo. Sin embargo, le avergonzó que su vida privada fuera de conocimiento público—. Simplemente soy el transmisor de un mensaje de un cardenal a la comunidad. ¿Por qué la llama Nueva Babel?
—¿Por qué la llamas Nueva Jerusalén?
—Ellos tienen derecho a ponerle nombre, y la llamaron así. ¿De dónde viene usted camino de Nueva Babel?
—De Valana, igual que vosotros.
—¿Y qué estaba haciendo en Valana, rezar para que lloviera?
—Fui a ver a mi viejo amigo Amén Pajaromoteado, pero no me dejaron pasar, y además… él no es el Uno.
—¿El qué?
El viejo judío se encogió de hombros.
—¿Quién sabe?
Fue todo lo que dijo.
Ulad el gigante, a quien Dientenegro había considerado desde el principio como un bruto y un lunático, se volvió casi un niño juguetón durante la expedición a las Montañas Suckamint. El feo reverso de su carácter surgía, al parecer, de su recelo inicial hacia cualquier ser humano que no fuera un geni, pero el recelo fue remitiendo a medida que todos llegaron a conocerse mejor durante el largo viaje hacia el sur.
En el viaje, Nimmy perdió una vez los nervios, pero no con el viejo peregrino. Fue sólo con Aberlott, gracias a Dios. Pero luego, volvió a perderlos con el abad Jarad Cardenal Kendemin, in absentia; realmente en una ensoñación. Había algo hermoso en la imagen mental de sus manos agarrando la garganta de Jarad, los pulgares contra la laringe, aunque siempre detenía el estrangulamiento antes de que el carcamal perdiera la conciencia. El mal podía ser maravilloso, simplemente maravilloso. Lo sabía. Era difícil tratar de decirle a un confesor lo bien que podía sentar el pecado; el sacerdote se enfurecía, como si el penitente estuviera intentando obligarlo a disfrutar de tan putrefacta vileza. Notaba que últimamente su mente se apartaba de la realidad, y Wooshin lo pilló murmurando blasfemias para sí mientras cabalgaban. Casi se cayó de la silla cuando el Hacha le dio una palmada en la espalda para despertarlo. Le habían pasado muchísimas cosas en los últimos meses y nada parecía real; a veces pensaba que se estaba volviendo loco. Tenía ensoñaciones durante el día, cuando tendría que estar rezando, y luego se maldecía a sí mismo entre dientes.
—Mantente ocupado, hermano —fue el consejo del Hacha.
Mantenerse ocupado no era muy difícil. Acampar y desacampar cada día requería tiempo y esfuerzo. El día ideal implicaba once horas de viaje a través de tierras implacables en verano, luego trece horas para empaquetar, desempaquetar, atender a los animales, cazar, cocinar, limpiar, reparar, remendar, y finalmente dormir. Once horas de viaje, con suerte. La mayor parte de los días eran sólo diez.
Al séptimo día, Ulad, Wooshin y Elkin hablaron y decidieron que el convoy, con su valiosa carga, estaría bien protegido sin Dientenegro, Aberlott, Ulad y Elkin, quienes se adelantarían y llegarían a Nueva Jerusalén en la mitad de tiempo. Wooshin y los guerreros de Ri se quedarían con los muleros para rechazar a cualquier forajido o bandido del desierto. La única duda era la seguridad del grupo adelantado, pero Ulad y Elkin eran soldados, y Wooshin había enseñado a Dientenegro a pelear.
Permitieron que el viejo judío y Aberlott fueran con el primer grupo, pues ambos eran inútiles para defender el cargamento contra enemigos o forajidos. Aberlott atribuía a la locura los recientes arrebatos de mal humor de Dientenegro.
—Creo que te estás volviendo loco —le dijo el estudiante la primera mañana, mientras salían de sus petates—. Hablaste anoche en sueños, aunque no quieres hablar con nadie durante el día.
—¿De qué hablé?
—De una chica con un agujero muy pequeño.
—¿Qué chica?
—Una con un agujero muy pequeño. Dijiste que era un agujero en el universo. Te estás volviendo loco, Nimmy.
