Pero si no se cura ni siquiera así, entonces dejad que el abad use el cuchillo de amputar, según las palabras del apóstol— «Expulsad al malvado de entre vosotros, dejadlo marchar», no sea que una oveja enferma contamine a todo el rebaño.
Regla de san Benito, capítulo 28
Bajo la inflexible mirada de sus antiguos hermanos, Dientenegro abandonó por fin su celda con su pequeño paquete y salió al patio donde el carruaje del Diácono Rojo estaba listo para partir. Mientras ayudaba al conductor a colocar sus exiguas pertenencias en lo alto del carruaje, oyó la voz de Vaca Cantora, aunque no podía verlo, hablando con un postulante recién llegado que trabajaba en la biblioteca.
—Probó primero con la persuasión, eso es cierto —explicaba su antiguo camarada—. Y cuando con la persuasión no logró nada, probó con la violencia. Y cuando con la violencia no logró nada, probó con la sodomía. Oí eso de un testigo. Pero la sodomía tampoco logró sacarlo de aquí, ni el robo, ni la huida. Así que insertó una glosa en una copia del Venerable Boedullus.
—¿Sin atribución? —preguntó asombrado el asistente de bibliotecario.
—Despreciable, ¿verdad? —dijo Vaca Cantora.
—¡No era Boedullus! —aulló Dientenegro—. ¡Sólo era Duren!
Dientenegro viajaba junto al conductor mientras recorrían dando tumbos la carretera del norte hacia los pasos de las montañas. Ni una sola vez se volvió a mirar hacia la abadía. El Hacha los acompañaba, conduciendo a veces cuando Santa Locura montaba el caballo del cardenal, viajando dentro del carruaje cuando el cardenal elegía cabalgar. Tanto Wooshin como el nómada trataban con cortesía al monje caído en desgracia, pero él tenía la mínima relación posible con Ponymarrón o su compañero sacerdote.
Una mañana, cuando ya llevaban tres días de viaje Wooshin le dijo:
—Te escondes del cardenal. ¿Por qué te ocultas? Sabes que te salvó el cuello. El abad gritaba como un pollo, pero el cardenal te salvó. ¿Por qué le temes?
Dientenegro comenzó a negarlo, pero oyó croar a su yo interno. Wooshin tenía razón. Para él, Ponymarrón representaba la autoridad de la Iglesia, que previamente ostentaba Dom Jarad, y estaba hastiado de la obediencia que se había visto obligado a volver a jurar para salvarse. Pero era necesario saber separar al hombre del oficio. Tras las palabras de Wooshin, dejó de evitar a su rescatador, y comenzaron a intercambiar saludos amables por las mañanas. Pero el cardenal, sintiendo su incomodidad, ignoró su presencia durante gran parte del viaje.
A veces, por deporte, Wooshin y el nómada peleaban o luchaban con varas. El nómada le llamaba Hacha, cosa que nadie en la abadía se había atrevido a hacer, y Wooshin parecía no poner pegas al mote, mientras no llevara delante el «hermano». A pesar de su edad y aparente fragilidad, el Hacha era el inevitable ganador de esos combates a la luz de la hoguera, y hacía que el nómada pareciera tan torpe que Dientenegro aceptó una vez la propuesta de luchar con varas contra él. El conductor legolpeó seis veces y lo dejó sentado entre las cenizas calientes mientras Wooshin y el cardenal se reían.
—Que Wooshin te enseñe —dijo Ponymarrón—. En Valana tal vez tengas necesidad de defenderte. Has vivido enclaustrado y eres blando. A cambio, le ayudarás a trabajar su acento rocoso.
Dientenegro protestó educadamente, pero el cardenal insistió. Así que empezaron las lecciones de lengua y de esgrima.
—¿Preparado para morir ahora? —le preguntaba el hermano Hacha cordialmente al principio de cada sesión, como si siempre le hubiera preguntado lo mismo a todos sus chentes. Después, hablaban un rato en monrocoso.
Pero era con Santa (Pequeño Oso) Locura, el conductor, con quien Dientenegro se sentía más cómodo, pues lo consideraba un sirviente sin rango ni estatus, y se llevaban bien. Su nombre en nómada era Chür (Osle) Hongan, y llamaba a Dientenegro «Nimmy», que en nómada equivalía aproximadamente a la palabra «chico», empleada para referirse a alguien que aún no había realizado los ritos de tránsito a la madurez. Dientenegro era poco más joven que Santa Locura, pero no se lo tomó como una ofensa. Es cierto, pensó: soy un adolescente de treinta años. Eso le recordaba siempre el abad. En lo referente a experiencia del mundo, bien podría haber estado en prisión desde la infancia. Pero asustado ante un futuro insondable, sentía nostalgia de esa prisión.
