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El primer grado de humildad es la obediencia inmediata. Esta es la virtud de aquellos para quienes Cristo es lo más amado; quienes, por el santo servicio que han profesado, y el temor al infierno, y la gloria de la vida eterna, en cuanto el Superior ordena algo, lo reciben como una orden divina y no se permiten ninguna demora en su ejecución.

Regla de san Benito, capítulo 5

Cuando el hermano Dientenegro traducía el undécimo capítulo del séptimo y último volumen de Boedullus, y mientras trabajaba febrilmente para llegar al final, un mensajero especial de Valana, en el Estado Libre de Denver, llegó a la abadía con trágicas noticias. El papa Linus VI, el más astuto si no el más santo de los últimos papas, y el hombre responsable de sanar el cisma posconquista, había muerto de un ataque al corazón mientras estaba metido hasta las rodillas en un helado río truchero y agitaba su caña de pesca ante la delegación de la Curia de la orilla. Afirmaba enfáticamente que el Señor nunca le había dicho a Pedro que dejara de pescar peces cuando le encargó pescar hombres. El papa Pedro había llevado consigo a cinco apóstoles en su barca justo después de la Resurrección, recalcó Linus. Entonces se detuvo, se puso blanco, soltó la caña, y se llevó las manos al pecho. Casi desafiante, susurró: «Voy a pescar», y se desplomó en las aguas heladas. Más tarde se dieron cuenta de que estas últimas palabras procedían de Juan, 21:3.

En cuanto llegó el mensaje, el Eminentísimo y Reverendísimo Cardenal Abad empezó a hacer sus maletas. Notificó a la Estación Papal de Sanly Bowitts que necesitaría una escolta armada para el viaje y encargó al hermano cochero que preparara el par de caballos más veloces y el carruaje más ligero, como si planeara un viaje rápido. Mezcló las lágrimas con un sudor nervioso, mientras alternaba ataques de pena con arrebatos de excitación durante los preparativos del viaje. El Papa muerto lo había nombrado cardenal. Iba a ser su primera elección papal. La comunidad comprendía los contradictorios sentimientos y se apartaba de su camino.

La noche antes de su partida, después de hacer un panegírico de Linus y ofrecer una misa por el difunto, se dirigió a la asamblea de monjes, en el refectorio después de la cena.

—El prior Olshuen realizará las tareas de abad mientras estoy fuera. ¿Me prometéis ofrecerle la misma obediencia en Cristo que me dais a mí?

La congregación murmuró su afirmación.

—¿Se retracta alguien de esta promesa?

Se produjo el silencio, pero Dientenegro sintió que la gente lo miraba.

—Mis queridos hijos, no es propio de este monasterio discutir los asuntos del Sacro Colegio, o la política de la Iglesia y el Estado. —Hizo una pausa, mientras pasaba la vista por el pequeño lago de rostros iluminados por las lámparas—. Sin embargo, tenéis derecho a saber que tal vez mi ausencia sea larga. Todos sabéis que un resultado del cisma fue el nombramiento por parte de los dos rivales pretendientes al papado de un número sin precedentes de cardenales. Y que uno de los términos del acuerdo que acabó con el cisma fue que el nuevo Papa, ahora de santa memoria, ratificaría la elevación de todos esos cardenales, sin importar qué pretendiente hubiera hecho los nombramientos. Así sehizo, y ahora hay seiscientos dieciocho cardenales en el continente, algunos de ellos ni siquiera obispos, unos pocos ni siquiera sacerdotes. Como están casi igualmente divididos entre este y oeste, puede que sea difícil llegar a la mayoría de dos tercios más uno necesaria para elegir Papa. El cónclave puede durar bastante tiempo. Espero que no más de unos cuantos meses, pero no puedo predecirlo de ninguna forma.

»Me temo que de vez en cuando oiréis rumores traídos por los viajeros que pasan por aquí. Mientras continúe el exilio papal de Nueva Roma, rodeada como está por fuerzas de Texark, los enemigos del papado en Valana esperan que vuelva a producirse el cisma, y mantendrán vivos todos los rumores posibles. No hagáis caso a ninguno, os lo suplico.