—¿Agujeros? ¿Te llamé acaso cabeza hueca? —Pero pudo ver que Aberlott hablaba en serio, y añadió—. Bueno, estaba soñando. Pero tal vez me estoy volviendo un poco loco. He fracasado en dos trabajos. Supongo que necesito que alguien me diga lo que tengo que hacer. No sé cómo comportarme sin un tío, un abad o un cardenal.
—¿O un Papa? Una vez mencionaste a Amén Pajaromoteado mientras dormías.
Por fin, el grupo adelantado llegó a las faldas occidentales de las Montañas Suckamint. Elkin estaba convencido de que habían ganado tres días al resto de la partida con las mulas de carga y las carretas. Las pendientes eran aquí más inclinadas que en la cara este de la cordillera, cercana al hogar de Shard, y apenas habían empezado a subir cuando una andanada de flechas y piedras cayó al suelo a sólo unos pasos por delante. Se detuvieron inmediatamente. Tres gleps con arcos y uno con un mosquetón se hallaban en lo alto del acantilado, mirándolos bajo el sol de mediodía. Ulad blasfemó, se identificó e indicó cuál era su misión. Los gleps se retiraron.
—El Callejón de los Espantapájaros —rezongó el viejo judío—. Estarían mejor y más seguros en el Valle.
—Quizás. Hay gente en el Valle que cree que Cristo regresará como uno de ellos —les dijo Ulad mientras subían por el sendero rocoso.
—¿Quieres decir que nacerá como uno de ellos? —preguntó Dientenegro.
—Sí.
—Pero no es así como se supone que ha de pasar —dijo Aberlott—. Lo verán bajando de las nubes.
—Pero tiene que nacer otra vez antes de que lo vean bajar.
—Eso no es lo que se dice.
—¿Se dice lo contrario?
—Supongo que no.
Dientenegro permaneció en silencio. El viejo judío se rió de ellos, despectivo.
Cuando llegaron a una pequeña meseta, Elkin preguntó a Ulad cuántas horas de viaje quedaban antes de que alcanzaran el corazón de la comunidad.
—Al menos ocho horas —dijo el gigante.
El camino que se internaba entre las montañas estaba flanqueado por un profundo barranco al norte, y al sur por unos cuantos acres planos al pie de la meseta. Se acercaba el anochecer y Elkin decidió acampar allí, una propuesta a la que Ulad se resistió al principio diciendo que el terreno estaba hechizado y luego que estaba poblado por pumas. Hicieron una votación y el gigante perdió.
—Entonces permanezcamos alejados de los árboles —insistió Ulad.
Pasaron la noche en paz, con cada hombre montando guardia por turnos para mantener la hoguera encendida. No había ni pumas ni fantasmas. A Dientenegro le tocó el último turno, y el cielo se iluminaba con el amanecer cuando terminó.
Antes de despertar a los demás, descendió al barranco en busca de un cubo de agua. Más allá de los árboles, se encontró en una playa llena de huesos. Junto al arroyo había unos diez pasos de arena que las riadas inundaban cada año, y la arena estaba llena de pequeños huesos humanos que la corriente había arrastrado hasta allí. Nueva Jerusalén producía su ración de monstruos, entonces, y su afirmación de que devolvía a esos niños a la Nación Watchitah era mentira. No todos los huesos eran de recién nacidos. Un cráneo medio enterrado parecía de un niño de unos cinco años. Niños muertos, una plaga heredada de la Gran Civilización. Había lugares como éste en las Llanuras. Nimmy no se sintió asombrado, pero decidió no llenar el cubo. Todavía había agua en las cantimploras. Podía esperar para lavarse y afeitarse.
A medio camino pendiente arriba, se encontró con alguien que bajaba muy rápido. Ulad se detuvo, resbalando, y roció al monje de tierra y grava.
—¿Qué estabas haciendo ahí abajo? —exigió.
—Nada, según parece. —Nimmy palmeó el cubo vacío. Ulad lo agarró por el brazo.
—Hubo una epidemia hace años —dijo—. Muchos niños murieron.
—Comprendo —respondió Nimmy tranquilamente, y consiguió zafar el brazo de la tenaza del otro. Ulad lo dejó ir. Lo que Nimmy comprendía era que las comunidades de todo el continente caían víctimas de epidemias similares cada pocos años. A menudo todas las víctimas morían la misma semana, y todos eran increíblemente glep o peor. Cuando Nimmy se lo mencionó más tarde al viejo judío, el peregrino mencionó el nombre de la epidemia:
—Pascua Geni.
