La pereza es la enemiga del alma. Por tanto, los hermanos deben estar ocupados, en ciertos momentos, con labores manuales, y también a horas fijas, en la sagrada lectura.
Regla de san Benito, capítulo 48
En cuanto Elia Ponymarrón oyó que su viejo amigo-enemigo Urion Benefez estaba en la ciudad, empezó a buscar una oportunidad de escapar de ceremonias como la de investidura del nuevo pontífice. Cuando encontró el momento adecuado, insistió en que Dientenegro lo acompañara a ver al arzobispo de la Ciudad Imperial, pero el monje no fue capaz de imaginar con qué propósito. Mientras se apresuraban hacia la dirección donde Benefez había reservado su residencia, Dientenegro confesó que había visto a Ædra. Su voz temblaba; el cardenal dejó de sonreír y lo miró bruscamente.
—¡Te dije que la evitaras!
—No te desobedecí, mi señor.
«Todavía», añadió en silencio su demonio interior.
La sonrisa de Ponymarrón regresó tenuemente.
—Ya veo. Ædra te evitó. Hablé con ella yo mismo.
—¿Dónde?
—En la oficina, mientras tú estabas fuera. Le pedí a seguridad que me la trajeran la próxima vez que viniera con plata de la colonia. Cuando nos detuvimos en Arco Hueco, te hablé del grupo de genis de las Montañas Suckamint. Lo llaman Nueva Jerusalén. Hay una vieja mina de plata que explotan. Ella viene a la ciudad aproximadamente una vez al mes, a la otra parte del edificio, para cambiar la plata por monedas. Sus contactos se reducen al ala oculta, desde donde me mantienen informado. Por eso no me reconoció entonces, aunque yo me sorprendí mucho. Guardamos sus secretos. Temen por su mina de plata, entre otras cosas. Ya viste la bandera papal sobre la casa de Shard.
»Te contaré lo que le pareció nuestra visita desde su punto de vista, Nimmy. Están en el borde de un país sin ley. El último grupo de eclesiásticos que se detuvo en Arco Hueco resultaron ser agentes texarkanos que sospechaban de la familia de Shard. Uno de ellos consiguió llegar hasta el camino de la montaña y vio demasiado, así que los guardias lo mataron en silencio y se llevaron el cuerpo. Cuando los otros dos advirtieron su falta, quisieron ir a buscarlo. Shard dijo que corrían el peligro de ser atacados por osos. Los guardias los habrían matado a ambos. Ædra fue a buscar al desaparecido, y trajo un trozo de brazo con marcas de dientes y garras. Así que rezaron, enterraron el brazo y regresaron al sur por donde habían venido. Pero antes de marcharse, hicieron saber a Shard que estaban de parte de Texark, y que todos los genis deberían regresar a la Nación Watchitah.
»Entonces, justo después de que los falsos sacerdotes texarkanos se marcharan, llegaron un cardenal sin anillo de obispo, un monje que toca la guitarra, un nómada con un sombrero mágico y un espadachín que admite haber trabajado para el Hannegan. Aún más, si el cardenal era quien decía ser, tendría que saberlo todo sobre ellos, pero no parecía ser así.
—¿Todo lo que esconden es una mina de plata?
—No del todo. Un noventa por ciento de los genis de Nueva Jerusalén son aparecidos, capaces de pasar relativamente por normales, como Ædra. Empezaron a huir a esas montañas hace generaciones. Cuelgan despojos y lo llaman el Callejón de los Espantapájaros.
»Y en cuanto a Ædra… —Se interrumpió y miró al monje—. Te envía sus disculpas.
—¿Por qué?
—Probablemente por haberte evitado en la plaza. Por burlarse de ti también, supongo, allá en su casa. ¿Qué sientes por ella?
Nimmy buscó las palabras, pero no encontró ninguna.
—Ya veo. El Secretariado no puede tener ningún contacto visible con nadie de Nueva Jerusalén. ¿Comprendes eso?
—No, mi señor.
—Sus objetivos son controvertidos. Igual que algunos de los nuestros. Son refugiados y se los acusa de haber matado guardias texarkanos al escapar de la Nación Watchitah. Temen una incursión por parte de las fuerzas imperiales de la Provincia. Mantente apartado del tema, y de ella. Sólo te traería líos.
«¡Cómo si no lo supiera!», pensó Dientenegro tristemente.
—No la aceptaremos más como su agente —añadió el cardenal bruscamente—. Eso debería ser el final.