En realidad, la vida en el monasterio no había sido sólo oraciones, trabajo duro y servicio, a partes iguales, como él se había dicho. Allí había hecho cosas que le encantaban. Amaba el ritual de la Iglesia. Cantaba bien, y aunque trataba de mezclar su voz con la del coro, la suya era el claro tenor que se echaba en falta cuando el coro se dividía en dos grupos para cantar los antiguos salmos como un diálogo de verso y respuesta. El grupo donde no estaba Dientenegro lo echaba de menos. Y en tres ocasiones, en las que hubo invitados importantes en la abadía, Dientenegro, a petición del abad, cantó solo delante de todo el mundo… una vez en la iglesia y dos durante la cena. En el refectorio, cantó canciones nómadas con embellecimientos propios sugeridos por los recuerdos de su infancia. Se negó a enorgullecerse de esto, pero su demonio se enorgulleció igualmente. Mientras estaba en la abadía, había fabricado un instrumento de cuerda muy parecido al que le había regalado su padre. Se aferró a su origen nómada llamándolo como la chitara del rey David, pero pronunciándolo «g’tara». Era una de las pocas pertenencias que había traído consigo, y la tocaba a ratos durante el viaje, cuando Ponymarrón cabalgaba por delante de ellos. No quería hacer nada que pudiera dejarle en ridículo ante Ponymarrón, y se preguntaba la causa de este sentimiento.
Parte del territorio reclamado, por derecho de conquista, como perteneciente a la Provincia de Texark, no estaba bien definido, y una zona imprecisa entre las fuentes del Bahía Fantasma, los ríos de Nady Annylas montañas al noreste era una especie de tierra de nadie, donde una guerra a pequeña escala persistía ocasionalmente entre las pobres tribus fugitivas de Saltamontes que se habían negado a convertirse en granjeros, los forajidos nómadas, también en su mayoría refugiados Saltamontes, y la caballería texarkana, a quien a veces se unían partidas de guerra Perro Salvaje para perseguir a los saqueadores. El grupo del cardenal bordeó cuidadosamente la zona occidental del territorio, pues Ponymarrón dijo, sin dar muchas explicaciones, que las montañas, sobre todo la húmeda y fértil cordillera Suckamint, estaban bien defendidas por exiliados del este, de origen no nómada. También era cierto que los nómadas sentían un temor supersticioso hacia las montañas y permanecían alejados de sus cimas.
El sendero serpenteaba al pie de las colinas y las noches eran frías. Pero había mucha más vida aquí que en el desierto que las rodeaba. Además de algún ocasional manzano o roble, la flora empezaba a proliferar y a ser más alta. Carentes de follaje en esos momentos, los sauces, álamos y catalpas abundaban cerca de los lechos de los arroyos, mientras que en las laderas cubiertas de nieve se podían distinguir los troncos de poderosas coniferas. Había que vadear varios arroyos, algunos fluyendo hacia el este, hilillos de agua veteados de hielo, y algunos simples charcos secos que sólo se llenaban durante las inundaciones. El deshielo de primavera apenas había comenzado. Todos los arroyos, menos los más grandes, se evaporarían en la tierra seca del este, donde un niño pequeño podría chapotear en las lluvias de todo un año sin llegar a mojarse las rodillas.
Mientras ganaban altitud en su viaje hacia el norte, empezó a nevar ligeramente. El nómada cogió el caballo y comenzó a explorar caminos secundarios. Antes de anochecer, regresó con la noticia de que había un edificio abandonado a menos de una hora de la carretera principal. Se apartaron del camino papal y recorrieron unos cuantos kilómetros por un sendero abrupto hasta llegar a una aldea desolada. Varios niños sucios y un perro con dos colas huyeron hacia sus casas. Ponymarrón miró interrogante a Chür Hongan, quien dijo:
—No había nadie aquí cuando estuve hace un rato.
—Se escondían de un nómada —replicó el Diácono Rojo, sonriendo.
Entonces una mujer con un gran ojo azul y el otro rojo y pequeño salió de una choza para recibirlos con una lanza y enseñando los dientes. Un jorobado con un mosquetón cojeó rápidamente tras ella. Dientenegro sabía que el cardenal tenía una pistola bien oculta en el asiento del carruaje, pero no hizo nada. Miró alrededor y vio a media docena de personas con aspecto enfermizo.