—Vaya con lo que decías sobre Nueva Jerusalén y su política de devolver los gleps al Valle —dijo Aberlott.
Dientenegro se encogió de hombros. Lo que sabía de Nueva Jerusalén se lo había oído a Mára. Bebés muertos corriente abajo era más la regla que la excepción. Eso era todo. Se suponía que Nueva Jerusalén era la excepción.
La subida a las montañas les hizo dar largas vueltas y rodeos, y en algunos lugares el sendero quedaba cortado por corrimientos de tierras que los conductores del convoy tendrían que despejar para poder pasar. Grandes coniferas se alzaban en las faldas de las montañas. Pronto hubo nuevos signos de vida, pero la gente que se asomaba a ver a los viajeros era aparentemente normal. Las pocas familias glep que vivían en la periferia de la extensa colonia, como Shard y Tempus, vivían en la falda oriental de la misma cordillera. Pero aquí había granjas auténticas; aunque los guardianes gleps habitaban la tierra menos fértil. Los picos de las montañas atraían lluvia y nieve, y los arroyos fluían continuamente después del deshielo. En los pasos y valles, junto a los arroyos, crecían huertos de manzanos, cerezas, peras y melocotones. Las cosechas, a finales de verano, estaban ya maduras, y los mercaderes anunciaban a gritos sus productos desde los carros tirados por burros aparcados en los centros comunitarios, de los cuales había varios. Cuerpos enteros de terneras, carneros y venados colgaban de picas y eran cortados al gusto de las mujeres que hacían la compra.
Hombres sucios, con los rostros cubiertos de hollín y pólvora, volvían de las minas al atardecer.
El capitolio, como lo llamaban, era un edificio de tres plantas, hecho de piedra y argamasa. En la planta baja, había una cocina y un salón comunal dividido en una gran sala para los mineros sucios y una más pequeña para los obreros e invitados del gobierno. La segunda planta, según le dijeron a Nimmy, albergaba el despacho del alcalde Dion y una sala de consejos donde un pequeño grupo de legisladores se reunía cada semana para aprobar o desaprobar decisiones administrativas. Sólo había una docena de edificios en el centro de la ciudad, mientras que las residencias y graneros (principalmente estructuras de troncos edificadas sobre cimientos de piedra) se esparcían por todas las montañas.
La visión que Dientenegro tenía del lugar estaba marcada por lo que le había contado Ædra, pero el cementerio de bebés había despertado sus recelos. Se sintió aliviado cuando Ulad, que se había adelantado hasta el corazón de la comunidad, se reunió de nuevo con ellos para decirles que el alcalde Dion se hallaba en otra parte de las montañas, y no regresaría hasta la tarde siguiente. La reunión de Aberlott con la familia de Jaesis también quedó pospuesta hasta el día siguiente. Aberlott, junto con Dientenegro, Elkin y el viejo judío pasarían la noche en una casa de invitados, que ya albergaba a un visitante de fuera de la colonia, quien vino a saludarlos con una amplia sonrisa. Dientenegro, que fue el primero en quedarse boquiabierto por la sorpresa, se arrodilló para besar el anillo de Chuntar Cardenal Hadala, Vicario Apostólico ante la Nación Watchitah.
—¿Y cómo está el cardenal Ponymarrón? —preguntó el obispo de los Malnacidos.
—Bien la última vez que lo vi, Eminencia. Creo que está con Chür Hongan y los otros líderes nómadas de las Llanuras.
—Sí, conocía sus planes. Supongo que te sorprende bastante que yo esté aquí.
—Sí, pero tendría que haberme dado cuenta de que tendría usted una relación especial con Nueva Jerusalén, que fue colonizada por su diócesis.
—Vicariado —le corrigió Hadala—. Bueno, llegáis justo a tiempo de deshacer las maletas y lavaros para la cena. Os veré entonces.
