Que los monjes duerman vestidos y ceñidos con cinturones o cordones… pero no con sus cuchillos para que no se corten mientras duermen.
Los hermanos más jóvenes no tendrán camas unos junto a otros, sino entre los mayores.
Regla de san Benito, capítulo 22
Una lámpara de aceite demasiado tenue para permitir la lectura colgaba en cada uno de los nichos donde se almacenaban los libros. Se necesitaba una lámpara de mano para localizar un título en las estanterías. Normalmente se llevaba el libro a la sala de lectura del piso superior, pero Dientenegro repasó el sumario del De Perennibus Sententiis Sectarum Rurum de Duren, su siguiente proyecto, a la luz de una vela que acercaba a las páginas. Enseguida devolvió el libro a su estante y fue a reunirse con el hermano Torrildo, que estaba apoyado contra el viejo generador de esencia eléctrica de Kornhoer, una masa oxidada en una alcoba donde no ardía ninguna luz.
—Sentémonos aquí atrás, donde no nos vea nadie —murmuró Torrildo, y se internó en las densas sombras detrás de la máquina—. El hermano Obohl ha salido, pero no estoy seguro de adónde ha ido.
Dientenegro vaciló.
—No tengo por qué esconderme. Tengo motivos para estar aquí, aunque no haya pedido permiso.
—¡Shhh! No hay que susurrar, pero baja la voz. Sólo se me permite entrar aquí para limpiar. No es que eso importe mucho ahora.
—¿Qué es esa puerta? —Dientenegro señaló con la cabeza la parte trasera del oscuro rincón.
—Sólo un trastero lleno de basura. Partes de la máquina, creo. Ven.
El monje vaciló. La máquina, de algún modo, le producía escalofríos. Le recordaba la silla especial de la capilla, que era en realidad una reliquia sagrada.
Con el incremento de velocidad en los viajes y la comunicación que permitían las conquistas de Hannegan II, el afán por los inventos se había vuelto contagioso en un mundo que empezaba a recuperarse doce siglos después de la desaparición de la Magna Civitas bajo el Diluvio de Fuego. La mayoría de los inventos, naturalmente, eran reinvenciones sugeridas por los pocos registros supervivientes de aquella gran civilización, pero los nuevos aparatos eran, de todas formas, inteligentes y necesarios. Lo que hacía falta en Ciudad Hannegan era un método eficiente y humano de pena capital. Así pues, la construcción de un generador de esencias eléctricas en la Abadía de San Leibowitz en el 3175 d. C. fue seguido pocos años después por la construcción de una silla de esencias eléctricas en Ciudad Hannegan, en el Imperio de Texark. El primer criminal en ser ejecutado por el nuevo método fue un monje leibowitziano cuyo único crimen fue llevar la oferta de santuario del abad a un hijo del difunto Thon Taddeo Pfardentrott, un enemigo del estado Texark, cuyo trabajo en la Abadía Leibowitz había hecho posible muchos nuevos inventos que beneficiaban al Imperio, incluyendo la silla de esencias eléctricas.
Fue la primera y última vez que se utilizó la silla. Hannegan III la había colocado sobre una plataforma en la plaza pública, y, mientras dos tiros de mulas impulsaban el generador eléctrico, el alcalde en persona cortó el lazo que permitía que un muelle cerrara el circuito. Para deleite de la muchedumbre, el voltaje era bajo y el monje murió lenta y ruidosamente. El sistema fue abandonado hasta encontrar un generador mejor. Llegó la energía a vapor, pero la silla nunca fue retirada, porque un Hannegan más reciente encontró al mejor verdugo de este continente en la persona de Wooshin, cuyos antepasados procedían de un continente distinto, y que usaba el hacha con tal maestría y soltura que después de toda una tarde cortando cabezas aún estaba fresco y descansado, capaz de sentarse en profunda meditación durante dos horas antes de cenar.