—¡Genis! —exclamó el padre e’Laiden, que acababa de despertar de su siesta en el carruaje. No había ningún desdén en su voz, pero era la palabra equivocada que murmurar en ese momento.
Se encontraban, obviamente, en una pequeña colonia de genis: genéticamente lisiados; fugitivos del superpoblado Valle de los Malnacidos, que ahora se llamaba Nación Watchitah desde que sus fronteras fueron fijadas por tratado. Había puñados de fugitivos similares por todo el territorio, y normalmente mantenían guerras defensivas contra todos los desconocidos. El jorobado alzó el mosquetón y apuntó primero a Chür Hongan, que conducía, y luego a Dientenegro.
—Bajad los dos. ¡Y los de dentro, salid! —La voz de la mujer ladró en la versión del Valle del dialecto ol’zark, confirmando así sus orígenes. Dientenegro sintió que era tan peligrosa como un perro apaleado. Pudo oler el miedo.
Todos obedecieron menos el Hacha, que acababa de desaparecer. El verdugo había estado sobre el caballo de Ponymarrón tan sólo unos instantes antes. A una llamada de la mujer, una jovencita rubia se acercó y los registró en busca de armas. Era hermosa y saludable, sin ningún defecto aparente, y Dientenegro se sonrojó cuando sus suaves manos palparon su cuerpo. Ella advirtió su rubor, le sonrió, se acercó más, cogió y apretó su miembro, y luego se marchó con su rosario. La mujer la llamó enfadada, pero la muchacha desapareció el tiempo suficiente para esconder el rosario. Dientenegro estaba casi seguro de que la muchacha era una aparecida, es decir, una geni nacida en el Valle que parecía ser normal.
Recordó las historias que había oído de ogros, pervertidos y maníacos homicidas entre los genis. Algunas de las historias eran chistes retorcidos y la mayoría eran fruto de la maledicencia. Pero al haber oído las historias, podía sentirse avergonzado de ellas, pero no olvidar, ante estas figuras amenazadoras, que alguna de aquellas historias podría convertirse en realidad de vez en cuando. Todo era posible.
Ponymarrón reaccionó por fin, bajó del carruaje y se colocó su solideo rojo majestuosamente.
—Somos eclesiásticos de Valana, hijos míos —les dijo—. No tenemos armas. Buscamos refugio del mal tiempo, y os pagaremos bien por vuestro cobijo y un fuego para cocinar.
La mujer pareció no oírlo.
—Coge todas sus pertenencias, las de dentro y las de arriba —le gritó a la muchacha.
El cardenal se volvió hacia la chica.
—Sabes quién soy y yo sé quién eres —le dijo—. Soy Elia Ponymarrón, del Secretariado.
Ella sacudió la cabeza.
—Nunca me has visto, pero me conoces.
—No te creo —dijo ella.
—¡Muévete! —exclamó la mujer.
La muchacha entró en el carruaje, y empezó a sacar ropas y otras pertenencias, incluyendo la chitara de Dientenegro. Asomó la cabeza y preguntó:
—¿Libros?
—También.
La pistola escondida de Ponymarrón sería lo siguiente, pensó Dientenegro, y se preguntó por qué el cardenal insistía en que la muchacha lo conocía. No era tan orgulloso, ni tan egocéntrico que esperara ser reconocido en todas partes. Por el momento, el cardenal se encogió de hombros y dejó de protestar. Al parecer, la muchacha no encontró la pistola.
De repente un grito ahogado llegó desde la choza más grande. La mujer deforme se dio la vuelta. Un anciano de piel manchada y pelo blanco apareció en el umbral. Tras él se encontraba Wooshin con el antebrazo apretado contra su garganta. El Hacha casi podía hacerse invisible. Tras rodear la aldea y acercarse por detrás, alzó su corta espada para que todos la vieran bien. Evidentemente, el viejo era el jefe de la aldea, pues la mujer y el jorobado soltaron sus armas de inmediato.
—No debes robarles, Linura —reprendió el anciano—. Una cosa es coger sus armas, pero…
Se interrumpió cuando Wooshin lo sacudió y blandió la espada.
La mujer cayó de rodillas. La muchacha echó a correr. Regresó con una horca, corrió hasta colocarse detrás de Ponymarrón y apretó las puntas contra su espalda.
—Mi padre por vuestro cura —le gritó al verdugo.
