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Y que sea igualmente castigado aquel que pretenda dejar el recinto del monasterio e ir a alguna parte o hacer algo, por insignificante que sea, sin una orden del abad.

Regla de san Benito, capítulo 67

Casi un año después de que el corazón del papa Linus IV fallara en el frío arroyo de truchas, un tormentoso cónclave eligió a Olavlano Cardenal Fortos: un octogenario del sur del río Bravo, un estudioso de las estrellas, un erudito diestro en la detección de brujos y un hombre a quien se suponía neutral en la perenne lucha por el poder entre el este y el oeste. Eligió el nombre de papa Alabastro II y vivió lo suficiente para promulgar una encíclica («para zanjar perpetuamente el asunto») que ordenaba que el meridiano cero de la Tierra, a partir del cual se medían todas las longitudes, fuera trasladado de su antigua (y hasta hacía poco inaccesible) localización.

La línea de longitud cero pasaría, a partir de ese momento, por el centro del altar mayor de la basílica de San Pedro en Nueva Roma, y permanecería allí perpetuamente, libre de la influencia de lo que Alabastro llamaba la Bruja Verde. Muchos representantes de la Curia de ambas orillas del continente se habían opuesto al decreto, porque en este siglo de rápido desarrollo, grandes buques de madera habían empezado a surcar de nuevo los mares, y la encíclica de Alabastro no sólo confundiría la navegación, sino que también aceleraría el momento (calculado para el siglo catorce) en que sería necesario saltarse un día del calendario para mantenerse a la par con el ritmo del cielo. Este y oeste sospechaban motivos políticos tras la encíclica, relacionados de algún modo con la ocupación del territorio cercano a Nueva Roma por los enemigos del Hannegan, así que Alabastro murió envenenado pocos meses después de su elección. El subsiguiente interregno duró doscientos once días, mientras cientos de cardenales reñían y el pueblo de Valana arrojaba piedras a los carruajes de sus servidoras Finalmente, la Divina Providencia inspiró al cónclave a elegir a Rupez Cardenal de Lonzor, también del sur del río Bravo, y el más anciano y enfermo de los miembros del Sacro Colegio. Tomó el nombre de su predecesor de santa memoria, convirtiéndose en Alabastro III, e inmediatamente revocó el decreto de su predecesor con una encíclica (también ad perpetuam rei memoriam) que devolvió el meridiano cero a su antigua localización, pues los eruditos de la Orden de Leibowitz le habían asegurado que la «Bruja Verde» no había sido la morada de una bruja, sino sólo el nombre de un antiguo pueblo en una lejana isla que había quedado despoblada por el Diluvio de Fuego. Una vez más se sospecharon motivos políticos. Los occidentales se opusieron al cambio, y el anciano murió mientras dormía después de haberse comido un plato de liebre cocinada en vino y vinagre, sazonada con cebollas salteadas y hojas de laurel.

Los cansados cardenales regresaron de nuevo a Valana. Esta vez el nombre del abad Jarad Cardenal Kendemin resultó nominado casi al inicio del cónclave, y, contra su voluntad, recaudó el apoyo de casi el quince por ciento de los electores antes de que se corriera la voz de que Dom Jarad, de ser elegido, murmuraría el «Non accepto!» que no se había oído desde hacía casi dos mil años, cuando san Pedro Murro, el papa Celestino V, les habló inútilmente desde su caverna de eremita, sólo para ser arrastrado al trono por un desesperado Colegio.

Esta vez, el cónclave buscó en vano a uno de sus miembros que no fuera sospechoso de lealtad al Imperio o a la burocracia valana y sus aliados occidentales. Se propuso el nombre de Elia Ponymarrón, pues el Diácono Rojo era abogado y diplomático, y un hábil negociador, pero su relativa juventud, su reputación de manipulador, y el hecho de que tendría que ser ordenado sacerdote y luego nombrado obispo antes de que pudiera aceptar el papado, pesó contra él. Sólo Dom Jarad, que nunca había sido un buen juez de caracteres, ofreció todo su apoyo a su amigo, pero Ponymarrón no quiso aceptar.