Los carruajes de Texark estaban todavía cargados de equipaje y el personal civil y militar se encontraba alrededor, como esperando órdenes. Un monseñor bloqueó cortésmente el camino del cardenal y le preguntó su nombre e intenciones.
—Sólo dígale que el Diácono Rojo está aquí.
—¿Puedo preguntar el propósito…?
—Dígale que he venido a averiguar por qué trató de nacernos asesinar a mi secretario y a mí.
Sacudiendo la cabeza, el monseñor atravesó una puerta con el mensaje. Medio minuto más tarde, salió el conferenciante Urik Thon Yordin, blanco como una sábana, los miró aterrorizado a ambos y se marchó. El cardenal miró a Dientenegro y sonrió. Nimmy comprendió entonces por qué estaba aquí.
Llamaron a Ponymarrón. Dientenegro se quedó sentado junto a la puerta que no estaba cerrada del todo. El arzobispo de Texark todavía no se había cambiado las ropas de viaje. El no del Hannegan caminaba furioso de un lado a otro.
—Elia, ¿cómo te atreves a acusarme, incluso de broma, delante de mis criados y visitantes?
—No sabía que tenías visita —oyó el monje mentir a su amo—. El tonto parecía muy trastornado. Te pido disculpas, Urion.
—Bueno, sí, Yordin es un tonto. Guando nos informó sobre el asesino de Corvany, lo asoció contigo y uno de tus hombres. Lamento que alguien tratara de asesinaros, pero también lamento tu insinuación, Elia. Como tú sin duda lamentas la de Yordin.
—Pido otra vez disculpas, Eminencia. Me pregunto si el propio Yordin no estaba detrás de todo. Pero dejemos que esta herida se cierre. Y bien, Urion, ¿sanarás también a la Iglesia rindiendo homenaje a Su Santidad? Sé cómo debes de sentirte y, aunque la elección fue muy irregular, es completamente válida. ¡Sé generoso! El nuevo Papa quiere regresar a Nueva Roma, sin condiciones, donde el Imperio lo quiere, sin demandas. Ya tienes lo que querías.
Ponymarrón pronunció la palabra «querías» con tanto énfasis que Dientenegro casi pudo oír el excepto la tiara, pero no lo dijo.
—No hace ninguna exigencia para una retirada de los soldados de Texark, Urion.
Se produjo un largo silencio.
—Lo consultaré con muchos otros cardenales, Elia. Gracias por tu consejo —dijo el hombretón por fin—. No me gusta lo que vengo oyendo, pero no seamos enemigos.
—¿Qué has estado oyendo?
—Que tú agitaste la ciudad, que tus agentes causaron las algaradas. O que el, ejem, eremita lo hizo.
—Te han mentido. El pueblo tuvo que arrastrar a ese «eremita» al cónclave. Habla con Jarad. Habla con Bleze. Habla después con Su Santidad, ese eremita, por amor a la Iglesia. Un amor que todos compartimos.
—¡Oh, sí, Elia! Sé que amas la Iglesia. Pero me pregunto qué cosas más amas. Ya veremos, ya veremos.
Al salir, Ponymarrón descubrió que, junto a Dientenegro, había tres frustrados electores que habían venido a Valana como aliados de Texark. Uno de ellos, sin embargo, se había arrodillado ya ante el papa Amén y había recibido el abrazo de Su Santidad. Ponymarrón intercambió con ellos comentarios sobre el tiempo y se marchó.
—¿Por qué quisiste que te acompañara, mi señor? —preguntó Dientenegro inocentemente.
—Porque sabía que Yordin estaba allí, por supuesto. Quería que temiera que fuéramos a acusarlo. Y, francamente, quería crearle problemas con el arzobispo.
—¿Crees que él contrató a los hombres?
—Si no, él sabe quién lo hizo, pero se da cuenta de que fue un error. Creo que ahora estaremos a salvo. Eso sólo demuestra que son peligrosos. Ahora todo lo que necesitamos es descanso, después del peor cónclave que he visto jamás. Tómate dos o tres días libres.
Cuando Dientenegro salía del Secretariado, el guardia recepcionista de la entrada le entregó dos cartas. Una era una nota de Ædra.
Miró al guardia, quien le observaba con una expresión que le hizo preguntarle:
—¿Te entregó el remitente esto en persona? —Me lo entregó una joven monja con hábito marrón, hermano San Jorge. Espero que a Su Reverencia no le disguste que no le preguntara su nombre, pues ella guardó silencio y no quise romperlo.