Siguieron a Ulad a la vivienda que les habían asignado. La presencia de Hadala reavivó la vergüenza de Nimmy por haber desobedecido a su propio cardenal, pero la sopesó ante su reciente visión de Ponymarrón como subversivo al papado, como desleal al papa Pajaromoteado, y si no era el autor de la conspiración, sí que era promotor de un plan anterior. El plan era obviamente asegurar a la Iglesia Valana algún poder militar independiente a las alianzas nómadas. Dientenegro decidió que no había nada necesariamente malo en esto, excepto que el Papa no conocía el plan. ¿Desaprobaría Amén Pajaromoteado que la Iglesia poseyera armas? Probablemente, suponía Nimmy. ¿Era su deber decírselo? Trató de pensar un modo de averiguar si Chuntar Cardenal Hadala estaba al corriente del secreto, pero decidió que sería mejor observar con atención al cardenal cuando el Hacha y la Guardia Amarilla llegaran con las armas.
Sin embargo, esa noche, durante la cena, el cardenal invitó a Ulad y Elkin a compartir su mesa, lejos del lugar donde Dientenegro, Aberlott y el viejo judío cenaban con varios empleados de la oficina del alcalde Dion. Vigilar al cardenal con atención sería una pérdida de tiempo. El hecho de que aprovechara la cena para consultar con Ulad y el agente encubierto del Secretariado le dijo suficiente. Decidió disfrutar del venado, las patatas y la fruta fresca, mientras trataba de comprender mejor a la colonia escuchando a Aberlott alardear con los empleados. Aprendió poco que no supiera. Los empleados describieron cómo Nueva Jerusalén había crecido con los inmigrantes del Valle.
Watchit-Ol’zarkia, el nombre reclamado por la región montañosa que, al norte de Texark, se había convertido en una nación gueto a partir del Valle de los Malnacidos original, estaba rodeada por guardias fronterizos tanto de la Iglesia como del Estado, pero la frontera era, de noche, el lugar de cruce ideal para los refugiados que viajaban sin equipaje, y las huidas de aparecidos eran frecuentes. Algunas huidas eran simplemente intentonas; los fugitivos regresaban a sus hogares después de unos cuantos días o semanas fuera, y naturalmente volvían más ricos que cuando se marcharon. Los hombres dejaban sus hogares en las montañas para robar o trabajar como temporeros en la ciudad. Las mujeres se marchaban por los mismos motivos, pero también a veces para quedarse embarazadas de los jóvenes granjeros que, supuestamente, tenían genes sanos. Sin embargo, algunos fugados nunca regresaban, y aunque había unas cuantas colonias de aparecidos en el este, el aislamiento de Nueva Jerusalén en las Montañas Suckamint, sus fuentes y defensas naturales, hacían que fuera la congregación más grande de personas genéticamente dudosas fuera del Valle, y un atractivo santuario para los fugitivos permanentes. Sobre todo en los años transcurridos desde la conquista, la población había crecido rápidamente porque, bajo el dominio imperial, la Horda Conejo ya no era una amenaza para los viajeros que recorrían la Provincia, y sólo era necesario eludir las avanzadillas de Texark y la milicia local.
—Podemos defender nuestras montañas —explicó el jefe de los empleados después de la cena, cuando regresaba con Dientenegro a sus habitaciones—. Pero contra Texark no tenemos ninguna arma defensiva más que el terror. Los aparecidos son buenos para infiltrarse. Tenemos gente en el ejército y la Iglesia de Texark. Tenemos gente en Valana, además de en Nueva Roma. Si abusan de nuestro pueblo en Watchitah, respondemos con terror.
Nimmy se detuvo y miró alrededor. Nadie observaba ni escuchaba, y el jefe de los empleados parecía más inclinado a hablar fuera del comedor.
—¿Fueron vuestros hombres los que trataron de matarnos al cardenal y a mí? —preguntó el monje.
El burócrata suspiró.
—No puedo estar seguro. La orden no partió de aquí. Nuestra gente lo negó, naturalmente. Los hombres racionales a veces se vuelven locos cuando se infiltran.
