Sin embargo, teniendo en cuenta las necesidades de los hermanos más débiles, creemos que medio jarro de vino al día es suficiente para cada uno.
Regla de san Benito, capítulo 40
Chür Hongan estaba todavía dormido cuando Dientenegro se despertó, alertado por el ruido de cascos de caballos que se detuvieron cerca del carruaje. Oyó voces que susurraban en dialecto saltamontes. Hablaban de las vacas de Shard que se hallaban en el corral junto al granero; de repente algo les hizo alzar el tono y hubo un alboroto de cascos, seguido por los gritos de Ædra. El monje alzó el borde del toldo y se asomó. Unos cuantos copos de nieve caían todavía a la débil luz de la mañana. Había tres jinetes, obviamente nómadas. Dos de ellos tenían a la muchacha alzada por los brazos, pataleando. Shard empezó a aullar sus protestas desde lejos y el jorobado llegó corriendo con su mosquetón. Dientenegro se volvió para despertar a Hongan, pero éste ya estaba de pie y en marcha, poniéndose su pelliza de lobo y el casco de cuero con pequeños cuernos y un adorno de metal. Normalmente, se ponía ese casco sólo cuando cabalgaba. Dientenegro metió la mano bajo la tapicería del asiento y encontró la pistola del Diácono Rojo. La muchacha la había pasado por alto.
Chür Hongan salió por la otra puerta y se dejó ver detrás del carruaje, gritando a los renegados en la lengua perro salvaje de las Llanuras Altas.
—¡En nombre del sharf Perro Salvaje y de su madre, soltadla! ¡Os lo ordeno, sin madres! ¡Desmontad!
Dientenegro alzó el arma del cardenal, pero su mano temblaba. El nómada que no agarraba a la muchacha alzó su mosquetón, miró con atención a Santa Locura; dejó caer el arma al suelo. Los otros dejaron a la chica en el suelo y la soltaron, y ella echó a correr. Los jinetes desmontaron lentamente y su supuesto líder se arrodilló ante Hongan.
Habló en el dialecto de Hongan.
—Oh, pariente de Pequeño Oso, Padre de la Doncella del Día, no pretendíamos hacerle ningún daño. Vimos esas vacas de ahí y pensamos que eran nuestras. Sólo estábamos bromeando con la chica.
—¿Bromeando a violarla un poco, tal vez? Disculpaos y marchaos de aquí inmediatamente. Sabéis que esas vacas mansas no son vuestras. No tenéis madre. Cabalgáis caballos sin marcar. Os oí hablar en saltamontes, así que no sois de por aquí cerca. No molestéis nunca a esta gente; son hijos del Papa, con quien las hordas libres tienen tratados.
Los visitantes se disculparon inmediatamente y se marcharon. El incidente no había durado más de cinco minutos, pero Dientenegro estaba sorprendido. Bajó del carruaje. Chür Osle Hongan estaba apoyado contra el carruaje y miraba ausentemente a los jinetes que cabalgaban hacia el sendero principal levantando un surtidor de nieve.
—¡Son forajidos saltamontes, pero te conocían! ¿Quién eres? —le preguntó Dientenegro, asombrado.
El nómada le sonrió.
—Ya conoces mi nombre. —¿Cómo te llamaron?
—¿«Padre de la Doncella del Día»? ¿Nunca has oído eso antes?
—Claro que sí. Es como uno llama a su sharf.
—O incluso a su tío, en algunas ocasiones.
—¿Pero esos sin madre te reconocieron? Anoche soñé con un rey de los nómadas.
Hongan se echó a reír.
—No soy ningún rey, Nimmy. Todavía no. No es a mí a quien reconocieron. Sólo a esto.
Tocó el adorno de metal de su casco.
—El clan de mi madre. —Sonrió a Dientenegro—. Nimmy, mi nombre es Santa Locura, de la línea materna del Pequeño Oso. Pronúncialo en dialecto conejo.
—Cheer Honnyugan. Pero en saltamontes significa Loco Mágico.
—Sólo el segundo nombre. ¿A qué se parece?
—¿Honnyugan? ¿Hannegan?
—Así es. Somos primos —dijo burlón el nómada—. No se lo digas a nadie y no vuelvas a pronunciarlo nunca en conejo.