»La fuerza del Estado ha aminorado. El séptimo Hannegan no es el mismo tirano que el segundo Hannegan, quien, como sabéis, usó la traición y una plaga de ganado para capturar un imperio a los nómadas, introduciendo ganado enfermo entre los rebaños nómadas. Envió su infantería al oeste hasta el río Bahía Fantasma y su caballería persiguió a los fugitivos justo hasta nuestras puertas. Mató al representante del Papa, y cuando el papa Benedicto lanzó un interdicto sobre Texarkana, Hannegan se apoderó de todas las iglesias, tribunales y escuelas. Ocupó las tierras adyacentes a Nueva Roma, forzando a Su Santidad a huir y pedir asilo al caduco Imperio de Denver. Reunió suficientes obispos del este para elegir un anti… o debería decir un Papa rival para que se sentara en Nueva Roma. Y así siguieron sesenta y cinco años de cisma.

»Pero Filpeo Harq es ahora el séptimo Hannegan. En efecto, es heredero del conquistador, pero hay una diferencia. Su predecesor fue un astuto semibárbaro inculto. El monarca actual fue criado y educado para el poder, y algunos de sus maestros fueron educados por nosotros. Así que tengamos esperanza, hijos míos, y recemos.

»Si el Hannegan adecuado se sienta con el Papa adecuado, con la ayuda de Dios, sin duda podrán llegar a un acuerdo y acabar con el exilio. Recemos para que el Papa que elijamos pueda regresar a una Nueva Roma libre de la hegemonía de Texark. En todas partes la gente siente resentimiento por la ocupación, pero no nos servirá de nada discutir dentro del Sacro Colegio si las tropas de Texark deben retirarse o no antes de que el Papa regrese a casa. Esa será una decisión que tendrá que tomar el propio Papa cuando sea elegido.

»Rezad por la elección, pero no por ninguna candidatura. Rezad para que el Espíritu Santo guíe nuestra decisión. La Iglesia necesita ahora un Papa sabio y santo. No un Papa del este o un Papa del oeste, sino un Papa digno de ese antiguo título de “Siervo de los siervos de Dios”.

En voz baja, Dom Jarad añadió:

—Rezad también por mí, hermanos míos. Que tan sólo soy un viejo monje de campo, a quien el papa Linus, quizás en un momento de debilidad, otorgó un solideo rojo. Si alguien en el Colegio tiene un rango inferior al mío, debe ser la mujer… er, Su Eminencia la abadesa de N’Ork, o bien mi joven amigo el diácono Ponymarrón, que sigue siendo seglar. Que vuestras oraciones me aparten de toda locura. Tampoco es que me vaya a vivir entre lobos, ¿no?

Unas risitas apenas audibles hicieron que Jarad frunciera el ceño.

—Para demostrar que no soy enemigo del Imperio, cruzaré el Bahía Fantasma y tomaré la ruta a través de la Provincia. Pero voy a cambiar la misa de mañana. Hoy es día de fiesta de todas formas, así que cantaremos la vieja Misa para la Eliminación del Cisma antes de mi partida.

Extendió los brazos como para abarcar a la multitud, trazó una gran cruz en el aire sobre ella, bajó del podio y abandonó la sala.

Dientenegro se sintió enormemente ansioso. Pidió permiso para hablar con Dom Jarad antes de su partida, pero le fue denegado. Casi dominado por el pánico, encontró al prior Olshuen antes del amanecer, en el claustro, camino a sus maitines, y le tiró de la manga.

—¿Quién es? —preguntó Olshuen, irritado—. Llegamos tarde.

Se detuvo entre las sombras de las columnas que proyectaba una única antorcha.

—Oh, hermano Dientenegro, eres tú. Habla, pues, ¿qué ocurre?

—Dom Jarad dijo que me escucharía cuando terminara con Boedullus. Casi he terminado, pero ahora se marcha.

—¿Dijo que te escucharía? Si no bajas la voz, lo hará ahora, ¿le escucharía respecto a qué?

—Sobre cambiar de trabajo. O abandonar la Orden. Y ahora estará fuera meses y meses.

—Eso no lo sabes. De cualquier manera, ¿qué puedo hacer yo? ¿Y qué quieres decir con abandonar la Orden?

