El tercer grado de la humildad consiste en que una persona, por amor a Dios, se entregue a su Superior con toda obediencia, imitando al Señor, de quien dice el Apóstol: «Obedeció incluso en la muerte».
Regla de san Benito, capítulo 7
Complacido por el aumento de sus estipendios, Dientenegro planeaba cambiar de residencia en cuanto la multitud abandonara la ciudad, después de la elección, pero por el momento se vio obligado a seguir viviendo con los estudiantes. Wooshin se marcharía dentro de unos días, siguiendo órdenes del cardenal.
Cuando llegó a casa después del trabajo la tarde del martes santo, el estudiante llamado Aberlott exclamó:
—¡Tómalo!
Y le arrojó algo en cuanto atravesó la puerta. Dientenegro trató de pillarlo al vuelo, falló, y se volvió para recogerlo del suelo cuando rebotó en la pared. Al mirar el objeto, se quedó inmóvil a medio agachar.
—¿Qué ocurre? —preguntó el estudiante—. ¿No es tuyo? Ella dijo que te pertenecía.
Dientenegro lo recogió y se volvió a mirar a Aberlott.
—¿Ella? —susurró.
—La monja. Dios mío, ¿qué ocurre? Estás blanco como la nieve.
—¿Monja?
—Claro. Una de las órdenes más estrictas, creo. Hábito marrón, cofia blanca. Descalza. ¿No es ése tu rosario? Dijo que te lo dejaste en el carruaje del cardenal.
—¿Era una geni?
—¿Una geni? No que yo sepa. No llevaba la cinta en la cabeza. Naturalmente, las religiosas célibes no tienen que hacerlo. No se puede ver gran cosa de una monja, excepto la cara, las manos y los pies. Pero era bastante guapa para ser monja. No me pareció una geni. ¿Esperabas a una geni?
Dientenegro se sentó en su cama y miró las cuentas y la cruz. La plata había sido limpiada cuidadosamente, y las cuentas parecían más brillantes de lo que recordaba, bien pulidas.
—¿Dijo algo más?
—No, que yo recuerde. Hablamos un poco sobre el cónclave. Supongo que yo intentaba coquetear. Ella era amable, pero distante. Oh, preguntó dónde estabas, de modo casual. Eso fue todo.
—¿Qué le dijiste?
—Le dije que normalmente estabas en el Secretariado a esa hora del día. Pero no creo que te estuviera buscando. Se marchó en la dirección opuesta. Sólo quería devolver el rosario, creo. Me pregunté qué estaba haciendo en el carruaje del cardenal.
—Saqueándolo —susurró él.
—¿Qué has dicho?
Dientenegro se tumbó en el banco y cerró los ojos. Tras un largo rato, dijo: —Gracias, Aberlott.
—No hay de qué. El estudiante continuó leyendo. Tal vez la monja era realmente una monja. Ædra le había dado el rosario a una monja, eso era todo. No importaba si una geni era monja y no llevaba la cinta verde en la cabeza, pero que una geni se hiciera pasar por religiosa para ocultar su naturaleza era un crimen bajo las leyes de la República de Denver, igual que en todas partes. La persecución de los genéticamente enfermos era casi universal. Sólo los protegía la ley de la Iglesia, pero no hasta el grado de permitirles hacerse pasar por religiosos. Y aunque la Iglesia pudiera protestar contra las leyes discriminatorias de la autoridad seglar, nunca había hecho frente a las leyes eugenésicas diseñadas para impedir matrimonios mixtos entre los sanos y los hijos del Papa. Ni se había opuesto a las leyes que definían la capacidad de contraer matrimonio de los ciudadanos, en términos de grados de parentesco con anormales conocidos. Los registros bautismales de las iglesias se utilizaban como prueba en las cortes seglares y se exigía que los sacerdotes anotaran los linajes de los padres en los certificados de bautismo. Antes de que cualquier pareja recibiera una licencia para casarse por el brazo seglar, ambos tenían que desnudarse y ser examinados por los inspectores médicos de un magistrado civil. Los nómadas, por supuesto, tenían sus propias reglas, pero no había ninguna tolerancia entre ellos hacia la deformidad, hereditaria o no. Simplemente, mataban a los deformes al nacer.
Acarició las cuentas de su rosario y decidió que Ædra debía de habérselo dado a una monja de un grupo de religiosas de las que recorrían el camino papal. Sintió vergüenza por el miedo y la esperanza que surgió en su interior cuando se agachó a recogerlo. Claro, tenía que haber sido una monja. Lo que la policía le haría a un geni que se hiciera pasar por ciudadano no era nada comparado con lo que podía hacer la multitud. Y sin duda, Ædra no habría pulido las cuentas y limpiado el crufícijo así. Si se lo hubiera devuelto antes, él habría escapado a aquel horrible momento durante la confesión en que reconoció que lo había intercambiado por sexo, como dijo Pajaromoteado. Pero ¿por qué se lo había devuelto, aunque fuera indirectamente?