El cardenal Ponymarrón se acercaba desde la casa de Shard, y Chür Hongan fue a recibirlo para informarle del incidente. Dientenegro se preguntó si el nómada se estaba burlando de él. Había oído hablar del origen nómada de la dinastía, pero ya que Boedullus no hacía ninguna mención del tema, ese origen debía de hallarse en siglos recientes. Al menos ahora sabía que Hongan pertenecía a una poderosa línea materna. Su propia familia, desplazada a las granjas, no tenía ninguna insignia, y nunca había estudiado la heráldica de las Llanuras. Algo que también picaba su curiosidad con respecto al nómada era su obvia íntima amistad con el padre e’Laiden, quien le llamaba Osezno. El cura se sentaba a menudo junto al nómada cuando éste conducía, y sus charlas eran claramente personales y privadas. Habían llegado a conocerse bastante bien en las Llanuras. Por fragmentos oídos aquí y allá, Dientenegro dedujo que e’Laiden había sido el maestro del nómada, pero ya no se atrevía a representar ese papel sin que se lo pidiera, no fuera que su alumno, ya crecido y algo perverso, se le riera en la cara.
Dientenegro fue al granero, que estaba medio enterrado en la falda de una colina, en busca de su rosario y su g’tara. Ædra no estaba a la vista pero pudo oír el sonido apagado de las cuerdas al ser tañidas. El suelo del granero era de piedra pulida, y un hilillo de agua lo cruzaba en un canalito que iba desde debajo de una puerta cerrada situada al fondo hasta el corral en la parte exterior. Sobre la puerta había un pajar. La abrió y se encontró en un almacén, donde varias tinas casi vacías aún contenían algunos nabos ajados, una calabaza y unas cuantas patatas: los restos de la cosecha del último año. También había jarras de frutas en conserva (¿dónde podían haberse producido?) en los estantes, además de tres barriles, algunos utensilios de granja y una pila de paja para colocar las verduras. No había nadie. Se dio la vuelta para marcharse, pero Ædra saltó del pajar y se le encaró cuando intentó salir. Nimmy la miró y retrocedió. A pesar del clima, ella no llevaba más que una corta falda de cuero, una brillante sonrisa y su rosario como collar.
El retrocedió.
—¿Do-dónde está la g’tara?
—En el altillo. Se está más cómodo allí. Puedes tumbarte en la paja. Ven.
—El aire es más cálido aquí que fuera.
—Muy bien.
Ella entró en el almacén y cerró la puerta, dejándolos sumidos en una oscuridad total.
—¿No tienes una lámpara o una vela?
Ella se echó a reír; Dientenegro sintió sus manos por su cuerpo.
—¿No puedes ver en la oscuridad? Yo sí.
—No. Por favor. ¿Cómo puedes?
Ella retiró las manos.
—¿Cómo puedo qué?
—Ver en la oscuridad.
—Soy una geni, ya sabes. Algunos de nosotros podemos hacerlo. Pero no es realmente ver. Sólo sé dónde estoy. Pero puedo ver el halo a tu alrededor. Eres uno de nosotros.
—¿De quiénes?
—Eres un geni con halo.
—Yo no…
Se interrumpió al oír el roce de su falda en la oscuridad, y luego el rascar de pedernal sobre acero y una chispa. Tras varias chispas, consiguió prender un trocito de madera y lo usó para encender una vela de sebo. Nimmy se relajó un poco. Ella cogió dos copas de barro de un estante y abrió la espita de uno de los barriles.
—Bebamos un vaso de vino de bayas.
—La verdad es que no tengo sed.
—No es para la sed, tonto. Es para emborracharnos.
—No puedo hacer eso.
Ella le tendió la copa y se sentó en la paja.
—Mi g’tara…
—Vale, está bien. Espera aquí. La traeré.
Dientenegro engulló nervioso el vino mientras ella salía. Era fuerte, dulce, sabía a resina; lo relajó de inmediato. Ella regresó con la g’tara, pero la apartó cuando él estiró la mano para cogerla.
—Tendrás que tocarla para mí.
El suspiró.
—Muy bien. Sólo una vez. ¿Qué toco?
—Sírveme otra antes de que lo hagamos, hermano.
Nimmy sirvió otra copa de vino y se la tendió.
—Es el nombre de la canción, tonto.
—No la sé.
—Bueno, toca cualquier cosa. Ella se tumbó sobre la paja. La falda se le subió. A la luz de la vela él pudo ver debajo. No llevaba nada. Pero había algo extraño. Dientenegro no había visto esa parte de una chica desde que era niño, pero no era como lo recordaba. Miró a la muchacha, a la g’tara, a la copa de vino en su mano y a la vela. Bebió el vino y sirvió otra copa. —Toca una canción de amor. Volvió a beber, dejó la copa y empezó a tañer las cuerdas. No sabía ninguna canción de amor, así que empezó a cantar las primeras líneas de la cuarta égloga de Virgilio con música que él mismo había compuesto. Cuando llegó a las palabras jam redit et Virgo, ella sopló y apagó la vela desde dos metros de distancia. Dientenegro se detuvo, asustado.
