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Por tanto, ya que el espíritu del silencio es tan importante, el permiso para hablar debe concederse raras veces, incluso a los discípulos perfectos, aunque sea para conversaciones buenas, santas, edificantes.

Regla de san Benito, capítulo 6

Amén Pajaromoteado no era lo suficientemente fuerte para resistirse a la multitud que lo arrastró hasta el Palacio Papal a media mañana. Y así, por fin, para pacificar al pueblo y al cónclave, el viejo eremita negro accedió a dirigirse a los cardenales. Con este fin, el moribundo cardenal Ri consintió en nombrar al anciano conclavista especial suyo, pues la mayoría dudaba del estatus de Pajaromoteado como cardenal in pectore, otorgado por su antiguo perseguidor. Lo pasaron a través de la ventana rota hasta el balcón, y a través del agujero en el techo bajaron más cestas de pan malo y odres de agua.

Había escribas encargados de transcribir todos los discursos del cónclave, transcripciones que luego podían ser corregidas o censuradas por el orador, pero de los pocos asistentes que llegaron a escuchar al viejo eremita durante su interminable homilía, algunos juraron más tarde que los escribas se habían quedado dormidos y ninguno había podido registrar el discurso completo. Pero al principio, los electores escucharon con intensa curiosidad.

Los viejos del campo contaban extrañas historias sobre Amén Pajaromoteado. Algunos decían que caminaba en silencio por los senderos montañosos a la luz de la luna y le hablaba al antílope, a los espíritus de la montaña y a Cristo resucitado. Otros lo habían visto volar por encima de las copas de los árboles bajo la pálida luz del amanecer, y se decía que, en un agujero al fondo de su cueva, tenía serpientes, la momia de un viejo judío o una muchacha geni capaz de obrar milagros. A veces visitaba las granjas de los colonos y hacía que lloviera. Era un hombre de un sutil poder. Había hechizado al papa Linus VII, decía la historia, quien, como obispo de Denver, le obligó a jubilarse, y el hechizo hizo que Linus lo llamara al Palacio Papal varias veces durante su larga enfermedad, bien para que retirara el hechizo o para tratar la enfermedad cuya causa escapaba a los médicos. (Dientenegro lo había visto convertirse en gato y asumir otra vez su forma humana, pero Dientenegro sería el primero en admitir que su visión de lejos mejoraría con gafas, aunque su motivo para no usarlas no era tanto la pobreza como el temor a que ver bien arruinara la claridad de sus ocasionales intuiciones alucinatorias sobre personas y cosas).

Herejes y hombres santos acudían en peregrinación a la cueva de Amén. Los hijos de padres ateos lanzaban piedras a su puerta y lo llamaban maricón, y sin embargo pesaba el hecho de que el Reverendísimo Cardenal Ponymarrón venía a verlo a menudo, y que era confesor de prominentes pecadores de la ciudad. Las mujeres embarazadas venían a que les bendijera los vientres y, por un pequeño donativo, consultaba a los espíritus de la montaña, que controlaban el clima incluso en las Llanuras occidentales y a quienes se dirigía por nombres de santos, para saber cuál era el mejor momento para sembrar o recolectar o trasquilar a las ovejas.

Pero en estos momentos este anciano oscuro de pelo blanco descontrolado empezó a hablar a los cardenales del cónclave, y su estilo de alocución no era otro que el que Dientenegro había experimentado durante su confesión. Era un viejo confesor amonestando, con tacto, a los pecadores y poniendo a prueba, con menos tacto, sus mentes a base de paradojas y, a veces, una sintaxis tortuosa.

Abarcó a la audiencia con sus largos brazos huesudos.

—Padres de la Iglesia, Eminentes Señores, hay un hombre sencillo entre nosotros que no tiene ningún rango y se sienta en medio de nosotros como un espía en campamento enemigo. A él va dirigido este sermón.

El arzobispo de Appalotcha se levantó y exclamó:

—Señálelo, padre. ¡Llame al sargento de armas!