La única línea de telégrafo del continente se extendía desde Ciudad Hannegan en Texark hasta el borde sureste de la República de Denver. Para obtener el metal necesario para su construcción, el Hannegan anterior había confiscado todas las monedas de cobre del Imperio, todos los cacharros de cobre y muchas campanas de iglesia. La línea hacía más segura la zona conquistada al sur, manteniéndola a salvo de los nómadas libres del norte, pero en estos días se utilizaba para mantener a Filpeo Harq informado sobre el cónclave, y para enviar instrucciones desde la capital al arzobispo Benefez y sus aliados en el Sacro Colegio. Casi a diario, un mensajero de Benefez cabalgaba hasta la terminal, situada al sur, para recoger el correo, mientras que Otro mensajero llevaba el correo en dirección contraria. Ningún otro obispo cardenal podía mantenerse en contacto tan fácilmente con su diócesis.

El humor de la población de Valana empeoró otra vez. La Iglesia era la única industria de Valana y los burgueses dependían del exilio papal para vivir. Las plegarias contra el cisma eran fervientes dentro del cónclave, pero impopulares en las iglesias locales. Los obreros limpiaban diariamente las paredes del palacio Catedral para borrar las pintadas de la noche anterior, pintadas que habían sido realizadas por parientes de esos mismos obreros. Hubo manifestaciones. La gente de la ciudad y de las aldeas cercanas se congregaba para proponer sus propios candidatos a los inaccesibles e inflexibles cardenales* nombre de un hombre santo, de cierta reputación local como curandero y hacedor de lluvias, un tal Amén Pajaromoteado, se oía frecuentemente en las calles. Era un sacerdote retirado de la Orden de Nuestra Señora del Desierto que no era desconocido por el obispo de Denver, quien lo había obligado a elegir entre el retiro o un juicio por herejía.

Pero dirigido por el Espíritu Santo, un santo temor a la muchedumbre y la llegada de un duro invierno, el cónclave eligió por fin al propio obispo de Denver, el Reverendísimo Mariono Scullite, que no era un miembro del Colegio, sino un hombre con el que se podía contar para que no empeorara más las cosas. Tomó el nombre de Linus VII, lo cual sugería que regresaría a la política del Papa que había conseguido terminar con el cisma antes de irse a pescar.

Pero ahora, Linus VII se moría lentamente de una enfermedad degenerativa que no podía ser atribuida al veneno (a menos que sus hermanas y sobrinos, que actuaban como catadores de la dieta del pontífice, fueran parte del complot). Tras consultar con el médico del Papa, Elia Cardenal Ponymarrón alquiló un carruaje privado sin insignias eclesiásticas, contrató a un conductor nómada que al parecer no hablaba monrocoso («Necesito practicar mi dialecto perro salvaje», le explicó a un ayudante), y se marchó silenciosamente hacia el desierto del suroeste para reunirse con el abad Jarad Cardenal Kendemin. De hecho, el conductor nómada podía hablar varios idiomas y tuvieron mucho de qué conversar.

El hermano Dientenegro había vuelto a escaparse del monasterio. Sabía que tendría que regresar, pero a veces su herencia nómada tomaba posesión de él; abandonaba sus votos y su cordura durante unos cuantos días, y huía. Huía no de la mala comida, la dura cama y las largas y tediosas horas, sino de la autoridad omnipresente, omnipotente y orgullosa de sus superiores. Esta vez había robado unas monedas de la mesa del prior y compró pan y un odre de vino en la aldea. Llenó el odre de agua y se fue deambulando hacia el norte. El primer día avanzó a campo traviesa para evitar a los viajeros del camino; pero debido a los lobos tuvo que regresar a la carretera al atardecer y pasar la noche en uno de los refugios de los monjes. Era un recinto de piedra sin techo, de unos tres pasos por lado, y apenas más alto de lo que un lobo hambriento podía saltar. Entre las pintadas, un cartel en latín daba la bienvenida a todos los visitantes y les advertía que defecaran extra muros. Los monjes de su propia orden habían construido esos refugios por el camino, pero nadie los mantenía limpios. Un hilillo de agua, procedente de un manantial en la montaña, corría por el suelo. Encendió una pequeña hoguera e hirvió un poco de agua en su taza, añadiendo unas cuantas habas de mesquite para darle sabor. Comió algunas galletas y un poco de carne seca antes de que salieran las estrellas. Dentro de unos días pasaría hambre. Se durmió tiritando en un rincón, y antes del amanecer reavivó el fuego.

