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Escucha, hijo mío, los preceptos de tu maestro, y abre el oído de tu corazón.

El primer párrafo de la Regla

Seas quien seas, por tanto, tú que te apresuras hacia la patria celestial, cumple con la ayuda de Cristo esta mínima Regla que hemos escrito para los principiantes; y luego, bajo la protección de Dios, alcanzarás las alturas superiores de doctrina y virtud que hemos mencionado anteriormente.

El último párrafo de la Regla

Entre estas dos líneas, escritas hacia el año 529 de Nuestro Señor, en una era oscura, se encuentran las prescripciones de san Benito para una forma de vida monástica que ha prevalecido incluso a la sombra de la Magna Civitas.

Mientras temblaba sentado en el oscuro corredor ante la sala de reuniones a la espera de que el tribunal terminara de decidir su caso, el hermano Dientenegro San Jorge, A. O. L., recordó la ocasión en que su tío jefe le había llevado a ver a la Mujer Caballo Salvaje en una ceremonia tribal de los nómadas de las Llanuras y cómo el diácono («Mestizo») Ponymarrón, que en ese momento se hallaba en misión diplomática en las Llanuras, trató de exorcizar a los sacerdotes con agua bendita y expulsar el espíritu de la Mujer de la casa del consejo. Se produjo un tumulto, y el joven diácono, que todavía no era cardenal, resultó atacado por unos chamanes («médicos brujos») que fueron ejecutados sumarísimamente por el recién bautizado sharf nómada. Dientenegro tenía entonces siete años y no había llegado a ver a la Mujer, pero su tío jefe insistía en que había estado allí, ante el humo de la hoguera, hasta que empezaron los problemas. Creía a su tío jefe, como tal vez no habría creído a su padre. Más tarde, antes de huir de casa, la llegó a ver dos veces; una de día, montando a pelo y desnuda a lo largo de la cima de unas colinas, y otra a la luz de las hogueras, cuando rondaba como la Bruja Nocturna a través de la oscuridad, más allá del círculo del campamento. Con toda seguridad, recordaba haberla visto. Hoy sus lazos con el cristianismo exigían que recordara esas visiones como alucinaciones infantiles. Una de las acusaciones menos plausibles en su contra era que la había confundido con la Madre de Dios.

—El tribunal se estaba tomando su tiempo. No había ningún reloj en el salón, pero como mínimo había pasado una hora desde que Dientenegro testificó en su propia defensa y fue invitado a abandonar la sala de reuniones, que era en realidad el refectorio de la abadía. Trató de no especular sobre la causa del retraso, o sobre el hecho de que la casualidad hubiera puesto al diácono, ahora cardenal («Diácono Rojo») Ponymarrón, en el papel de amicus curiae[1] en la vista. El cardenal había llegado de la Santa Sede hacía tan sólo una semana, y era bien sabido, aunque no anunciado, que su propósito al venir aquí era discutir con el abad cardenal Jarad la elección papal (la tercera en cuatro años) que sería convocada a la muerte del actual Papa.

Dientenegro no acababa de decidir si la participación del eminente Mestizo en el juicio era favorable o desfavorable para su causa. Igual que recordaba la noche del exorcismo, también recordaba que en aquellos días Ponymarrón no era amigo de los nómadas de las Llanuras, fueran salvajes o mansos. El cardenal había sido criado por monjas en territorio conquistado por Texark. Le habían dicho que su madre, una nómada, había sido violada por un jinete texarkano, y luego había abandonado al bebé al cuidado de las hermanas. Pero en los últimos años, el cardenal había aprendido a hablar la lengua nómada, y pasaba mucho tiempo y esfuerzos forjando una alianza entre los salvajes de las Llanuras y el papado exiliado en su refugio de Valana, en las montañas Rocosas. El propio Dientenegro era de pura sangre nómada, aunque sus difuntos padres habían sido reubicados en granjas. Su madre no poseía ninguna yegua, y por tanto él no tenía ningún estatus entre las tribus salvajes. Su etnia no había sido ningún impedimento durante su vida como monje; los hermanos eran tolerantes con las faltas, excepto en asuntos de fe. Pero en el llamado mundo civilizado del exterior, ser un nómada le resultaría peligroso a no ser que viviera en las Llanuras.