—Antes de que se marche, ¿le recordarás lo mío?

—¿Recordarle el qué?

—No puedo seguir así.

—Ni siquiera preguntaré «¿Cómo?». Llegamos tarde.

Empezó a caminar hacia la iglesia, con Dientenegro pegado a su lado.

—Si Dom Jarad tiene un momento libre esta mañana, y si menciono tu obvia agitación, ¿sabrá de qué se trata?

—¡Oh, estoy seguro que sí, estoy seguro!

—¿Qué era eso de abandonar la Orden? No importa, vamos a cantar maitines. Ven a mi despacho dentro de un par de días, si quieres. O te mandaré llamar. Ahora cálmate. No estará fuera mucho tiempo.

Después de celebrar la Misa por la Eliminación del Cisma, el abad Jarad anunció desde el pulpito su deseo de que se cantara una misa votiva por la elección de un Papa, el día fijado para la apertura del cónclave, y otra misa similar el primer día después de que llegaran a la abadía noticias de Valana, a menos que las noticias informaran de la proclamación de un nuevo Papa. Después, se marchó hacia el río Bahía Fantasma.

Dos docenas o más de monjes, incluyendo a Dientenegro y Torrildo, cubrieron el parapeto de la muralla este y contemplaron la columna de polvo hasta que se perdió en el horizonte.

—Para demostrar que no es enemigo del Imperio, cogerá el camino a través de la Provincia. —Dientenegro repitió amargamente las palabras de su maestro—. Pero lleva guardias armados. ¿Por qué guardias armados?

—¿Eso te desagrada? —preguntó Torrildo, quien normalmente se preocupaba por los sentimientos de Dientenegro y rara vez por sus pensamientos.

—Si fuera un enemigo del Imperio, las cosas podrían ser diferentes para mí, Torrildo.

—¿Cómo?

—Las cosas podrían ser diferentes para todo el mundo, si nadie hubiera hecho concesiones jamás. Y se atrevió a hablarme de perlas a los cerdos.

—No te entiendo, hermano.

—No espero que lo hagas. Si mis propios primos Aguilucho y Vaca Cantora no comprenden, ¿cómo podrías hacerlo tú? —Colocó su mano, tranquilizadora, sobre la de Torrildo, que se hallaba en el parapeto—. Es suficiente con que te preocupes.

—Me preocupo, de verdad que sí. —El postulante lo miraba con aquellos ojos verdigrises que tanto le recordaban la mirada suave y escrutadora de su madre. Había algo femenino en ellos. Cohibido por la intensidad del momento, Dientenegro retiró la mano.

—Claro que sí. Olvidémoslo. ¿Cómo te va con ese difícil Memorabilium?

—Las ecuaciones de Maxwell, se llaman. Puedo decirlas al derecho y al revés, pero no sé qué son ni qué significan.

—Ni yo, pero se supone que no hay que saberlo. Pero puedo decirte una cosa: su significado ha sido desentrañado en los últimos siglos. Se supone que está entre las notas que Thon Taddeo Pfardentrott se llevó consigo a Texark hace unos setenta años. Las ecuaciones de Maxwell se cuentan entre las más grandes Memorabilia, según he oído.

—¿Pfardentrott? ¿No inventó el telégrafo? ¿Y la dinamita?

—Eso creo.

—Bueno, si el significado ya ha sido desentrañado, ¿por qué tengo que seguir memorizándolo?

—Tradición, supongo. No, es más que eso. Sigue repasando las palabras en tu mente, como una oración. Sigue así el tiempo suficiente y Dios te iluminará, eso dicen los mayores.

—Si alguien ha desentrañado el significado, tal vez yo pudiera saberlo.

—Eso podría estropearlo todo, hermano. Pero puedes intentarlo, si quieres. Puedes leer lo que escribió el hermano Kornhoer sobre el tema después de la marcha de Pfardentrott, pero no creo que lo comprendas.

—¿El hermano quién?

—Kornhoer. Inventó esa vieja máquina eléctrica de la cripta.

—Y que no funciona.

—Oh, funcionaba cuando la construyó, pero no era muy útil aquí. Y por algún motivo, su abad nunca le dejó enseñar a nadie cómo arreglarla. ¿Has visto alguna vez una luz eléctrica?