—Sirve otra copa de vino y ven aquí. Nimmy oyó el líquido caer en la copa, entonces advirtió que era él quien lo estaba escanciando.
—Bebe —dijo ella.
—¿Cómo salgo de aquí?
—Bueno, tendrás que encontrar la cerradura. No es muy grande.
El tanteó en la zona de la puerta.
—Es por aquí.
Sintió que le tiraba de la manga, tragó el vino antes de que se le cayera y se tendió junto a ella en la oscuridad.
—¿Dónde está la llave?
—Aquí mismo. —Ella agarró lo que había agarrado la primera vez que se vieron. A él no le apeteció resistir. Se abrazaron, pero después de un rato de forcejeo, él exclamó:
—¡No entra!
—Lo sé. El cirujano me arregló para que no entrara, pero es divertido de todas formas, ¿no?
—No mucho.
Ella sollozó.
—¡No te gusto!
—Sí que me gustas, pero no entra.
—Muy bien —sorbió ella, deslizándose en la paja—. Ven aquí.
Dientenegro no se había sentido tan sorprendido desde los avances de Torrildo en el sótano. Embriagado, temía que en cualquier momento el cardenal Ponymarrón apareciera escoba en mano y gritara: «¡Ajá! ¡Os pillé!». Pero no sucedió nada de eso.
Cuando salió del granero con la virginidad disminuida, una sonriente Ædra (semper virgo) se quedó sentada dándole vueltas a su rosario, observándole desde el pajar hasta que se metió en el carruaje y corrió el toldo tras él. El término «contra natura» se insinuó en su achispada conciencia. Nunca había estado tan borracho.
—¡Maldita sea esa bruja! —susurró al despertarse, pero se arrepintió de las palabras inmediatamente. «¡Yo soy mi propia bruja!» —las sustituyó rápidamente—. «Ayúdame, san Isaac Edward Leibowitz. Patrón mío, anhelaba entrar en ese granero… reza por mí. Me alegré de que ella me robara mis cosas. Me dio la excusa que necesitaba para perseguirla en fingida furia. Las cosas que robó… podría habérselas regalado. Ahora lo sé. ¿Por qué no pude saberlo entonces? Me pregunto si sabía también lo que hacía con Torrildo. Yo, o el demonio en mi interior. Oh, san Leibowitz, intercede por mí».
Dientenegro se había enamorado furiosamente. Su sexualidad siempre había sido un misterio para él. Se había preguntado por su antiguo afecto hacia Torrildo, y por otros que una vez fueron sus amigos en la abadía. Sus sueños eróticos solían tener más que ver con enormes nalgas que con enormes pechos, pero ahora se sentía súbitamente como loco por una muchacha, y en su mente no había ninguna duda de que era el amor más potente que jamás había sentido, excepto su amor por el corazón de la Virgen, una comparación blasfema, pero cierta. ¿O era eso lujuria también?
A pesar de su aventura en el granero, durante los días que siguieron, Ædra respondía a su mirada enamorada con una sonrisita de satisfacción y un movimiento de cabeza. Él sabía lo que quería decir. Ella, como portadora de la maldición, tenía prohibido fornicar con la gente de fuera del Valle. El castigo era la mutilación o la muerte. Había corrido un riesgo tremendo al seducirlo. Pero lo que habían hecho en el granero fue sólo un juego apasionado, que no iba contra las leyes básicas. Pero sí contra sus maltrechos votos, sin duda. Ella lo sabía. Al final, se había burlado de él por lo fácil que le había resultado romper sus votos. Dientenegro sabía que aún estaba atado a ellos; descarriarse una vez no era excusa para descarriarse otra. Pero sin ser operada de nuevo, Ædra era físicamente incapaz de realizar un coito normal. Su padre se había encargado de ello cuando era una niña, probablemente temiendo que alguien como Cortus o Bario la violara. Oh, Santa Madre, ten piedad de nosotros.
Nadie los había visto en el granero, pero la tensión sexual que se producía cuando la muchacha y el monje estaban juntos no le pasó desapercibida al cardenal. El Diácono Rojo lo abordó a solas cuando Dientenegro estaba preparando, en la parte trasera del carruaje, los bultos para la partida.
—Es hora de que hablemos, Nimmy. Discúlpame, Dientenegro. He oído a Hongan llamarte Ninuny y parece irte bien. ¿Cómo quieres que te llame?
Dientenegro se encogió de hombros.
—Dejo atrás mi antigua vida. Bien podría dejar también mi nombre. No me importa.
—Muy bien, hermano Nimmy. Pero no dejes atrás tu promesa de obediencia. Te recuerdo que. Ædra es una geni. Ten mucho cuidado con eso. Te digo que el de Shard no fue el primer éxodo desde el Valle. Ha estado sucediendo durante años. Este lugar es más de lo que parece y Ædra es más de lo que parece.