—¿De qué color tenía el pelo? —le preguntó al estudiante, quien estaba inmerso en un libro de texto.
—¿El pelo de quién?
—De la monja.
—¿Qué…? ¡Oh! La cofia lo ocultaba. —Hizo una pausa—. Probablemente rubio. Era muy blanca.
Dientenegro se agitó incómodo. Las rubias no abundaban, pero probablemente había docenas en Valana. Las mezclas de antepasados de la población del continente producía colores de piel en diversos tonos de marrón, pero la piel clara y la piel negra eran bastante raras, igual que el pelo rojo y el rubio.
Se levantó del banco y salió. No había nadie en la calle, a excepción de un anciano y dos niños. El olor a podrido del arroyo de detrás de la casa era especialmente fuerte esa tarde. Varios vecinos habían enfermado en los últimos días, probablemente por causa del arroyo o por sus vapores. Decidió dar un paseo colina arriba, alejándose del Secretariado.
Caminó durante una hora. A medida que avanzaba, cada vez había menos casas. Por fin llegó ante un puesto de guardia en los límites de la ciudad. Detrás de la valla sólo había bosque y unas cuantas ermitas, incluyendo el hogar de Amén Pajaromoteado. Se detuvo a hablar con el centinela.
—¿Cuánto tiempo llevas de servicio, cabo?
El joven oficial miró hacia el sol, que se encontraba ya bajo en el oeste.
—Unas cuatro horas, supongo. ¿Por qué?
—¿Pasó por aquí una monja joven? Hábito marrón, cofia blanca…
El centinela miró inmediatamente hacia el bosque, estudió a Dientenegro durante un instante y empezó a sonreír.
—¡Ah, ya! Me preguntaba por qué iba sola.
Furioso por la sonrisita, el monje se dio la vuelta y regresó a casa. La furia se convirtió otra vez en miedo. Sabía que era miedo por Ædra, pero ella probablemente estaba a salvo en casa, en Arco Hueco. La monja era sólo una monja. Y sin embargo, si las monjas tuvieran un convento en el bosque, ¿se habría preguntado el centinela por su destino?
Esa noche soñó que llevaba una cinta verde en la cabeza y huía de una muchedumbre que quería castrarlo por acostarse con Torrildo, que tenía pechos tan grandes como los de Ædra, ¿o era Ædra con un pene tan grande como el de Torrildo? Estaba atrapado en el granero de Shard, que ahora alojaba el viejo generador del hermano Kornhoer y la silla eléctrica de la capilla. Alguien gritaba. Unas rudas manos lo ataban a la silla cuando alguien lo despertó con una sacudida. Las rudas manos pertenecían a Wooshin.
—Deja de aullar —dijo el Hacha—. Despertarás a todo el vecindario.
—Ya lo ha hecho —gruñó adormilado Aberlott desde la otra habitación. Crumily maldecía y golpeaba su almohada. Jaesis nunca había dejado de roncar y gemir.
Guando los otros volvieron a quedarse dormidos, Dientenegro buscó su rosario bajo la dura almohada. Acarició el crucifijo y empezó a susurrar el credo, pero se detuvo. Tanto limpio y pulido como no, le parecía desacralizado. En su confesión, había tratado de echarle la culpa a Ædra por haberlo robado, pero el padre Pajaromoteado le había obligado a admitir que no había vuelto a exigirle que le devolviera las cuentas después de un ratito de agradable pero pecaminoso sexo en el pajar.
—No te preocupes por las palabras. Cambiaste tu rosario por una mamada —había dicho el anciano agriamente—, y rompiste tu voto de castidad. Ahora continúa. ¿Qué más has hecho?
Dientenegro estaba todavía cumpliendo la penitencia que le había asignado el padre Pajaromoteado («Harás una lista, un inventario de todas tus riquezas, hijo mío»). Al principio pensó que era una penitencia trivial y que la lista sería bastante breve. Pero cuanto más trabajaba en ella más claramente reconocía que sus riquezas coexistían con sus pecados y no eran distintas de ellos. Había algo más (o menos) en la pobreza espiritual que el no poseer nada.