—No.

—Ni yo tampoco. Pero el Palacio de los Hannegans de Texark está lleno de ellas. Y tienen algunas en la universidad. El hermano Kornhoer y Pfardentrott se hicieron amigos, que yo recuerde, pero el abad Jerome no lo aprobaba. Oye, ¿por qué no lees ese cartel que cuelga sobre la máquina de Kornhoer?

—Lo he visto, pero nunca lo he leído. Es una lata limpiar la máquina. Tantas rendijas y piezas para quitar el polvo. —Torrildo era portero del sótano y empleado del almacén—. Nunca me hablas de tu Memorabilium, Dientenegro.

—Bueno, es uno religioso. Creo que no tiene ningún valor científico secreto. Lo llaman «Lista de la compra de san Leibowitz». —Trató de reprimir el arrebato de orgullo por haber recibido el Memorabilium del Fundador, pero Torrildo ni lo advirtió.

—¿Sucede algo especial cuando lo reatas?

—Yo no diría ni que sí ni que no. Tal vez nunca lo he trabajado lo suficiente. Como el propio san Leibowitz solía decir: «Lo que ves es lo que obtienes, tontorrón».

—¿Dónde está recogido ese dicho? ¿Qué significa?

Dientenegro, a quien encantaban los crípticos «Dichos de san Leibowitz» se ahorró la respuesta ya que la campana sonó dando la hora sexta, que marcaba la continuación de la regla de silencio, suspendida por el abad para la mañana de su partida. Los monjes del parapeto empezaron a marcharse.

—Ven a verme al sótano, si tienes una oportunidad —susurró Torrildo, violando la regla.

Los antepasados nómadas de Dientenegro siempre habían dado gran valor a las experiencias religiosas o a los éxtasis mágicos, y esta herencia, aunque pagana, no se contradecía con la tradicional búsqueda mística que tan atractiva y natural encontraba en medio de la vida del monasterio. Pero a medida que su sensación de unidad con sus hermanos profesos se desvanecía gradualmente, se fue sintiendo menos cautivado por los rituales de la comunidad. Las procesiones y los cánticos de los salmos ya no elevaban su espíritu ni lo hacían arder por dentro. Incluso la recepción de la Eucaristía durante la misa no animaba su corazón. Sentía todo esto como una pérdida evidente, a pesar de las dudas sobre su vocación hacia la Orden. Trató de recuperar practicando sus devociones en solitario lo que perdía de los rituales públicos.

Los monjes pasaban a solas en sus celdas tan sólo siete horas cada noche, de las cuales al menos una hora y media se debía pasar en oración meditativa, afectiva o contemplativa. Parte de este tiempo de oración se dedicaba a la lectura de aquellas secciones del divino oficio que su trabajo diario en la abadía les impedía cantar en el coro a horas regulares, pero Dientenegro rara vez necesitaba más de veinte minutos para terminar su breviario y el resto del tiempo lo ofrecía a Jesús y la Virgen. Sin embargo, mientras dormía, sus sueños se teñían a menudo con los mitos de su infancia y con la Mujer Caballo Salvaje a quien había visto.

Más de una vez, su consejero espiritual y confesor le había advertido seriamente contra tomar en serio cualquier manifestación aparentemente sobrenatural que le ocurriera durante el período contemplativo, como una visión o una voz, pues tales cosas solían ser obra del Diablo o bien simplemente los espúreos efectos secundarios de la intensa concentración exigida por la oración meditativa o contemplativa. Cuando las visiones empezaron a presentársele una noche en su celda, las atribuyó a la fiebre, pues había caído enfermo el día anterior y fue excusado del scriptorium.

Aquella vez estaba arrodillado junto a su camastro, sobre una plancha de madera ligeramente acolchada, y miraba sin parpadear una pequeña imagen del Inmaculado Corazón que colgaba de la pared. Cuando su mente divagaba, o surgía un pensamiento, devolvía su atención a la imagen. La pintura era corriente, sin detalles, poco más que un símbolo. La oración era una fijación, sin palabras o pensamientos, de la mente en la imagen y el corazón de la Virgen. Se sentía un poco mareado por la fiebre, y el aturdimiento se apoderó de él mientras permanecía arrodillado allí. De vez en cuando su campo de visión se oscurecía. El corazón empezó a latir y luego a expandirse. Ya no podía concentrar la mirada en él. Su mente parecía zambullirse en un oscuro pasillo hacia el vacío.