Viajando paralelo (según juzgaba por el sol) a la carretera de la que había huido al amanecer, tras ver una partida de jinetes con largos rifles, logró llegar al cañón y vio que no había manera de cruzarlo. Ya era tarde y no tenía ningún sitio donde pasar la noche. En la carretera estaba el refugio de los monjes, donde al menos estaría a salvo de los depredadores de cuatro patas. Pero lo buscarían allí; Aquel amanecer, poco después de apagar los restos de su hoguera, había oído jinetes tras la colina, y se había apartado corriendo del camino, escondiéndose entre las rocas hasta que aparecieron ante su vista. Eran soldados. ¿Guardias papales, o de Texark? No podía estar seguro en la distancia. Se agazapó aún más, lleno de súbito temor. Cuando era niño, unos soldados lo habían violado, y aquel horror aún lo perseguía.

Había poco tráfico bípedo en la carretera; y si algún hombre iba a pie debía de tratarse de un monje o de un ladrón de caballos frustrado. Ese día eran ladrones. Los había visto desde lejos. Faltaba aún casi una hora y media para el crepúsculo, pero no había ningún modo de cruzar el abismo que tenía delante. El fondo ya era un pozo de oscuridad. Tendría que caminar. En este territorio no había más leyes que la distante ley de la Iglesia. Tras dar la espalda al cañón, decidió subir a la Meseta del Ultimo Refugio.

Desde la Meseta, Dientenegro, que llevaba cuatro días ausente de la abadía, vio la llegada del Diácono Rojo sin advertir que el pasajero del carruaje privado, que emergía de la columna de polvo al norte y atravesaba velozmente la aldea de Sanly Bowitts camino a la Abadía de San Leibowitz, era el hombre que había determinado su infeliz pasado al admirar su traducción de Boedullus, y que había de influir todavía con más fuerza en su futuro.

Cuando empezó a quedarse sin agua, exploró el Ultimo Refugio, buscando el mítico pozo y el cobertizo antiguamente habitado por un viejo eremita judío que se había marchado de la región en la época de la conquista texarkana. Encontró el cobertizo en ruinas, pero ningún pozo u otra fuente de agua, ya que difícilmente podría haber existido una tan por encima del desierto. Otro mito decía que el judío era un hacedor de lluvia y no necesitaba ningún pozo. Era cierto, observó, que la Meseta era más verde que la tierra de abajo. Eso era un misterio, pero no intentó desentrañado. La mayor parte del tiempo, hasta que su odre se quedó seco, lo pasó rezando a la Virgen, o simplemente sentado sintiendo el seco viento, cociéndose en su propia maldad bajo el sol. Era principio de primavera y por la noche casi se congeló. Tras pillar un terrible catarro y quedarse sin agua supo, por fin, que tendría que regresar y alegar locura.

En estos momentos, tres días después del paso del carruaje por la aldea, estaba sentado, tiritando y con la nariz congestionada, en el oscuro pasillo, a la espera del veredicto de su juicio. De vez en cuando, un monje o un novicio pasaban silenciosamente de largo, camino de la biblioteca o de un taller, pero Dientenegro continuó encorvado, con los codos sobre las rodillas y la cara entre las manos, sabiendo que nadie reconocería su presencia ni siquiera con un movimiento de cabeza.

Hubo una excepción. Alguien pasó rápidamente por su lado y se detuvo ante la puerta de la sala de reuniones. Al sentir que lo miraban, Dientenegro alzó la cabeza y vio a su antiguo terapeuta, Levion el reconciliador, que lo miraba a su vez. Cuando sus ojos se encontraron, Dientenegro se retorció por dentro, pero no había ni desprecio ni piedad en los ojos del otro monje. Tras una ligera inclinación de cabeza, entró en la sala de reuniones, donde, evidentemente, lo habrían llamado como testigo. Lo que habían hablado en la celda de Levion era supuestamente tan confidencial como una confesión, peto Dientenegro no confiaba en nadie.