»Jaesis iba a convertirse en sacerdote, antes de suspender en la universidad. Tenemos otros. El terror es posible. Cuando llegue el momento, podemos usarlo, aunque la Iglesia nos condenará, incluyendo nuestro amigo Ponymarrón, por lo que puedo decir. No sé más que tú sobre los planes del cardenal Ponymarrón. El cardenal Hadala probablemente lo sabe, pero puede que sea un plan a largo plazo. He observado al Magister Dion jugar al ajedrez con tu cardenal, cuando Dion estuvo en Valana. Ganó tantas partidas como perdió. Anticipa unos cuantos movimientos, pero en el ajedrez no puede haber planes a largo plazo. Acumula armas aquí, para nosotros y para los otros. No sabemos quiénes son los otros, pero suponemos que serán nómadas. Hace alianzas con todas las naciones que temen a Texark. Tiene aliados al este del Río Grande y al sur del Río Bravo. Me parece un hombre que juega al ajedrez en busca de territorio. No ha tomado ninguna pieza todavía. Acumula poder.
Nimmy encontró sorprendente la franqueza del empleado. Tal vez Ponymarrón no era tan apreciado aquí como suponía. La colonia tenía sus planes, y Ponymarrón los suyos. El monje cambió de tema.
—¿Puedes decirme el paradero de vuestra antigua agente en Valana?
—¿Quién era?
—Se llama Ædra, hija de Shard.
El empleado abrió la boca, luego la cerró de golpe, frunció el ceño a Dientenegro y replicó con voz vacilante:
—He hablado demasiado. Aquí están tus habitaciones. Ahora tengo que marcharme.
Se giró sobre sus talones y se encaminó hacia el edificio de piedra.
Esa noche, Dientenegro soñó que había vuelto al monasterio. Nadie le miraba ni le hablaba; se preguntó si este vacío era parte de la excomunión. Pero «vacío» no era la palabra adecuada. Se colocó directamente en el camino del prior Olshuen, la cabeza ligeramente inclinada, esperando. Cuando las sandalias del prior avanzaron rápidamente ante su vista, saltó a un lado para evitar chocar. Olshuen lo habría arrollado. O lo habría atravesado, como si fuera un fantasma. Salió al cementerio y se plantó ante una tumba abierta.
Era la misma tumba abierta, y estaba en el mismo lugar, que cuando se marchó a principios de primavera. Siempre había una tumba abierta en el Monasterio de San Leibowitz en el Desierto, aunque no hubiera nadie enfermo. Nadie había muerto, hasta entonces, desde el santo hermano Mulestar. Todavía esperaba a su próximo ocupante. El borde del agujero estaba protegido por paja, inclinada hacia dentro para que las gotas de lluvia siguieran la paja y gotearan en el agujero en vez de erosionar el borde. Cuando era necesario, un monje descendía a la tumba con una pala y quitaba toda la tierra acumulada desde la última limpieza. Había siete ocasiones de penitencia cada año en que los frailes formaban una procesión que conducía a la tumba. Se quedaban allí, mirando durante un rato, mientras el sol se movía hacia el oeste y cubría de sombras aquel amarillento agujero de adobe. Aquel agujero era la nada, como la propia alma, una nada en el centro del todo. A Dientenegro no le gustaba este agujero ni esta ceremonia de meditación, aunque algunos hermanos pensaban que dejaba la mente maravillosamente enfocada durante el resto del día, por lo menos.
En su sueño, la cubierta de paja estaba mojada. Mientras observaba, la tumba dejó de parecer una tumba. Al mirar, vio que la paja era vello púbico y el agujero no era una tumba. Sacudió la cabeza y, pensando en Ædra, se sorprendió al ver al abad, que le decía que la tumba era ahora un coño, pero entonces oyó llorar a un bebé. Había un bebé en el agujero y se asomó a mirar. Estaba cubierto con parches de pelaje y no tenía manos: obviamente, un malnacido. Un geni. ¿Su propio hijo?
Se oyó a sí mismo emitir sonidos ahogados, luego sintió una bofetada en la nuca. Salió del trance y vio que Aberlott estaba sentado junto a él. El estudiante se había dado cuenta del cambio en el estado mental y corporal de Dientenegro desde que partieron de Valana. Sus fantasías diurnas habían empezado a adquirir la cualidad de una pesadilla.
—El demonio está sobre mi espalda —dijo Nimmy.