—Había empezado a sospecharlo, mi señor.
—No volverás a verla intencionadamente. Si la ves alguna vez en Valana, evítala —le ordenó a Dientenegro—. Esto no tiene nada que ver con tu voto de castidad, pero que eso te ayude a recordarlo. Están escondiendo una gran colonia de genis allá, en las colinas más altas, pero que no sepan que lo sabes. Están tan asustados que pueden ser peligrosos.
—Sí.
—Y hay algo más, Nimmy. Chür Osle Hongan es un hombre importante entre su pueblo, como descubriste gracias a esos forajidos, pero se supone que no lo sabes y tampoco se sabe en Valana. Ahora he de pedir tu silencio. Es necesario guardar el secreto. Es un enviado de las Llanuras, pero no debes decírselo a nadie. Es sólo un conductor que he contratado.
—Comprendo, mi señor.
—El padre e’Laiden es otro asunto. No hace falta leerte la mente para ver la curiosidad que te inspira. Tampoco debes decir nada al respecto. Se dejó la barba para este viaje, para evitar ser reconocido. Lo recogí a sesenta kilómetros al sur de Valana, y lo dejaré en el mismo lugar cosa que te hará sentir aún más curiosidad. Ni siquiera mi amigo Dom Jarad sabe quién es. He dicho a los viajeros que es sólo un pasajero a quien llevo. Sabes que se lo presenté a Dom Jarad como mi secretario temporal. Ya no lo es. No le mencionarás su existencia a nadie. Si lo encuentras más tarde en Valana, sin la barba, no te permitas reconocerlo. Su nombre no es e’Laiden, de todas formas Sobre esos dos hombres, guardarás absoluto silencio.
—Tengo mucha práctica guardando silencio, mi señor.
—Sí, bien, he corrido un gran riesgo contigo, Dientenegro. Nimmy. Por ahora, tu trabajo es sólo mantener la boca cerrada. Puede que encuentre otros usos para ti en Valana.
—Eso me complacería, mi señor. Me he sentido inútil durante años.
Ponymarrón se volvió a mirarlo con atención.
—Me sorprende oírlo. Tu abad me dijo que eres bastante religioso y que parecías llamado a la contemplación. ¿Crees que eso es inútil?
—En absoluto, pero ahora me toca a mí sorprenderme de que el abad dijera algo así. Estaba muy enfadado conmigo.
—Bueno, claro que estaba enfadado, en parte consigo mismo. Nimmy, lamenta haberte obligado a hacer esa tonta traducción de Duren. Pensaba que sería útil.
—Yo le dije lo contrario.
—Lo sé. Pensó que estabas evitando trabajar duro. Ahora se echa la culpa de tu rebelión. Es un buen hombre y lamenta de veras que la Orden te perdiera. Sé lo humillante que fue para ti al final, pero perdónale si puedes.
—Lo perdono, pero él no me perdonó a mí. Ni siquiera me permitieron confesarme.
—¿No te lo permitió quién, Dom Jarad?
—El prior dijo que se lo preguntaría al abad. Supongo que lo hizo.
—Nadie te absolvió, ¿eh? Bien, el padre e’Laiden puede confesarte, si no puedes esperar a llegar a Valana. Imagino que ahora te hace falta.
Dientenegro se sonrojó, preguntándose si la observación implicaba una referencia a Ædra. ¡Por supuesto que sí!
Más tarde, se acercó al viejo cura de barba blanca, pero el clérigo sacudió la cabeza.
—Su Eminencia olvidó algo. Ni siquiera puedo decir misa. Me has visto hacerlo, pero no doy la eucaristía, y no oigo confesiones. Decir una misa privada es mi pecado, si lo es, ya que no implica a otro.
Una expresión salvaje y apesadumbrada apareció en el rostro del anciano, como si estuviera debatiéndose consigo mismo. Dientenegro había visto esa expresión antes y se estremeció. El padre e’Laiden estaba un poco loco.
Extraños compañeros de viaje, pensó. Un cura bajo interdicto, un marino-verdugo-guerrero, un nómada salvaje pero aristócrata, un monje caído en desgracia y un cardenal que tan sólo era diácono. Ponymarrón, Dientenegro y Hongan eran todos de extracción nómada, y e’Laiden había vivido obviamente entre nómadas. Santa Locura, cuya familia materna se llamaba Pequeño Oso, y e’Laiden parecían viejos amigos; a menudo hablaban de familias nómadas que los dos conocían. Sólo el verdugo no estaba relacionado con la gente de las Llanuras. Dientenegro estaba más confundido que nunca sobre las intenciones del Diácono Rojo. Se había enterado de que el cardenal era el jefe del Secretariado de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, una oficina oscura y menor de la curia, que había oído llamar a alguien «la oficina de las intrigas triviales».
