El quinto grado de humildad consiste en no ocultar a su abad ninguno de los pensamientos malignos que entren en su corazón o los pecados cometidos en secreto, sino que los confíese humildemente.
Regla de san Benito, capítulo 7
El Secretariado de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios estaba situado en uno de los pocos edificios cercanos al centro de la ciudad que ya se encontraban allí antes de que el Papa viniera al oeste. Un edificio de piedra de dos plantas, con sótano, que antiguamente había sido un barracón militar para unas pocas docenas de centinelas y que se alzaba solo, entre abetos, en un acre de tierra a quince minutos a pie de San Juan en el Exilio.
Aunque el monje y el viejo guerrero pasaron la primera noche tiritando en sus jergones en el sótano del Secretariado, al día siguiente fueron alojados con tres seminaristas, llamados Aberlott, Jaesis y Crumily, en una casita que Ponymarrón encontró para ellos cerca del límite occidental de la ciudad. Había conseguido el consentimiento, al principio reacio, de los estudiantes pagando la mitad del alquiler a cuenta de sus sirvientes, y prometiéndoles que compartirían el trabajo de la casa y no ejercerían ninguna autoridad sobre los estudiantes, muchísimo más jóvenes, y uno de los cuales (Jaesis) estaba enfermo. Aberlott era regordete, un payaso de buen corazón venido del noroeste, y a Dientenegro le gustó inmediatamente. Crumily era del este, tenía la cara larga y al principio parecía lento, pero demostró tener un agudo ingenio que a menudo sacaba punta a los chistes de Aberlott. El carácter de Jaesis era difícil de imaginar dada su enfermedad; Aberlott decía que era un poco fanático en sus estudios de sacerdote, pero no le desagradaba el muchacho, aunque procedía de Ciudad Hannegan.
La casa estaba al lado de una cervecería. Un arroyo corría a través de la cervecería y salía por detrás de la casa. En verano bajaba de la colina como agua pura de los manantiales de las montañas, pero ahora estaba rebosante debido a la nieve fundida. El retrete de la casa y otros de la vecindad estaban muy por encima del nivel del arroyo y probablemente desaguaban en él durante las fuertes lluvias. Dientenegro había visto a los niños beber del arroyuelo en el vado y se preguntó por la enfermedad de Jaesis, a quien, cuando no estaba en cama, podía oír gimiendo en el retrete. Dientenegro y Wooshin compartirían una habitación al fondo, y entraban y salían por la puerta trasera, aunque podrían utilizar una cocina común y compartir el espacio de estudio. Así se acordó. Los recién llegados tuvieron varios días para inspeccionar la ciudad antes de ir a trabajar al Secretariado.
Encontraron la ciudad bastante sucia, excepto en enclaves de poder y dinero donde los barrenderos estaban muy ocupados, y el agua llegaba por acueducto. Valana había crecido rápidamente alrededor de una antigua fortaleza elevada que en siglos anteriores había sido un bastión de defensa de los montañeses contra los nómadas más salvajes de tiempos pasados. A excepción de la fortaleza en sí, que ahora rodeaba el centro de un novísimo Nuevo Vaticano, a la sombra de las agujas y campanarios de la catedral de San Juan en el Exilio, la ciudad carecía de murallas. Antes de que el papado exiliado se trasladara a ella, la ciudad se había convertido en una especie de reino medio entre las comunidades contiguas de la región, donde los mercaderes comerciaban con los mineros plata y cuero, con los nómadas pieles y carne, y con los granjeros trigo y maíz. Cuando el Papa llegó huyendo de Nueva Roma, había dos herreros, un orfebre, dos fabricantes de flechas, un minero, tres comerciantes, un médico y un fabricante de armas de fuego. Desde entonces, el número de negocios se había cuadruplicado, y ahora había doctores, abogados y banqueros. Media docena de consejos de la región competían con Valana y entre sí por montar nuevos negocios. Era una economía en expansión, pero con la llegada del jefe de la Iglesia, el crecimiento se hizo explosivo. Sólo un edificio de cada cinco era anterior al comienzo del exilio. Entre ellos estaba el Secretariado, entre los abetos, casi invisible desde la carretera.