La sensación que tenía Dientenegro de que el mundo era un lugar extraño aumentó cuando se encontró a un nómada, Onmu Kun, que regresó con el alcalde Dion y su grupo al día siguiente. Hasta que no habló ol’zark con acento, Nimmy no lo reconoció como nómada. Por su vestimenta, que era de tela, sus piernas, que no eran arqueadas por haber crecido montado en la silla, y el color de su piel que no estaba muy quemada por el sol, era evidente que era Conejo. A causa de su alimentación, la generación actual de nómadas Conejo era más baja que la de sus antepasados y que los nómadas salvajes del presente. Era evidente que Kun estaba aquí como portavoz no oficial de su horda ante esta Parva Civitas de Nueva Jerusalén, donde se acumulaba un arsenal para todos los hijos del Cielo Vacío y la Mujer Caballo Salvaje. Nimmy se acercó a él y le habló en nómada, cambiando a dialecto del sur. Kun sonrió de oreja a oreja e intercambiaron cumplidos y genealogías. Hablaron sobre la reunión, en las Llanuras, de las Weejus y la gente del Espíritu Oso de todas las hordas, y Nimmy se sorprendió y complació con la noticia de que el cardenal Ponymarrón era ahora Vicario Apostólico de las Llanuras, incluyendo el sur, invadido como estaba por el clero de Texark. Cuando el monje le preguntó a Onmu Kun por lo que hacía en Nueva Jerusalén, el monje recibió por respuesta que se ocupara de sus propios asuntos. El nómada rezongó una disculpa.
—Quizá tu posición como antiguo secretario del cardenal te da derecho a preguntar, pero yo no puedo responder.
Para suavizar el rechazo, le contó un soez chiste Conejo sobre una mujer Weejus, el obispo de Texark y una erección largamente buscada.
Aberlott fue a ver a la familia de Jaesis y Dientenegro no volvió a verlo en Nueva Jerusalén. Nadie quiso hablarle de Ædra, o admitir siquiera que la conocía. En cuanto al alcalde, no mandó llamar al monje hasta el día después de que llegara el grupo de guerreros con las mulas, carretas y armas, y se completara la transacción entre Elkin y la Civitas. Cada noche, el monje tenía sueños salvajes sobre la rubia muchacha de ojos azules y el portal infranqueable. Los sueños lo asustaban.
Los sueños también lo prepararon para la primera reunión con el alcalde Dion, quien fue directamente al grano.
—Sabemos por qué estás aquí, hermano San Jorge —dijo amablemente—. Nos sentimos insultados cuando el Secretariado rehusó tratar con los agentes que designamos. Sospechábamos que la muerte de nuestro Jaesis fue también una traición. Pero entonces Nxira, la de Shard, nos persuadió de que estábamos equivocados. Aceptó toda la responsabilidad. No tienes que dar explicaciones ni disculpas. Un nuevo representante contactará a partir de ahora con el Secretariado, en nuestro nombre. Lo conocerás más tarde. ¿Tienes ahora algún otro mensaje para nosotros?
Dientenegro bajó la cabeza un momento, y luego miró a los ojos grises de Dion.
—Sólo mi propia disculpa, Magister. Ædra no tiene ninguna culpa. La culpa fue mía. Incluso el cardenal lo sabe. Ædra es inocente. ¿Dónde está, puedo verla?
Los ojos grises lo observaron con atención. Finalmente, el Magister dijo:
—Debo decir que Ædra, la de Shard, está muerta.
Observó de nuevo al monje durante un instante, y luego llamó a un guardia.
—¡Tú! ¡No lo dejes caer!
Se dirigió entonces a otro guardia.
—Tráele al monje un poco de licor. El de melocotón es el más fuerte.
Dientenegro se cubrió la cara con las manos.
—¿Cómo murió? —preguntó por fin.
—Hubo un aborto. Algo salió mal. Como sabes, ellos viven junto al camino del Papa, y para cuando nuestro médico llegó allí, ella había perdido demasiada sangre. Eso me han dicho.
El Magister observó brevemente su pena, luego salió en silencio de la habitación, tras susurrarle a Elkin:
—Nos volveremos a ver aquí mañana.