Después de dos días de poca nieve los cielos se aclararon. El sol brillaba y la brisa soplaba desde el sur. Tres días más tarde, el deshielo estaba en marcha. Chür Hongan estuvo fuera durante medio día, luego regresó con la opinión de que la carretera no era infranqueable, aunque tal vez tuvieran que apartar la nieve en unos cuantos sitíos. Ponymarrón le pagó a Shard una buena suma en monedas del fondo papal y los viajeros se marcharon de la aldea. Sólo los niños, Shard y Tempus salieron a despedirlos. Los ojos del monje buscaron en vano a Ædra. Estaba seguro de que ella estaba furiosa por sus mezclados sentimientos y porque la evitaba. Quería que ella supiera que sólo se echaba la culpa a sí mismo, pero no fue posible. Ella se había ido para siempre.
Todavía estaban más cerca de la Abadía Leibowitz que de Valana cuando dejaron Arco Hueco, pero el avance fue más rápido a medida que la carretera fue mejorando. Varios días después, cuando se aproximaban a los pasos altos, todos tenían dificultad para respirar. Algo le había sucedido a la atmósfera de la Tierra desde la catastrófica desaparición de la Magna Civitas. Las ruinas de los antiguos edificios situados en las montañas que estaban por encima de la actual línea de árboles, sólo se podían contemplar desde abajo, no era posible escalar hasta ellos. Antiguamente el aire había sido más respirable. Y naturalmente la propia Tierra había cambiado, herida por las guerras que hacía mucho tiempo habían provocado el fin de un mundo. Un nuevo mundo se alzaba, pero no podía crecer tan rápido como el viejo. Ricas bolsas de reclusos habían sido saqueadas y dispersadas. Las antiguas ciudades se explotaban como minas en busca de hierro. El petróleo iba a ser siempre escaso. El Hannegan había tenido que saquear a su propio pueblo en busca de cobre. Las criaturas vivientes se habían extinguido o habían cambiado. Se sabía que los lobos del desierto y los de las llanuras procedían de razas distintas. Lo sabían incluso aquellos nómadas que llevaban «pieles de lobo» pero llamaban a su nación «la Horda Perro Salvaje». Había menos bosques y más hierba que antes, pero ni siquiera en los archivos de la Abadía Leibowitz se podía aprender mucho sobre la biología anterior al Diluvio de Fuego y la gran glaciación que siguió. La maldición pronunciada por Dios en el Génesis se había renovado; la Tierra y el Hombre habían caído doblemente.
La vigésima noche de su viaje, Santa Locura vio a Nunshan, la Bruja Nocturna. Habían acampado temprano, y Hongan se adelantó a caballo para comprobar el estado de los pasos. Volvió demacrado y babeando después de la puesta de sol.
—¡Alcé la mirada, y allí estaba, en un risco recortada contra las primeras estrellas! ¡Fea! Nunca he visto una mujer tan grande y tan fea. Había una especie de luz negra a su alrededor y pude ver estrellas a través. El sol estaba detrás de una montaña, pero el cielo estaba iluminado todavía. Entonces me gritó… un gran sollozo, salvaje como el de un puma.
—Tal vez fuera un puma —dijo Ponymarrón—. Este aire tan poco denso te puede marear.
—¿Un puma? ¡No, no, un caballo! ¡Estaba allí; entonces se convirtió en un caballo negro y se marchó al galope, al mismo cielo, según pareció!
Ponymarrón guardó silencio, ocupándose de un plato de judías. Dientenegro estudió la expresión de Chür Hongan y le pareció nerviosa pero sincera. Había descubierto que el nómada era cristiano, aunque sólo fuera de nombre, pero los mitos nómadas no desaparecían con el bautismo.
Fue el padre e’Laiden quien habló por fin.
—Si viste a la Bruja Nocturna, ¿quién se está muriendo?
—El Papa se está muriendo —respondió el Diácono Rojo.
—¿Se aparece la Nunsban para los papas, mi señor? —preguntó Dientenegro, casi divertido.
—Mi padre podría estar muñéndose —dijo el nómada en voz baja.
—Dios no lo quiera —repuso el cardenal—. El tío abuelo Pie Roto debe ser elegido Señor de las Tres Hordas y convertirse en sucesor del sharf de guerra Hongan Ós. —Miró rápidamente a Dientenegro—. Esto es otra cosa que debes olvidar haber oído, Nimmy. —Obedeceré, mi señor.