—¿Romper el qué?
—Su silencio.
Nimmy lo observó sorprendido. Era un hombre grueso y maduro, y parecía un soldado retirado. Se llamaba Ellán.
—Has estado en un monasterio, ¿verdad?
—Estuve en tu misma abadía durante tres años, en mi juventud, hermano, al mismo tiempo que el cardenal. Naturalmente, entonces no era cardenal, ni siquiera diácono. Y yo no era todavía soldado. Pero nos marchamos a la vez. El había ido allí a estudiar, pero yo fui… Se encogió de hombros.
—En busca de una vocación —terminó Nimmy, y decidió sorprenderse más tarde por esta información—. Respecto a la monja silenciosa: ¿viene aquí a menudo?
La expresión del guardia indicó un sí antes de controlarse y decir:
—Cosas así deberías preguntárselas a Su Eminencia, hermano San Jorge.
—Por supuesto, gracias.
Se dio la vuelta para marcharse. La otra carta era una nota del abad Jarad, pidiéndole disculpas por no poder reunirse con él, como había prometido. «Voy a escribirle a Su Santidad para hablarle de ti, hijo mío, y puedes estar seguro de que escribiré solamente lo que sea favorable a tus buenas intenciones».
Fuera lo que fuese que aquello significase.
La nota de Ædra decía: «Dejaré tu chitara en la grieta del saliente bajo la cascada colina arriba, tras la antigua residencia del Papa». Dientenegro empezó a caminar en esa dirección. Se preguntó por qué no habría dejado la g’tara al guardia en vez de la nota. Era un paseo de diez kilómetros hasta las cascadas y la subida le hizo marearse. Cuando llegó, un caballo blanco bebía en el estanque; se quedó quieto durante un instante, pero vio que era una jaca en vez de una yegua, y que tenía bridas aunque no silla. La jaca resopló al verlo y se perdió de vista trotando por una curva del camino. La cascada era en esta época del año poco más que un hilillo que se agitaba con el viento, produciendo de vez en cuando destellos de arco iris. Dientenegro rodeó el estanque, temiendo y medio esperando encontrarla tras la cascada. La g’tara estaba allí, como Ædra había prometido. Estaba ligeramente húmeda por la bruma de la cascada, lo que le hizo gruñir irritado; la secó contra su túnica. ¿Por qué le había hecho caminar hasta tan lejos?
Miró las huellas de cascos en la arena y regresó al estanque. Entonces se detuvo. Las huellas del caballo se cruzaban y quedaban parcialmente ocultas por un grupo de pisadas humanas, más pequeñas que las suyas. Todas las pisadas se perdían en la misma dirección, alejándose del estanque. Dientenegro luchó consigo mismo un momento y luego siguió la pista.
Las pisadas conducían a un barranco boscoso, y luego pasaban bajo un pequeño saliente que se alzaba sobre la orilla arenosa del arroyo crecido. Tuvo que agacharse para poder pasar, y después ponerse de rodillas y continuar a cuatro patas. La encontró. Había oído hablar de este sitio, pero no lo había visto nunca. Se decía que la pequeña caverna bajo el saliente había sido el hogar de Amén Pajaromoteado antes de que el cardenal Ponymarrón le comprara la caverna remodelada, más cercana a la ciudad.
La luz del sol se filtraba entre las hojas y trazaba delicados dibujos sobre las piedras y los muslos desnudos de Ædra, que ya no iba vestida con los hábitos de monja sino con la falda de cuero y el corpiño por encima de la cintura. Estaba sentada en la arena. El había estado siguiendo su rastro a cuatro patas y, al ver sus piernas desnudas, se detuvo a mirar. Ella se rió y apartó una pistola que tenía sobre el regazo.
—Bien podrías admirar el resto de mí.
Se subió la falda y abrió las piernas para dejar que la luz iluminara su entrepierna, y luego cerró los muslos rápidamente. El lo había visto antes, tenuemente, en el granero. Su vagina era pequeña como el agujero producido por un clavo a causa de los puntos, pero su clítoris era tan grande como el pulgar de Nimmy. Tal vez porque la amaba, no vio nada repulsivo en su entrepierna, por embarazoso que fuera; ella notó que no se sentía repelido sino triste y curioso, y avergonzado. Le sonrió con picardía y le palmeó el brazo.
Dientenegro se sentó en la blanda arena junto a ella.
—¿Por qué te burlas de mí? —preguntó tristemente.