Y entonces allí estaba: un corazón vivo suspendido ante él en la negrura del espacio, latiendo al ritmo de su propio pulso. Estaba completo hasta en los últimos detalles. Un agujerito en el ventrículo izquierdo dejaba escapar pequeños borbotones de sangre. Durante un rato no sintió temor ni sorpresa, sino que continuó mirando completamente absorto. Sabía, más allá de las palabras, que no era el corazón de María, pero fue sólo más tarde, reflexionando, que esto le hizo sentir confuso y perplejo. Simplemente aceptó lo que le sucedía, en el momento en que ocurría.

Un golpe en la puerta disolvió el trance. La piel se le erizó ante el brusco cambio en su conciencia.

Benedicamus domino —respondió tras un instante.

Deo gratias —respondió una voz apagada desde el pasillo. Era el hermano Jonan, que despertaba a todo el mundo para maitines. Las pisadas se apagaron.

Dientenegro se levantó y se preparó para su rutina habitual, pero continuó sintiendo, durante todo ese día y el siguiente, el hechizo de la visión. Resultaba desconcertante, incluso después de que las fiebres pasaran.

Puesto que tres días después de la partida de Dom Jarad, el prior Olshuen no lo había mandado llamar, Dientenegro fue a buscarlo. Olshuen era un viejo amigo; había sido su maestro y confesor antes de su nombramiento como prior, pero en ese instante la aparición de su antiguo estudiante en la puerta de su despacho no provocó ninguna sonrisa de bienvenida.

—Oh, bueno, te dije que vinieras a verme, ¿no? —dijo Olshuen—. Bien, puedes sentarte.

Regresó a su silla, apoyó los codos sobre la mesa, unió las yemas de los dedos, y por fin sonrió débilmente a Dientenegro. Esperó.

Dientenegro estaba sentado en el borde de la silla, las cejas alzadas. Esperaba también. El prior empezó a separar los dedos, una pareja cada vez, y a volver a unirlos. Dientenegro siempre encontraba fascinante esta costumbre. Su coordinación era perfecta.

—He venido a preguntar…

—Dom Jarad me dijo que te echara de la sala si venías a pedirme algo más que una bendición, a menos que hubieras acabado con Boedullus, y sé que no lo has hecho. No te echo porque te había invitado.

Fue recalcando cada frase con un movimiento de dedos. Sólo lo hacía cuando estaba nervioso.

—¿Entonces, qué es lo que quieres, hijo mío?

—Una bendición.

Fácilmente desarmado, el amable Olshuen bajó las manos, se inclinó hacia delante y se echó a reír, aliviado.

—Sobre mi petición de ser liberado de mis votos.

La sonrisa desapareció. Se echó hacia atrás, unió de nuevo las yemas de los dedos, y dijo con tono suave:

—Dientenegro, hijo mío. ¡Qué sucio y rastrero niño nómada eres!

—Obviamente has hablado de mí con Dom Jarad, padre prior. —Dientenegro se arriesgó a mostrar una triste sonrisa.

—No dijo nada que quieras oír, y unas cuantas cosas que será mejor que no oigas. Pasó por lo menos medio minuto en el tema, hablando rápido. Entonces me dijo que te echara, y se marchó.

Dientenegro se levantó.

—Antes de echarme, ¿te importaría decirme cómo puedo averiguar el procedimiento?

—¿El procedimiento para qué, para abandonar tus votos?

Olshuen esperó a que Dientenegro asintiera, y luego continuó:

—Bueno, gira a la derecha cuando salgas por la puerta. Recorre el pasillo hasta la escalera y luego baja al claustro. Ve a la entrada principal y sal al patio. Al otro lado del patio está la puerta principal, y al otro lado, el camino. A partir de ahí, haz lo que quieras. El camino de tu nuevo futuro está abierto ante ti.