El cardenal Ponymarrón se había enterado casi inmediatamente de la ausencia sin autorización de Dientenegro, ya que, poco después de su llegada, pidió ver el trabajo del joven monje que estaba traduciendo Boedullus al nómada, y Jarad se vio obligado a hablarle de la creciente rebelión del copista. Peor aún, mientras admiraba la versión al nómada de Boedullus, Ponymarrón la leyó en voz alta a su conductor nómada, cuyo nombre nómada significaba Santa (Pequeño Oso) Locura, y a su secretario, un viejo cura de barba blanca llamado e’Laiden, que hablaba con fluidez el dialecto perro salvaje, y les leyó también parte de la traducción que Dientenegro había hecho de Duren, y los tres hombres la criticaron abiertamente.

—Esas ideas teológicas son completamente ajenas a la mente nómada —le explicó Ponymarrón a Jarad, dando así su apoyo a la opinión del propio copista y criticando la de Jarad. Peor aún, mientras estudiaban la obra, Dom Jarad advirtió la nota al pie de página en Ideas perennes, que Dientenegro no había borrado ni firmado como propia: «Esta concepción de la “Virgen” como el silencio uterino, donde se murmura y se oye la Palabra, parece concordar con la experiencia mística de los contemplativos…».

Ponymarrón se la tradujo al latín. Ningún testigo de la escena pudo recordar haber visto al abad Jarad más furioso.

Ante la puerta del refectorio, el miedo de Dientenegro se convirtió en un terror irracional cuando el viejo postulante llamado Wooshin llegó y se sentó silenciosamente a su lado en el banco. El hombre murmuró lo que debía de ser un saludo en hablaiglesia con su fuerte acento de Texark (aunque en realidad se negaba a hablar texarkano, un dialecto ol’zark), y lió un cigarro, un acto que requería una dispensa especial del abad o el prior. Pero Wooshin era un hombre muy especial, un hombre que no había hecho ningún tipo de profesión religiosa, pero cuyo estatus como refugiado político de Texark y cuya consumada habilidad como herrero le habían abierto las puertas del monasterio, a pesar de su horrible pasado. Asistía a misa y cumplía con el ritual, pero nunca recibía la eucaristía, y nadie estaba seguro de que fuera siquiera cristiano. Procedía originariamente de la costa Oeste, y su piel era amarilla, ya bastante arrugada, y la forma de sus ojos era extrañamente distinta. A sus espaldas, aquellos que lo temían y despreciaban lo llamaban hermano Hacha. Durante seis años, había sido verdugo del actual Hannegan y, con anterioridad, algunos otros años el de su predecesor, antes de perder el favor imperial y huir por su vida al oeste.

Había perdido peso y envejecido rápidamente en los tres años transcurridos en la abadía, pero su presencia en el banco, ante la sala de juicios, había despertado un pánico irracional en el culpable que rechinaba en el interior de Dientenegro. Hasta ese momento, su peor temor había sido la excomunión, con todas sus penalizaciones civiles y sus inhabilitaciones. Pensó en los cuchillos soberbiamente afilados de la cocina, y en las hachas y guadañas que Wooshin hacía para los jardineros. ¿Por qué, por qué han convocado a este asesino profesional a mi juicio? A Dientenegro le parecía obvio que Wooshin había sido llamado por el tribunal, pero no como testigo ¡Casi no lo conozco! Siempre se había preguntado si la cabeza cortada conservaba un momento de confusa conciencia mientras caía al interior de la cesta.

Wooshin le tocó el brazo. Dientenegro alzó la cabeza conteniendo la respiración, pero el hombre sólo le estaba ofreciendo un puñado de algodón limpio del que usaba en su taller.

—Suénate la nariz.

Dientenegro tardó un instante en comprender que el hombre le estaba ofreciendo algo para que se limpiara el moco que le corría por la barbilla.

—Un frío horrible en la Meseta —dijo el hermano Hacha, traicionando su conocimiento del paradero del fugitivo durante su ausencia. Así que todo el mundo lo sabía.

Dientenegro, vacilante, cogió el algodón y se limpió, después le dio las gracias formalmente con un movimiento de cabeza, como si estuviera cumpliendo un silenció religioso, lo que, en las actuales circunstancias, incluso a él le parecía un poco hipócrita.

Wooshin sonrió. Envalentonado, Dientenegro le preguntó:

—¿Estás aquí por mí?

—No estoy seguro, pero probablemente. Creo que voy a marcharme con el cardenal.