La ciudad no estaba bien desde la llegada de los visitantes. Proveniente tal vez, de las montañas, un fétido chinook o una fría miasma había soplado sobre ella, haciendo enfermar a muchos de los jóvenes, los viejos, los frágiles. La comida era escasa. El trigo faltaba y el arroz, de baja calidad, se importaba a alto precio. Las posadas estaban llenas a más no poder y las inadecuadas alcantarillas rebosaban en las calles menos elevadas. Todavía no habían llegado muchos cardenales, pero entre los que ya se encontraban en la ciudad, varios habían caído enfermos. Al principio se culpó al agua. Sucede siempre, decían los visitantes; sólo los lugareños podían bebería sin riesgo. Pero esta vez era peor que nunca: la enfermedad también se manifestaba entre la población local. Los síntomas eran diversos y no siempre los mismos. Había vómitos y fiebre, como en el caso del estudiante Jaesis. Otros experimentaban aturdimiento, dolor de cabeza, depresión, manía, delirio o pánico. Un médico sostenía que había dos enfermedades a la vez, extendiéndose. Sólo los valanos ricos parecían inmunes, pero la inmunidad no se debía a las riquezas; los cardenales visitantes no eran en absoluto pobres, pero varios de ellos mostraban los síntomas. Existía urgencia por empezar el cónclave de una vez y, si era posible, terminarlo. Los valanos achacaban la enfermedad a las condiciones de hacinamiento causadas por los visitantes. Otros hablaban de la ira de Dios, que sólo podría ser aplacada con una rápida elección.
A causa de la enfermedad, y temiendo que el cónclave fuera muy largo, ese mes hubo manifestaciones e inquietud en Valana. El domingo de Ramos, lo que parecía ser una procesión religiosa avanzó hacia la antigua fortaleza en la colina desde la facultad de San Ston. Cuando se acercaba a San Juan en el Exilio, su carácter cambió. Se desplegaron nuevas banderas, y la procesión se convirtió en una manifestación política, cuyo propósito, más o menos serio, era proclamar el apoyo popular de los estudiantes del Seminario de San Ston a Amén Pajaromoteado como candidato a la triple corona y el trono de Pedro. Al enterarse de ello, el padre Pajaromoteado no quiso esperar a que el actual obispo de Denver lo llamara, sino que llegó cojeando a la ciudad para denunciar la iniciativa y reprender a los estudiantes. Los líderes del movimiento fueron arrestados por la policía seglar… una acción que Pajaromoteado se sintió obligado a condenar.
Al día siguiente, los estudiantes de la universidad seglar representaron una parodia del incidente manifestándose en favor de la candidatura del polígamo cardenal Ri de Hong, para gran placer del Hacha, que se había hecho amigo de los seis guardaespaldas de Ri, y había descubierto gracias a ellos todo lo que pudo sobre la vida más allá del océano occidental. Una vez más, los líderes fueron arrestados, pero la cárcel estaba ya llena de granjeros borrachos, nómadas y ladronzuelos, llegados con la intención de aprovechar la presencia de las crecientes multitudes de peticionarios y cabilderos que siempre convergían en los cónclaves. Los líderes estudiantiles fueron levemente azotados, los demás fueron puestos en libertad condicional. También hubo penalizaciones eclesiásticas por tratar de influir en la elección.
El martes de Semana Santa, el decano del Sacro Colegio apareció en el balcón de San Juan en el Exilio y prometió a una turbulenta muchedumbre que el cónclave empezaría en cuanto hubiera 398 cardenales presentes.
—Probablemente dentro de diez días —añadió.
Desde la muerte del papa Linus VI, veintidós cardenales le habían seguido a la tumba, y los tres papas subsiguientes observaron una moratoria en la concesión de solideos rojos; pero de todas formas, bajo la ley actual, dos tercios más uno de todos los electores posibles, excluyendo a aquellos que estuvieran claramente enfermos, eran necesarios para celebrar la elección. Y cuando hubieran llegado los 398 necesarios, ni uno más, tendrían que votar unánimemente para elegir a un Papa, así que la promesa del decano era hueca y la multitud lo sabía. Ninguna votación seria podría empezar hasta que todos los seniles, los enfermos y los cojos hubieran llegado a Valana.
Los votos ya se contaban por anticipado y los corredores de Valana ya aceptaban apuestas, una ofensa penada con la excomunión. No había ningún favorito claro, pero se podía apostar dos alabastros por Golopez Cardenal Onyo de Viejo México con la esperanza de ganar tres, mientras que los seguidores de Urion Benefez podían apostar uno para ganar tres. Había apuestas similares para el colega de Urion, Otto Cardenal e’Notto del Gran Delta del Río, y Chuntar Hadala, un obispo misionero muy respetado del Valle de los Malnacidos, ahora la Nación Watchitah. Solamente a Nauwhat de Oregón se le daba diez a uno, a causa de los continuos problemas doctrinales de su territorio. El abad Jarad Kendemin estaba quince a uno, dada su reluctancia. Sólo apostando por nombres improbables como Elia Cardenal Ponymarrón o Amén Pajaromoteado podía una pobre portera o un ama de casa esperar hacerse rica.