—¿Ahora o en casa?
—Entonces y ahora.
—Lo siento. Hubo un monje fugitivo de tu Orden que se detuvo en casa una vez. No le gusté, para nada. Estaba enamorado de otro monje. Me preguntaba si tú eras como él. Y tu abismo se notaba.
—¿Abismo?
—El abismo entre lo que eres y lo que dejas ver. Soy una geni, recuerda. Puedo ver los abismos. Algunos me llaman bruja, incluso mi propio padre cuando está enfadado.
—¿Entonces qué viste en este abismo?
—Supe que no eras un fugitivo como el otro, pero que algo iba mal. Eras una especie de fraude. Me pregunté si no eras prisionero del cardenal.
La risa de Nimmy fue lejana.
—Algo así. Había caído en desgracia.
—¿Sigues estándolo?
—En cuanto el cardenal averigüe que te he visto, lo estaré.
—Lo sé. Me ordenó que me fuera de la ciudad. Por eso no me quedé junto a la cascada, para que pudieras volver por donde has venido.
—Me dejaste una pista.
—No tenías que seguirla.
—Sí, sí que tenía. —La miró, acusador.
—Vuelve aquí donde no pueden vernos.
Se dio la vuelta y se arrastró hasta el interior de la caverna, llevándose la pistola consigo. Nimmy la siguió. La roca de encima era baja y no podía ponerse en pie, pero a la tenue luz de la puerta pudo ver un colchón en el suelo, una silla de montar, una mesita con una vela y varias cajas de madera.
—¡Has estado viviendo aquí!
—Sólo durante tres días. Tu jefe le dijo a las hermanas que me echaran. He hecho mi último viaje a Valana. Ya no soy bienvenida en el Secretariado. Nuestra gente tendrá que buscar a otro. Voy a regresar sola a casa. Ese que viste fuera es mi caballo.
—¿Pero por qué? Su Eminencia me dijo que cambiabas plata por bonos, pero…
—¿Bonos? —Ella se echó a reír—. Sí, es cierto. No toda la verdad, pero verdad. No quiere que me encargue más de ello debido a ti y a mí, y por lo de Jaesis. Jaesis era uno de los nuestros. Y ahora tu cardenal piensa que tenemos un espía entre nosotros. Puede que tenga razón, pero no soy yo.
—¿De dónde sacaste la pistola?
—La robé de una de las cajas de nuestro envío.
—¿Envío?
—Del Secretariado a Nueva Jerusalén, por supuesto.
Nimmy no daba crédito a sus oídos.
—¿Os estamos dando armas?
—Dando no. Nos vendéis unas cuantas, siempre que almacenemos algunas para el propio arsenal del Secretariado. ¿No lo sabías? Somos más grandes de lo que creéis, casi una nación. Las montañas son fáciles de defender.
—Creo que no tendría que haber venido aquí —dijo él, alarmado.
Ella le cogió del brazo cuando retrocedía hacia la puerta.
—No hablaremos más de eso. Creí que lo sabías. —Su mano se introdujo bajo la manga de su túnica, acariciándolo—. Eres guapo y velludo.
El volvió a sentarse. La pistola yacía sobre una de las cajas. La cogió.
—Ten cuidado, está cargada. Tenía miedo aquí sola. Es el modelo más pequeño, pero dispara cinco veces. Mira, te lo enseñaré.
Le quitó el arma, la manipuló y cinco objetos de latón cayeron en su regazo.
—Si ésas son las balas, ¿dónde está la pólvora?
Ella le tendió una.
—La parte de plomo es la bala. La parte de latón contiene la pólvora. Ahora mira esto.
La amartilló y parte del arma rotó en un ángulo pequeño. Tiró del gatillo, volvió a amartillarla, causando otra rotación.
—¿Ves? Dispara cinco veces. Y es fácil de recargar.
Giró el cilindro, un clic cada vez, y volvió a meter los cartuchos en sus recámaras.
—¿Pero cómo recargas los cartuchos?
—No se recargan. Llevas contigo un montón de cartuchos. Hay una prensa para recargarlos en la base, si no pierdes los casquillos.
—Nunca había visto nada así.
—La caballería de Texark tampoco. Las armas proceden de la costa Oeste. Creo que el diseño viene del país del cardenal Ri, pero probablemente lo copiaron de los antiguos. —Apartó la pistola y de pronto lo abrazó—. No voy a volver a verte. Hagamos el amor… como podamos.
