Dejemos que el hombre considere que Dios lo está mirando siempre desde el cielo, que sus acciones son visibles en todas partes, para los divinos ojos, y son constantemente referidas a Dios por los ángeles.
Regla de san Benito, capítulo 7
En Valana, el domingo 17 de abril del 3244, Dientenegro despertó antes del amanecer y contempló la luna, ahora en cuarto menguante, posarse tras las montañas. Luego se lavó los dientes con cenizas y agua hervida, se alivió en el retrete, se vistió y pasó rezando el poco tiempo que faltaba antes de la salida del sol. Sin comer nada, porque iba a recibir la eucaristía, dejó la casa. Camino de misa, en el frío de la mañana, sintió que alguien lo seguía. Al darse la vuelta sólo vio a un hombre hablando hacia una ventana abierta a un tiro de piedra de distancia y a alguien deambulando en dirección contraria. El ocupante de la ventana, si lo había, no era visible. El hombre que hablaba a la ventana era el mismo que Dientenegro había visto mendigando en esa misma calle el día antes de que Jaesis matara a Corvany. Probablemente un habitante del barrio. La sensación de que lo seguían era una ilusión causada por la vergüenza, decidió el monje. Siguió caminando hacia la catedral de San Juan en el Exilio. Era la mañana de Pascua.
Con cientos de cardenales participando, la misa de resurrección fue espectacular, aunque el Papa no estuviera en su iglesia. Dientenegro había llegado lo suficientemente temprano para que le asignaran un lugar con bastante espacio para arrodillarse, pero la mayoría de los retrasados esperaban en grupos ante la nave y fuera de la propia catedral. Salir del edificio después de misa fue aún peor que entrar, porque muchos de los que salían se detenían a charlar con sus conocidos y bloqueaban el camino. Era la situación perfecta para cometer un asesinato. Dientenegro sintió la daga taladrar su costado mientras el hombre que la empuñaba se escabullía entre otros dos asistentes, que inmediatamente se retiraron horrorizados. Dientenegro se agarró el costado y se volvió hacia su atacante. Era el hombre que hablaba a la ventana vacía, el mendigo. Sintiendo que la gente empezaba a retirarse, miró alrededor. Eran tres, sucios y mal vestidos, dos con cuchillos, el otro con una cadena. Lucharon en la gran escalinata, y dos cayeron rodando gracias a las insospechadas habilidades de su víctima. Alguien gritaba llamando al alguacil, otros a la guardia papal. El primer atacante, el mendigo, le hizo un corte en la cara al monje y podría haber conseguido matarlo, pero el tronar del cuerno del comisario puso a los tres en fuga.
En la comisaría le limpiaron y vendaron las heridas, y un irritable teniente que insistía en creer que él, Jaesis, Aberlott y Crumily eran conspiradores en algún grandioso esquema, lo interrogó. La relación de Dientenegro con el cardenal le proporcionaba una identidad segura con la que se atrevía a sentirse inmune ante la intimidación de cualquier tipo menos la violencia. Le dijo al teniente lo que necesitaba saber y trató de ignorar lo que quería saber basándose en falsas suposiciones.
—Ningún hampón corriente trataría de robar a un pobre monje.
—No iban a robarme, sólo a matarme.
—¡Exactamente! ¿Y por qué? Deben de tener alguna razón para odiarlo.
—Bueno, parecían hampones corrientes, no tenían ningún motivo para odiarme, así que debían de haber sido contratados.
—¿Por quién cree usted? —preguntó el oficial.
—Por algún idiota que piensa que Jaesis planeó matar al padre Corvany y que yo estaba implicado.
El teniente, que al parecer pensaba lo mismo, se le quedó mirando con mala cara y salió de la habitación durante varios minutos. Dientenegro rezó a san Leibowitz. Cuando el teniente volvió, sus modales habían cambiado.
—Tendrá que estar en guardia contra otro intento de asesinato. Permanezca con gente que conozca. Quédese en casa de noche. Apártese de multitudes como la de esta mañana. Salga de mi despacho y siéntese en el banco de fuera. Su jefe estará aquí pronto.