Cuando terminó sus deberes como emisario y acabó con su trabajo, Dientenegro fue a confesarse en la iglesia local; ayunó durante tres días en constante oración por su amada y su hijo perdido. Regodearse en la pena era tan malo como regodearse en cualquier cosa: la lujuria, el triunfo o, como diría Pajaromoteado, tan malo como regodearse en Jesús. Luego pasó varios días en la biblioteca de la ciudad. Cuando la pena le inundaba, dejaba sus estudios sobre la historia de la colonia, y estudiaba la pena, manteniéndola firmemente sujeta en su abdomen a partir del diafragma, luego continuó revisando la correspondencia privada entre los primeros colonos y sus parientes en la Nación Watchitah. Buscaba cualquier cosa que le hablara del pueblo de Shard, o de sus antepasados. Evidentemente, eran recién llegados, como reclamaban ser, y no resultaban de ningún interés histórico para los hermosos habitantes de estas montañas, rebosantes de armas y rodeados por su fea línea de defensa. ¿Por qué los ilotas glep de estos callejones de los espantapájaros no se rebelaban contra los bien armados aparecidos espartanos? Quizá porque esos espartanos eran parientes de hombres como Shard, y Shard estaba orgulloso de su Ædra. Había segregación aquí, pero no represión visible. Sólo los genes de los gleps no eran deseados.
Descubrió que el castigo por unión sexual entre un ciudadano de la Res Publica Jerusalem Nova y un glep era la muerte para el ciudadano y el retoño, si lo había. Había gente en Nueva Jerusalén con poderes especiales. Los matrimonios se hacían por contrato entre las familias y eran ratificados por el Magisterium. La gente se criaba como animales, pero a través de la historia la gente no sólo había criado esclavos, sino a hijos e hijas como animales. Lo único nuevo aquí eran los criterios por los que se valoraban las uniones: se juzgaba el potencial genético; a diferencia del casamentero histórico que estaba normalmente interesado en combinaciones de riquezas. A Nimmy se le ocurrió pensar que tales criterios no eran distintos de los que habría seguido el alcalde de Texark. Pero aquí crecías hasta ser un ciudadano sano, con talentos especiales o ibas al cementerio de los niños, el que habían dejado atrás aquella mañana, tras dormir al pie de las colinas. Tal vez algunos niños gleps de los ciudadanos eran devueltos a la Nación Watchitah, como había dicho Ædra, pero el viaje de regreso al Valle era largo y peligroso.
Tras haber reflexionado mucho sobre su dudoso futuro, decidió que, tras completar su misión aquí, tan poco importante, regresaría al mundo tras pasar por la Abadía Leibowitz, ya que los monjes guerreros de Ri querían ir allí, mientras que Wooshin había recibido orden de regresar a Valana. Nimmy tenía sus propios motivos para ir como guía de los guerreros. Primero, sospechaba que Ponymarrón lo había enviado aquí para deshacerse de él, y ya no confiaba ni en Ponymarrón, ni en Nauwhat, ni en Hadala. Quería permanecer al margen de cualquier conspiración, y todo aquello que el papa Amén no conociera, lo era. Su conciencia y sus relaciones con Dios también necesitaban ser reparadas. Quería confesarse con Jarad, y Jarad le debía una audiencia. No le echarían, pero sabía que tampoco sería bienvenido a quedarse más allá de lo puramente necesario. Pretendía que nadie pensara que venía como suplicante, pero Jarad intentaría hacer que se sintiera como tal.
Cuando Dientenegro y el grupo de guerreros preparaban las cosas y ensillaban los caballos para el viaje, se les unió Onmu Kun, que conducía una carreta, obviamente cargada de armas.
—No puedes llevar eso a la abadía —le dijo Nimmy.
—¿Quién ha dicho que voy a ir a la abadía? —respondió el nómada Conejo, y siguió al grupo de jinetes hacia el este.
El viejo judío, que decía llamarse Benjamín, los siguió durante un corto trecho, pero cambió de opinión.
—Decidle al abad que lo visitaré antes del invierno.
Nimmy prometió entregar el mensaje.
Quería con todas sus fuerzas visitar Arco Hueco al salir de las montañas, a pesar de la advertencia del alcalde, pero en cuanto Shard lo vio, corrió a coger un arma. Los guardias dispararon un tiro de advertencia por encima de la cabeza de Shard; uno de ellos golpeó con su látigo los cuartos traseros de la montura de Dientenegro, y gritó, señalando retirada. Galoparon dejando atrás el poblado y bajaron por el camino que conducía hasta la carretera papal. Nimmy no pudo llorar en la tumba de Ædra.