Resignado a lo que había empezado, él hizo lo que pudo para complacerla. Se tendieron sobre el colchón, frotándose los cuerpos y besándose. Dios, es hermosa, advirtió él a la débil luz de la entrada. El espíritu del lodo primordial folló a la Tierra, y la Tierra le dio a luz a ella, con el pelo dorado como el trigo nuevo y riéndose al viento. Oh, Doncella del Día, tu nombre es Ædra, y te amo.
—¡Fujae Go!
—¿Qué? —susurró ella, rebulléndose bajo él y sonriendo ante su propio placer.
—Fujae Go. Es uno de los nombres de…
—¿Qué?
El permaneció en silencio, viendo cómo sus ojos violeta escrutaban los suyos.
—¿Inenarrable? —adivinó.
—Estás, casi, despierta —gruñó él en un súbito orgasmo.
—Oh, déjame cogerlo. ¡Cómo antes! —Ella extendió la mano y recogió su descarga.
Agotado, él se incorporó sorprendido. Ella se frotaba con su semen, introduciéndolo en el diminuto orificio que no era más grande que un lápiz.
—¿Qué estás haciendo? —jadeó Nimmy.
—Quedándome embarazada —contestó ella, aún sonriendo—. Como la última vez. Se me ha retrasado mucho el período desde que lo hicimos.
Aturdido, él se sentó. En el granero de Shard estaba oscuro como boca de lobo, y él estaba demasiado borracho para estar seguro de lo que había sucedido y pudo sentirlo aunque no verlo, a pesar de lo que había dicho en confesión a un anciano ex eremita.
—¡Nimmy, estás blanco como una sábana!
—¿Por qué?
—Shard hizo que un cirujano me cosiera, y no consentirá en deshacerlo, y es mi padre y lo quiero, y no lo desafiaré, pero de esta forma puedo hacer que un bebé lo abra, si no quiere que un cirujano me corte.
—¡Oh, Dios mío! —El se dio la vuelta, con la cara entre las manos.
—Nimmy, por favor, no llores. —Ella lo agarró por los hombros y trató de impedir que temblara—. ¡Oh, por favor! No pretendía hacerte desgraciado. Sólo te escogí para tener un bebé. ¡A ti!
Nimmy se sentía mareado y enfermo. Pareció tan sólo un instante de negrura, pero cuando despertó y salió al exterior, Ædra y la jaca blanca se habían marchado. Estaba solo delante de la diminuta caverna. Ella había escrito en la arena: «Adiós, Nimmy. Eres realmente un monje».
Sin embargo, la vio otra vez en la ciudad, al volver a casa desde las colinas. Mientras caminaba por la calle, miró por encima de su hombro al oír un caballo y vio a Ædra que lo adelantaba lentamente. Ella movió la cabeza muy despacio, pero apenas lo miró. El asintió y continuó caminando. Ædra se había detenido en alguna parte por el camino, pero tenía que atravesar la ciudad para volver a casa por la carretera principal. Dientenegro, que llevaba su túnica de novicio leibowitziano, dobló una esquina y estuvo a punto de chocar con otro hombre, que estaba saltando a la cuerda. Llevaba un arnés de madera y cuero que le sujetaba una armónica ante la boca. Tocó un rápido pero reconocible Salve Regina mientras saltaba; una taza en el suelo pedía limosna, había recolectado unas cuantas monedas. Dientenegro reprimió un brusco jadeo y trató de pasar tras él lo más silenciosamente posible. Pues allí, vestido con una túnica de postulante leibowitziano, estaba Torrildo haciendo el loco por unas monedas. Dientenegro había andado seis pasos cuando la música y el batir de la cuerda cesó, de modo que pudo oír los cascos de la montura de su amada mientras ella pasaba también junto al músico mendigo excomulgado.
—Eh, Dientenegro. ¡Querido! —llamó Torri.
Dientenegro echó a correr. Tras él, pudo oírlos, Ædra se había detenido a intercambiar saludos con Torrildo, a quien al parecer conocía de antes.
—¡Oh, así que era él! —Se oyó decir mientras corría.
El sonido llegaba desde la capilla, un susurrante latigazo seguido de un gemido. Se repetía cada dos o tres segundos. Su Eminencia el Cardenal Ponymarrón se detuvo a escuchar, luego entró. Después de tres días de ausencia sin permiso, había encontrado por fin a su secretario para asuntos nómadas. Dientenegro estaba arrodillado ante el altar de la Virgen, en la capilla privada del Secretariado; se flagelaba con unas varas de espino.