Semana Santa se celebró con toda la pompa posible en ausencia de un pontífice reinante. Las misas se concelebraron con todos los cardenales disponibles, y muchas de las procesiones religiosas fueron auténticas. Pero los pasos no fueron una distracción para una población obsesionada que quería un Papa, un Papa occidental, y lo quería pronto. Gran parte de la furia popular se dirigía hacia el ausente cardenal arzobispo de Texark por su deliberado retraso, pero el grupo de jurisconsultos, criados y conclavistas enviados con antelación estaba ya ocupado, preparándose para lo que sin duda sería su gran entrada en escena en el momento adecuado.
Una reunión preliminar de los electores, sus ayudantes y conclavistas, jurisconsultos, otros prelados, diplomáticos, líderes de órdenes religiosas y eminentes eruditos, entre ellos teólogos, historiadores y teóricos políticos, se fijó para la tarde del jueves santo. El tema a tratar sería las relaciones cambiantes entre la Iglesia y el Poder Seglar en la primera mitad del siglo treinta y tres. La naturaleza informal y no sacra de esta convención quedaba reforzada al celebrarse en el Gran Salón de San Ston en el seminario, y por la admisión de ciertos rangos de no participantes como observadores.
—¿Vas a ir a esa pelea, Dientenegro? —preguntó Aberlott, que se había puesto su uniforme de estudiante.
—¿Quién pelea? —preguntó el monje a su vez.
—Bueno, es Benefez contra cualquier retador. Quién sabe, tu propio amo podría recoger el guantelete para Occidente.
Jaesis se agitó en su camastro y gruñó.
—El cardenal Ponymarrón no se mete en peleas, y el arzobispo de Texark ni siquiera ha llegado todavía a la ciudad.
—Oh, pero todo su personal está aquí. Y trece cardenales del Imperio. Está preparando su jugada, desde luego.
Jaesis chilló en su sueño y murmuró obscenidades.
—Menciona a Benefez y Jaesis se vuelve loco. —Aberlott hizo un gesto al febril estudiante, que dormía—. O tal vez odia al Hannegan.
—¿Crees que habrá pelea?
—Lo sé. El padre general Corvany de la Orden de San Ignacio estará allí, para empezar.
Estas palabras despertaron a Jaesis, que empezó a maldecir con más coherencia. Dientenegro cogió su túnica. —Conozco a un sacerdote de la Orden de Corvany que lo desafió una vez.
—¿Y sigue siendo sacerdote?
—«… para siempre, tras la orden de Melquisedec», como dicen. Pero está sancionado. No quiso oír mi confesión.
—¿Cómo se llama?
Dientenegro vaciló, luego sacudió la cabeza, lamentando haber mencionado al ignaciano. Trabajando como traductor en el Secretariado había descubierto que el padre e’Laiden, con quien había viajado hasta Pobla, y el padre Ombroz, tutor y capellán del clan Pequeño Oso, eran la misma persona.
—Confundo su nombre con el de otra persona —dijo—. Debo de haberlo olvidado.
—Bueno, ¿vas a venir?
—En cuanto termine de vestirme.
El auditorium de San Ston tenía cabida para dos mil personas. Una cuarta parte de los asientos de la parte delantera habían sido reservados para los cardenales, pero aún estaban medio vacíos cuando la campana del campus dio las tres. Otra cuarta parte de los asientos estaba reservada para los principales servidores de los cardenales, y éstos estaban completamente ocupados por sacerdotes y escribanos que obviamente habían venido a tomar notas y a aburrirse. La otra mitad de los asientos estaba abierta a los prelados inferiores, cuerpo de doctores de la universidad, sacerdotes, monjes y estudiantes, en ese orden. La oferta era más grande que la demanda. Dientenegro y Aberlott, que llegaron temprano, se sentaron detrás de los sirvientes de los cardenales, y nadie les pidió que se cambiaran al fondo. Unas cuantas personas subieron al estrado.
Dientenegro reconoció al jefe del seminario, y luego a un hombre de túnica blanca, capa negra y escapulario, que tenía que ser un destacado dominico, probablemente el jefe de la orden en la costa oeste. De pronto, Dientenegro se hundió en su asiento. El Reverendo Abad Jarad Cardenal Kendemin había entrado por los laterales y se sentó junto al dominico. Se sonrieron mutuamente, intercambiaron el beso de la paz e iniciaron una animada conversación entre susurros por encima del asiento vacío que había entre ellos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Aberlott, mirando a Dientenegro—. ¿Vas a tirarte al suelo?
Cuando desde las alturas el reloj dio la hora cuarta, Aberlott se levantó con cara seria y dijo:
—Aquí viene el juez.
En los asientos cercanos, también se pusieron en pie.
Dientenegro le tiró de la manga.