—Está aquí sin autorización, es cierto —continuó Pajaromoteado, haciendo gestos para que los ujieres se retiraran—. Pero por favor, siéntense. Está aquí entre nosotros desde el principio y siempre lo estará. Ha venido a espiar para Jesús, de todas formas. Y este cónclave es el campamento enemigo.

Hubo un murmullo de airada protesta por el Espíritu Santo y la sucesión apostólica, pero se apagó rápidamente.

—El hombre sencillo que se sienta entre nosotros como un espía es la conciencia. Una conciencia no tiene rango ni posición. Una conciencia no puede ser la conciencia de un cardenal o la conciencia de un mendigo. Se adhiere al hombre desnudo, completamente expuesto. Y a la mujer desnuda —la abadesa de N’Ork dio un respingo, pero Pajaromoteado evitó mirarla—. En él o en ella, el Padre da a luz a Su Hijo.

»A este ente desnudo le hablo, no importa su cargo. Los diferentes cargos han luchado entre sí. El rango ha peleado con el rango. Los orígenes regionales discuten con los orígenes regionales. ¿Quiere el ente un único Papa, o un Papa de todos? Entonces dejad que olvide su rango, su cargo, su origen regional y suplique la gracia de Dios para votar como un simplón, un hombre puro.

A partir de este principio racional, empezó a divagar.

Al inicio habló sobre todo del regreso del papado a Nueva Roma, porque sabía que era el tema principal, no porque fuera el que más le importaba. Dejó claro desde el principio, para completo asombro de sus seguidores valanos, la muchedumbre de fuera, que estaba a favor de una restauración incondicional del papado de Nueva Roma a su antigua Sede. Incluso Ponymarrón, su amigo, pareció sorprendido por esta revelación.

Sólo los cardenales de la República de Denver estaban a favor del exilio permanente, y también ellos se sorprendieron profundamente. Se habían abstenido de llamar Exilio al exilio, y proponían cambiar el nombre de Valana por «Roma». Sus motivos estaban bien pensados; estaban de acuerdo con la chusma de la calle en que el fin del exilio sería el fin de Valana. Pero la facción valana era una minúscula minoría en el cónclave. La mayoría quería que el papado regresara a Nueva Roma. La tajante división de opiniones se refería a las circunstancias de ese regreso y la exigencia de desmilitarización por parte del Imperio del territorio circundante.

En eso, el cónclave se había quedado atascado.

En general, el lejano oriente y el oeste se alineaban contra la zona central: Texarky sus estados vasallos a lo largo del Río Grande. Había también electores aislados para quienes el exilio valano no tenía gran importancia. Emmery Cardenal Buldyrk era un ejemplo. Siendo del lejano noreste, ella había votado con el oeste en dos cónclaves previos, pero ahora al parecer se inclinaba hacia Benefez porque se insinuaba que suavizaría su postura en lo referente a la ordenación de mujeres. Sin embargo, Benefez no estaba presente para confirmar las indicaciones de sus conclavistas, así que el voto de la dama no estaba asegurado. El cardenal Ponymarrón hacía todo lo posible para reconvertirla, y ella usaba todo su encanto para atraerlo.

Durante el discurso, Dientenegro tomó notas de vez en cuando, pero el anciano continuaba y continuaba divagando. Citó mal las Escrituras. Eructó. Le enmendó la plana a las Escrituras. Soltó un pedo. Pidió disculpas por sus debilidades. Habló de su infancia en el noroeste. Habló de asuntos banales. Habló de la sabiduría de un Dios sin mente. Un párrafo que fue fielmente registrado, y utilizado más tarde contra él, fue el siguiente:

—Toda esta charla sobre la Iglesia, el Estado y las causas del cisma me recuerda una historia. Cuando los sacerdotes le preguntaron a Jesús si tenían que pagar impuestos al Hannegan de aquella época, Jesús les pidió una moneda y les preguntó de quién era la efigie que aparecía en ella. «Del Hannegan», le dijeron. Así que les dijo: «Dad al Hannegan lo que es del Hannegan, y a Dios lo que es de Dios». Entonces se guardó la moneda en el bolsillo y sonrió. Cuando el sacerdote quiso recuperar su moneda, Jesús preguntó: «¿A quién crees que pertenece el Hannegan?». Como no hubo respuesta, les recordó: «¡La Tierra es del Padre, y todas sus obras, el mundo y los que habitan en él!». Naturalmente, eso es sólo otra forma de decir: «Los zorros tienen sus madrigueras, pero el Hijo del Hombre no tiene ningún sitio donde apoyar la cabeza».