—Suelta el cuchillo, Wooshin —dijo Ponymarrón, y se volvió hacia la muchacha. Ella le pinchó con la horca ligeramente en el estómago y le mostró los dientes como advertencia.
—¿No sois hijos del Papa? —preguntó el cardenal, usando el antiguo eufemismo para los malnacidos. Se dio la vuelta, extendiendo los brazos, enfrentándose a todos—. ¿Dañaríais a los servidores de Cristo y vuestro Papa?
—¡Qué vergüenza, Linura, qué vergüenza Ædra! —aulló el anciano—. Actuando así, haréis que nos mate a todos o nos devuelvan a Watchitah.
Se dirigió a la muchacha.
—Ædra, suelta eso. Cuida de sus caballos, y tráenos un poco de cerveza. ¡Ahora!
La mujer bajó la cabeza.
—Sólo pretendía registrar su equipaje en busca de armas.
—Suelta el cuchillo, Shin —repitió de nuevo el cardenal.
—Quiero recuperar mi rosario y mi g’tara —le dijo Dientenegro a la muchacha, quien le ignoró.
El anciano avanzó para besar el anillo del Diácono Rojo, no encontró ninguno, y, a cambio, le besó la mano.
—Me llamo Shard. Ese es el apellido de nuestra familia. Puedes quedarte en mi casa hasta que pare la nieve. No tenemos mucho para comer ahora mismo, después del invierno, pero tal vez Ædra pueda matar un ciervo.
Se volvió hacia la mujer con el brazo alzado como para golpearla. Ella le entregó el mosquetón a la muchacha y se marchó corriendo.
—Tenemos maíz, habichuelas y queso de los monjes —ofreció Ponymarrón—. Lo compartiremos con vosotros. Mañana es miércoles de ceniza, así que no necesitaremos carne. Dos de nosotros pueden dormir en el carruaje. Tenemos toldos para protegerlo del frío viento. Os damos las gracias, y rezamos para que el tiempo nos permita marchar pronto.
—Por favor, perdonad tan ruda bienvenida —dijo el hombre manchado—. A menudo nos visitan pequeñas bandas de nómadas, borrachos o forajidos. La mayoría son supersticiosos y temen la bandera.
Señaló el estandarte amarillo y verde que ondeaba en el alero de su choza. Mostraba las llaves papales y un anillo de siete aros. Como advertencia de la protección papal, se había convertido en la bandera de la Nación Watchitah.
—Incluso aquellos que no la temen pronto ven que no tenemos nada de valor, excepto una muchacha, y nos dejan en paz, pero mi hermana no se fía de nadie. Hace tres días, nos visitaron unos agentes de Texark que se hacían pasar por sacerdotes. Sabíamos que los habían enviado a espiarnos, así que nos hemos vuelto recelosos.
—¿Qué sucedió?
—Querían saber cuántos vivimos en las colinas. Les dije que sólo hay otra familia a un cuarto de hora de camino, sendero arriba. Les aconsejé que no fueran, que el niño oso era peligroso, pero ellos insistieron. Sólo dos volvieron una hora más tarde, y tenían prisa por marcharse.
—¿Crees realmente que el Hannegan perseguiría a los fugitivos del Valle tan lejos del Imperio?
—Lo sabemos. Han matado a otros más cerca de la Provincia. Filpeo Harq explota el odio que la gente siente hacia los genis; nos llama criminales porque escapamos luchando del Valle. Algunos de sus guardias murieron.
Mientras desenganchaba los caballos, Dientenegro advirtió que había dos vacas de pellejo ralo en el corral junto al granero. No eran animales de granja corriente y parecían ganado nómada. Pero las vacas nómadas habrían pateado y escapado ya a través de las tablas de la cerca, así que decidió que debían de ser híbridos. O animales genis, como sus propietarios genis. En ese aspecto, el ganado nómada probablemente descendía de unas cuantas mutaciones con éxito. En ocasiones, raramente, un aparente monstruo, fuera hombre o bestia, demostraba tener una capacidad de supervivencia superior.
La hospitalidad de los genis mejoró enormemente después del mal comienzo. Como al parecer no era miembro de la familia Shard, el jorobado desapareció. Poco después, Ædra mató un cervatillo; trajo a la casa un tazón con su sangre y se lo presentó a Chür Hongan, quien lo miró en gélido silencio.
El cardenal se puso colorado mientras reprimía la risa. Cuando el nómada lo miró, Ponymarrón se cubrió la boca. Hongan gruñó y cogió la sangre de ciervo que le ofrecía la muchacha. Sin dejar de mirarla con el ceño fruncido, la engulló de un tirón. La muchacha retrocedió, como asombrada. La carcajada del Diácono Rojo explotó y un momento después todos se reían, menos Ædra.