—¿Su Eminencia? ¿Vendrá por mí?
—Vendrá por él mismo. Hubo un atentado contra su vida también. Mire, su hombre podrá decírselo.
Wooshin había salido de otra sala de interrogatorios. Se sentó junto a Dientenegro y describió brevemente cómo Ponymarrón había sido atacado por dos desconocidos armados con pistolas. Ponymarrón estaba ileso y los atacantes muertos. La policía encontró un cadáver decapitado y un brazo cercenado con una pistola todavía en la mano. El asesino sin brazo había sido encontrado muerto en un callejón, desangrado. Si antes de morir dijo algo al alguacil que lo encontró, la policía se guardaba la información. No había necesidad de preguntar ahora cómo murieron. Poco después, un oficial trajo a Wooshin sus espadas. Las habían limpiado, pero no habían conseguido quitar toda la sangre seca. El Hacha frunció el ceño pero las envainó sin ninguna queja. Poco después, salió Ponymarrón, y tras preguntar por las heridas de Dientenegro, todos regresaron al Secretariado caminando juntos, con dos hombres armados siguiéndolos a respetuosa distancia.
—¿Has pensado en lo que significa esto, Nimmy?
—Significa que, para empezar, alguien cometió un error, conectándome con Jaesis. ¿Y tú, mi señor?
—El mismo error. Es políticamente importante para el Hannegan que genis, nómadas y ciudadanos vivan en mutua repulsa y temor, pues pueden ser gobernados más fácilmente en su desunión. ¿Sabías, Nimmy, sabías… que Jaesis era un aparecido?
—¿Un geni oculto? ¡Oh, no, mi señor! Es difícil de creer. Lo he visto desnudo.
—Le hicieron la autopsia y encontraron los signos. No lo han hecho público. No ha habido un pogromo desde hace décadas y no queremos empezar uno. Recoge tus cosas inmediatamente. Hasta que la multitud deje la ciudad, vivirás en el sótano del Secretariado. Por si vuelven a intentarlo. Tal vez no sepamos nunca quién contrató a esos hombres, pero eran aficionados.
—Reclutados localmente —añadió el monje—. Vi a uno de ellos antes.
—Sí, pero el telégrafo nos convierte en un suburbio de Texark, y las palabras viajan ahora más rápido de lo que el sol se mueve sobre la tierra. Afortunadamente, el cónclave debe comenzar a mediados de semana. Cuando llegue Benefez, o incluso el sustituto de Corvany, tomará el mando de su gente. No creo que el cardenal Benefez contrate a asesinos.
—Su sobrino sí —gruñó el monje.
—Profesionales solamente, Nimmy, no aficionados —dijo Wooshin.
Cuando llegaron al Secretariado, un edificio grande y bajo escondido entre los árboles, Dientenegro descubrió que las habitaciones del sótano ya habían sido acondicionadas para ser utilizadas por ocasionales mensajeros o fugitivos políticos, y que el Hacha ocupaba una de ellas. Dientenegro escogió la que estaba más cerca de la salida al excusado, pero el Hacha le advirtió:
—De noche, usa una bacina. Nunca salgas por esa puerta en la oscuridad a menos que yo vaya contigo.
Pero cuando el número necesario de cardenales se reunió, el miércoles de la semana de Pascua no se habían producido más ataques; mientras la gente afectada por el mal de Jaesis corría enloquecida por las calles, desnudándose en público, o se quedaba en cama aullando, el intento de cónclave dio comienzo. Primero los cardenales se reunieron en la gran catedral para oficiar la misa juntos, luego salieron del edificio en procesión para cruzar la plaza y entrar en el palacio donde tendría lugar la elección. Un altar fue emplazado en un extremo de la gran sala del trono, y el palacio fue consagrado temporalmente.