»Así que le devolvió su moneda al sacerdote y esa noche durmió bajo uno de los puentes del Hannegan, junto con Pedro y Judas. El sacerdote volvió a casa, pagó sus impuestos y firmó una orden de arresto.

Aquí, Pajaromoteado empezó a divagar ampliamente sobre el tema de Nueva Roma y Valana.

—¿Por qué, podéis preguntar, durmieron Judas, Pedro y Jesús bajo un puente? —dijo, yéndose de nuevo por la tangente—. Judas tenía un buen motivo: alguien le había robado el caballo y estaba demasiado cansado para ir caminando hasta una posada. Pedro también tenía un buen motivo: no disponía de dinero para alojarse en la posada. Jesús no tenía ningún motivo, ninguno en absoluto. Jesús era libre para dormir bajo un puente. Esa es la libertad. Ese es el motivo. Esa es la reflexión.

Otra rebuscada versión de las Escrituras que sin duda más tarde sería usada contra él, fue la siguiente:

—¿Qué beneficio obtiene un hombre si gana el mundo entero pero pierde su alma? Hablé antes sobre este mundo, y de a quién pertenece, ¿pero qué es la propia alma que puede perderse? El alma, exista o no exista, es el asiento del sufrimiento. Cuando Jesús nació, contempló el mundo y le dijo a su madre: «Desde lo más externo a lo más interno sólo yo soy el que sufre». El cardenal Ri, de quien soy conclavista, me lo contó. Y ésta es la primera verdad de la religión: Yo soy significa «Yo sufro». ¿Por qué sufro? ¿Es la venganza de Dios sobre un hijo? No, sufro porque yo, mi alma, sigo agarrándome al mundo para ganarlo y el mundo tiene dientes afilados. Y espinas. Esa es la segunda verdad de la religión. El mundo también es resbaladizo y se retuerce. Y justo cuando pienso que lo tengo bien agarrado, me clava su aguijón y se escabulle, o parte de él muere en mí, y me inunda el pesar y la sensación de pérdida… la consecuencia del pecado. Pero hay una forma de dejar de aferrarse a este mundo resbaladizo, una forma de dejar de sufrir y de ansiar. Esa es la tercera verdad de la religión. La tercera verdad, Venerables Padres, se puede llamar «el camino de la Cruz». Conduce al Gólgota. Para aquél entre vosotros que será Papa, conduce a Nueva Roma.

Su regreso al tema se produjo con brutal brusquedad.

—Estas cosas son elementales. La cuarta verdad de la religión se llama las «Estaciones del Camino de la Cruz».

Señaló las pinturas de las paredes de la catedral.

—Esto, Venerables Señores, es lo que yo digo de Nueva Roma: que el camino de la Cruz termina allí. La última estación. El Papa debe volver a Nueva Roma como si fuera el Gólgota, y ser crucificado. El Hannegan tendrá su moneda de tributo, que pertenece a Dios si entendéis correctamente la ironía del Señor, y Pedro tendrá su crucifixión. Cuando Benedicto huyó de Nueva Roma el siglo pasado, Jesús se le apareció y le preguntó «Quo Vadis», pero Benedicto lo confundió con un nómada y contestó «Ad Valana» y no se volvió. Esto lo he oído de uno de vosotros.