—Basta —ordenó el cardenal suavemente, pero el sonido continuó. Susurro, golpe, gemido. Pausa. Susurro, golpe, gemido. Pausa.
El jefe del Secretariado se aclaró la garganta ruidosamente.
—¡Nimmy, basta!
Como no le hacía caso, se volvió hacia su despacho, seguido por el Hacha.
—Ven a verme en cuanto puedas —dijo por encima del hombro mientras los azotes continuaban—. Tenemos una audiencia con Su Santidad mañana temprano. Es por tu petición.
La audiencia fue mal. Mientras se dirigían al Palacio Papal, Dientenegro, con la espalda dolorida y enfermo de culpabilidad, no dijo nada a su amo y su amo no le dijo nada a él. Había entre ambos una distancia que nunca había sentido antes. Ponymarrón, obviamente, sabía que lo había desobedecido y había visto a Ædra, pero no podía saber, o tal vez sólo lo sospechaba, que ella le había hablado del contrabando de armas. Si hubieran hablado por el camino, la acusación mutua podría haber surgido, así que Nimmy agradecía el forzado silencio.
El Papa, todavía incómodo en su sotana blanca, los saludó cálidamente y sin formalidades. Mientras Dientenegro se arrodillaba para besarle el anillo, Amén hizo un gesto con la cabeza al cardenal, quien desapareció entonces, dejando al sorprendido monje a solas con el Supremo Pontífice.
—Por favor, levántate, Nimmy. Sentémonos aquí. Dientenegro se movió como en un sueño. Mientras se sentaba, sintió como si estuviera reviviendo su papel de penitente en la caverna de Pajaromoteado. Por el rabillo del ojo, vio que Pajaromoteado se convertía en un puma.
—Parece que hay un ser divino entre nosotros —habló el puma, sonriendo tenuemente.
—El ser divino debería callarse —se oyó decir Nimmy, y oyó con placer la risa del puma. El ser era juguetón.
—Vas a continuar a las órdenes del cardenal Ponymarrón durante algún tiempo, a menos que tengas algo que objetar —continuó el puma, convirtiéndose en un anciano negro con una nube de pelo blanco y un bonete blanco.
—Me sorprende que aún me quiera —se oyó decir otra vez Nimmy.
—¿Por qué crees que te eligió a ti, entre sus traductores, como secretario personal?
—Yo mismo me lo he preguntado, Santo Padre. Sólo puedo pensar que se siente atraído por el pueblo de su desconocida madre, a través de sus frecuentes contactos con ellos. Soy de la misma sangre.
—¿Es sólo nepotismo étnico? ¿De verdad piensas eso?
—La alternativa es suponer que piensa que tengo alguna cualidad particular o talento que aprecia racionalmente y que por eso me elige a mí, a pesar de mi desobediencia, pero no puedo, Santo Padre, imaginar qué podría ser. Sea lo que fuere, debe de ser algo imaginario por su parte.
—En otras palabras, eres sólo un pecador que ama profundamente a Dios, pero no tiene mucho que ofrecer en asuntos de talento.
¿Sarcasmo?, se preguntó Dientenegro. Había hablado inconscientemente a través de una máscara de humildad, y el puma como Pajaromoteado-Pedro había alzado un espejo implacable ante la máscara por la que miraba.
Tras un momento para recuperarse, dijo, reflejando el sarcasmo:
—Muy bien, admitamos que soy un genio en lenguas nómadas. He inventado el nuevo alfabeto, que incluso usan en San Ston, según me han dicho. No sólo eso, he aprendido a defenderme, a comprender la mayoría de los asuntos de mi amo con los nómadas, y ahí es adonde vamos. Así que tal vez me ha escogido de forma racional. También me han enseñado a matar hombres.
—Debes abstenerte de la violencia letal, hijo mío —aleccionó el viejo gato de las montañas.
—Tampoco he de codiciar el buey de mi vecino Santo Padre.
El Papa se rió con ganas.
—A veces eres despierto, Nimmy. Lo creo: has sido llamado para la contemplación.
Dientenegro suspiró y bajó la cabeza.
—Podría ser secularizado y seguir trabajando para el cardenal, Santo Padre. Y no tengo que ser monje para dedicarme a la contemplación.