La silla de esencia eléctrica acabó por ser desmontada y pasada de contrabando a través de las llanuras del sur, y luego salió del Imperio por la frontera del Bahía Fantasma. Reapareció en la Abadía Leibowitz, donde fue colocada en la iglesia sobre la cripta que contenía los huesos del monje que murió en ella, y regularmente, en el día de su muerte, la silla era rociada con incienso y agua bendita, y venerada en su memoria. La Abadía Leibowitz se convirtió en el único monasterio del continente con su propia silla eléctrica. Unos treinta años más tarde, la abadía también recibió al ya anciano verdugo, Wooshin, quien surgió tambaleándose de una tormenta de arena pidiendo agua y santuario. Eso había sido sólo tres años atrás.
—¿Vas a quedarte ahí hasta que me pillen? —preguntó Torrildo con impaciencia.
Dientenegro suspiró y se apretujó en la oscura grieta junto a él. Alguien había apilado en las sombras tras la máquina un montón de gastadas almohadillas, rotas y apestando a moho. Se sentaron cómodamente.
—No sabía nada de eso —dijo Dientenegro, divertido.
—Dientenegro, ¿vas a huir?
El monje guardó silencio durante un rato, reflexionando. Antes había querido salir corriendo hasta el Último Refugio, para tomar una decisión, y luego tal vez volver. Torrildo te palpó el muslo, como buscando una respuesta. Él apartó la mano y suspiró.
—Acabo de leer el sumario del libro de Duren. Es una historia de cultos locales y herejías que siguen apareciendo y resurgiendo en diversos lugares. Dios sabe por qué Dom Jarad quiere traducir al nómada una cosa así. Ni siquiera podré empezar a imaginármelo, hasta que haya leído el libro entero.
—¿No vas a huir?
—¿Cómo puedo hacerlo? Hice votos solemnes.
Torrildo dejó escapar un sollozo en la oscuridad.
—Yo voy a huir.
—Eso es una tontería. Todo lo que necesitas para hacerlo bien es el permiso de Dom Jarad, y para un postulante eso es sólo una formalidad.
—Pero Dom Jarad no está. ¡Tengo que marcharme ahora!
Sus sollozos aumentaron. Dientenegro le pasó un brazo consolador por encima de los hombros. Torrildo se apoyó contra él y lloró silenciosamente.
—Pero bueno, ¿qué es lo que te pasa? —preguntó el monje.
Torrildo alzó la cabeza y acercó su cara a la de Dientenegro. Todo lo que Dientenegro podía ver era una sombra oval con los hermosos ojos de Torrildo en el interior.
—¿Me aprecias de verdad, Dientenegro?
—Claro que sí, Torri. ¡Vaya pregunta!
—Eres el único motivo por el que he aguantado aquí todos estos meses.
—No comprendo.
—Oh, dices que no, pero sí. Ahora ya no puedo seguir quedándome aquí por más tiempo. Sólo te traería problemas. Soy impuro. No te he sido fiel.
—¿De qué estás hablando? ¿Fiel cómo? —Dientenegro se agitó incómodo sobre los colchones mohosos.
—Oh, eres tan listo y a la vez tan ingenuo.
Cogió el rostro de Dientenegro con sus manos finas y blandas.
—Me marcho. ¿Me darás un beso de despedida? —Sintió que Dientenegro daba un respingo, y apartó las manos—. No lo harás, entonces.
—Bueno, claro que sí, Torri.
Cuidadosamente, Dientenegro le ofreció el beso de la paz, primero un beso en la mejilla derecha, luego…
—Ohhhh —suspiró el joven, y lo capturó en un fiero abrazo.
Dientenegro sintió unos labios apretarse contra los suyos, y una lengua tratando de abrirse paso entre sus dientes. Volvió la cabeza y se echó atrás, jadeando. Torri cayó sobre él y tanteó bajo el borde de su túnica, deslizando ambas manos sobre sus piernas. Dientenegro se sintió primero asustado, luego horrorizado de su propia erección, que el excitado Torrildo descubrió con deleite.
—¡Torri, no!