Sonrió a los conclavistas de Texark, cuyas expresiones habían cambiado a lo largo del discurso desde la hostilidad inicial al asombro, a la ira, y luego a una aprobación recelosa, pues aunque las premisas de las que partía para llegar a sus conclusiones no eran halagadoras hacia su monarca, y su teología era escandalosa, las conclusiones eran iguales a las suyas. El papado debía regresar a casa sin ninguna concesión de poder por parte del Alcalde Imperial de Texark.

Normalmente silencioso, este hombre asombroso habló, en esta ocasión, hasta bien entrada la tarde y, cuando las lámparas se encendieron por la noche, habló a la luz de las lámparas. Una vez, cuando Dientenegro se despertó de una cabezada, vio a un puma con una sotana ajada convertirse en un anciano oscuro con una salvaje mata de pelo blanco.

Amén Pajaromoteado hizo un discurso que llegaría a ser famoso en la historia de la Iglesia, según escribirían los más severos críticos. Así fueron algunas de las citas fíeles y equivocadas, anotadas por los escribas. Amén sobre la Caída y sus consecuencias:

—El fruto del árbol, Eminentes Señores, fue la reflexión[2]. De la reflexión surgieron el bien y el mal. El diablo es un animal de cascos hendidos que rumia hierba. La serpiente Satán comió almas y las rumió, y enseñó a rumiar a la mujer, quien enseñó al hombre. Hagáis lo que hagáis, no reflexionéis. El ungido nunca reflexiona. Marcha directo al Infierno desde la tumba… y asciende al Cielo si así le corresponde.

»Pero si debéis rumiar, y así pecar a través de la fornicación o la ira o la avaricia, nunca os avergoncéis de vuestra culpa. La vergüenza no es otra cosa sino orgullo, el orgullo no es otra cosa sino vergüenza. Vuestro orgullo es vuestra vergüenza, vuestra vergüenza es vuestro orgullo. Miran en direcciones opuestas, vergüenza y orgullo, porque cuando el orgullo mira directamente a los ojos de la vergüenza y la vergüenza mira directamente a los ojos del orgullo, los dos mueren instantáneamente. Mueren con el acompañamiento de la risa, la risa del hombre que los ha guardado en su corazón y los ha mantenido apartados. Cuando siente su vergüenza como orgullo y su orgullo como vergüenza es libre de ellos, libre para siempre del pecado de ambos. La culpa, sin embargo, no es un sentimiento.

»Cuando veáis que habéis pecado y os arrepentís del pecado, no deseeis no haber pecado. Desead en cambio que Dios, en Su misterio, lleve vuestro pecado a buen fin, pues vuestro pecado es ahora parte de la historia de Su continua creación del mundo. Desear olvidarlo es resistirse a Su voluntad.

Amén sobre la verdad:

—La verdad es la sutil, abominable palabra de Dios, Eminentes Señores, subtile et enfandum es Su palabra.

Amén, repitiéndose, sobre el lugar del hombre en el mundo de Dios:

—¿No sabéis que Jesucristo está solo y sin amigos en el universo? ¿No sabéis que la Tierra es del Creador, junto a toda su obra? ¿Qué significa eso, Eminentes Señores, excepto que las zorras tienen su madriguera, pero el Hijo del Hombre no tiene ningún sitio donde apoyar la cabeza? A menudo duerme bajo puentes.

»¿Qué es Dios para que seáis conscientes de Él, y el Hijo de Dios para que debáis visitarle?

»El que está cerca de Dios corre peligro. Es posible estar tan iluminado que te quedes ciego. La luz es demasiado brillante para tus ojos y nunca vuelves a ver a Dios.

Amén sobre el hombre, la mujer y la Trinidad, hablando bajo una especie de embeleso:

—Dios vive en el centro del Hijo. O la Hija. —Hizo un gesto con la cabeza hacia la abadesa cardenal—. Su trono… es más caliente que el Infierno. Ni siquiera el diablo podría sentarse en ese trono. Pero vosotros podéis. Yo puedo. Estamos en Su regazo; sabemos cómo es la Deidad… desde dentro. Dios-en-el-centro-del-sol-yo soy más grande que yo. Jesús también, soy. El Espíritu Santo también, soy. Y, oh sí, la Virgen, soy. Habría que avergonzarse de hablar de Dios en tercera persona.