No le pareció necesario añadir que Dientenegro quedaría excomulgado, que no podrían darle trabajo en muchos sitios, que estaría privado de todo derecho para recurrir a los tribunales eclesiásticos, apartado de los sacramentos, que sería repudiado por el clero y los piadosos de entre los seglares, y que sería fácil víctima de todo aquel que se diera cuenta de que no podía presentar ninguna demanda ante los tribunales.

—Me refería a salir legalmente, por supuesto.

—Hay libros sobre ley canónica en la biblioteca.

—Gracias, padre prior.

Dientenegro empezó a marcharse.

—Espera —dijo el prior, deteniéndolo—. Dime, hijo mío… Después de que hayas acabado con Boedullus… esto es hipotético, ¿entiendes? Si entonces te dan la opción de elegir tu trabajo, ¿qué pensarías de lo otro?

El monje vaciló.

—Probablemente me lo pensaría otra vez.

—¿Cuánto te falta para terminar?

—Diez capítulos. Olshuen suspiró.

—Vuelve a sentarte.

Rebuscó entre los papeles de su mesa hasta encontrar un sobre sellado. Dientenegro pudo ver su propio nombre en él, escrito con la letra de Dom Jarad. El prior lo abrió, desplegó la hoja que contenía, la leyó despacio y miró a Dientenegro. Unió otra vez las yemas de sus dedos, y empezó a unirlas y desunirlas por parejas, como antes.

—¿Una elección de trabajo?

—Sí… te dejó elegir. Cuando termines El libro de las orígenes puedes hacer Huellas de las primeras civilizaciones del mismo autor. A menos que estés cansado y harto del Venerable Boedullus.

—Estoy cansado y harto del Venerable.

—Entonces se te encomendará la traducción de las Ideas perennes de las sectas regionales, de Yogen Duren. —¿Al nómada?

—Por supuesto.

—Gracias, padre prior.

Dientenegro recorrió el pasillo hasta la escalera, descendió al claustro, salió por la entrada principal, cruzó el patio y salió al camino tras atravesar la puerta principal. Permaneció allí durante un rato, contemplando inseguro el árido paisaje. Sendero abajo se hallaba la aldea de Sanly Bowitts, y varios kilómetros más allá de la aldea se alzaba la colina plana llamada la Meseta del Último Refugio. Había montañas a lo lejos, con unas cuantas colinas antes. La tierra estaba cubierta aquí y allá de cactos y yucas, con hierbas dispersas y mesquites creciendo en las partes bajas. Había antílopes en la distancia, y pudo oír al hermano pastor conduciendo su rebaño a través del paso, mientras su perro ladraba a los talones de una oveja retrasada.

Una carreta tirada por una mula de carga se detuvo, envolviendo a Dientenegro en una fina nube de polvo.

—¿Vas al pueblo, hermano? —preguntó su hirsuto conductor desde el pescante en lo alto de un montón de sacos de grano.

Dientenegro se sintió tentado a dejar atrás el poblado y llegar hasta el Ultimo Refugio. Se decía que estaba encantado, un lugar donde los monjes iban a veces solos (con permiso) para tener una especie de prueba espiritual en el desierto. Pero tras una breve pausa, sacudió la cabeza.

—Muchas gracias, buen campesino.

Regresó a través de la entrada principal y se encaminó a las criptas del sótano. La tradición decía que cuando san Leibowitz fundó la Orden, aquí no había nada más que un antiguo bunker militar o un depósito temporal de municiones que él y sus ayudantes habían camuflado para que se pudiera pasar a un tiro de piedra de distancia sin reparar en su existencia. Fue en este sitio donde se conservaron las primeras Memorabilia. Según Boedullus, no se construyó ninguna vivienda en este lugar hasta mediados del siglo veintiuno. Los monjes habían vivido en ermitas dispersas y venían aquí solamente para depositar libros y registros hasta que la furia de la Simplificación hubiera pasado y el peligro de los cabezas rapadas y los simplificadores se hubiera desvanecida. Aquí, todavía bajo tierra, las antiguas Memorabilia y los Comentarios posteriores esperaban un destino que, quizás, ya había llegado y que se alejaba rápidamente.