El cardenal Ponymarrón había elegido a sus conclavistas: el hermano Dientenegro San Jorge y la hermana Julián de la Asunción; la regla de que sus conclavistas fueran clérigos de Santa Margarita se aplicaba sólo en su ausencia, y él no estaría ausente. Nimmy reconoció que la elección de la monja había sido exquisitamente diplomática, pero la suya propia le llenó de sorpresa, hasta que advirtió que Ponymarrón conversaba frecuentemente con Jarad, y que Jarad había traído consigo como conclavista al hermano Vaca Cantora. Nimmy se sintió vagamente inquieto. Quizás el Espíritu Santo iba a tener en cuenta la política de los nómadas en la elección del Papa. Bueno, ¿por qué no? Pero temía encontrarse con Vaca Cantora o con el abad cara a cara.
Sin embargo, el cónclave no había hecho más que empezar cuando un cardenal de Utah cayó mortalmente enfermo y tuvo que ser excusado, forzando así un aplazamiento por falta de quorum. Dientenegro regresó a su nueva casa del sótano. La policía vigilaba el edificio, pero no hubo nuevos ataques.
Durante los tres días que el Cardenal Presidente del Cónclave permitió que continuara el aplazamiento, otros siete electores más llegaron desde una lejana provincia del noreste. Desde la terminal telegráfica llegó la noticia de que el arzobispo de Texark llegaría dentro de diez días. En cuanto el cónclave se reinició, el cardenal Ponymarrón, juntó con uno de los conclavistas de Benefez, como muestra de neutralidad, propuso una regulación para permitir que el sargento de armas arrestara a cualquier cardenal elector que tratara de abandonar la ciudad o incluso el edificio sin permiso del cónclave. Los cardenales que temían la epidemia hicieron pública una acalorada protesta, pero en su respuesta Ponymarrón les recordó sombríamente la furia de la gente en las calles, y lo que podría sucederles a los cardenales electores si no mantenían el quorum. La regulación fue aprobada por vasta mayoría y fue enviada al ayuntamiento de Valana con una petición de ayuda para hacerla cumplir. La solicitud fue aprobada y se declaró ilegal que los cardenales huyeran de Valana. Y así se inició el proceso de elegir un candidato aceptable para el Espíritu Santo y para varios poderes terrenos; comenzando incluso antes de que llegara el más eminente de los poderes terrenos, el Señor Cardenal Arzobispo Urion Benefez.
La ciudad continuó enfermando.
Se observó la antigua costumbre de quemar las papeletas con o sin paja húmeda para prestar color blanco u oscuro como señal, al humo que salía por la chimenea, pero las leyes que gobernaban la elección de un Papa habían cambiado según los requerimientos de la época. En teoría, el obispo de Roma era elegido por el clero de Roma, encerrado en un edificio cerrado (con clave) hasta que dos tercios llegaran a un acuerdo. Durante miles de años, cada nuevo cardenal, de dondequiera que viviese, era asignado a una iglesia romana cuyo mantenimiento era su responsabilidad y cuyo nombre era parte de su título: Elia Cardenal Ponymarrón, diácono de Santa Margarita en Nueva Roma. Ahora había más cardenales que iglesias en Nueva Roma y Valana juntas.
De vez en cuando un grupo de protesta marchaba por la ciudad para congregarse en la plaza de San Juan y cantar consignas ante el palacio. Al quinto día de cónclave, la gente empezó a arrojar piedras contra las puertas, y la Guardia Papal, de luto por el Papa muerto, fue enviada a mantener el orden. Como no querían derramar sangre, pronto fueron desarmados por el populacho. La policía civil era incapaz de controlar a la muchedumbre, a no ser que usaran armas de fuego. Las multitudes se congregaban y dispersaban cuando se les antojaba. Atemorizados, los cardenales votaron durante tres días. Cuando había votación, las multitudes se marchaban, aunque siempre había gente que se quedaba a esperar el humo blanco.