Había oído voces altas en el refectorio, pero no pudo distinguir las palabras. De un modo u otro, para él ya se había acabado todo y sólo quedaba la ruptura definitiva, y eso estaba resultando lo más difícil.

A unos pasos del banco donde debía esperar había un hueco en el pasillo, y en él se encontraba una estatua de san Leibowitz. El hermano Dientenegro se levantó y se dirigió allí a rezar, desobedeciendo así la última orden que le habían dado: «Siéntate aquí, quédate aquí». Romper su voto de obediencia empezaba a ser un hábito. Incluso un perro se sentaría y esperaría, le recordó su demonio.

Sánete Isaac Eduarde, ora pro me!

El reclinatorio estaba demasiado cerca de la imagen para poder mirar a la cara del santo, así que rezó a sus pies descalzos, que se alzaban sobre un haz de leña. De todas formas, conocía perfectamente el viejo rostro arrugado.

Recordó que cuando llegó por primera vez a la abadía, el abad de entonces, Dom Gido Graneden, ya había ordenado que sacaran la estatua de su despacho, su tradicional lugar de reposo, y que la colocaran en el pasillo donde estaba ahora. El predecesor de Graneden había cometido el sacrilegio de hacer pintar la hermosa talla de madera antigua con «colores naturales», y Graneden, que la amaba en su estado original, no soportaba verla con la sonrisita pintada y los ojos vueltos hacia arriba de manera imposible, ni aguantaba el olor y el ruido que implicaba hacer su restauración en su lugar original. Dientenegro nunca había visto la estatua pintada. A su llegada, la cabeza y los hombros de un hombre de madera surgían de lo que parecía ser el pecho de un santo de escayola. La iban tratando por pequeñas áreas con un compuesto de fosfato preparado por el hermano farmacéutico y el hermano portero. En cuanto la pintura empezaba a hacer ampollas, la limpiaban escrupulosamente, tratando de evitar cualquier abrasión de la madera. El proceso era muy lento, y para cuando se acabó la restauración, él ya llevaba más de un año en la abadía. Para entonces, un archivador había ocupado su lugar en el despacho del abad, así que aquí seguía.

Aún ahora la restauración distaba mucho de ser completa, al menos para aquellos que recordaban su estado original. De vez en cuando el hermano carpintero se paraba a mirarla con el ceño fruncido, y luego se ponía a trabajar en las grietas alrededor de los ojos con un palillo, o a hurgar entre los dedos con papel de lija fino. Le preocupaba lo que el disolvente pudiera haberle hecho a la madera, así que con frecuencia la untaba con aceite y la pulía amorosamente. La talla había sido realizada hada casi seiscientos años por un escultor llamado Fingo, a quien el beato Leibowitz (aún por canonizar) se le había aparecido en una visión. El enorme parecido entre la estatua y una máscara mortuoria que Fingo no había visto nunca se empleó como argumento para la canonización, porque parecía confirmar que la visión de Fingo era cierta.

San Leibowitz era el santo favorito de Dientenegro, después de la Santa Virgen, pero ahora era hora de marcharse. Se persignó, se levantó y regresó como un perro al banco donde debía esperar. Nadie le había visto rezar excepto su demonio, que lo llamó hipócrita.

Dientenegro recordaba con claridad la primera vez que pidió que lo liberaran de sus votos perpetuos como monje de la Orden de San Leibowitz. Muchas cosas habían sucedido ese año. Fue el año en que llegó la noticia de la muerte de su madre. También fue el año en que el abad Jarad recibió el solideo rojo enviado por el Papa en Valana y el año en que Filpeo Harq fue coronado séptimo Hannegan de Texark por su tío Urion, el arzobispo de esa ciudad imperial. Pero quizá lo más importante, fue el tercer año de trabajo de Dientenegro (trabajo que le había sido asignado por el propio Dom Jarad) en la traducción de los siete volúmenes del Líber Originum del Venerable Boedullus; aquel intento erudito pero enormemente especulativo de reconstruir, a partir de la evidencia de acontecimientos posteriores, una historia plausible del más sombrío de todos los siglos, el veintiuno. Debía traducirlo del viejo neolatín monástico del autor al más impensable de los idiomas, la propia lengua materna del hermano Dientenegro, el dialecto saltamontes de los nómadas de las Llanuras, para el que ni siquiera existía un alfabeto fonético adecuado con anterioridad a las conquistas (3174 y 3175 A. D.) del Hannegan II en lo que antiguamente se llamó Texas.