De ahí, pasó a abrazar abiertamente lo que Dientenegro reconoció como un dogma de la llamada vieja Herejía del Noroeste, aunque muchos entre el público parecían demasiado adormilados para notarlo.

—¿De dónde vinieron la Trinidad y la Virgen? La innombrable Deidad bosteza y emergen. La Virgen es el himno silencioso donde el Padre canta la Palabra a través del Aliento Sagrado, engendrada y hecha carne dentro de su carne desde el principio. «Antes de la creación, Dios no es Dios». Pero detrás de este terrible Dios de cuatro caras bosteza la indiferenciada Deidad. Sin embargo, decirlo así es falso, Eminentes Señores. Mencionarlo siquiera, es mentir. ¿Deidad? Pretender nombrarla o incluso aludirla es perderla por completo mientras se está inmerso en ella. Y sin embargo, es a la unión con esta definitiva Deidad a lo que osamos aspirar. En semejante unión, el alma es como un vaso de agua cuando se vierte en el gran océano. Su identidad como vaso de agua se diluye en su identidad como océano. No pierde nada. Ni gana. Está otra vez en casa.

»Y el precio de la muerte es el pecado —añadió, como si se le acabase de ocurrir.

El hermano Dientenegro pronto advirtió que el público había quedado inicialmente cautivado por su pío entusiasmo y había dejado de escuchar con atención sus palabras. El hombre tenía algo especial. Simplemente siendo él mismo, la fuerza de su espíritu prevalecía sobre la multitud. Pero después de tantas horas, los cardenales empezaron a mirarse unos a otros, e incluso a levantarse y a escabullirse en silencio hacia la sala del trono para susurrar.

Ya era entrada la mañana cuando Pajaromoteado bendijo a su distraído público y se sentó. Había hablado toda la noche. Ese fue el primero de los milagros del próximo Papa. Habló diecisiete horas sin un vaso de agua y sin quedarse afónico. Les había hablado hasta cansarlos. Sólo su amigo, el cardenal Ponymarrón, murmuró un «amén» mientras el sol de la mañana entraba por las ventanas, pero eso fue porque, aunque sólo unos pocos habían estado escuchando hasta al final, unos cuantos de entre ellos lo habían hecho con intensa atención. Muchos estaban dormidos. Otros leían sus breviarios, algunos discutían de política (de hecho caminaban de un trono a otro), y algunos obispos sentados susurraban y reían tontamente con sus vecinos, como si fueran inocentes niñas a primeras horas de la mañana. Cuando Ponymarrón dijo «amén» al discurso, Pajaromoteado se levantó de nuevo y respondió «¿Sí?», y entonces, como por aliento del Espíritu Santo, los pocos oyentes atentos se levantaron y respondieron «amén» con tan profundo sentimiento que los demás se sorprendieron, y se produjo un coro de culpables amenes por parte de los sorprendidos.

Y eso fue todo. El discurso no era famoso entonces. Como muchas de las grandes disertaciones de la historia humana, el discurso de Pajaromoteado le resultó bastante confuso a un cónclave que, desesperado, al final lo eligió Papa, a pesar de la extraña homilía. Sólo mucho más tarde sus palabras cobraron vida, cuando los hombres leyeron cuidadosamente las transcripciones y notas hechas al azar, y las maldijeron, considerándolas una total herejía, o las alabaron, como si fueran fruto de la inspiración divina, una nueva revelación. Pero para Ponymarrón y todos los que lo conocían bien, la charla de Amén Pajaromoteado fue como el parloteo de los pájaros que dicen en cada lengua cosas como «Ben Blanco», o «Por Pascua», o «Whip-pu-will». El significado lo pone el oyente.