Ocasionalmente, algún cardenal, normalmente enfermo, trataba de abandonar la ciudad, pero era capturado y lo arrastraban de vuelta al palacio, donde una habitación adyacente al gran salón del cónclave había sido habilitada como enfermería. Un elector en cama podía votar; su papeleta era llevada hasta el altar por un ayudante conclavista que la sostenía en alto para que todo el mundo pudiera ver que no se efectuaba ningún cambio antes de colocarla en el cáliz. No obstante, mientras continuaban las primeras e indecisas votaciones, los ciudadanos fuera del palacio sellaron las grandes puertas dobles de bronce, erigiendo contra ellas grandes andamios de madera. Un herrero fijó los andamios clavando largas picas en los asideros situados en unos agujeros taladrados en las paredes de granito. Otros hombres cubrieron con tablones las ventanas. Al sexto día de confinamiento, un hombre escaló hasta el techo con un martillo y un escoplo y empezó a romper las tejas de barro, mientras otro hombre, con un hacha, abría un agujero en la cubierta del techo bajo las tejas. Subieron cubos de aguas fecales y los ciudadanos las vertieron alegremente por el agujero. Se impidió a las damas de la Sociedad de Camareras de Valana que llevaran comida de emergencia, ya que la cocina había sido cerrada por los alborotadores. El agua del palacio fue cortada.
El cardenal con voz más potente se subió a una ventana rota y aulló anatemas a la multitud, excomulgando a todos los que permanecieran en la plaza al cabo de cinco minutos. La multitud aplaudió y vitoreó como si hubiera oído buenas noticias. De hecho, con tanto estruendo no oyeron nada. Al final de la tarde, un cardenal con diarrea gimió que los excusados estaban llenos a rebosar, pues se impedía a los encargados que entraran a vaciarlos. Todas las peticiones de velas y lámparas de aceite fueron denegadas. El palacio empezó a oler como la cárcel local más el incienso. El cónclave era en efecto «con llave». También con clavos y troncos. Había jergones suficientes para los cardenales, pero los conclavistas dormían en el suelo.
Dientenegro se sentaba contra la pared, alerta a la menor llamada de su amo, y contemplaba y escuchaba y olía y trataba de no tener miedo. Al servicio de Ponymarrón, había ganado mucha confianza en sí mismo. Además, era tranquilizador saber que era capaz de repeler a posibles atacantes. Dientenegro era consciente de que no había estado cambiando, sino desarrollándose en nuevas dimensiones. Pero sentía que se volvía mundano al hacerlo. Ponymarrón lo llamó.
—Habla con tantos conclavistas como puedas. Sondéalos sobre el cardenal Nauwhat y el abad Jarad, especialmente sobre Nauwhat.
—Sí, mi señor. —Oyó el estrépito de una ventana al romperse.
—He estado en cuatro cónclaves y nunca he visto nada como esto —le dijo Ponymarrón mientras le enviaba en su misión de recuento de votos—. La enfermedad debe de estar causando locura.
Dientenegro empezó a moverse de un cardenal a otro, sin acercarse a los electores directamente, sino consultando a los ayudantes de los prelados. Pero por fin llegó al abad Jarad. La confianza en sí mismo que le había ayudado con la policía desapareció de repente. El hermano Vaca Cantora estaba allí en calidad de conclavista del abad, pero Dientenegro se hincó de rodillas y besó el anillo del abad. Jarad lo puso amablemente en pie y le sonrió, pero no lo abrazó, y lo llamó por su nombre sin llamarlo hermano.
—¿Querías verme, hijo mío?
—Domne, mi amo me pidió que solicitara consejo sobre la posible nominación de Sorely Cardenal Nauwhat.
—¿A mí, o a todos?
—A todos, Domne.
—Dile que, si el Espíritu Santo no está contra él, estoy a favor.
Sonrió a Dientenegro y se dio la vuelta.
—¿Qué hay de la nominación de Jarad Cardenal Kendemin?
—El Espíritu Santo y yo estamos en contra. ¿Eso es todo?
—Casi.
—Me temía que no.
—Me gustaría obtener la bendición del abad por mi liberación de la Orden.
Jarad lo miró remotamente.
—Yo fui el ministro que te confirió el sacramento de las Santas Ordenes, ¿recuerdas?
—Naturalmente.
Jarad unió sus manos, miró la oscuridad de arriba, y le dijo a Dios:
—¿Has retirado alguna vez las Santas Ordenes?
—Nunca —dijo el cardenal Ponymarrón, uniéndose a ellos—. ¿Qué tenemos aquí, un problema?