Para Dientenegro, las cosas empezaban a encajar. No había habido ningún Señor de las Tres Hordas desde que el sharf de guerra Hongan Ós Había dirigido a su pueblo a la derrota contra Hannegan el Conquistador, siete décadas antes, y había sido sacrificado por sus propios chamanes. La Horda Conejo había sido masacrada por completo, así como unas cuantas tribus de la Horda Saltamontes, incluyendo la de Dientenegro, y los descendientes de éstas o bien vivían dentro del Imperio como pequeños rancheros, o en las granjas del Estado Libre de Denver. Sin la participación de los electores de la Horda Conejo, el puesto militar y religioso de rey no podía ocuparse. Los Hannegans habían impedido que esto sucediera. Dientenegro pensó en su loco sueño en el que él era Pilatos crucificando a posibles reyes de los nómadas. Creía en el significado de los sueños; era su herencia nómada.
Pero en estos tiempos había conatos de rebelión entre los pueblos conquistados, para quienes los nómadas habían mostrado sólo desdén durante los años de infancia de Dientenegro. Chür Osle Hongan, por tanto, era pariente de Hongan Os, y su línea materna estaba cualificada para el alto cargo de rey. Ponymarrón estaba relacionado (¿implicado?) con la política nómada, que era lo mismo que la religión nómada, pues sólo los chamanes podían ser candidatos. Se le ocurrió que el cardenal, el viejo sacerdote y el nómada con conexiones con la familia real de la Horda Perro Salvaje, podrían haberse detenido a consultar con chamanes Conejo antes de visitar la Abadía Leibowitz. Varias conversaciones, oídas a medias durante el viaje, daban peso a esa idea.
Le habían ordenado guardar silencio y tenía intención de obedecer. Pero considerar todo el asunto como no de su incumbencia sería dar la espalda a sus difuntos padres y a su herencia. Agradecía la amabilidad que le había mostrado Chür Hongan. Algún día, tal vez le fuera posible enorgullecerse de su herencia, si el orgullo no fuera uno de los pecados mortales contra los que le advertía su fe. Si las dos hordas del norte, la Perro Salvaje y las tribus no conquistadas de los Saltamontes, dejaban de despreciar a las tribus sometidas de los Conejo y los Saltamontes, él podría ir por el mundo con la cabeza alta. Pero sabía que la Horda Conejo y su propio pueblo exiliado primero debían hacer valer sus derechos para que eso sucediera. Sabía que se alegraría de ayudar en lo posible.
Dientenegro la vio a la mañana siguiente. Era una muchacha joven, muy parecida a Ædra, pero de belleza superior. Se encontraba bajo un saliente, lavándose desnuda y bailando bajo una pequeña cascada de nieve recién derretida. A distancia de un tiro de piedra, miró una vez a Dientenegro, quien se detuvo y permaneció inmóvil, los pelos de punta.
Luego sus ojos lo abandonaron para seguir a Santa Locura, que cabalgaba en el semental del cardenal sin haberla visto. Lo siguió con la mirada hasta que un gran montón de nieve blanda le cayó desde el saliente e hizo que escapara hasta perderse de vista. Segundos más tarde, una delicada yegua blanca salió cabalgando de debajo del saliente y desapareció en un bosquecillo de abetos cubiertos de nieve. Dientenegro sacudió la cabeza. La altura realmente mareaba.
Más tarde, cuando el nómada se detuvo y esperó a que todos lo alcanzaran, Dientenegro se le acercó y dijo:
—La he visto esta mañana. Como Fujae Go, la Doncella del Día.
—¿Era joven? —preguntó Chür Hongan.
—Muy joven, y hermosa.
—Fuera quien fuese él ayer, hoy está muerto —afirmó el guerrero—. Quiere un nuevo marido.
—Te estaba mirando a ti. O al caballo del cardenal.
Hongan frunció el ceño, sacudió la cabeza y se echó a reír.
—Al caballo. Dicen que copula con sementales, cuando no hay ningún Señor de las Hordas. Es el aire, Nimmy. Nos afecta a los dos.
Dientenegro continuó caminando mientras el carruaje alcanzaba al nómada. Hubo un intercambio de monturas, y el mismo caballo lo alcanzó con un jinete diferente.
—¿Por qué no te sientas junto al Hacha? —preguntó el cardenal, refiriéndose, por primera vez, a Wooshin por ese nombre.
—Porque tengo un grano en el culo, Eminencia, pero también porque necesito caminar. —Dientenegro había fumado algunas de las fuertes hierbas medicinales que el nómada había traído de Nebraska, y se sentía más locuaz y con menos control de lo que le gustaba. Además, había perdido el miedo a Ponymarrón y empezaba a apreciarlo.
—¿Qué es eso que he oído de ti y la Mujer Caballo Salvaje, Nimmy? ¿Cambias de religión a menudo?