—¡Siéntate, payaso!
El hombre que había subido al estrado era el presidente del seminario. Pronunció unas breves palabras de bienvenida, luego invitó a aquellos cardenales que desearan que sus sirvientes se sentaran junto a ellos a que los llamaran, y al resto del público a que ocupara los asientos vacíos de delante. Aberlott se corrió un asiento a la izquierda, le dijo a un recién llegado que estaba ocupado y, cuando el público volvió a guardar silencio, se volvió para llamar a Wooshin, que estaba de pie al fondo, pero el Hacha negó con la cabeza. Su presencia significaba que el cardenal Ponymarrón estaba cerca. El guerrero se había convertido en el guardaespaldas personal del Diácono Rojo, y se esperaba que pronto se mudara a las habitaciones de los criados, en la casa del cardenal.
El primer orador fue el dominico, presentado como Dom Fredain e’Gonian, abad de Gomar, director general de la Orden de Predicadores de Oregón.
—Tu es Petrus —empezó a decir, como era de esperar, y lanzó un sermón que comenzó con conmovedoras llamadas a la unidad, pero pronto se convirtió en una fuerte denuncia de aquellos partidarios del exilio o del regreso cuyos motivos eran económicos. Más tarde vería su túnica manchada de agua sucia, arrojada desde las ventanas del segundo piso del barrio de mercaderes de la ciudad.
El presidente del seminario presentó a continuación al Padre General Corvany de la Orden de San Ignacio en Nueva Roma, un hombre de más de setenta años pero aún guapo y esbelto. Su porte y simpatía recordaron a Dientenegro, sorprendentemente, a su jefe. Como Ponymarrón, la expresión normal de Corvany era una sonrisa natural. Pero cuando la sonrisa desaparecía el efecto era sorprendente. Pronunció sólo unas pocas palabras de saludo a Sus Eminencias, y luego perdió su sonrisa.
—Desde luego, ha habido un error aquí —exclamó—. Por favor, discúlpenme un momento.
Dejó el estrado, bajó la escalera hasta el público, y audazmente cogió la mano de Su Eminencia, Cardenal Buldyrk, Abadesa de N’Ork.
—Por favor —le dijo—. Tiene usted una silla en el estrado.
Boquiabierta, Buldyrk permitió que la escoltara al estrado. Hubo un murmullo de asombro por parte de los cardenales, e incluso unos cuantos gritos apagados de furia, pues Corvany no era ni siquiera miembro del Sacro Colegio; la expresión en el rostro del presidente del seminario era de completa sorpresa.
—¿Ves? Lo que te decía —le susurró Aberlott al monje—. Te apuesto un cobre a que el asiento era para el cardenal Ri.
La abadesa se sentó entre Jarad y el dominico, cosa que no hizo gracia a ninguno, y Corvany se estableció así como el más liberal y galante de todos los prelados. Volvió a mostrar su deslumbrante sonrisa y presentó al público a un instruido miembro de su Orden de San Ignacio para que hablara en su lugar. Se trataba de UrikThon Yordin, S. I., que era sacerdote pero también profesor de historia en la universidad seglar de Texark. Era un hombre delgado, canoso, con gafas, de unos cincuenta años y, al parecer, otro miembro del grupo avanzado del obispo Benefez. Por su forma de hablar, parecía más habituado a las conferencias que al púlpito.
—Lo que no se ha comprendido bien sobre la frecuente condición de cisma de la Iglesia —dijo—, es que refleja un cisma natural en el continente. Siempre ha habido dos Iglesias, si puedo decirlo, Eminentes Señores: una Iglesia en Oriente, otra en Occidente. Mientras el Papa habitaba en Nueva Roma cerca del Río Grande, vivía tan lejos de esta región y del lejano oeste como si Nueva Roma estuviera en el Atlántico. Desde que el papado se ha trasladado aquí, al pie de las montañas, ha habido una gran cura en la Iglesia de Occidente, cuyos problemas se comprenden ahora mejor. Esto ha quedado claro por los acontecimientos en la zona de Oregón.
Dientenegro vio a dos obispos occidentales inclinarse para susurrar. Era extraño oír a uno de los hombres de Urion Benefez comenzar admitiendo la verdad de un argumento que algunos occidentales usaban a favor de continuar con el papado en Valana. La estrategia, al principio, pareció conciliadora.
—Y para comprender la causa del problema occidental —continuó Thon Yordin—, sólo tenemos que considerar la ruta que los mensajeros tomaban antes del establecimiento de la paz en la provincia. A comienzos de este milenio, un hombre que fuera lo suficientemente loco para viajar solo desde Nueva Roma hasta el lejano oeste tomaría la siguiente ruta: al sur a través de los caminos boscosos, esquivando el Valle de los Malnacidos, luego hasta el Golfo, y, en paralelo a la costa, hasta el Río Bravo. Tras cruzar el río, encontraría el camino real que atravesaba el desierto y era protegido por los soldados de un rey; al llegar al lejano oeste, volvería a subir hasta el norte. Un viajero solitario que viniera hacia el este podría hacer un desvío similar. ¿Por qué?