—Sabes que yo debería haber sido una chica…
La puerta del trastero se abrió de golpe. Un brazo huesudo alzó una linterna sobre ellos. Bajo la súbita luz, Dientenegro captó un destello de cuatro piernas desnudas y dos penes erectos.
—¡Sodomitas! —aulló el viejo bibliotecario, el hermano Obohl— Os pillé. Os pillé por fin, escoria. ¡Al despacho del prior, venga!
Lanzó una patada al trasero desnudo de Torrildo, pero falló. Obohl era miope. Una vez poseyó el único par de gafes de la abadía, fabricadas para él en Texark, pero renunció a ellas por motivos religiosos. Agarró el brazo de Torrildo, y le gritó a Dientenegro, que estaba encaramado en la máquina.
—¡Elwen! ¡Hermano Elwen! ¡Baja aquí, sucio marica!
Dientenegro oyó sonido de lucha tras de sí mientras corría hacia la escalera. Se detuvo en el rellano para serenarse, luego atravesó silenciosamente la sala de lectura hasta llegar al patio. Una vez fuera, se detuvo ante la luz cegadora, deslumbrado y confuso. El viejo miope le había confundido con el hermano Elwen, un novicio que trabajaba para el jardinero. Dientenegro había visto a Torrildo y Elwen juntos en varias ocasiones, pero no le había dado importancia. Ahora había sido atrapado en una trampa que el bibliotecario había preparado para otro. El malentendido no duraría. Al otro lado del patio, a plena vista, Elwen estaba a cuatro patas, abonando los rosales. No había ninguna salida honorable. Se dirigía a la sala de copias para informar, pero las cosas podrían volverse embarazosas allí, cuando el prior lo mandara llamar. Se encaminó hacia su celda, pero el sonido de pasos a la carrera le hizo volverse. Era Torrildo, que huía hada la puerta principal. Dientenegro esperaba que seguidamente se armara un alboroto, pero no sucedió nada.
Esperó un minuto entero. Tras una breve oración a san Leibowitz, decidió regresar al sótano. Al pie de la escalera, bajo la tenue luz, sólo había silencio. Halló la vela que había utilizado antes y miró detrás de la máquina. El viejo bibliotecario yacía de espaldas. Se aferraba la cabeza y la movía de un lado a otro. Tenía sangre en la frente. Dientenegro se inclinó imito a él.
—¿Quién anda ahí? —jadeó.
—Dientenegro San Jorge.
—Alabado sea Dios, hermano. Necesito ayuda.
Dientenegro ayudó al anciano a levantarse, a sortear la máquina y a dirigirse tambaleándose hacia la escalera.
—Suéltame. Peso demasiado para ti. Me pondré bien en un momento.
Descansaron unos segundos apoyados en la pared. Entonces Dientenegro se pasó el brazo del bibliotecario alrededor del cuello y lo ayudó a subir los escalones. Obohl gemía y jadeaba.
—Fueron Elwen y Torrildo. Esos maricas. Sabía lo que estaban haciendo allí detrás. Pero no podía atraparlos. Hasta hoy. Demasiado semen, ya sabes. Se derrama. Detrás de esa máquina. Lo llaman el seminario. Vaya. Vaya. ¿Adonde fueron? —Todavía jadeando, miró parpadeante su difuso mundo.
Dientenegro lo sentó cuidadosamente sobre una mesa de la sala de lectura y le hizo tenderse sobre ella. Los monjes que allí leían se levantaron y los rodearon rápidamente. Uno trajo una jarra de agua y limpió la frente del bibliotecario. Otro examinó el corte de su cabeza.
—¿Qué te ha ocurrido, hermano? —preguntó otro.
—Los pillé. Finalmente los pillé. El hermano Torrildo y el hermano Elwen de nuevo, haciéndolo detrás del ídolo eléctrico. Torrildo me golpeó… con algo.
—Torrildo te golpeó, en efecto —dijo Dientenegro—. Pero Elwen no estaba allí. Era yo, Dientenegro San Jorge.