Dientenegro se puso a trabajar en el Secretariado casi de inmediato, sustituyendo a un traductor seglar voluntario que hablaba nómada mejor que monrocoso, el cual resultó ser un primo Perro Salvaje de Chür Hongan y que se alegró de que lo relevaran del trabajo y de regresar con su familia a las Llanuras. Había diecisiete empleados en la agencia, contando a un conserje, pero excluyendo a los mensajeros que iban y venían entre Ponymarrón y sus muchos corresponsales en todo el continente, algunos oficiales, otros secretos. Había cinco secretarios-traductores, incluyendo a Dientenegro, tres copistas, tres guardias de seguridad recepcionistas, y cinco hombres que trabajaban en una parte del edificio sellada a todo el mundo, accesible desde el exterior sólo a través de una verja de hierro cerrada y desde el interior por medio de un pasillo que conducía hasta el despacho del propio cardenal. Dientenegro enseguida se dio cuenta de que nadie más que el cardenal conocía todos los asuntos del Secretariado, y que los empleados estaban tan aislados unos de otros como era posible.
Dientenegro heredó el espacio de oficina de su predecesor. Estaba al lado del despacho de Ponymarrón porque el nómada había tenido que ser supervisado con más atención que los demás. Por muchos secretos que el cardenal pretendiera guardar a sus propios empleados, se veía obligado a confiar en una monja, del Secretariado de Estado, llamada sor Julián, que estaba aquí para no perderse aquellos «asuntos extraordinarios» que también pudieran afectar a las relaciones diplomáticas oficiales del papado valano. Parecía tener cierto poder de veto y trataba a Dientenegro y a la demás gente de Ponymarrón con recelo y una actitud superior, aunque parecía llevarse bastante bien con el jefe. Sin embargo, al parecer no tenía derecho a saber qué había en la parte sellada del edificio y se le negaba la entrada allí.
En esos días, había una confluencia de cardenales que llegaban continuamente para el inminente cónclave. En cuanto encontraban alojamiento, cambiaban sus ropajes rojos por los púrpura de luto por el Papa muerto. De todas formas, el púrpura era el color de la penitencia, adecuado para la Cuaresma, que ahora se acercaba a su fin. Acabado el período de luto, el color cambiaría a azafrán. No volverían a llevar el rojo cardenalicio hasta la elección de un Papa.
Uno de los primeros cardenales en llegar a la ciudad procedía de la diócesis más remota de toda la cristiandad. En realidad, se había hecho a la mar no para asistir a este cónclave, sino al anterior, que había elegido al obispo de Denver, ahora difunto. Se llamaba cardenal Ri, arzobispo de Hong, y había cruzado el Pacífico con una esposa y dos hermosas mujeres más jóvenes que, a decir de algunos, eran sus concubinas. La Sociedad de Pureza local las miraba con horror, pero la policía fue advertida por el Cardenal Alto Chambelán y antiguo secretario de Estado, Hilan Bleze, para que impidiera que tal gente molestara al extraño arzobispo extranjero, cuya diócesis había permanecido desconocida durante siglos, hasta hacía sólo tres décadas, cuando un viaje de descubrimiento halló comunidades cristianas en islas muy lejanas, al oeste. Al papa Linus le encantó tanto saber que aún había cristianos orientales, que nombró obispo al cardenal Ri antes de investigar plenamente las tradiciones de su iglesia. El Hacha estaba también encantado de saber del cardenal Ri, por otros motivos, y salió inmediatamente a conocer a los miembros de su personal. Regresó contando que podía comunicarse con ellos, con dificultad, en su lengua nativa, tan similares eran los dos dialectos de un antiguo idioma. También le impresionaron las avanzadas armas de los guardias de Ri; cuando el Hacha le habló de ellas a Dientenegro, el cardenal le hizo una visita a Ri. Al parecer pidió que mantuvieran ocultas esas armas, pues a partir de entonces los guardias sólo llevaron las convencionales pistolas de la caballería.