Dientenegro había pedido varías veces que lo liberaran de esta tarea antes de solicitar lo que realmente temía: que lo liberaran de sus votos; pero Dom Jarad encontró su actitud peculiarmente testaruda, obtusa y desagradecida. El abad había concebido la idea de una pequeña biblioteca nómada que quería crear como donación de la alta cultura de la Memorabilia de la civilización cristiana monástica a las tribus que todavía vagaban por las Llanuras del norte; pastores trashumantes que un día serían alfabetizados por misioneros antaño comestibles, que ya tenían mucho trabajo, y considerados no comestibles desde el Tratado de la Yegua Sagrada acordado entre las hordas y los estados agrarios adyacentes. Como la tasa de alfabetismo entre las tribus libres de las Hordas Saltamontes y Perro Salvaje que deambulaban con su velludo ganado al norte del río Nady Ann era aún de menos del cinco por ciento, la utilidad de tal biblioteca era algo sólo tenuemente entrevisto, incluso por el señor abad hasta que el hermano Dientenegro, en su ansia inicial por complacer a su maestro, explicó a Dom Jarad que los tres principales dialectos de los nómadas diferían menos para el lector que para el oyente, y que por medio de una ortografía híbrida y evitando giros idiomáticos especiales de cada tribu, la traducción podría ser comprendida incluso por un ex nómada instruido, súbdito de Hannegan VI en el sur, donde el dialecto conejo seguía hablándose en las chozas, los campos y los establos, mientras que la lengua ol’zark de la clase gobernante se hablaba en las mansiones, los tribunales y los barracones policiales.

Allí la tasa de alfabetización de la mal nutrida nueva generación de conquistados se había elevado a uno de cada cuatro, y cuando Dom Jarad imaginó a semejantes paletos recibiendo iluminación de gente como el gran Boedullus y otros notables de la Orden, no hubo quien lo disuadiera del proyecto.

Que el proyecto era vano y fútil era una opinión que el hermano Dientenegro no se atrevía a expresar, así que durante tres años protestó por lo inadecuado de su talento para tal tarea y recalcó la pobreza intelectual de su propio trabajo. Suponía que el abad no tenía forma de demostrar lo contrario, pues aparte de él, sólo los hermanos Aguilucho Santa María y Vaca Cantora Santa Marta, sus antiguos compañeros, comprendían el nómada lo suficientemente bien para leerlo, y sabía que Dom Jarad no les pediría que lo hicieran. Pero Jarad le había obligado a hacer una copia extra de un capítulo y la envió a un amigo en Valana, un miembro del Sacro Colegio que hablaba un excelente conejo. El amigo estuvo encantado y expresó su deseo de leer los siete volúmenes cuando el trabajo estuviera terminado. El amigo era nada menos que el Diácono Rojo, el cardenal Ponymarrón. El abad llamó al traductor a su despacho y le leyó su carta de alabanza.

—Y el cardenal diácono Ponymarrón ha estado implicado personalmente en la conversión al cristianismo de varias prominentes familias nómadas. Y por eso, ya ves… —Hizo una pausa cuando el traductor empezó a llorar—. Dientenegro, hijo mío, no comprendo. Ahora eres mi hombre educado, un erudito. Naturalmente eso es secundario a tu vocación de monje, pero no sabía que te importara tan poco lo que has aprendido aquí.

Dientenegro se secó los ojos con la manga de su túnica y trató de expresar su gratitud, pero Dom Jarad continuó:

—Recuerda lo que eras cuando viniste aquí, hijo. Vosotros tres, con quince años y sin saber hablar una palabra civilizada. No sabías escribir tu nombre. Nunca habías oído hablar de Dios, aunque parecías saber suficiente sobre duendes y brujas de la noche. Pensabas que el borde del mundo estaba al sur de aquí, ¿no?