Eligieron al anciano esa mañana, antes de que la multitud empezara a lanzar piedras contra la puerta. El cardenal Ri estaba muerto en su jergón. El viejo Otto e Notto se había vuelto loco como una cabra. Los pasillos del palacio estaban llenos de vómito y mierda. Más de veinticinco cardenales estaban enfermos, y cinco fueron contenidos con dificultad por sus conclavistas para impedir que se pusieran violentos. Lo eligieron, sin debate, antes de mediodía.

Para sorpresa de muchos, incluyendo a Dientenegro, el anciano dijo «Accepto» y, para desaprobación de otros muchos, decidió llamarse por su propio nombre, papa Amén. Era una ruptura con una antiquísima tradición.

Hubo débiles protestas antes de la elección, naturalmente.

—¡Dijo que el ungido marcha directamente al Infierno! —se quejó al abad un cardenal del sureste.

—«Desde la tumba» descendió al Infierno —explicó Jarad—. Y al tercer día se levantó de entre los muertos y ascendió al Cielo. Eso es bastante ortodoxo.

—¡Si así le corresponde! Y dijo que la palabra de Dios era abominable.

—Un error —informó Ponymarrón—. Quería decir admirable.

—«Sutil y abominable», es lo que dijo. Atributos del diablo. La serpiente era la más sutil de las bestias. ¿La obra de Dios es Satán?

—¡Vamos, vamos! —replicó el abad—. Creo que lo oyó usted mal. Verbum subtile atque infandum. Significa finamente tejido pero impronunciable. Incluso elegante pero impronunciable. La verdad tan sutil escapa al habla. El silencio de Cristo. Y agitaba las manos ante el universo cuando lo decía.

Al final, el cónclave estuvo unánimemente de acuerdo en una cosa. Si algún hombre podía regresar a Nueva Roma como cabeza de la Iglesia y hacer de Pedro ante el Alcalde del César sin ningún compromiso forzado por el miedo, era Amén (cardenal in pectore de Linus VII, como muchos ya estaban dispuestos a conceder) Pajaromoteado. Pero fue con compromisos y miedo como el cónclave lo eligió, incluso permitiendo que los conclavistas del arzobispo Benefez votaran en su ausencia, cosa que no era legal, ya que no había estado presente para darles instrucciones. Para su posterior mortificación, votaron por el flaco eremita de ojos enloquecidos.

—Gaudium magnum do vobis. Habemus Papam. Sánete Spiritu volente, Amén Cardenal Pajaromoteado…

El rugido de la multitud ahogó el resto, y el cónclave se reunió de nuevo mientras cada cardenal se presentaba ante el nuevo Papa a besar su sandalia y recibir el abrazo del nuevo heredero de las llaves de san Pedro, y heredero también (si Ponymarrón el abogado tenía razón) de las espadas de san Pedro, que simbolizaban el poder espiritual y el temporal, este último subordinado al primero. Ponymarrón, el abogado, que sabía más que nadie fuera de la Abadía Leibowitz de la historia de la ley canónica y el papado, había hablado abiertamente durante el cónclave de la antigua teoría de las Dos Espadas, para desazón de los conclavistas del ausente arzobispo de Texark. Citó una antigua encíclica: «Porro subesse Romano Pontifici… de necessitate salutis…». «Y así, para ser elegible para la salvación, todo el mundo debe estar sujeto al Pontífice Romano». Según Ponymarrón, este decreto, que nunca fue popular, se había dirigido especialmente a los monarcas, fueran civiles o nómadas, y también a los Hannegans y Césares, pero pasaba la prueba de infalibilidad del definir un asunto de fe, reforzar con un castigo declarado, la pérdida de la salvación, por negarlo. Quizá lo que los electores de la causa de Texark más temían: a Ponymarrón como Papa, fue sustituido, a partir de ese momento, por el miedo a Ponymarrón como eminencia gris. Era bien sabido de todos que el cardenal había sido el protector del eremita y que cultivaba su amistad y consiguió devolverle el favor de Linus VII. Se había considerado como una relación inofensiva entre un rico príncipe de la iglesia y un humilde hombre santo. Si carecías de conciencia, siempre podías pagarte una, ésa era la opinión cínica. Pero Ponymarrón y Pajaromoteado, aunque polos opuestos, siempre habían parecido apreciarse genuinamente el uno al otro. En las actuales circunstancias, esa amistad era preocupante.