—Espero, mi señor, que mi religión de hoy supere siempre un poco a mi religión de ayer y una visión de una doncella en una cascada helada hace que me pregunte por mi religión de hoy, aunque mañana tal vez cuestione la realidad de la visión. ¿Pero he dicho yo que fuera la Hongin Fujae Vurn?
Ponymarrón se echó a reír.
—¿Piensas, entonces, que realidad y religión pueden o no tener nada que ver la una con la otra, a esta altitud?
—A esta altitud, sí y no, mi señor.
—Mantenme informado si vuelve a aparecer —le ordenó Ponymarrón animosamente y se adelantó al trote.
Era una época de visiones. Dientenegro había oído hablar de milagros en las montañas, magia en las llanuras y carros en el cielo. La Virgen se aparecía simultáneamente a pequeños grupos escogidos en tres emplazamientos distintos del continente. Aún más, lo que su aparición decía en el oeste, su voz en el este ponía en serias dudas. Era casi como si estuviera discutiendo consigo misma. Esto, tal vez, era la mejor prueba de su divinidad, pues en la divinidad los opuestos se reconcilian siempre. Nunshan y Fujae Go, la Bruja Nocturna y la Doncella del Día, dos aspectos de la Hongin Fujae Vurn. Había un tercer aspecto: en momentos adecuados, se convertía en el Buitre de la Guerra, presidiendo sobre el campo de batalla, el campo de comida.
Era sólo el aire, se dijo Dientenegro. ¿Pero porqué no una Mujer Caballo Salvaje? La había visto a caballo cuando era niño. La había visto esta mañana bajo la cascada; era la misma joven. Las mujeres de las hordas poseían las yeguas de cría y se las dejaban a sus hijas. Las mujeres nómadas eran maravillosas criadoras de caballos. Y ningún guerrero montaba una yegua en la batalla. Montar una yegua era una señal de poca disposición para la lucha. Así que el semental del cardenal Ponymarrón era a la vez una montura y una afirmación. Los caballos salvajes estaban prohibidos, excepto para su prometido, porque eran de la mujer. Era una proyección natural de la cultura nómada al mundo consensual nómada, pero admitir esto no era decir que fuera completamente irreal. Los cristianos hacían proyecciones similares: ¡tantas apariciones de la Virgen! Y la Mujer Caballo Salvaje arbitraba el poder en las Llanuras. Al elegir un marido, elegía un rey. Le divirtió imaginarla eligiendo un Papa.
La marcha de Dientenegro de la abadía no era lo que le había dado la facultad para pensar por sí mismo; siempre había tenido esa capacidad. Pero ya no se sentía culpable. Su propia práctica religiosa sufría necesariamente a causa del viaje y a causa de sus pecados, pero trataba, con la mayor la frecuencia posible, de pasar una hora recitando en silencio la Lista de la Compra de san Leibowitz mientras cabalgaba o permanecía despierto por la noche: Kraut enlatada, seis bolsas, traerlas a casa para Emma. Amén. Dulce y corta, impedía que la mente pensara en Ædra. Prefería la Lista al Memorabilium de las Leyes de Maxwell que tanto había confundido a Torrildo y que quizá contribuyó a su mal comportamiento.
Pero su furia consigo mismo por Ædra y por sus sentimientos seguía fluyendo. Cuando acamparon esa tarde, el Hacha, como siempre, preguntó:
—¿Estás preparado para morir ahora?
Dientenegro, sin negarlo, le dio inmediatamente una patada en la entrepierna. El verdugo la esquivó, pero el golpe le alcanzó en la cadera. Se rió con deleite.
—Eres muy malo esta noche —dijo, y permitió que Dientenegro le atacara tres veces más antes de lanzarlo de cara a la nieve. Era la primera vez que el estudiante llegaba a tocar al maestro y Wooshin lo abrazó, después de ayudarlo a ponerse en pie.
—Esta vez estás preparado para morir, ¿sí?
Eso pasó la segunda noche. Ganaban velocidad a medida que se dirigían al norte y empezaban a descender. La cuarta noche, un mensajero al trote con una linterna y un guardaespaldas trajeron la noticia a Elia Cardenal Ponymarrón: el Papa había muerto. El soldado y el mensajero se quedaron a descansar con ellos; luego continuaron hacia el sur para convocar al abad Jarad y otros cardenales del otro lado del Río Bravo. Muchos otros mensajeros recorrerían todos los caminos de Valana con la misma convocatoria para todos los obispos cardenales, sacerdotes cardenales, diáconos cardenales, abades y abadesas cardenales, sobrinos cardenales y sus allegados de todo el continente, mientras la ciudad de Valana se preparaba para otro cónclave.