—Sí, Domme.

—Muy bien, ahora piensa en los cientos, en los millares de jóvenes salvajes que son como tú eras entonces. Tus parientes, tus amigos. Bueno, quiero que sepas: ¿qué podría ser mejor para ti, qué podría causarte más satisfacción, que transmitir a tu pueblo parte de la religión, la civilización, la cultura que has encontrado aquí en la Abadía de San Leibowitz?

—Quizás el padre abad lo ha olvidado —dijo el monje, que se había convertido en un hombre de treinta años, flaco y de rostro triste, cuyos furiosos antepasados no se reflejaban en absoluto en su suave aspecto y sus modales educados—. Yo no nací libre, ni salvaje. Mis padres no nacieron libres, ni salvajes. Mi familia no poseía caballos desde la época de mis bisabuelas. Hablábamos nómada, pero éramos granjeros, ex nómadas. Los auténticos nómadas nos llamaban comedores de hierba y nos escupían a la cara.

—¡Esa no es la historia que contaste al llegar aquí! —acusó Jarad—. El abad Graneden creyó que erais nómadas salvajes.

Dientenegro bajó la mirada. Dom Graneden lo habría enviado a casa de haberlo sabido.

—Así que los auténticos nómadas os habrían escupido a la cara, ¿no? —resumió pensativo Dom Jarad—. ¿Es ése el motivo? ¿Prefieres no lanzar semejantes perlas a los cerdos?

El hermano Dientenegro abrió la boca y la cerró. Se puso rojo, se enderezó, se cruzó de brazos, se cruzó de piernas, las descruzó deliberadamente, cerró los ojos, empezó a fruncir el ceño, inspiró profundamente, y se puso agruñir entre dientes.

—No perlas…

El abad Jarad lo interrumpió para impedir una explosión.

—Eres pesimista respecto a las tribus reubicadas. Piensas que no tienen ningún futuro. Bueno, pues yo pienso que sí, y el trabajo va a hacerse, y tú eres el único que puede hacerlo. ¿Recuerdas la obediencia? Olvida el propósito del trabajo, si no puedes creer en él, y encuentra tu propósito en el propio trabajo. Ya conoces el dicho: «Trabajar es rezar». Piensa en san Leibowitz, piensa en san Benito. Piensa en tu vocación.

Dientenegro recuperó el control de sí mismo.

—Sí, mi vocación —dijo amargamente—. Una vez pensé que había sido llamado al mundo de la oración… de la oración contemplativa. O eso me dijeron, padre abad.

—Bien, ¿quién te dijo que los monjes contemplativos no trabajan, eh?

—Nadie. No he dicho…

—Entonces debes pensar que la erudición es un tipo de trabajo equivocado para un contemplativo, ¿no? ¿Piensas que frotar suelos de piedra o sacar paletadas de mierda de los retretes te acercaría más a Dios que traducir al Venerable Boedullus? Escucha, hijo mío, si la erudición es incompatible con la vida contemplativa, ¿para qué sirvió la vida de san Leibowitz? ¿Qué hemos estado haciendo en el desierto del suroeste durante doce siglos y medio? ¿Qué hay de los monjes que han sido elevados a la santidad en el mismo scriptorium donde tú trabajas ahora?

—Pero no es lo mismo.