Alzó un fajo de papeles.
—Tengo aquí una copia, fechada hace ciento cuarenta y ocho años y un mes, de las regulaciones militares de la guardia papal para escoltar a los legados del Papa y otros embajadores, directamente a través de las Altas Llanuras por las rutas más directas de la época. No se alarmen. No se las leeré, aunque quien quiera examinarlas puede hacerlo. Estas reglas exigen cuarenta jinetes armados al mando de un capitán, y una partida de cuarenta arqueros con armadura ligera y espadas, y alabardas transportadas en mula. Las regulaciones especifican ciertas rutas permisibles, todos los vados, y prohíben que se organicen viajes regulares. Cuando un grupo estaba listo, su partida se retrasaba hasta que un hombre, el capitán de la guardia, decidía empezar. ¿Pueden imaginar por qué?
»Bien, en aquellos días había de vez en cuando hombres lo suficientemente temerarios como para hacer solos ese viaje, o en pequeños grupos armados. Pero esto era como salir a alta mar en un bote de remos. Aunque nadie hubiera vivido en aquellos grandes océanos de hierba… hierba alta al principio, a medida que uno se traslada al oeste, y luego hierba corta, luego hierba del desierto al sur hasta que se alcanzan las montañas… si nadie viviera allí, el viaje habría sido bastante peligroso. Este continente existe en un estado de cisma natural, Eminentes Señores. Está dividido por la naturaleza. La llanura abierta es un lugar de horribles vientos y clima tórrido o helado, incluso hoy día. No hay nada más que tierra, cielo, hierba y viento. No hay ningún sitio donde esconderse. Dondequiera que se mire, el hombre se ve rodeado por el lejano horizonte. La hierba se mueve con el viento. Es el gran océano de hierba.
»En épocas anteriores, en aquellas praderas habitaban pastores crueles y piratas con sus ovejas salvajes, que se complacían en torturar; desollaban vivos a los mensajeros y se comían sus órganos, o los convertían en esclavos. Algunos de ustedes, que acaban de cruzar las Llanuras al venir aquí en relativa seguridad, podría añadir (aunque me compadezco de las penalidades que aún han tenido que soportar), han visto a los descendientes de esos caníbales. Y a menos que encontraran a una banda de forajidos, no fueron molestados. Pero los antepasados de esa gente fueron el motivo de estas extraordinarias regulaciones que tengo en la mano.
»Por salvajes y crueles que sigan siendo esos pastores, ahora les dejan pasar sin acosarlos. Mientras que la Iglesia de Occidente, todos lo admitimos, ha rendido lealtad al único y verdadero vicario de Cristo que tradicionalmente residía al este de las Llanuras, siempre ha sido independiente en cuestiones de fe, moral y doctrina, como sabemos por la historia de las gentes de Oregón. Los remito a las obras de Duren, si tienen alguna duda al respecto.
Dientenegro miró de repente al abad Jarad y lo lamentó inmediatamente. Su antiguo superior lo miraba con una sonrisita triunfal. Algunos cardenales cercanos al abad también murmuraban entre sí.
Aberlott advirtió la inquietud de Dientenegro y se volvió hacia él para susurrarle:
—Nimmy, ¿sabías que la gente de Oregón usaba pan con levadura en la misa de Pascua?
—No, no lo sabía —contestó Dientenegro—. Ni Duren tampoco. Ahora calla.
—Oh, sí. En vez de «Este es el cordero de Dios», cuando el sacerdote levanta el pan, dice «Este es El alzado».
Dientenegro le dio una patada en el tobillo. Sus labios formaron un «ooo».
—En aquellos días el transporte entre el este y el oeste era simplemente demasiado duro para que el Papa estuviera en constante comunicación con todo su rebaño y sus arzobispos —continuó el profesor—. Pero ahora tenemos una paz relativa en las Altas Llanuras y la Pradera, a excepción de las bandas de forajidos. Y en el sur, durante la mayoría de sus venerables vidas ha sido posible que un hombre viaje solo, o en pequeños grupos, sin armas, como acaban de hacer algunos que vienen del sureste, recorriendo todo el camino desde el este del Gran Río hasta las montañas sin más peligro del que podrían encontrarse en las carreteras de su propia diócesis. ¿Por qué? Porque la horda del sur ha sido pacificada y la Provincia está bien gobernada, y los que se encuentran al norte de la Provincia, si no pacificados, sí son al menos conscientes de que el robo, la violación y el asesinato de uno de nosotros, los «comedores de hierbas», produciría una rápida reacción. Así, con los viajes y la comunicación restaurados, las supuestas ventajas para el oeste de un papado aquí en el exilio ya no son reales.