Wooshin se apresuró a explicar a Dientenegro que las supuestas concubinas eran esposas sólo de nombre, extrasacramentales, y que Ri las conservaba porque era lo que se esperaba de un hombre de rango en la sociedad de su isla nativa. Sin embargo, todos se acostaban juntos en ocasiones, según los miembros del personal. Aunque los cardenales de la Sociedad los miraban con horror, no podía decirse que hubiera un solo conclavista que no fuera mirado con horror por alguien. El cardenal Ri era muy rico, pero naturalmente no había traído consigo más pertenencias que las que seis soldados podían proteger con sus vidas durante el viaje, y necesitaba crédito para mantener a su familia y su contingente viviendo lleno de comodidades. La mayoría de los mercaderes de Valana le extendieron crédito, ya que Ponymarrón lo avaló oralmente (pero se negó a firmar las facturas).
Sorely Cardenal Nauwhat de Oregón, que también era un candidato, saludó cálidamente al prelado oriental, y Emmery Cardenal Buldyrk, la abadesa de N’Ork, inmediatamente se hizo amiga de las esposas extrasacramentales de Ri y les ofreció la hospitalidad de su suite alquilada. Ri lo permitió, algo reacio, después de que le contaran la actitud de la ciudad hacia sus mujeres de más. Estaba un poco enfermo, de todas formas (su médico personal hablaba de aliento de dragón de las montañas), y probablemente no sentía ninguna necesidad de mujeres. Había otros cardenales casados, por supuesto, pero la mayoría eran seglares o diáconos y casi todos dejaron a sus esposas en casa.
Extrañamente, el prelado más poderoso del continente, Urion Cardenal Benefez, arzobispo de Texark, llegaría tarde al cónclave, pues envió por cable la noticia de que deseaba celebrar la misa de Pascua en su propia catedral, con su propia gente y su Hannegan.
Ponymarrón y sus nuevos servidores llevaban una semana en Valana cuando Dientenegro decidió ir a confesarse. El cardenal, siempre caritativamente servicial con el monje en asuntos personales de esa índole, le consiguió una cita con un sacerdote que quería que Nimmy conociera.
El Reverendo Amén Pajaromoteado, O. D. D. (Ordo Dominae Desertarum), vivía solo en lo que antiguamente había sido una cueva en la falda de una colina. Pero alguien, con herramientas capaces de taladrar la roca, había tallado la caverna exterior, aplanado y ampliado el túnel, llenado el agujero tras la vivienda con escombros y argamasa, y añadido paredes de piedra que salían de la colina. El padre Pajaromoteado había reabierto parcialmente el agujero donde la cueva se estrechaba (explicó que así dejaba que los espíritus de la montaña entraran y atravesaran su cocina). Un techo abovedado, también de piedra, cubría las paredes que asomaban de la colina, de forma que la parte visible de la vivienda le recordaba a Dientenegro la parte frontal de un hogan nómada que hubiera sido semiengullido por una montaña. Dientenegro se enteró de que el rico propietario de una sastrería eclesiástica la había poseído hacía más de una década y la había utilizado como desván, hasta que el cardenal Ponymarrón la compró para el padre Pajaromoteado, cuando el obispo de Denver obligó al anciano sacerdote a jubilarse. Curiosamente, después de que el obispo Scullite se convirtiera en Linus VII, de reciente memoria, llamó al padre Pajaromoteado a sus habitaciones privadas en varias ocasiones. Si los rumores eran ciertos, Dientenegro podría estar a punto de confesarse con el confesor del difunto Papa. Otro rumor, que había sido atribuido a una doncella papal, decía que Linus VII, al borde de la muerte, había nombrado al anciano cardenal in pectore, pendiente del próximo consistorio, pero nadie podía apoyar la historia de la criada.
El monje permaneció a la sombra de los árboles, preparándose para cruzar el camino y llamar a la pesada puerta de pino. Un hilillo de humo surgía por la chimenea. A excepción de la luz del fuego que causaba el humo, dentro debía de estar bastante oscuro, pues sólo había dos ventanas pequeñas, situadas bien alto en la gruesa pared. Nimmy se encontraba con buen ánimo cuando salió de casa, dispuesto a hacer una buena confesión. Pero una vez allí, una especie de temor se apoderó de él.