—Bueno, los nómadas beben sangre, ¿no? —demandó. Sonrojada por las risas, se fue a preparar el cervatillo.
—Algunos lo hacen —dijo Santa Locura—. En algunas ceremonias.
Tras una cena de venado tierno como ternera, pan negro, guisantes, y tazones de un espumoso guiso casero, volvieron a charlar, reunidos en torno al fuego en la cabaña de Shard. Sólo faltaba el nómada: fingiendo que hablaba poco ol’zark, cogió su petate y se fue a acostar temprano en el carruaje, tras haber perdido a las tabas un lugar en la casa. El otro perdedor fue Dientenegro, quien se alegró de dormir lejos de un verdugo, un cardenal, un cura loco y varios mutantes, incluyendo una hermosa granuja.
El lenguaje común entre ellos era el ol’zark, pero cuando Shard hizo una pregunta al oriental, Wooshin replicó en entrecortada hablaiglesia. Después de que esto sucediera tres veces, Ponymarrón se volvió hacia él y le dijo:
—Wooshin, haz el favor de hablar el lenguaje de nuestros anfitriones. Ese lenguaje es el vallehabla ol’zark de la Nación Watchitah.
El Hacha se irguió y miró a Ponymarrón, quien le devolvió la mirada sin parpadear.
—El vallehabla es el lenguaje de nuestros anfitriones —repitió.
Wooshin miró al suelo. La habitación se quedó en total silencio. Entonces alzó la cabeza y dijo en perfecto texarkano:
—Buen hombre, la respuesta a tu pregunta es que por oficio fui marinero y guerrero. Pero en mis últimos años corté cabezas para el alcalde de Texark.
—¿Y cómo te rebajaste a eso, señor? —preguntó Ædra con voz débil.
Wooshin la miró sin furia.
—No me rebajé, ni me ensalcé —dijo en mal habla— iglesia, y luego cambió a la lengua de ella. —La muerte es la compañera del guerrero, niña. No hay honor en ella, ni deshonor, es sólo uno siendo uno mismo.
—¿Pero hacerlo por el Hannegan?
La expresión habitual de Wooshin era alerta, relajada, a punto de sonreír, con arrugas en los ojos, siempre observando. Pero en ese momento era tan rígida como la de un cadáver. Sin dejar de mirar a Ædra, se levantó lentamente y se inclinó ante ella. Dientenegro sintió que se le erizaban los pelos de la nuca.
Entonces el Hacha miró al Diácono Rojo como diciendo «¡Mira lo que me obligas a hacer!», y salió a dar un paseo nocturno. Fue la última vez que el viejo verdugo se resistió a hablar ol’zark, pero Dientenegro advirtió que, cuando lo hacía, siempre imitaba el acento de Shard y lo llamaba vallehabla. Trató a Ædra con extremada cortesía durante su estancia. No había confusión posible en la amargura de su pesar, ¿pero pesar por qué? Dientenegro no estaba seguro.
Después de dos días de ligeras nevadas intermitentes, se alojaron en Arco Hueco, como lo llamaban los Shard, durante seis días, mientras Chür Hongan se pasaba la mayor parte del tiempo cabalgando para investigar el estado del camino. Wooshin también estaba fuera casi todo el tiempo, pero no explicaba sus actividades, a menos que lo hiciera al cardenal en secreto. Parecía mejor esperar hasta que otros viajeros empezaran a despejar los caminos circundantes.
La segunda noche se sentaron alrededor del fuego en el centro de la cabaña de Shard. Ponymarrón trató de averiguar la historia de la familia sin hacer demasiadas preguntas. Su habilidad para conversar pronto hizo que Shard contara las aventuras de su familia desde la hambruna y el éxodo. Diez años atrás hubo un intento de fuga en masa. Al menos doscientas personas fueron perseguidas y muertas por las tropas de Texark mientras huían a través de los bosques y arroyos para cruzar la cordillera. Al menos el doble escapó de los soldados, que tenían que proteger a la gente de Watchitah de los intrusos y al mismo tiempo impedir la huida de los genis. El Valle era más que un valle; era una pequeña nación que había conservado el nombre de su lugar de origen hasta la conquista. Nadie había hecho un recuento de la población, pero Shard consideraba que habría un cuarto de millón de habitantes, cosa que hizo que Ponymarrón alzara una ceja. Cincuenta mil se acercaba más al consenso popular.