Se dio la vuelta y se fue caminando sin prisa hasta su celda. Se tumbó de espaldas y contempló la imagen del Inmaculado Corazón de la Virgen hasta que vinieron a por él.
Si no fuera por el hecho de que acarrear estiércol se consideraba un castigo público, Dientenegro hubiera preferido este oficio al de traducir la historia desde el punto de vista de un monje para los nómadas, hombres demasiado orgullosos para rebajarse a leer. Sacar la mierda de los retretes y transportarla en carretilla hasta la primera tina era la parte más olorosa de la tarea. Allí la mezclaba con hierbas del jardín, mazorcas de maíz desgranadas, cacto cortado, y desperdicios de la cocina, hasta cuadruplicar el volumen. Cada día pasaba la apestosa mezcla de una tina a la siguiente de la fila, para permitir que el aire penetrara y acelerara el deterioro. Cuando la mezcla alcanzaba la última tina, se deshacía y ya había perdido la mayor parte de su hedor. Desde allí, la cargaba en una carretilla limpia y la trasladaba al gran montón del jardín, donde permanecía a disposición de los cultivadores.
Tres días más tarde, después de una entrevista con el prior, el hermano Elwen saltó el muro. Dientenegro esperaba sentirse aliviado. No fue así. Durante tres semanas completas rezó la oración de acarrear estiércol, ofreciendo cada una de las apestosas paletadas por el alma del pobre Torrildo. Que se fría en el infierno… no es mi deseo, Señor, consiguió rezar.
Nadie le rechazaba ni le daba la espalda (después de que se bañara) pero la vergüenza del castigo público le hizo aislarse. En la soledad de su celda, durante la noche, buscaba cada vez con más fervor ese indescriptible abandono de sí mismo que parecía producirse en una especie de unión con el corazón de la Virgen: un corazón no lleno de pena, sino vacío por la pena, abierto por la pena, carente de esencia por la pena, un corazón que era un pozo de amorosa oscuridad, donde, a veces, atisbaba fugazmente otro corazón, herido pero aún latiendo.
—El Diablo también tiene sus contemplativos, según dicen —fue el duro juicio de su confesor sobre la visión y la práctica devocional privada de Dientenegro.
El foco de la contemplación debe ser Nuestro Señor. La devoción a Nuestra Señora es excelsa, pero demasiados monjes se vuelven hacia ella cuando sienten que sus votos aprietan demasiado, cuando la obediencia se hace dura. ¡La llaman «Refugio de Pecadores», y lo es! Pero hay dos formas de mirarlo: al modo del Señor, y al modo del pecador. Presta atención en el coro, hijo mío, y deja de perseguir visiones por la noche.
Dientenegro aprendió a no mencionar su visión. Vio que su confesor se enfurecía si lo hacía, ¿pues cómo podía un monje profeso que lamentaba sus votos tener una gracia que no fuera la de la contrición y el arrepentimiento? Observó una actitud similar en el prior Olshuen, quien, al final de las tres semanas de su castigo, lo envió de vuelta a su trabajo habitual y, para total mortificación de Dientenegro, también le ordenó que pasara una hora a la semana con el hermano reconciliador de quien recibiría asesoramiento especial.
El hermano reconciliador, un monje llamado Levion, ayudaba cuando hacía falta al hermano cirujano, y era además Conservador de la Memorabilia de ciertas antiguas artes curativas. Se encargaba de los casos de senilidad, ataques nerviosos, depresión, delirio, y… rebeldía. También había sido nombrado exorcista. Olshuen, sin dudar de la versión que daba Dientenegro sobre el incidente del sótano, lo vio como una manifestación de descontento rebelde, y consideraba el descontento como pecado o locura.