Había dejado la Abadía Leibowitz sin absolución y apestando a culpa; aún más, en el viaje a Valana desde el desierto, había hecho cosas impronunciables, y ahora temblaba ante la perspectiva de confesarse a un desconocido, algo que nunca había hecho antes. El sacramento de la penitencia siempre le había sido administrado por un sacerdote de la Orden, y normalmente una vez a la semana. Sólo había un número determinado de maldades que un monje pudiera cometer en una semana, incluso un monje díscolo como Dientenegro San Jorge. Normalmente, era cuestión de murmurar sus autoacusaciones a su confesor de siempre, y oír que, como penitencia, le mandaba decir, digamos, unas pocas decenas de rosarios, o como mucho, hacer una disculpa pública a un hermano, o flagelarse tres o cinco veces con un trozo de cuerda no muy dolorosa, por sus pecados solitarios de impureza, malos pensamientos, y falta de caridad o valor. Esas penitencias siempre le hacían sentir limpio y preparado para recibir la santa eucaristía en la misa.
Pero en esta ocasión, había estado pecando abundantemente durante semanas, olvidando a menudo sus oraciones, rompiendo sus votos y desobedeciendo en secreto a su benefactor, el cardenal. Era al cardenal, de hecho, a quien había mencionado su temor de confesarse a un desconocido; cuando el cardenal sugirió a e’Laiden y e’Laiden declinó, fue él quien lo arregló todo para que se confesara en Valana con un reputado hombre santo, nada menos que el propio Amén Pajaromoteado, cuyo nombre había sido mencionado en una o dos ocasiones en un cónclave anterior como candidato para el papado. Dientenegro deseaba no haber mencionado su problema a Ponymarrón. Prefería confesarse anónimamente con un cura sin rostro tras una rejilla en la capilla del seminario que hacerlo en presencia de un hombre santo, y pensó en escaparse y hacerlo antes de que fuera la hora de esta entrevista concertada. Pero el padre Pajaromoteado le preguntaría cuánto tiempo hacía que no se confesaba, como era costumbre, y entonces se daría cuenta de que Dientenegro lo había esquivado. Aún más, imaginó, un cura del seminario podría sentirse tan horrorizado por lo que oyera que se negaría a absolverlo, y entonces tendría que contarle eso también a Pajaromoteado. Incluso fuera de la abadía, ser católico era un asunto muy complicado para un recluso ex nómada con poco conocimiento del mundo exterior.
De repente la puerta de pino se abrió de golpe y un anciano negro con una nube de pelo blanco y grandes cejas blancas salió y caminó directo hacia él. Su barba era también blanca, pero recortada, como si se afeitara una vez al mes o la mantuviera corta con unas tijeras. Llevaba una sotana gris, arrugada pero limpia, y sandalias que parecían hechas de paja. Era flaco, casi un esqueleto con músculos tensos sobre los huesos, y mejillas chupadas y un abdomen hueco que indicaba mucho ayuno. Caminaba con una visible cojera, usando un bastón corto, lo suficiente pesado para poder servir como palo de manera efectiva. Cuando salió por la puerta, miró directamente a Dientenegro, todavía en las sombras, y se fue recto hacia él, mostrando una pequeña sonrisa y recorriendo con sus luminosos ojos grisáceos la pequeña y tímida figura que tenía delante.
—El diácono Ponymarrón me ha hablado un poco de ti, hijo. ¿Puedo llamarte «Nimmy»? Has dejado el monasterio definitivamente, ¿no es así? ¿Por qué?
—Bueno, empezaba a sentirme como si llevara cepo y cadenas, padre. Pero al final me expulsaron.
Amén Pajaromoteado le cogió del brazo y lo condujo por el sendero hacia su ermita.
—¿Y ahora has perdido tu cepo y tus cadenas?
Entraron en una habitación cuyas paredes de piedra pelada recordaron al monje la Abadía Leibowitz. Había un hogar en un extremo y un altar privado en otro.
Dientenegro pensó en la pregunta del sacerdote.
—No, En todo caso, son más fuertes que antes, padre.