El abad Jarad se puso en pie, pero el orador no pareció advertirlo al principio.
—No soy militar —continuó el profesor—, pero…
Se detuvo porque el público miraba hacia su derecha, y entonces miró alrededor y vio a Jarad de pie.
—¿Sí, Eminencia?
—Quizá las ventajas del exilio son supuestas, como usted dice. Rezo por un regreso a Nueva Roma, bajo las condiciones adecuadas, pues el exilio es un escándalo y una abominación. Pero quisiera recordar al docto orador que el Tratado de la Yegua Sagrada es anterior a la conquista, que las regulaciones militares que el docto orador cita son anteriores a ese tratado, y que el tratado fue negociado pacíficamente con la Iglesia como mediadora y que, aunque cruzar las Altas Llanuras nunca carece de riesgo, los mensajeros de la Iglesia llevan haciéndolo al menos un siglo sin ninguna ayuda de los militares de Texark.
Jarad se sentó, el rostro rojo brillante, mirando alrededor en busca de un murmullo de apoyo. No se produjo ninguno.
—Gracias, Como decía, no soy militar, pero me han explicado que la misión de los soldados de Texark que están en las inmediaciones de Nueva Roma no tiene nada que ver con Nueva Roma o el papado. Fueron enviados sin intenciones de provocar o intimidar al Papa. El Hannegan de aquella época, como el resto del país, se sorprendió por la huida del Papa a Valana. Los soldados fueron enviados no para sitiar la Ciudad Santa, sino para proteger a los granjeros de los bosques entre el Gran Río y la pradera sin árboles. La horda oriental, esa que llaman Saltamontes, amenazaba las granjas por el oeste y el norte. Los soldados están como fuerza pacificadora solamente, como ahora reconoce la mayoría de los habitantes de Nueva Roma. Los nómadas estaban asaltando las granjas, robando el ganado y secuestrando a los niños pequeños.
»Los nómadas, ya saben, dan a luz a más niñas que niños. Algo hereditario, me han dicho. De todas formas, el regreso del papado a Nueva Roma sería protegido, no amenazado, por los soldados de…
—Un momento. —La voz del cardenal Ponymarrón resonó con fuerza y claridad en toda la sala. Dientenegro miró alrededor, como, hicieron muchos otros, pero no había nadie de pie—. Un minuto, si puedo.
Los ojos siguieron la voz hacia arriba y hacia el fondo. Ponymarrón se hallaba de pie en el coro, con el Hacha sentado a un lado y el reverendo Amén Pajaromoteado, O. D. D., al otro. Dientenegro y Aberlott no habían sido admitidos en la galería, pero los guardias evidentemente la habían abierto para los retrasados con la idea de impedir que la gente ocupara el pasillo principal después de que comenzara la reunión.
—Soy descendiente de esos caníbales, como usted los llama. Mi madre, según me contaron las hermanas que me criaron, llevaba el nombre familiar de «Pony Marrón». Nunca la conocí, pero la familia era Perro Salvaje, dijeron las monjas, y ella era la joven viuda de un esposo Conejo que había escapado de una cárcel de Texark, pero fue asesinado por balas texarkanas. Fue violada por uno de sus pacificadores texarkanos cuando fue al sur a visitar el pueblo de su esposo muerto. Yo soy el hijo de esa violenta unión. Las monjas que me criaron en su provincia me pusieron el nombre que ella les dio.
Dientenegro miró a Wooshin con ojos desorbitados, y su sorpresa fue reflejada por la del guerrero. Ninguno le había mencionado jamás al otro los orígenes de Ponymarrón, considerando que era un tema tabú. Ahora el Diácono Rojo anunciaba su misteriosa bastardía al mundo, que ya la sabía entre susurros. Y sin embargo él mismo sabía poco o nada del tema, según el archivo que el monje había visto en el Secretariado.