Un poco más aliviado, Dientenegro recuperó su antigua postura. Le parecía extraño que Hacha, que podía hablar muy buen ol’zark, se negara a comunicarse en esa lengua, aunque su acento lo traicionara al hablar. Era uno de los diversos idiomas, además del hablaiglesia, que se usaban con cierta regularidad en la abadía, pero cuando el hermano Hacha lo oía, normalmente se retiraba. Se preguntó qué utilidad tendrían Elia Cardenal Ponymarrón o la Curia para un verdugo que odiaba a su antiguo patrono. ¿Se apartaba la Iglesia de su antigua postura de no derramar la sangre de sus enemigos?

Una hora después, sonó la campana para la cena. La sala de reuniones volvió a convertirse en refectorio y el tribunal levantó la sesión para comer. Cuando la fila de monjes pasó en silencio corredor abajo, Wooshin se levantó para seguirlos.

—¿Tú no comes? —preguntó al acusado.

Dientenegro negó con la cabeza y permaneció sentado.

Antes de que terminara la comida, Levion salió a hablarle:

—El hermano médico dice que deberías comer.

—No. Demasiado enfermo.

—Estúpido —dijo Levion—. Estúpido y afortunado añadió, más para sí mismo que para Dientenegro, mientras regresaba al refectorio. «¿Afortunado?». La palabra permaneció en su mente, pero no le pudo encontrar una aplicación.

Escuchaba vagamente al lector; luego la cena terminó. A excepción de los miembros del tribunal, los monjes salieron en silencio del refectorio. Esta vez Dientenegro se atrevió a mirarlos marchar, pero nadie, ni siquiera Aguilucho o Vaca Cantora, le miró al pasar. El último hombre cerró la puerta. La vista continuaba.

La puerta volvió a abrirse poco después. Alguien salió y se quedó fuera.

Dientenegro alzó la cabeza, vio una cara pecosa, pelo rojo canoso, y una chispa escarlata. Unos ojos verdiazules lo miraban. Dientenegro se levantó con un jadeo y trató de hacer una genuflexión con una pierna que se le había quedado dormida. Elia Cardenal Ponymarrón le cogió del brazo cuando se tambaleó.

—¡Eminencia! —dijo con voz ahogada, y otra vez trató de inclinarse.

—Siéntate. Todavía no estás bien. Quiero hablar contigo un momento.

—Por supuesto, mi señor.

Dientenegro permaneció de pie, así que el cardenal se sentó en el banco y le tiró de la manga hasta que se sentó a su lado.

—Tengo entendido que tienes problemas con la obediencia.

—Es cierto, mi señor.

—¿Siempre ha sido así?

—Yo… no estoy seguro. Supongo que sí, sí.

—Empezaste escapándote de casa.

—Estaba pensando en eso, mi señor. Pero cuando llegué aquí, traté de obedecer. Al principio.

—Pero te cansaste del trabajo que te asignaron.

—Sí. No es ninguna excusa, pero sí.

El cardenal pasó al dialecto saltamontes, con acento conejo.

—Me han dicho que hablas y escribes bien en varios idiomas.

—Parece que se me da bastante bien, Eminencia, pero estoy flojo en inglés antiguo —respondió Dientenegro en la misma lengua.

—Bueno, ya sabes que la mayoría de nuestros dialectos actuales tienen como mínimo la mitad de inglés antiguo —dijo el cardenal, pasando a monrocoso—. Es sólo que la pronunciación ha cambiado; se ha mezclado con el español, y algunos piensan que con un poco de mongol, sobre todo en nómada. Aunque yo tengo mis dudas sobre el mito de una Horda de Bering.

Se hizo el silencio mientras el cardenal parecía reflexionar.

—¿Crees que podrías servir fielmente como intérprete de alguien? No tendrías que estar inclinado sobre una mesa durante horas, pero tendrías que traducir tanto en papel como hablando directamente.

Dientenegro se secó otra vez la frente con el improvisado pañuelo de Wooshin y empezó a llorar. El cardenal le permitió sollozar en silencio hasta que recuperó el control. ¿Era esto a lo que se refería Levion al llamarlo «afortunado»?

—¿Crees que podrías obedecerme, por ejemplo?