—¿Quién las tensó? ¿Quién te encadenó en primer lugar? ¿Fue el abad? ¿Fueron tus hermanos? ¿Fue la Santa Iglesia?
—¡Claro que no, padre! Sé que lo hice yo mismo.
—Ahh. —Se sentó tranquilamente—. ¿Y ahora quieres saber cómo liberarte?
—«Conoceréis la verdad y…». —Se encogió de hombros—. Hay que conocer la verdad para ser libre.
—Bien. ¿Y cuál es la verdad que ya conoces?
—La verdad se hizo carne y habitó entre nosotros. Debemos aferramos sólo a él.
—¿Aferramos a él? Nimmy, Jesús vino a ser sacrificado por nuestros pecados. Lo ofrecimos, lo inmolamos sobre el altar. Y sin embargo, ¿quieres aferrarte a él? —Se rió y sacó una estola—. ¿Estás preparado para confesarte ahora?
Dientenegro vaciló.
—¿Podríamos hablar un poco antes?
—Por supuesto, ¿pero de qué temas quieres hablar?
Buscó un tema. Cualquier cosa que retrasara el momento.
—Bueno, no comprendo lo que quiere decir sacrificio.
—Sacrificar a Jesús es renunciar a él, por supuesto.
El monje se le quedó mirando.
—¡Pero yo renuncié a todo por Jesús!
—Oh, ¿eso hiciste? ¿Excepto a Jesús, tal vez, pobre simplón?
—¡Si renuncio a Jesús, no tendré nada!
—Bueno, eso podría ser la pobreza perfecta, excepto por una cosa: esa nada… Tendrías que desembarazarte también de ella, Nimmy.
Dientenegro se asombró.
—¿Cómo es posible que un sacerdote de Cristo hable así?
Pajaromoteado se señaló la boca y movió burlonamente la mandíbula en silencio. Entonces, sin furia, dio una ligera bofetada al monje en la cara.
—¡Despierta! —dijo.
Dientenegro se sentó en un duro banco. Había estado recitando fórmulas, tratando de decir lo adecuado para el anciano, que ahora se estaba riendo.
—Eres un hombre rico —continuó Pajaromoteado—. Tus riquezas son tu cepo y tus cadenas.
—No tengo nada más que la túnica que me cubre. La g’tara que me fabriqué me fue robada —protestó el monje, algo irritado—. Ahora ni siquiera tengo un rosario. Me lo robaron también. Como la comida de otros y duermo en la casa de otra gente. Ni siquiera orino en mi propio orinal. Prometí ser pobre por Cristo. Si he roto ese voto, no sé cómo. He roto los otros.
—¿Estás orgulloso de ese voto intacto?
—¡Sí! ¡Quiero decir, no! Oh, ya veo, soy rico en orgullo, ¿es eso?
Amén Pajaromoteado se sentó frente a él. Se contemplaron mutuamente en la escasa luz. La mirada del anciano era como la de un niño, curiosa, abierta, agradable, expectante. Chasqueó los dedos, insospechadamente fuerte. Dientenegro no se sobresaltó, pero su mirada se volvió alerta y miró hacia la izquierda. Pajaromoteado continuó observándolo en silencio.
Todavía retrasando el momento, Dientenegro empezó a hablar con rapidez sobre la vida en la Abadía Leibowitz, no sobre sus pecados como pecados, sino como frustraciones, sus amores y amistades, su devoción al fundador de su Orden y a la Madre de Dios, su vocación y cómo la perdió, y su nostalgia por el mismo lugar del que con tanto esfuerzo había tratado de escapar. Haría pausas, esperando que el eremita que escuchaba su historia le ofreciera algún consejo, pero el anciano de la Orden de Nuestra Señora del Desierto sólo asentía, indicando su comprensión, de vez en cuando. Dientenegro se sintió avergonzado de su propia compasión y dejó de hablar. Un largo silencio se produjo entre ambos.
Después de un rato, Pajaromoteado empezó a hablar en voz baja.