No obstante, la devoción de Dientenegro a la Virgen continuó y creció a pesar de esta desaprobación. Releyó a su antiguo héroe, san Leibowitz, al menos temporalmente, para dejar más espacio a la Virgen. Para su nuevo proyecto, había preferido las Ideas perennes de las sectas regionales de Duren en lugar de más Boedullus, en parte porque muchas de las religiones campestres de Duren eran cultos especiales a María, o a alguna diosa local que había tomado prestada la identidad de María y llevaba al Hijo de María en sus brazos. Duren incluso mencionaba a la Doncella del Día nómada. Era una elección que lamentaría rápidamente, a causa de la extrema dificultad que entrañaba el traducir al nómada ideas teológicas, pero al principio se sintió cautivado por una sección («Apud Oregonenses») que trataba de los restos de lo que había sido llamado la Herejía del Noreste unos cuantos siglos atrás. La descripción de las creencias de este culto parecía arrojar algo de luz sobre su propia visión mística.
«Los oregonenses» —escribía Duren—, «consideraban a la Madre de Dios como el Silencio uterino original donde fue pronunciada la Palabra en el momento de la creación. Ella era el oscuro Vacío, preñada de luz y materia, cuando Dios rugió ¡«Fiat»! Silencio y Palabra eran coetáneos, decían, y cada uno contenía al otro».
Esto recordó a Dientenegro la imagen del corazón oscurecido que se convertía en un pozo de oscuridad que contenía a otro corazón vivo. Se sintió profundamente conmovido.
«Por tanto era imposible» —escribía Duren en un párrafo posterior—, «que el miembro de tal culto evadiera la acusación del Inquisidor de haber hecho de la Virgen una cuarta persona divina, una encarnación de la sabiduría femenina de Dios».
Ya que nadie en la abadía podía leer nómada excepto Aguilucho y Vaca Cantora, Dientenegro se sintió a salvo tomándose unas cuantas libertades con una obra tan resistente a la expresión comprensible en aquella lengua primitiva. Para traducir la palabra eculeum («potro»), podía elegir cualquiera de las once palabras nómadas para indicar un caballo joven, y ninguna de ellas era totalmente sinónima. Pero cualquier traducción a un solo término de las palabras latinas «eternidad» o «transustánciala» tan sólo dejaría atónito al lector. Por tanto, dejó los términos teológicos como palabras latinas en el texto nómada, y trató de definirlos con largas notas de composición propia, a pie de página. Pero cada vez que se imaginaba a sí mismo tratando de explicar tales conceptos a su difunto padre o a su tío jefe, esas notas al pie le parecían cargadas de una ligereza que sabía que tendría que eliminar de la versión definitiva. La liviandad hada la tarea menos odiosa, pero reforzaba su convicción de que era inútil.
Tras una ausencia de dos meses, el abad Jarad escribió al prior desde Valana y solicitó, entre otras cosas, que se ofreciera una misa cada semana por la elección de un Papa, pues no veía un rápido final a tan difícil asunto. Sin gobierno, la Iglesia estaba sumida en la confusión y la agitación. La ciudad de Valana era demasiado pequeña para acoger confortablemente a cientos de cardenales con sus secretarios, criados y subalternos. Algunos vivían en graneros.
Escribió poca cosa sobre el cónclave en sí, excepto para advertir, con obvio disgusto, que más de un cardenal se había marchado ya a casa, dejando detrás un conclavista delegado para que depositara su voto. La práctica era permitida por un canon que había sido promulgado para comodidad de los cardenales extranjeros, no los locales, pero estos últimos se aprovechaban de él durante los largos períodos de interregno. En estos casos, el conclavista delegado debía, si era posible, ser miembro del clero de la iglesia neo-romana (o valana) del cardenal titular, y tenía derecho a votar según sus propias convicciones bajo la guía del Espíritu Santo; pero tal de legado siempre se elegía por lealtad, y rara vez se desviaba de los deseos de su cardenal hasta que una elección quedaba clara y debía cambiar su voto para respaldar a un ganador. Tal práctica hacía que fuera aún más difícil llegar a un compromiso, ya que el servidor era siempre menos flexible que el amo. Jarad no hacía ninguna predicción sobre la fecha de su regreso. El mensajero que trajo la carta, sin embargo, se emborrachó un poco en Sanlv Bowitts y expresó su propia opinión sobre el asunto: o bien todos los cardenales nombrarían conclavistas y se irían a casa a pasar el invierno, dejando la elección en un punto muerto, o elegirían a un anciano enfermo que seguramente moriría antes de resolver ningún problema real. Otras noticias y chismorreos fueron llegando poco a poco al monasterio a través de viajeros, guardianes de los caminos papales y mensajeros que hacían noche antes de continuar viaje hacia otros destinos. Se decía que el abad Jarad Cardenal Kendemin había recibido dos votos en la trigésimo octava votación… un dudoso rumor que causó un revuelo de excitación y alegría en la abadía y un arrebato de pánico en el corazón de Dientenegro, quien necesitaba el consentimiento del Papa para ser liberado de sus votos, según las leyes entonces en vigor.