—Los caminos a Watchitah están bien protegidos por el Hannegan, pero las patrullas no pudieron capturar a tantos a la vez —explicó Shard—. Probablemente la mitad de los muertos fueron asesinados por soldados de Texark y los otros linchados por los granjeros. Ædra, naturalmente, podría haber escapado pasando por normal, convirtiéndose en una aparecida. Mi hija es muy valiente al quedarse con nosotros. Los aparecidos son los más odiados y temidos. Pueden casarse con gente normal que nada sospecha y transmitir la maldición, dando a luz monstruos.
—¿Hasta qué punto estáis a salvo de los nativos? —preguntó Ponymarrón—. Me parece que esta zona es territorio de forajidos.
—Lo era y lo es, hasta cierto punto. La ciudad más cercana está a dos días. Saben que estamos aquí. El cura nos visita cada mes, excepto en invierno. El barón y él gobiernan la ciudad. No ha habido problemas. Sólo Ædra va a la ciudad. Naturalmente, lleva puesta la cinta verde. Estamos al sur de la República de Denver, pero la Iglesia se respeta aquí más que en el Imperio. La carretera papal esta patrullada, por supuesto. Con todo, ocasionalmente hay forajidos, pero buscan mercaderes ambulantes. Nosotros no tenemos nada que los anime a robarnos.
—¿Hay más de vosotros viviendo por aquí?
—Ya visteis al jorobado, Cortus. Su familia vive ahí al lado. Pero la única familia que hay más allá es la del niño oso.
—Shard, soy secretario de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios.
El anciano lo miró con recelo.
—Si realmente lo eres, entonces no tienes por qué hacer esa pregunta.
El monje pudo sentir una tensión que bordeaba la hostilidad, pero se diluyó en el silencio. Parecía claro qué Shard mentía respecto a la presencia de otros genis en la región.
Después de lavar los platos fuera, en la nieve, Linura entró y se sentó junto a su hermano, aunque un poco más atrás. Entonces entró Ædra y se tumbó con las piernas cruzadas en el suelo, junto a Dientenegro, quien se agitó inquieto y casi dejó de escuchar. Quería recuperar su rosario. El olor de la muchacha inundaba sus sentidos. Sus rodillas brillaban a la luz de la hoguera. Cuando ella advirtió su mirada, se cubrió el regazo con una manta, pero le sonrió por un instante antes de volver a seguir pendiente de la conversación. Al recordar que esta criatura recatada le había cogido el pene en su primer encuentro, le dio un codazo.
—¡Quiero mi rosario! —le susurró con fiereza.
Ella se rió y le dio un codazo a su vez, con fuerza.
—A menudo me he preguntado por la vida en el Valle —decía el Diácono Rojo.
—Hay más muerte que vida allí, mi señor cardenal —respondió Shard—. Pocos de los que viven allí quieren arriesgarse a dar a luz. Un nacimiento normal es raro. La mayoría mueren. Otros son demasiado débiles para querer vivir. Si no fuera por el influjo, los Watchitah pronto estarían vacíos.
—¿Influjo? ¿De dónde?
—Tú debes de saberlo, mi señor.
Ponymarrón asintió. Mucha gente de familias con linaje registrado tenían, sin embargo, retoños malditos. Para no perder el favor de los que llevaban tales registros, las familias que no temían a la Iglesia mataban a sus bebés deformes. Pero con frecuencia había niños cuyas deformidades podían ocultarse durante algún tiempo, y ésos eran enviados más tarde al Valle por los más píos. Los monjes y monjas los llevaban a menudo. La gente que vivía cerca de los Watchitah odiaba y temía a sus habitantes, sobre todo a los que eran casi normales. Dientenegro advirtió que todo el mundo miraba a Ædra.
—Perdóname, hija —murmuró Ponymarrón cuando ella le miró a los ojos.
—No me gusta admitirlo —decía Shard—, pero las patrullas que guardan los pasos eran nuestros protectores además de nuestros carceleros. Pero no hicieron nada para ayudarnos cuando llegó la hambruna.
—¿Y la Iglesia? —dijo el Diácono Rojo—. Demasiado ocupada con su propio cisma para ofrecer ayuda a nadie.
—Bueno, naturalmente estamos lejos de la protección papal, pero el arzobispo de Texark envió algunos suministros. Creo que no es un hombre cruel, tan sólo carece de poder.
—No puedes imaginar cuán carente de poder es el Cardenal Arzobispo Benefez —suspiró el padre e’Laiden.