Pajaromoteado regresó al tema:
—En tu caso, creo que sí. El cardenal Ponymarrón te eligió porque eres monje, Nimmy, un monje de verdad, un contemplativo. ¿Por qué crees que él, un hombre rico y poderoso, entabló amistad conmigo, un ermitaño y un mendigo, un cura arrastrado por el polvo y a menudo castigado, sin parroquia alguna, con el acceso a los altares de las iglesias valanas negado durante años? Tu amo quiere que aprendas más sobre la gente como nosotros, Nimmy. Hay esperanza para él, sólo porque percibe que somos diferentes, y la percepción le conduce a la curiosidad en vez de al desprecio. Si no fueras un auténtico hombre de religión, ¿por qué iba a elegirte a ti, que sabes menos sobre los asuntos del Secretariado que como mínimo tres de los otros? Lo conozco. Se pregunta cómo es conocer a Dios.
—Si es una muestra de tu infalibilidad, me rindo. Si no, digo que cometió un error, porque soy, o era, un monje muy malo.
—Eso es un montón de mierda. Eso puedes confesarlo si así lo crees, pero no eres tú quien juzgará en el último día.
—Estoy enamorado de una aparecida, una muchacha geni, Santo Padre.
—¿Por eso quieres ser secularizado?
—Al principio no —suspiró él—. Tal vez sea parte de ello ahora.
—¿Tal vez?
—Porque también ella dice que soy un monje. Todo el mundo dice que soy monje, menos yo.
—Chica lista. Cuando sientes amor por ella, ves a Dios en ella. No dejes que este amor reduzca tu amor al Señor. La pasión es el otro lado de la compasión, no su negación. Deberías poder ver y amar a Dios a través de todas Sus obras, incluyendo una muchacha prohibida. Pero recuerda que eres un monje de San Leibowitz. El amor no es un pecado.
—Pero la consumación sí.
—Para ti. Tú mismo elegiste que así fuera.
—Cuando era un fugitivo de quince años.
—¡Tus solemnes votos fueron hechos mucho más tarde, hermano San Jorge!
—Pero yo seguía ignorando el mundo al que renunciaba con mis votos, de los cuales sólo vos podéis absolverme, Santo Padre.
—¿Tanto has aprendido del mundo últimamente?
—Estoy enamorado.
El papa Amén se echó a reír.
—Amar a Dios a través de Sus criaturas es admirable, si sabes lo que estás haciendo. Déjame que te recuerde algo. He hablado con el abad Jarad, y él me lo recordó. La Orden de San Leibowitz fue originalmente una orden de ermitaños. Es posible continuar dentro de la Orden, aun viviendo apartado del monasterio. Vivirías según las antiguas reglas de san Leibowitz, como él las estableció originalmente. Esto sería después de que tu actual patrón te liberase, por supuesto. Te pido que consideres la posibilidad, y pospongas tu petición de ser secularizado hasta que decidas.
Dientenegro suspiró profundamente. Miró al anciano negro; el puma había desaparecido. Bajó la cabeza en señal de sumisión, pero la pregunta permaneció: «¿Y si ella está de verdad embarazada?», pensó, saliendo con un vacío de la audiencia. Bueno, no vacío del todo: un pobre monje había hablado con un Papa. Riquezas, riquezas.
Otros empleados del Secretariado le informaron sobre lo sucedido durante sus cinco días de ausencia. Valana seguía siendo un torbellino. La violencia externa y la cobardía interna, que marcaron el Cónclave del 3244, eran reconocidas incluso por el nuevo Papa, quien había sorprendido a todo el mundo colocando a la enferma ciudad de Valana bajo una sentencia de interdicto. El guardia de seguridad Elkin le recitó a Dientenegro los nombres de los líderes de la violencia, que eran obligados a efectuar las reparaciones de los daños causados en el palacio.
—Diecisiete gamberros se arrodillaron ante el papa Amén, su héroe. Arrancó de todos la promesa de reparar los daños. Entonces les impuso una penitencia de oración y ayuno, y luego los absolvió.
—Pero eso no ha hecho nada para satisfacer a la gente de Benefez —aventuró Nimmy. Elkin asintió.
Inmediatamente quedó claro que la elección de un excéntrico asceta religioso de dudosa ortodoxia e ímpetu religioso había causado un nervioso escalofrío entre la jerarquía y las instituciones de costa a costa. Era o bien un inesperado ataque del Espíritu Santo al cónclave, o la obra del Diablo y el Diácono Rojo.