Dientenegro se rindió. Había caído en la trampa del abad y para escapar de ella tendría que obligar a Jarad a reconocer una distinción que sabía que evitaba deliberadamente. Había un tipo de «erudición» que había llegado a ser una forma de práctica religiosa contemplativa peculiar de la Orden, pero no era el agotador trabajo de traducir a los venerables historiadores. Sabía que Jarad se refería al trabajo, aún practicado como ritual, de preservar la Memorabilia Leibowitziana, los registros fragmentarios y raramente comprensibles de la Magna Civitas, la Gran Civilización, registros salvados de las hogueras de la Simplificación por los primeros seguidores de Isaac Edward Leibowitz, el santo favorito de Dientenegro después de la Virgen. Los últimos seguidores de Leibowitz, hijos de una época de oscuridad, habían emprendido la abnegada y relativamente mecánica tarea de copiar y recopiar aquellos misteriosos registros, memorizándolos e incluso cantándolos en el coro. Un trabajo tan tedioso requería una atención total y carente de pensamiento, para que la imaginación no añadiera algo que tuviera significado para el copista entre un ininteligible entramado de líneas en un diagrama de un proyecto perdido del siglo veinte. Exigía una inmersión del yo en el trabajo que era la oración. Cuando el hombre y la oración estaban completamente unidos, un sonido, o una palabra, o el tañido de la campana del monasterio, podían hacer que el hombre alzara asombrado la cabeza del scriptorium para descubrir que el mundo cotidiano que lo rodeaba estaba misteriosamente transformado, y brillaba con la inmanencia divina. Quizá miles de cansados copistas habían entrado de puntillas en el paraíso a través de aquella iluminada puerta de piel de oveja, pero ese trabajo no se parecía al agotador trabajo intelectual de llevar Boedullus a los nómadas. Pero Dientenegro decidió no discutir.

—Quiero regresar al mundo, Dommé —anunció con firmeza.

Un silencio mortal fue la respuesta. Los ojos del abad se convirtieron en dos rendijas resplandecientes. Dientenegro parpadeó y desvió la mirada. Un insecto entró zumbando por la ventana abierta, revoloteó dos veces por la habitación, y se posó en el cuello de Jarad; allí, se paseó un instante, echó a volar de nuevo y salió por la misma ventana por la que había entrado.

A través de la puerta cerrada de la habitación adyacente, la débil voz de un novicio o un postulante recitando su Memorabilium penetró en el silencio sin disminuirlo:

—… y la curva del vector de intensidad del campo magnético es igual al factor temporal de variación del vector de densidad del flujo eléctrico, aumentado a cuatro pi veces el vector de densidad de la corriente. Pero la tercera ley declara que la divergencia del vector de densidad del flujo eléctrico sea…

La voz era suave, casi femenina, y rápida como un monje recitando el rosario, la mente reflexionando sobre uno de los Misterios. La voz era familiar, pero Dientenegro no podía situar a su propietario. Dom Jarad suspiró por fin y habló. —No, hermano Dientenegro, no deshonrarás tus votos. Tienes treinta años, pero fuera de estos muros, ¿qué sigues siendo? Un fugitivo de catorce años sin sitio adonde ir. ¡Bah! Las buenas gentes del mundo te desplumarían como a un pollo. Tus padres están muertos, ¿no? Y la tierra que araban no les pertenecía, ¿verdad?

—¿Cómo puedo ser liberado, padre abad?

—Testarudo, testarudo. ¿Qué tienes contra Boedullus?

—Bueno, para empezar, desprecia a los mismos nómadas…

Dientenegro se detuvo. Había caído en otra trampa. No tenía nada contra Boedullus. Le gustaba. Para ser un santo de la edad oscura, Boedullus era racional, inquisitivo, lleno de inventiva… e intolerante. Era la intolerancia del civilizado hacia el bárbaro, del dueño de la plantación hacia el pastor trashumante, de Caín hacia Abel. Era la misma intolerancia de Jarad. Pero el ligero desprecio de Boedullus hacia los nómadas no tenía nada que ver con el tema. Dientenegro odiaba todo el proyecto. Pero al otro lado de la mesa, frente a él, estaba sentado su creador, dirigiéndole miradas dolidas. Dom Jarad siempre era el superior monástico de Dientenegro, pero ahora era más que eso. Además del anillo de abad, ahora llevaba el solideo rojo. Siendo el Eminentísimo y Reverendísimo Jarad Cardenal Kendemin, un príncipe de la Iglesia, bien podría ostentar el título de «Vencedor de Todas las Discusiones».

—¿Hay algún modo de que pueda salir, mi señor? —volvió a preguntar.

Jarad dio un respingo.

—¡No! Tómate tres semanas libres para despejar tu cabeza, si quieres. Pero no vuelvas a preguntarme eso. No intentes chantajearme con alusiones como ésa.

—No es una alusión, ni un chantaje.