—Y allí está mi secretario —dijo Ponymarrón, mirando a Dientenegro—. Sus antepasados eran refugiados Saltamontes de su pacificación texarkana. Perdieron todo su ganado debido a los animales enfermos del Hannegan. Sus padres murieron sin caballos, cultivando la tierra de otro. Gracias a él, sé algo del pueblo Saltamontes y de su historia. Durante siglos han pastoreado con sus animales la tierra de la que usted habla, entre otras tierras. Esa región se llamaba Iowa en los antiguos mapas, creo. Casi carece de árboles, y sin embargo es lo suficientemente fértil para que los granjeros la codicien. Y los Saltamontes siempre han recolectado madera para palos, estacas, flechas y lanzas de las escasas tierras boscosas que hay al norte y al sur de esa zona. Si los granjeros están allí ahora, se han asentado desde la matanza del Hannegan. Usted pinta a los soldados de Texark como protectores. Quiere que el Papa vuelva a Nueva Roma, en medio de sus protectores. Yo también quiero que vuelva a Nueva Roma, a pesar de sus protectores, en medio de sus enemigos, entre aquellos en los que usted acaba de incluirse. Ha sido enviado aquí para preparar el camino a su amo. Ahora el cardenal arzobispo de Texark, quien todos sabemos que le ha enviado, debe apoyar su punto de vista, o denunciar su diatriba contra la gente de las Llanuras.
Se produjo un sorprendido silencio, seguido por un breve aplauso y vítores de dos occidentales. El Padre General Corvany perdió ominosamente su sonrisa otra vez y se puso en pie. El aplauso se apagó rápidamente. Ponymarrón se sentó sonriendo. Los cardenales lo miraron por encima del hombro. En el estrado, Jarad tenía la boca abierta. Ponymarrón era conocido como un diplomático, siempre cortés, un pacificador que rara vez tomaba bandos. Su tono había sido tranquilo, pero acababa de declarar la guerra; tenía que ser algo premeditado.
Antes de que Corvany pudiera hablar, un babeante arzobispo del delta del Río Grande, ahora parte del Imperio Texark, se levantó rápidamente para defender la tesis del orador en lo referente al papel protector de los pasados Hannegans en el Medio Oeste, y para deplorar las interrupciones. Señaló con un dedo hacia el balcón y empezó a decir algo sobre Ponymarrón, pero el decano del Sacro Colegio se levantó y rugió:
—¡Paz de Dios! ¡Paz de Dios!
El seminario estaba a punto de convertirse en una melé verbal, y pocos de entre el público advirtieron al estudiante que recorría el pasillo central. Se tambaleaba un poco. De repente, Aberlott agarró a Dientenegro por el brazo y señaló. El hombre del pasillo era Jaesis, despeinado y sin afeitar, el pálido rostro lleno de pústulas rojas. Se detuvo en mitad de la sección de los cardenales y sacó algo de su sotana a medio abrochar. Aulló el nombre de Yordin y una maldición. Hubo una explosión y un estallido de humo. Thon Yordin se llevó la mano al pecho, bajó la cabeza, pero no había sangre. En cambio, uno de los hombres sentado tras él en el podium se cayó de la silla. Era el Padre General de la Orden de San Ignacio quien yacía sangrante. El atacante agitó en alto una pistola de caballería texarkana, le gritó de nuevo a Thon Yordin, disparó el otro cañón hacia el techo y se desplomó en el pasillo. El público se puso en pie, rugiendo.
—¡Asesino! ¡Asesino texarkano! ¡Agentes del Hannegan!
Dientenegro buscó a su alrededor la fuente de esta voz irracional, pero sólo vio un puño agitándose entre la multitud.
Varios hombres se abalanzaron sobre el estudiante caído; desde la plataforma llegaron gritos llamando a un médico. Dientenegro y Aberlott fueron detenidos por la policía cuando corrían para salir del edificio.
Siguieron ocho horas de interrogatorio en los barracones de la policía de Valana, pero el cardenal Ponymarrón pronto apareció para defenderlos. No había habido brutalidad. La policía se enteró por la universidad que Jaesis era de Texark, que había asistido a las clases de Thon Yordin en la facultad, había suspendido sus exámenes y luego fue trasladado a San Ston. Un médico declaró que incluso en esos momentos deliraba de fiebre. La policía liberó a Dientenegro y Aberlott poco después de la medianoche; caminaron de regreso a casa bajo la luz de la luna de Pascua. Jaesis murió esa noche, en custodia.
Mientras la ciudad dormía, el reverendo Urik Thon Yordin envió un jinete hasta la terminal telegráfica situada en la última avanzadilla del camino a la Provincia. El mensaje que llevaba iba dirigido a Urion Cardenal Benefez y, con una copia para el Emperador, llegaría a Ciudad Hannegan al amanecer del vienes santo:
EL PADRE CORVANY FUE ASESINADO HOY POR UN ESTUDIANTE COMPAÑERO DE HABITACIÓN DEL SECRETARIO DE PONYMARRÓN. EL SECRETARIO FUE INTERROGADO PERO PUESTO EN LIBERTAD TRAS LA INTERVENCIÓN DE PONYMARRÓN. EL ASESINO MURIÓ EN CUSTODIA POLICIAL. SIGUEN DETALLES. ESPERO NUEVAS INSTRUCCIONES.
SU OBEDIENTE SIERVO EN CRISTO.
YORDIN.