Al principio hubo júbilo en las calles, pero entonces la gente oyó escandalizada cómo su héroe había cambiado su postura inicial que, según se creía, era que la auténtica Roma estaba donde el Papa decidiera establecerse. Un nuevo revés para la ciudad fue la sentencia de interdicto que el papa Amén dictó sobre Valana hasta que los instigadores de la violencia contra el cónclave fueran traídos a su presencia. Durante tres días, la población se agitó. Bajo el interdicto, las misas y las confesiones fueron prohibidas, y sólo podían oficiarse los últimos sacramentos a los moribundos. La ciudad estaba enferma y sabía que el responsable del interdicto era el cardenal Ponymarrón. Pero al cuarto día los terroristas fueron llevados ante el Papa. El ordenó que los desataran, oyó sus confesiones y les concedió la absolución con la condición de que repararan todo el daño hecho al edificio, bajo la supervisión del Cardenal Penitenciario, y satisficieran cualquier otra reclamación ante un árbitro. Tras haber sometido así a la ciudad, el Papa electo volvió a convocar otra vez el cónclave y se hizo reelegir sin violencia callejera. También esto fue atribuido a la influencia de Ponymarrón. Un voto contra el Papa era un voto contra una pronta marcha de Valana; no hubo tales votos, y sólo dos abstenciones.

Era cierto que Pajaromoteado había dicho una vez que Roma estaba dondequiera que el Papa se estableciera, pero decir que el Papa era el Papa dondequiera que viviese no era lo mismo que decir que debía vivir en Valana. Pajaromoteado nunca había dicho que lo haría, pues sólo era Papa en virtud de ser obispo de Nueva Roma. El ministerio público, que informaba e influía en la opinión popular, publicó un estudio sobre las opiniones de Pajaromoteado, que fue colocado en las puertas o las paredes de todas las iglesias de la ciudad. Los valanos, concluía este ensayo, no tenían nada que temer del regreso de Amén Pajaromoteado a Nueva Roma, pues éste era su hogar y, aunque se marchara como conquistador espiritual, podían esperar que regresara todos los veranos a Valana durante el resto de su vida, y que estableciera aquí, permanentemente, muchas instituciones de la iglesia que ahora estaban en Nueva Roma, como la Orden Ignaciana, para liberarlas de la influencia imperial. Sin embargo, los furiosos burgueses se mostraban decididos a impedir que el papa Amén dejara Valana hasta que Urion Cardenal Benefez hubiera llegado y hubiera rendido homenaje a Su Santidad.

Para entonces, los electores asistentes, cardenales del Colegio, ya se habían arrodillado, besado el anillo y recibido el abrazo de Su Santidad, el papa Amén. Sólo un puñado rehusó hacerlo, diciendo que la elección había sido realizada bajo presión y por tanto era inválida. Estos pocos tenían obvias afiliaciones texarkanas y su actitud no fue una sorpresa para nadie.

A media mañana del aciago día de la elección, el carruaje del Eminentísimo y Reverendísimo Urion Cardenal Benefez, arzobispo de Texark, llegó a la enferma ciudad con un grupo de caballería. Dientenegro pudo observar un destello de furia en el rostro del grueso arzobispo cuando se enteró de la forzada elección, y lo oyó maldecir a sus propios conclavistas por sus votos, pero el significado de tal furia y sus consecuencias se desvanecieron casi instantáneamente de su mente. AI otro lado de la plaza, frente al palacio, había una muchacha descalza vestida de monja. Era Ædra, que lo miraba con aparente asombro.

Dio un paso hacia ella. Pero la voz de Ponymarrón resonó en su cabeza: «No volverás a verla intencionadamente. Si alguna vez la ves en Valana, evítala». Se detuvo. Ella ya se había dado la vuelta y desapareció entre la multitud.