—Lo que dices no tiene sentido —le dijo el hermano reconciliador en su reunión semanal, después de escuchar durante cinco minutos la nerviosa charla de Dientenegro—. Crees que Dom Jarad te tiene agarrado del pescuezo. Piensas que nunca cambiará de opinión. Si vuelve a casa siendo todavía abad, podrás apelar al Papa. Pero si él es el Papa, no tendrá otra cosa mejor que hacer que seguir agarrándote, ¿eh? le pasarás la vida entera traduciendo la Memorabilia al nómada. ¿Por qué supones que Dom Jarad te odia tanto?
—No he dicho que me odiara. Eso lo dices tú.
—Discúlpame. Te tiene agarrado del pescuezo. Tu padre también te tenía agarrado del pescuezo, según dijiste. Lo olvidaba. Fue tu padre quien te odiaba, ¿no?
—¡No! Tampoco he dicho eso exactamente.
Levion hojeó sus notas. Estaban sentados en su celda, que le servía también como despacho: su trabajo como asesor especial no era a jornada completa.
—Hace tres semanas, dijiste exactamente: «Mi padre me odiaba». Lo anoté.
Dientenegro estaba sentado en el camastro de Levion, con la espalda apoyada en la pared. De repente se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas, y empezó a retorcer las manos. Le habló al suelo.
—Si lo dije, quería decir que cuando me odiaba estaba borracho. Odiaba la responsabilidad. Se suponía que criarme era cosa de mi tío jefe. Y además, estaba furioso porque mi madre me enseñó a leer un poco.
Dientenegro se cubrió la boca con la mano, traicionado por esta súbita revelación.
—Aquí hay dos cosas que no comprendo, hermano San Jorge. Primero, viniste aquí siendo analfabeto, ¿no? Segundo, ¿por qué debía tu tío ser responsable en lugar de tu padre?
—Esa es la costumbre en las Llanuras. Los hermanos de la madre se hacen responsables de los hijos. —Dientenegro se sentía cada vez más intranquilo. Miró la puerta.
—Oh, sí, los nómadas son matriarcales. ¿No es eso?
—¡Te equivocas! La herencia es matrilineal. No es lo mismo.
—Bueno, como sea. ¿Así que tu padre se sintió contrariado porque tu madre no tenía ningún hermano?
—Te equivocas otra vez. Ella tenía cuatro hermanos. Mi tío jefe era el mayor. Me enseñó bailes y canciones, me llevaba a los consejos tribales, y eso es todo. No podía convertirme en guerrero. Mi madre no poseía ningún corral, ninguna yegua, y éramos unos marginados.
—¿Yeguas? ¿Qué tienen que ver las yeguas con…?
Dejó sin terminar la pregunta y agitó la mano en el aire como tratando de dispersar el eco.
—No importa. Costumbres nómadas. Nunca desenmarañaré ese entramado. Volvamos al asunto. Sentías la mano de tu padre en tu pescuezo. ¿Dijiste que tu madre te estaba enseñando a leer? Pero dijiste que viniste siendo analfabeto. ¿Mentiste?
Dientenegro apoyó la barbilla en las manos y se miró los pies. Agitó los dedos y no dijo nada.
—Lo que me digas no saldrá de esta habitación, hermano.