El arzobispo de téxark entrevistó casi a ciento setenta cardenales que habían participado en la elección, antes de encontrar suficientes electores dispuestos a afirmar que sus votos a favor de Amén Pajaromoteado habían sido otorgados bajo presión. Permaneció sólo tres días en la ciudad, y, alegando estar enfermo, no rindió homenaje al Papa electo. Se marchó con sus soldados y unos cuantos cardenales del este que estaban lo bastante sanos y ansiosos de escapar de la ciudad enferma. Algunos miembros de su facción anunciaban que la Santa Sede seguía vacante porque la elección había sido forzada. Reclamaban que el anciano admitiera que la elección no era válida, que convocara otro cónclave, a celebrar en Nueva Roma, y que se bajara del trono que ocupaba ilegalmente. Ponymarrón y otros defendían la validez de la elección, y proponían que la facción reconociera a Su Santidad o se enfrentara a sanciones eclesiásticas. Sólo uno del grupo cambió de opinión, y los demás se marcharon de Valana con destino a casa. Parecía obvio que la vieja herida del cisma se abría de nuevo.
En su testamento, redactado en Valana, el cardenal Ri dejó sus sirvientes al cardenal Ponymarrón, una incomodidad que el Secretario de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios compartía con Su Santidad el Papa, a quien el arzobispo de Hong dejó su esposa y concubinas. El abogado encargado del testamento se enfadó cuando se le preguntó sobre la posibilidad de un error en los legados, que podían haber sido intercambiados porque se suponía que Ponymarrón preferiría quedarse con las mujeres. El Diácono Rojo se sumó a la furia del letrado y testificó que el cardenal Ri, antes de su muerte, le había pedido que cuidara de sus sirvientes. Dijo que estaba claro que Ri había pretendido dejar el destino de sus amadas en manos de nada menos que el siervo de los siervos de Dios, Amén Papa Pajaromoteado. Ya que los criados de Ri estaban muy contentos de haber encontrado un nuevo amo, Ponymarrón decidió quedarse con todos menos uno, pero no como siervos, sino con un contrato de cinco años renovable tan sólo por consentimiento mutuo. El Papa concedió al Secretariado un aumento de fondos para pagar los gastos de su mantenimiento. Eran seis buenos guerreros, dos criados personales y el confesor de Ri. Entregó el sacerdote a San Ston, donde se quería que el antiguo capellán impartiera cursos sobre el Rito Oriental tal como se practicaba en su tierra y sobre la lengua que allí se hablaba.
En cuanto a las tres mujeres, Amén les dio el oro que el prelado le había legado, más libertad y, si lo deseaban, les ofreció elegir un colegio, un convento o un casamentero.
Wooshin, por su parte, se sintió encantado de estar al mando de un escuadrón de luchadores bien entrenados que compartían una tradición militar no muy distinta a la suya. El Hacha empezaba a hablar monrocoso como un nativo, y por eso era natural que asumiese el mando del ejército privado de Ponymarrón, pero hizo que ejecutaran la formalidad de elegirlo, y luego que le juraran obediencia a él y al Cardenal Secretario, su patrón. Dientenegro se preguntó si Ponymarrón sabía, como el Hacha le había dicho una vez, que cualquiera de los hombres de su tradición matarían a quien su jefe indicara, incluso al Papa, incluso a ellos mismos. La comparación que hizo Wooshin entre esos luchadores y los asesinos del Hannegan reveló su desprecio incluso por los profesionales entre estos últimos.
Había demasiada agitación en Valana para que nadie pensara todavía en preguntar qué excusa tenía el Secretariado para mantener un ejército de seis asesinos profesionales en nómina, aunque Dientenegro llevaba preguntándose lo mismo desde que salió de la Abadía Leibowitz, con el Hacha bajo la tutela de Ponymarrón. Sentía que él contaba menos en las intenciones del cardenal de lo que su trabajo interno sugería. Lo advertía con más claridad desde que vio el arma de Ædra. Toda un ala del Secretariado le estaba cerrada. Toda una gama de sus actividades le resultaba invisible. Trató de no ser curioso. Compartía temporalmente la oficina exterior de Ponymarrón con otros dos secretarios especialistas, y observaba que, al menos una vez al día, alguien del ala prohibida llegaba al despacho con un fajo de documentos, era admitido al sanctum privado de Ponymarrón, y se marchaba sin los papeles, que nunca se archivaban en la oficina externa. No había archivos en el sanctum, sino un hornillo para quemar papeles. Juntos, los otros dos secretarios eran de la opinión que el ala prohibida trataba con inteligencia y operaciones, y Dientenegro no estaba en desacuerdo. No les dijo nada de las armas.