—Ninguno en absoluto —exclamó Jarad, dándole una palmada en el hombro.
—¿Tienes tú algún problema, Nimmy?
—Sí, uno. ¿Cuándo y cómo me van a secularizar?
—Bueno, eso es cosa del abad, aquí presente.
—Y sin su permiso, ¿es cosa del Papa? —Dientenegro miró a Jarad, advirtió su furia, el control de su furia, y vio que los labios de Jarad se movían ligeramente en oración mientras respiraba profundamente y escuchaba a Ponymarrón.
—Oh, en última instancia es cosa del Papa, de todas formas, pero su permiso es casi automático si el abad ha dado el suyo. —Ponymarrón miró inquisitivo a Jarad. Jarad le soltó el hombro.
—¿Y una negativa automática si el abad se niega? —Dientenegro también miró a Jarad.
—No —contestó el Diácono Rojo—, probablemente el Papa querría hablar contigo personalmente. En tu caso, estoy seguro de que lo haría.
Jarad miró fijamente a Dientenegro.
—Supongo que te debo una audiencia. ¿Quieres hablar conmigo al respecto? Ven a verme cuando todo esto haya acabado.
—¡Gracias, Domne!
Cuando se dio la vuelta, Ponymarrón lo acompañó.
—¿Quieres ser secularizado o sólo buscas pelea con el abad? Te dejará marchar si no lo haces enfadar más de lo que ya lo está. Déjalo tranquilo, Nimmy. No está contento contigo. No lo empeores.
El monje se alejó, perdida la confianza en sí mismo. Echaba de menos la abadía. Anhelaba la bendición de Jarad o al menos alguna prueba de perdón. Siguió sondeando, aunque sabía que todo lo que Ponymarrón quería realmente era extender la idea de que estaba considerando a Sorely Nauwhat. Un truco, pensó Nimmy. O tal vez no. El noroeste probablemente era más feliz cuando el papado estaba situado entre las Llanuras. Había habido menos interferencia en los asuntos de la Iglesia del Noroeste por parte de Nueva Roma que de Valana. Nauwhat se inclinaba por un regreso inmediato, a pesar de la hostilidad del cardenal Benefez hacia la independencia del noroeste en materia de liturgia y enseñanza católica. Ponymarrón estaba tendiendo un cebo para apartar a los sabuesos de la política y desviarlos hacia la teología, si Dientenegro entendía correctamente las insinuaciones de su amo. Pero por otro lado, Sorely Nauwhat tal vez fuera un buen hombre para el alto oficio.
Desde fuera, llegaba el clamor repetido:
—¡Elegid al Papa! ¡Elegid al Papa!
Ocasionalmente, se convertía en: «¡Elegid a Amén! ¡Elegid a Amén!». Llegó el rumor de que el padre Pajaromoteado había abandonado su cueva y había subido a las montañas, y un comité de ciudadanos buscaba su pista. Dientenegro rezó a san Leibowitz, y trató de cumplir su breviario, pero no podía rezar bien en medio de tanto caos, a diferencia del abad Jarad.
Empezaba a tener mucha hambre.
El Cardenal Alto Chambelán Hilan Bleze trató de liderar a los asustados prelados en un Veni Creator Spiritus pero el himno apenas se podía oír por encima del alboroto en el tejado, el martilleo de puertas y ventanas, el correr del agua en el techo, y el murmullo de conversaciones asustadas entre los cientos de electores y sus conclavistas.
Dos horas más tarde, quizás en respuesta a la invocación al Espíritu Santo, alguien lanzó un pájaro vivo por el agujero del tejado y luego cubrió el agujero para impedir que escapara. No era una paloma, sino un buitre. Revoloteó aterrado por la catedral y finalmente se posó en lo alto del gigantesco crucifijo que colgaba en el aire suspendido por cadenas que pendían de una viga situada entre la nave y el altar. Varios cardenales gritaron considerándolo un presagio, una advertencia de Dios.
Ponymarrón se subió al altar y rugió:
—¡Silencio! ¡En nombre de Dios, silencio!
Sólo la profanación del altar podía haber llamado su atención, y el silencio prevaleció por fin.