En cuanto llegaron a la carretera papal, el nómada Conejo se despidió de Dientenegro, y anunció su intención de dejar el camino y viajar en dirección sureste a campo traviesa. Eso le llevaría a una especie de tierra de nadie, donde la frontera de la provincia imperial estaba en disputa.
—¿No te preocupan los agentes de Texark? —preguntó Nimmy.
—Me reuniré con mis clientes esta noche —respondió Onmu Kun con una sonrisa—. Entonces ellos se irán a casa, y yo regresaré a Nueva Jerusalén.
Se separaron después de intercambiar el signo Conejo de la paz. Nimmy decidió que Kun era simplemente un traficante de armas para su horda cautiva. Pero había visto las armas de la carreta y advirtió que no eran del diseño más avanzado: una precaución por si lo capturaban las tropas imperiales.
Durante el viaje hacia la abadía, el jefe de la Guardia Amarilla, que se llamaba Jing-U-Wan, preguntó cautelosamente a Dientenegro por la Orden de Leibowitz, y luego explicó la suya propia.
—La Orden de la Espada de San Pedro tiene dos tradiciones. Una es puramente cristiana. Nuestro credo no es muy distinto del vuestro. Nuestras oraciones canónigas no son idénticas, pero sí bastante similares. Citamos menos los Salmos y hay más meditación en silencio. En nuestro trabajo, la gente esperaba que hiciéramos lo que siempre han hecho los monjes no cristianos en ese país. Fuera de la casa capitular, trabajamos en los campos y mendigamos sólo cuando viajamos. Mantenemos una tradición de monjes desarmados, porque los monjes de Tanter siempre lo han hecho así. Fue una necesidad. En nuestra historia, la víctima desarmada de un robo se consideraba negligente por salir sin un arma, y tenía que pagar cualquier acción policial contra el ladrón. Los monjes desarmados tenían que ser hábiles con sus pies y sus puños.
—Pero ahora lleváis armas.
—La regla se dispensa cuando el trabajo del monje lo requiere. Cuando el amo murió, hablamos de ir desarmados, pero el amo está al borde de la guerra.
Dientenegro tardó un instante en darse cuenta de que el segundo amo, al que se refería el hombre, era el cardenal Ponymarrón.
—¿Qué te hace decir que está al borde de la guerra? —preguntó.
El hombre hizo una pausa. Cauteloso.
—En cierto sentido, siempre estamos en guerra. —Era un tópico para deshacerse del tema.
Dientenegro no insistió más.
Había soñado con la tumba abierta de la abadía, y fue el primer lugar que visitaron después de intercambiar saludos con el portero, porque éste señaló hacia allí sin romper su silencio. Para sorpresa de Nimmy, la tumba abierta había sido trasladada. La antigua estaba llena desde hacía poco, y una nueva cruz de madera indicaba el nombre de su ocupante:
HIC JACET JARADUS CARDINALIS KENDEMIN, ABBAS.
La fecha de la muerte tenía dos semanas.
—Hermano San Jorge —le llamó una voz familiar.
Se volvió para ver al prior Olshen, que se acercaba. Miraba con sorpresa a la Guardia Amarilla, cargada de espadas. El prior estaba de luto. Todo el monasterio estaba de luto. Dientenegro fue a la capilla para rezar oraciones por sus errores, pero le pareció autoindulgencia. Después de un rato, lleno de temor creciente, habló con el prior.
Fue una hemorragia masiva. Mientras ofrecía misa un miércoles por la mañana, el abad Jarad, tras haber consagrado el pan y el vino, se volvió hacia su comunidad en el coro y empezaba a decir el «Ecce agnus dei» cuando se puso blanco, emitió un aullido ahogado, y cayó por los escalones del santuario con gran estrépito, haciendo resonar el cáliz de bronce y la patena en el suelo de piedra. «Cuerpo y sangre por todo el pavimento», dijo el hermano Aguilucho. El Cardenal Abad de San Leibowitz murió sin recobrar el conocimiento.