El paciente hizo una pausa, luego continuó:
—No sabía leer muy bien, ni hablar mucho monrocoso. Aguilucho y Vaca Cantora no sabían leer nada. Me callé porque todo el mundo pensaba que éramos nómadas auténticos. Si el abad Granedes hubiera descubierto que veníamos de los asentamientos, nos habría hecha volver.
—Ya veo. Así que por eso aprendiste más rápido que Aguilucho y Vaca Cantora. Tu madre ya te había enseñado. ¿Dónde aprendió ella?
—Aprendió lo poco que sabía de un cura de la misión.
Levion guardó silencio durante un rato mientras estudiaba a su casual discípulo.
—¿De quién fue la idea de escapar para unirse a los nómadas salvajes?
—De Vaca Cantora.
—Y cuando los nómadas os rechazaron, ¿de quién fue la idea de venir aquí?
—Mía.
—Dímelo otra vez. ¿Cuándo murió tu madre?
—Hace dos años.
—¿Cuándo le dijiste por primera vez a Dom Jarad que querías abandonar la Orden?
Dientenegro no contestó.
—Fue justo después de que muriera tu madre, ¿verdad?
—Eso no tuvo nada que ver —gruñó.
—¿No? Como fugitivo, ¿qué sentiste al recibir la noticia de que tu madre había muerto?
Sonó la campana. Dientenegro se levantó con una súbita sonrisa, incapaz de ocultar su alivio.
—¿Bien?
—Lo sentí mucho, naturalmente. Ahora tengo que volver al trabajo, hermano.
A Dientenegro le gustaban cada vez menos estas sesiones. No tenía ningún deseo de ser reconciliado por el hermano reconciliador, que parecía tratar su deseo de marchar como un síntoma de enfermedad, cuando no de locura. Mientras corría de regreso a la sala de copistas, resolvió no contarle a Levion nada más sobre sus padres o su infancia.
A causa de su ignorancia sobre la vida nómada, sus entrevistas con el hermano Levion, en vez de reconciliarlo con su vocación, servían para aumentar su nostalgia por aquella vida que nunca había heredado del todo. Recordaba a su madre convirtiéndose al cristianismo, y su padre, que a veces trataba de ejercer sobre él una autoridad de tío, insistiendo en que se preparara para el rito de masculinidad que sabía que nunca se celebraría. La Iglesia prohibió el rito que convertía a los jóvenes en matadores de hombres de un culto guerrero. Pero había recibido entrenamiento y comprendía algo del espíritu guerrero nómada y su frenesí en la batalla. Resultaba difícil decir algo verdadero en respuesta a la pregunta ¿Cómo es la religión nómada? Todo lo que el salvaje nómada hacía tenía una orientación mágica o religiosa. Era difícil decir qué no era religión. Se podía hacer una lista de los ingredientes de una religión: sus ceremonias, sus costumbres, sus leyes, su magia, su medicina, sus oráculos, sus danzas, sus ocasionales ritos de muerte, su Cielo Vacío y su Mujer Caballo Salvaje; y decir que esa lista era su religión, pero la lista omitiría demasiadas cosas de la vida diaria. Había incluso un ritual para defecar.
Inclinado sobre su mesa de trabajo, leyó de nuevo su párrafo favorito de las Ideas perennes de Duren, se detuvo a pensar en su visión, y entonces escribió una nota al pie de su traducción del párrafo:
Esta concepción de la Virgen como el silencio uterino, donde se murmura y se oye la Palabra, parece concordar con la experiencia mística de los contemplativos que han encontrado el corazón vivo de Jesús dentro del oscuro y vacío corazón de María.
Vaciló, no añadió la palabra Traductor, y pensó en arrancar la página. Pero el hermano maestro copista estaba cerca, y cada vez que Dientenegro arrancaba una página, el maestro copista le reprendía, recordándole él coste del papel. «Ya volveré más adelante», pensó, pues empezaba a oscurecer en la sala y no se le permitía más que una vela. Conteniendo una sensación de pecado mortal, recogió su mesa y dejó el asunto para el día siguiente.