—¡Lo que veis y oís es el juicio de Dios sobre nosotros! Ahora esta congregación debe invitar al padre Amén a dirigirse a nosotros. Debería ser uno de nosotros. Lo oiremos y lo oiremos ahora. ¿Qué decís?
—¡Baja de ahí, Elia! —gritó el abad Jarad.
—¡No hasta que votéis!
Hubo murmullos de disensión entre los cardenales, y unos pocos gritos escandalizados, pero después de algunos chillidos apagados más allá de las paredes, la multitud guardó súbitamente silencio. Habían emplazado informadores para que escucharan por las ventanas rotas.
—¡Silencio! Que los noes voten primero —gritó Ponymarrón—. Serán más fáciles de contar. Los que rehusáis oír al padre Amén, levantad la mano.
Señalando aquí y allá, contaba en voz alta. Ponymarrón dijo:
—¡Diecisiete! —y se detuvo—. Amén Pajaromoteado nos hablará.
Asintió y se bajó del altar.
Una cara miraba a través de una ventana rota sobre el coro. Era un policía valano. Ponymarrón y el Cardenal Alto Chambelán desaparecieron por una puerta y pronto estuvieron en el balcón hablando con el oficial. Gritó sus palabras a la multitud. El agujero en el tejado fue descubierto para permitir que el buitre escapara, pero el asustado pájaro no hizo caso y continuó encaramado sobre el signo de INRI. Un rugido de entusiasmo brotó de la muchedumbre.
Pronto despejaron algunas de las ventanas, pero no se hizo nada en lo referente a las puertas. En cuestión de dos horas, empezaron a quitar mierda de los excusados. Cestas con pan de centeno agrio con manchas negras se bajaron a través del agujero del techo y las bombas de agua empezaron a funcionar de nuevo. No obstante, los gritos comenzaron otra vez cuando el buitre bajó de pronto de la cruz, atraído por un oloroso puñado de basura. Tres hombres pudieron entrar, por fin, a través de una ventana para espantar al pájaro y limpiar la suciedad del suelo.
El caos se alejó, regresó el orden y el único sonido en el palacio fue el murmullo de los hipidos, gemidos, suspiros y gruñidos de los enfermos, un murmullo que ocultaba cualquier conversación llevada entre susurros y resonaba en la gran caverna, temporalmente sagrada. La luz era escasa, pues se acercaba la noche. Los criados empezaron a encender las velas, pero sólo unos pocos cardenales estaban levantados. El pan de centeno había sido consumido, junto a la mayor parte del agua, pero el hambre, la sed y el miedo presidieron la noche.
Dientenegro oyó a un conclavista de Texark hablando con uno de los ayudantes de la abadesa:
—Todo el mundo sabe que el cardenal Ponymarrón se ha puesto en faena. Ponymarrón fue a la Abadía Leibowitz y contrató un secretario y un guardaespaldas esta primavera. ¿Y quién es este nuevo guardaespaldas? Un criminal fugitivo de Texark, el antiguo verdugo Wooshin, ahora bajo sentencia de muerte por traición. ¿Y quién es el secretario? Un refugiado de la Horda Saltamontes que odia a Texark, criado para despreciar la civilización imperial pero educado en la abadía, amigo del asesino de Corvany. El cardenal diácono se levantó y denunció a nuestro docto Thon Yordin y al mismo tiempo calumnió al cardenal Benefez y casi declaró la guerra a la Iglesia de Texark. Ahora quiere que un eremita de las montañas, que apenas habla latín y se asustaría de muerte en Nueva Roma, sea el siguiente obispo de Nueva Roma, in absentia otra vez. Permanentemente in absentia, como probablemente le gustaría al cardenal Ponymarrón. Sin embargo, mi amo podría haber votado con respeto por Amén Pajaromoteado, pero el apoyo del cardenal Ponymarrón le hará abstenerse, de eso estoy seguro.
Sin embargo, los veinte votos necesarios fueron conseguidos silenciosamente, y Amén Pajaromoteado se convirtió en candidato a Papa antes incluso de que apareciera para hablar.