Dientenegro miró rápidamente al cura, seguro de que estaba siendo sardónico y pretendía decir lo contrario de lo que había dicho. Benefez tenía tras él el poder de los Hannegans. Y e’Laiden hablaba texark como un nativo, cosa que probablemente era, aunque su dominio del dialecto nómada perro salvaje significaba que había vivido mucho tiempo en las Llanuras Altas.
—¡Mi rosario! —susurró Dientenegro, furioso.
Ella le hizo un guiño y sonrió.
—Lo escondí en el granero. Te lo daré mañana.
La forma en que ella lo miró le provocó una erupción de deseo, y Dientenegro sintió que la cara se le enrojecía. La temía. Muchas deformidades recurrían, y muchas estaban conectadas genéticamente. Varios escritores habían hecho listas. Había una mutación donde una gran belleza física iba aparejada a un defecto en el cerebro y su síntoma más notable era el desarrollo de locura criminal pocos años después de la pubertad. La miró de reojo, pero ella se dio cuenta; le sacó la lengua y sonrió. Tal vez no estuviera loca, pero era un diablillo. Dientenegro quiso irse al carruaje y acostarse, pero le daba vergüenza ponerse de pie en este momento. Finalmente rezó para distraer su erección y murmuró buenas noches a los demás.
Ædra le siguió al exterior, pero él escapó a la letrina, de donde salió por la ventana trasera. Inmediatamente fue capturado por el jorobado y otra criatura que lo arrastraron hacia otra casa con la puerta iluminada. Casi desmayado de miedo, oyó al jorobado susurrar secamente que alguien necesitaba su absolución.
—¡Pero no soy sacerdote! —protestó él. En vano. Lo arrastraron a la casa del vecino de Shard.
El jorobado y su acompañante soltaron a Dientenegro, lo empujaron al interior y se quedaron bloqueando la puerta. El monje sólo fue capaz de sentarse en el banco que le señalaron, y desde allí esperar el desarrollo de los acontecimientos. Había una hoguera y una linterna. En la habitación había un viejo arrugado de barba rala que dijo que se llamaba Tempus. Señaló a los demás: su esposa, Irene, cuya cara era una cicatriz infinita; Ululata y Pustria, ambas mujeres de portentosos pechos. El jorobado se llamaba Cortus y su compañero, Bario. Eran todos hermanos o primos o hermanastros. Bario tenía un terrible picor, sobre todo en la zona genital. Tempus le gritó que dejara de tocarse, pero las palabras no tuvieron ningún efecto sobre la criatura.
Dios en Su sabiduría le había dado a Ululata un pie deforme, aunque en todo lo demás le había dado las proporciones de la divina imagen de Su mente de Dios piadoso. Pero el pie no era algo con lo que uno quisiera caminar.
—Dios es así —dijo el padre.
El padre le había hecho unas muletas. A él Dios le había dado siete dedos, que mostró al monje, un tercer ojo, inútil, y cuatro testículos y dos sanos penes, todo lo cual exhibió. Pustria era medio hermana de Ululata, según el recuerdo de su fiel madre de sus concepciones bajo el peso del mismo progenitor.
A Pustria sólo la deformaba la ceguera, y Madre Irene la prefería porque no podía ver su rostro, una máscara de cicatrices de las cuales Madre Irene no estaba orgullosa.
—Dios es así, desde el Diluvio de Fuego y Hielo —dijo el padre.
Bario necesitaba ser absuelto, explicó Tempus, para que así dejara de masturbarse. Dientenegro explicó que no podía absolver a nadie y que la absolución no tendría el efecto que Tempus deseaba. Tempus fue inflexible. No permitirían a Dientenegro marcharse hasta que obedeciera.
—¿Me dejaréis ir entonces, inmediatamente? —preguntó.
Tempus asintió gravemente y trazó una cruz sobre su corazón. Nimmy cerró los ojos un instante y trató de recordar un poco de latín.
—Labores semper tecum —entonó con la voz más suave de la que fue capaz—. Igni etiam aqua interdictos tu. Semper super capitem tuum feces descendant avium.
—Amén —contestó Tempus, haciendo eco a esta maldición.
Nimmy se levantó y se marchó. En este momento no se sentía particularmente avergonzado de haber deseado eterno sufrimiento al hombre, de pronunciar una dura sentencia de exilio, y de haber convocado sobre la cabeza de Bario una lluvia perpetua de mierda de pájaro. El tipejo, que todavía se rascaba la entrepierna, lo seguía en la distancia.