Dientenegro se atragantó.

—¿De qué sirve una promesa mía? He roto todos mis votos excepto uno.

—¿Cuál es, si no te importa decirlo?

—Nunca he poseído a una mujer ni a un hombre. Pero cuando era niño me violaron. —El rostro acusador de Torrildo apareció ante él mientras lo decía, pero rechazó la autoacusación.

El Diácono Rojo se echó a reír.

—¿Y el pecado solitario?

El rostro de Dientenegro cambió y el diácono añadió rápidamente:

—Perdona la broma. Te pregunto en serio si quieres dejar este lugar para siempre.

—¿Para siempre?

—Bueno, al menos durante mucho tiempo, y sin motivos para esperar que la Orden te acepte de nuevo incluso si quisieras volver.

—No tengo ningún sitio adonde ir, mi señor. Por eso regresé de la Meseta.

—Tu abad te liberará para que vengas a Valana conmigo, pero debes prometerme que obedecerás y yo debo creer tu promesa. Aún no se te puede hacer laico. Serás mí criado.

Una vez más, las lágrimas abrumaron al copista.

—Bueno, es ahora o nunca —dijo el cardenal.

—Prometo hacer cuanto pueda para obedecerte mi señor —sollozó.

Ponymarrón se levantó.

—Lo siento. ¿Qué es «cuanto pueda»? No se te puede permitir que decidas eso tú mismo. Es sólo una promesa a medias. No, no servirá.

Se dirigió hacia la puerta del refectorio. Dientenegro cayó al suelo, se arrastró tras él y se agarró al borde de su sotana.

—Juro ante Dios —sollozó—. Que la Santa Madre me abandone; que todos los santos me maldigan, si fracaso. Prometo obedecerte, mi señor. ¡Lo prometo!

El cardenal lo observó con desdén durante un momento.

—Muy bien, entonces levántate y ven conmigo, hermano Servil. Ven, por aquí, dame tu brazo. Atraviesa la puerta. Enfréntate a ellos, Dientenegro. Ahora.

Mareado y febril, Dientenegro entró en el refectorio, dio unos cuantos pasos hacia la mesa del abad, miró sus caras y se desmayó.

Lo despertó una voz que decía:

—Dale esto cuando vuelva en sí, padre.

Era el hermano cirujano.

—Muy bien, ve a ver a tu otro paciente —dijo el prior Olshuen.

—Estoy despierto —informó Dientenegro, y se sentó. A la luz de las velas vio que era el único ocupante de la enfermería. El hermano cirujano acudió a su lado, le palpó la frente, y le tendió un vaso de lechoso líquido verde.

—¿Qué es esto?

—Corteza de sauce, tintura de hojas de cáñamo, zúlalo de adormidera, alcohol. No estás muy enfermo. Puedes volver a tu celda mañana si quieres.

—No —dijo el prior—. Tienes que hacer que se recupere lo suficiente como para marcharse dentro de tres días. De lo contrario, tendremos que cargar con él hasta que salga el siguiente carruaje a Valana.

Se volvió hacia Dientenegro; la voz helada.

—Estás confinado. Se te traerá la comida. No hablarás a nadie que tenga más autoridad que tú. Si un hermano enfermo necesita una de las otras camas que hay aquí, regresarás a tu celda. Cuando nos dejes te llevarás tu breviario, tu rosario, tus artículos de aseo, sandalias, y una manta, pero cambiarás tu hábito por el de un novicio. Permanecerás indefinidamente bajo la custodia de tu benefactor, el cardenal Ponymarrón, sin cuya intercesión habrías sido sancionado y expulsado. ¿Está claro?

Dientenegro miró al hombre que había sido su maestro y protector, y asintió.

—¿Tienes algo más que decirnos?

—Desearía confesarme.

El prior frunció el ceño, casi negó con la cabeza, pero dijo:

—Espera a que pase el efecto de la medicina. Se lo preguntaré a Dom Jarad.

—¿Me puedes dar tu bendición? —preguntó Dientenegro con voz muy débil.

Olshuen permaneció un instante lleno de furiosa indecisión, y luego susurró:

—Benedicat te, omnipotens Deus, Pater et Filius et Spi ritus Sanctus.

Trazó una diminuta cruz en el aire y se marchó.