—Nimmy, lo único duro que hay en seguir a Cristo es que tienes que renunciar a todos los valores, incluso al valor que colocas en seguir a Cristo. Y renunciar a ellos no significa venderlos, ni traicionarlos. Para ser verdaderamente pobre de espíritu, descarta tus amores y tus odios, el buen gusto y el malo, tus preferencias. Tu deseo de ser, o no ser, un monje de Cristo. Deshazte de ello. Si te importa adonde va, ni siquiera puedes ver el camino. Libre de valores, puedes verlo claro como el día. Pero si tienes aunque sea un pequeño deseo, el deseo de no tener pecados, o el deseo de cambiarte la ropa sucia, el camino desaparece. ¿Has pensado alguna vez que el cepo y las cadenas que llevas son tus propios preciosos valores, Nimmy? ¿Tu vocación o tu falta de ella? ¿Bien o mal? ¿Fealdad o belleza? ¿Dolor o placer? Son valores y cargas pesadas. Te hacen detenerte y considerar, y entonces es cuando pierdes el camino del Señor.
Dientenegro escuchó pacientemente, fascinado al principio, pero inquieto, incómodo. Sentía que el anciano estaba tratando de socavar todo lo que sabía y sentía sobre religión. ¿Era este tipo de charla por lo que el obispo había obligado a Amén Pajaromoteado a jubilarse?
—¡El Diablo! —susurró el monje.
Si Pajaromoteado lo había tomado como una acusación, la ignoró.
—¿El? Expúlsalo, arrójalo a la letrina con los excrementos, échale tierra encima.
—¡Jesús!
—¡A él también, sí, a la letrina con ese mamón, si te hace rico!
Dientenegro jadeó.
—¿Jesús? ¿A quien yo sigo? ¿Entonces por qué seguir? Lo que dices es blasfemia.
—Sabes, está muy bien coger la cruz de Cristo y cargarla, Nimmy, pero si piensas que consigues algo especial por ello, estás vendiendo la cruz, y eres un hombre rico. El camino no tiene motivos. Sólo síguelo.
—¿Sin quererlo?
—Sine cupidine.
—¿Entonces por qué?
—Tu deseo de un porqué es el cepo y las cadenas.
—No comprendo.
—Bien. Recuérdalo, Nimmy, pero no lo comprendas. Eso te pierde.
Dientenegro se sentía mareado. ¿Estaba loco el anciano?
Amén Pajaromoteado se rió suavemente.
—Ahora a por tu confesión, si todavía quieres que la oiga.
Después de la confesión, que quería olvidar tan rápidamente como fuera posible, Dientenegro se fue directo a casa, pero el aire estaba cargado de olor a vómito reciente. Alguien había fregado el suelo cerca de la cama de Jaesis, donde el estudiante yacía gimiendo. Había perdido mucho peso. Una vez, abrió los ojos y miró asustado al monje quien le preguntó si quería que viniera un médico.
—Estuvo aquí esta mañana —carraspeó Jaesis—. No sirve de nada.
Dientenegro trajo una toalla húmeda para ponérsela en la frente y luego regresó al Secretariado, donde pasó la tarde y parte de la noche traduciendo el correo del cardenal para y de las Llanuras. Estaba aprendiendo rápidamente sobre la política de los nómadas y sobre los importantes personajes que había entre las hordas. Se enteró de que Chür Hongan había regresado a los hogans y rebaños de su abuela Pequeño Oso, que el tío Pie Roto había sido atacado por una súbita enfermedad, que una facción anticristiana de entre los hombres del Espíritu Oso y las mujeres Weejus de la Horda Saltamontes, algunos de los cuales temían la candidatura de Hongan, se habían unido de pronto bajo el nombre de un tal Hultor Bram, un matador de hombres de renombrada valentía, y lo aclamaban como el sharf de guerra más adecuado para reunir a las Tres Hordas. Bram interesaba a Dientenegro simple y únicamente porque era Saltamontes, y podría incluso ser un pariente lejano. Sus partidarios traducían su nombre como Luz Amable, pero en lenguaje conejo Hultor Bram significaba Mala Quemadura. También supo que su amo no estaba completamente satisfecho con estos acontecimientos, pues Bram era de un salvajismo que hacía que el temperamento de Hongan pareciera suave en comparación, y el cardenal, aunque alarmado por la enfermedad del padre de Hongan, creía que la mayoría de las abuelas nunca propondrían para el alto cargo y compañero de la Fujae Go a un hombre impulsivo al estilo de Oso Loco, cuya temeridad había hecho perder el territorio Conejo del sur ante Hannegan II, y había costado mucho a los Saltamontes en términos de hombres y ganado. Los Perro Salvaje de las Altas Llanuras habían sufrido menos por aquella antigua conquista.