Esa noche, el cardenal se reunió a consultar con el nómada y el sacerdote, mientras Dientenegro y el Hacha luchaban más apartados de la hoguera. Por la mañana, se permitieron hacer uso de los baños públicos de Pobla, la única verdadera ciudad que habían visitado. El padre e’Laiden se afeitó la barba y ya no los acompañó, aunque Dientenegro lo vio más tarde en compañía de un hombre rubio, con ropas y armas nómadas, pero con modales que no eran de las Llanuras. Al salir de Pobla, Santa Locura cabalgó hacia el este, hacia las Llanuras. Media hora después, el capellán e’Laiden lo siguió, acompañado por el rubio guerrero.
Ponymarrón contrató a un conductor local y continuó hacia Valana con sus nuevos criados: un verdugo regular y un monje irregular.
Dientenegro llevaba mucho tiempo haciéndose una pregunta sin respuesta. La culpabilidad de su encuentro con Ædra le había hecho vacilar, pero ahora la formuló:
—Mi señor, allá en Arco Hueco, cuando estaban a punto de robarnos, ¿esperabas que la muchacha te reconociera?
Ponymarrón frunció el ceño durante un instante y luego contestó tranquilamente:
—Oh, mi oficina ha tenido algunos tratos con un grupo de genis armados de esa zona. Pensé que eran miembros del grupo. Al parecer, me equivocaba.
Dientenegro no sació su curiosidad. Wooshin y Hongan habían explorado un poco la zona, pero contaron sólo al cardenal lo que habían descubierto. Decidió preguntar al hermano Hacha.
A primeras horas de la tarde, recorrían un camino enfangado lleno de perros y niños, que atravesaba una aldea de ladrillo y piedra, con techos de madera y chimeneas que eructaban humo. Se oía el sonido de la forja del herrero y las voces de las mujeres discutiendo con los vendedores sobre el precio de las patatas y la carne de cabra. Estas aldeas eran ahora barrios de Valana, y rodeaban la ciudad. Habían crecido durante el cisma y el exilio, y habían traído nuevo comercio e industria al pie de las montañas cuyos picos había visto Dientenegro en la distancia, en su juventud. Pero ya estaban demasiado cerca para ver los picos y sólo se sentía la enorme presencia del macizo al oeste. Todo era nuevo y sucio, y asombroso para el monje pues, aunque había pasado los primeros quince años de su vida a un día a caballo de este sitio, nunca había estado dentro de una ciudad. La ciudad empezó a alzarse a su alrededor mientras el carruaje del cardenal se internaba en zonas cada vez más densamente pobladas, donde la mayoría de los edificios tenían, como la abadía, dos y hasta tres plantas. Todo estaba dominado por la colina central fortificada que se alzaba sobre ellos, la colina cuyas murallas rodeaban la Santa Sede, en cuyo interior se alzaban las torres de la catedral de San Juan en el Exilio, donde el vicario de Cristo en la Tierra ofrecía misa al Padre. Dientenegro estaba tan aturdido que apenas oyó al cardenal cuando se volvió para hablarle.
—¿Perdón, mi señor?
—¿Sabías que la plaza delante de San Juan está pavimentada con adoquines traídos a través de las Llanuras desde Nueva Roma?
—Me habían dicho, mi señor, que la zona alrededor de la catedral es territorio de Nueva Roma. ¿Pero todas las piedras?
—Bueno, no todas, pero San Juan en el Exilio se alza sobre suelo de Nueva Roma. Importado. Por eso los nativos de aquí opinan que no hay necesidad de volver. De hecho, recuerdan a todo el mundo que Nueva Roma se construyó sobre suelo importado.
—¿Del otro lado del mar?
—Eso dice la historia.
—El Venerable Boedullus no pensaba así.
—Sí, lo sé. La teoría de un cisma en la época de la catástrofe. ¿Quién sabe? ¿Cómo es que regresó el uso del latín después de que fuera abandonado?
—Eso, mi señor, fue durante la Simplificación, según Boedullus. Los quemadores de libros no destruyeron las obras religiosas. Una forma de salvar material precioso fue traducirlo al latín y decorarlo como una Biblia, aunque fuera un libro de texto. También fue útil como lenguaje secreto…
—Mira, ese edificio que se alza ante nosotros es el Secretariado —interrumpió el cardenal—. Ahí es donde tú y tal vez Wooshin trabajaréis de vez en cuando. Pero primero, debemos encontraros alojamiento.
Se inclinó hacia delante y le habló al conductor. Momentos después, giraron hacia una calle pavimentada y penetraron en otra calleja llena de barro y cubierta de ramas que empezaban a florecer. No faltaba mucho para Semana Santa; era hora de empezar la elección de un Papa.