Chür Hongan ya estaba dormido. Dientenegro había echado a suertes con Wooshin el tercer lugar a cubierto y perdió. Le alegraba que las cosas hubieran resultado así, sobre todo después de su huida de las garras de la familia del jorobado. Si debía dormir en el frío carruaje, prefería hacerlo con el nómada. Aunque, cuando estaba despierto, había perdido el miedo al matador de cientos de hombres, el hermano Hacha todavía le aterraba en sus sueños. A veces soñaba que él mismo era el verdugo, cortando cabezas para el Hannegan con una poderosa espada, pero esa noche, en el carruaje, soñó que era Pondo Pilatos y Wooshin, el verdugo, estaba a su lado como Marco el centurión, frente a un pretendiente al Reino de Dios entre los nómadas.
Reyes de los nómadas eran comunes en aquellos días. Había crucificado no a uno sino a cuatro de ellos durante su lucrativa carrera en el sur de Texas-Judea. El primer caso fue el más difícil y triste; Dientenegro-Pilatos era como un niño que mata su primer ciervo. Como el pretendiente era inofensivo, el caso fue fastidiado por los escrúpulos de su esposa. El había querido liberarlo. Fue más fácil matar a los que llegaron después y, desde luego, era necesario mostrar que los reyes eran nombrados por Texark y no por los dioses tribales. Siempre les hacía la misma pregunta. El primero no pudo o no quiso responder, y simplemente se le quedó mirando. El segundo, al ser crucificado, fue más hablador.
—¿Qué es la verdad? —preguntó Dientenegro.
—La verdad es la esencia de todas las declaraciones verdaderas —respondió el segundo rey de los nómadas—. La falsedad es la esencia de todas las declaraciones falsas. Sin decir nada, no hay verdadero ni falso. Le ofrezco a su majestad mi silencio.
—Crucificadlo —ordenó Pilatos—, con saña. Y hacedlo bien esta vez. Pasad sus manos y piernas alrededor de la cruz. Así es como se indica en el Manual de Procuradores de Texark. Naturalmente, eso no es suficiente para vosotros, los nuevos reclutas de hoy en día. Queréis saber el porqué de todo. Bien, yo os diré el porqué.
»Clavar las manos en el dorso de la cruz es un buen principio de ingeniería y una buena política gubernamental porque, cuando clavas las manos por delante, el peso del cuerpo cuelga de los clavos, éstos desgarran, a menos que claves también el antebrazo; pero cuando pasas las manos por el travesaño de la cruz y las clavas por detrás, el peso del cuerpo cuelga del brazo del travesaño y el clavo no hace más que fijar el brazo en su sitio. De esa forma, se le pueden quebrar mejor los huesos cuando sea hora de volver a casa. Hacedlo al estilo texarkano, hombres. El estilo de Texark es el estilo eterno. Ejecutemos la sentencia con algo de gracia esta vez.
—¡Salve al Hannegan! —dijo Marcus el Hacha.
—¡Salve Texark! Caso siguiente.
Pondo se sintió mejor después de eso. Medio despierto ahora, sabía que estaba soñando, pero dejó que el sueño continuara. La tonta explicación de la verdad que aquel tipo le había dado probablemente no tenía nada que ver con el silencio del primer rey de los nómadas, pero, con el ruido de sus palabras, invocaba el silencio como política, y así alivió en parte los remordimientos que Pilatos sentía sobre la mirada medio sonriente del primero. Éste no había parecido decirle nada filosófico, sino que expresaba un movimiento recursivo completa, mente íntimo e infinito del estilo de «yo que te miro a ti que me miras mirarte…». Su esposa Ædra tenía la misma mirada aterradora. Quizás era sexy y, por ese mismo motivo, insultante para todos aquellos cuyo deber era considerar repulsiva a toda aquella escoria.
—¿Qué es la verdad? —preguntó Pilatos al tercer rey de los nómadas.
—¡Escarba buscando perlas, cerdo de Texark!
Dientenegro-Pilatos no tuvo miramientos con ése.
Se despertó pensando en Ædra… y su inminente cita en el pajar. Una broma. Adormilado, recordó haber oído decir al hermano Gimpus que el desapego por la pasión sexual era la esencia de la castidad, y que ese desapego era posible sin la abstinencia. Al hermano Gimpus lo pillaron desnudo con una fea viuda de la aldea que decía pagarle cada miércoles por el octavo sacramento.
—Descansa en paz —susurró Dientenegro apoyado en la almohada.