Ponymarrón siempre dejaba notas que ayudaban al monje a evitar meteduras de pata políticas en sus traducciones, cuando las palabras equivocadas podrían ofender a ciertos grupos, o comprometer sus planes, si su correspondencia caía en malas manos. El cardenal recibía mayor número de cartas y más largas de las que escribía, y Dientenegro se sorprendió al enterarse de que hubiera tantos aliados cultos en las Llanuras. Sabía, o le habían dicho, que el alfabetismo nómada llegaba a un cinco por ciento. Los escritores pertenecían principalmente, advirtió más tarde, a minorías cristianas dentro de las hordas, y en su mayoría, eran de familias poderosas. Ponymarrón estaba claramente tratando de mantener a estas tres minorías en íntimo contacto mutuo. Con la ayuda de ciertas mujeres Weejus, incluso había hecho de casamentero para forjar alianzas entre familias Perro Salvaje, Saltamontes y Conejo.
Dientenegro llegó a sospechar que el desgraciado matrimonio de Chür Hongan con una muchacha Saltamontes era resultado de esos esfuerzos. Había estado haciendo eso desde los días del papa Linus VI, con la bendición de los subsiguientes pontífices. Mientras examinaba estos archivos, Nimmy encontró por casualidad correspondencia que las mujeres Weejus escribían al cardenal personalmente. Durante años, sus amigos habían estado buscando entre los Perro Salvaje algún rastro de la familia de la madre de Ponymarrón, o de alguien que la recordara. La información de las Weejus era transmitida por e’Laiden Ombroz: «Con la ayuda de la familia de Osezno, he llegado al final de la búsqueda. Sólo puedo concluir, Eminencia, que no hay, ni nunca la hubo, una línea materna Perro Salvaje que usara el nombre de “Pony Marrón”. Si el pueblo de su madre está entre nosotros, ése no es su nombre. Las monjas que le contaron la historia debían de estar mal informadas. Quizás es un apellido Saltamontes o Conejo, o quizá sea un nombre falso. Lamento no haberle sido de ninguna ayuda».
Avergonzado, el monje devolvió el escrito a su sitio sin leer el resto y nunca se lo mencionó a Ponymarrón.
Dientenegro se sentía humildemente agradecido de que su amo confiara en él lo suficiente para permitirle enterarse de estos asuntos, aunque fuera por accidente, pero también sabía que unos cuantos mensajes de las Llanuras estaban en código; de ésos se encargaba Ponymarrón personalmente. Algo peligroso para el propio cardenal, o para la reputación del Secretariado, estaba en marcha, pero Dientenegro no encontró ninguna pista en la correspondencia no secreta sobre la naturaleza de la intriga. No se le permitía ver la correspondencia del cardenal con Oregón y la costa oeste, pero ésa, naturalmente, no estaba escrita en nómada. Una civilización técnica que rivalizaba con la de Texark se había estado desarrollando en el lejano oeste durante casi un siglo, aunque la distancia y las montañas la mantenían apartada y sin posibilidad de competir.
El monje observaba a su amo, dedicado a su correspondencia, preguntándose por qué al cardenal se le mencionaba tan raramente como candidato al papado, cuando Ponymarrón se giró de pronto para mirarlo.
—Nimmy, estoy cansado de ser el blanco del rabillo de tu ojo, de ser el objeto de todas tus preguntas no formuladas. ¿Qué es lo que quieres saber sobre mí?
—¡Nada, mi señor! Es una tontería…
—Es una tontería que le mientas a tu patrón. Hazme una pregunta, una pregunta impertinente, por favor.
Después de un rato de silencio, Dientenegro encontró su voz:
—¿Cómo es que no eres sacerdote, mi señor?
—Sí, ésa sería la primera pregunta. Explícate a quien fue monje, Elia Ponymarrón. Dile cómo estuviste casado y cómo el papa Linus iba a ordenarte sacerdote antes de nombrarte cardenal, pero tú te negaste, diciendo que Seruna podría estar aún viva, aunque sabías que estaba muerta. Fue secuestrada por forajidos nómadas como los de Arco Hueco. No conservan con vida mucho tiempo a las mujeres secuestradas. Bien, Dientenegro, ahí tienes las olas. ¿Quieres también el océano?
—Me avergüenzo de haberme atrevido a preguntar.
—No te rebajes. Fui llamado para ser abogado, no sacerdote, y eso es todo. Hay muchos sacerdotes que deberían haber sido abogados, e incluso unos cuantos abogados que tendrían que haber sido sacerdotes. Te digo que he sido llamado para practicar las leyes y zanjar disputas. No estoy tan seguro de dónde vienen las llamadas. Practicar la ley y negociar disputas, eso es lo que hago bien. No sería un buen sacerdote, regular o seglar. No tengo ni la piedad ni la caridad necesarias. Puedo servir mejor a la Iglesia como perro pastor, luchando por el rebaño, o ladrando a las ovejas para mantenerlas unidas. No hay ninguna posibilidad de que Seruna esté viva. La amé a mi modo, pero ella no era feliz. Y si aún estuviera viva, no volvería conmigo. Pero no puedo demostrar que esté muerta.
—¿No tuvisteis hijos?
—Tengo un hijo en el seminario de Santa Margarita en Nueva Roma.
—Y eres el cardenal diácono de… —Dientenegro se detuvo y se cubrió la boca con las manos.
Ponymarrón se echó a reír.
—Diácono de la iglesia de Santa Margarita en Nueva Roma, sí. ¿Nepotismo? El papa Linus hizo el nombramiento. ¿Sin preguntarme? Por supuesto que me preguntó. ¿Qué más quieres saber?
—Lamento haberte espiado.
—No lo hiciste. Mirarme con curiosidad a mis espaldas no es espiar. Eres un buen tipo, Nimmy. Sabes cuál es tu sitio y trabajas duro. Te aumento el salario un cincuenta por ciento.
—El cincuenta por ciento de… —Dientenegro se detuvo.
—… de nada es nada. Muy bien, puedes aumentar tus gastos en esa cantidad; yo le diré a Jaron que los pague. Ahora continúa con esas cartas para el este. Estoy tan ocupado tratando de seguir la pista de quién ha venido para el cónclave y adivinando sus votos, que no tengo tiempo para mis propios asuntos.
Cuando no estaba trabajando, el monje se sentía cerca de la desesperación. No era que el pecado cometido con Ædra fuera tan terrible, sino que se sentía fuera de control. Volvía a reconsagrar su vida a Dios cada día, pero si hubiera conservado a Dios en su corazón, nunca habría ido al pajar con ella. No le importaba que lo que habían hecho juntos no engendrara un bebé. Eso podía incluso no ser pecado, si no estuviera prometido a Dios, pero amarla a ella era amar menos a Dios, ¿no? No era el acto lo que despreciaba, sino el defecto en su carácter que lo permitía.
¿Fui al monasterio para hacerme moralmente perfecto?
No, en absoluto.
¿Qué, entonces?
El objetivo final del monje es la unión directa con la Deidad. Pero apuntar a ese objetivo es fallar por completo. Su tarea es deshacerse del ego de forma que la conciencia, una vez que su contenido mental discordante es expulsado a través de la meditación y la oración ritual, pueda experimentar la no esencia como un vacío viviente carente de forma, en donde Dios podría presentarse, si a El le placía hacerlo. Así había dicho Eckhart hacía dos mil años: «Dios da a luz a Su Hijo en el alma». Sólo en el autovacío podría suceder un día que Cristo despertara dentro del monje, como yo-a-yo. Pero, para Dientenegro, había alguien diferente despierto allí ahora, y la echaba mucho, mucho de menos.