—¿Ah, no? Si no te asigno otra misión, saltarás el muro, ¿no?

—No he dicho eso.

—¡Bien! Entonces escucha, hijo mío. Con tu voto de obediencia, sacrificas tu voluntad personal. Prometiste obedecer, y no sólo cuando te apeteciera. Tu trabajo te resulta una cruz, ¿verdad? Entonces da gracias a Dios y cárgala. ¡Ofrécesela, ofrécesela!

Dientenegro suspiró, miró al suelo, y lentamente asintió con la cabeza. Dom Jarad sintió la victoria y continuó:

—No quiero volver a oír nada más sobre este tema, no hasta que hayas terminado los siete volúmenes.

Se levantó. Dientenegro se levantó también. El abad despidió al copista, riéndose como si todo hubiera sido una broma.

El hermano Dientenegro se cruzó con el hermano Vaca Cantora en el pasillo, camino de vísperas. La regla de silencio imperaba y ninguno de los dos habló. Vaca Cantora sonrió. Dientenegro frunció el ceño. Sus dos amigos fugados de las plantaciones de trigo sabían por qué había ido a ver a Dom Jarad, y ninguno mostraba compasión alguna. Ambos pensaban que su trabajo era cómodo. Vaca Cantora trabajaba en la nueva imprenta. Aguilucho trabajaba en la cocina como segundo cocinero.

Esa noche en el refectorio vio a Aguilucho. El segundo cocinero estaba al final de la cola, sirviendo puré en los platos con una gran cuchara de madera. Al pasar, cada hombre murmuraba «Deo gratias» y Aguilucho asentía, como diciendo «No hay de qué».

Cuando Dientenegro se acercó, Aguilucho ya tenía una gran masa de gachas en la cuchara. Dientenegro se arrimó el plato al pecho e indicó demasiado con los dedos, pero Aguilucho se volvió para dar instrucciones «necesarias» a un pinche. Cuando Dientenegro acercó el plato, Aguilucho lo llenó hasta arriba.

—¡Quita la mitad! —susurró Dientenegro, rompiendo el silencio—. ¡Dolor de cabeza!

Aguilucho se llevó el índice a los labios, negó con la cabeza, señaló un cartel —normas sanitarias— tras el mostrador, luego señaló el cartel de la salida, donde un monitor de basura comprobaba si había desperdicios.

Dientenegro dejó la bandeja sobre la marmita. Con la mano derecha cogió el montón de gachas, con la mano izquierda agarró la parte delantera de la túnica de Aguilucho. Le frotó las gachas en la cara hasta que Aguilucho le mordió el pulgar.

El prior llevó la noticia directamente a la celda de Dientenegro: Dom Jarad le había liberado de su trabajo en el scriptorium durante tres semanas, para que pudiera rezar la oración de frotar el suelo de piedra para los cocineros, en la cocina y la zona del comedor. Durante veintiún días, Dientenegro soportó el perdón burlón de Aguilucho mientras permanecía arrodillado sobre las piedras cubiertas de jabón. Más de un año pasó antes de que volviera a plantear la cuestión de su trabajo, su vocación, y sus votos.

Durante este año, Dientenegro sintió que el resto de la comunidad había empezado a vigilarlo con atención, y notó un cambio. Fuera éste producido por la actitud de los demás, o se debiera por completo a él, su efecto fue la soledad. De vez en cuando se notaba aislado. En el coro, se atragantaba con las palabras «Un pan y un cuerpo, aunque muchos, somos». Su unidad con la congregación ya no parecía tan firme. Había pronunciado las palabras «Quiero marcharme», quizás antes de creerlas realmente; pero no sólo había murmurado semejante cosa al abad, había permitido que sus amigos se enteraran del incidente. Entre los profesos, entre aquellos que a través de votos solemnes se habían entregado irrevocablemente a Dios y al Modo de la Orden, un monje que lo lamentaba era una anomalía, una fuente de inquietud, un portento, algo que suscitaba piedad. Algunos lo evitaban. Algunos lo miraban de forma extraña. Otros eran excesivamente amables.

Encontró nuevos amigos entre los miembros más jóvenes de la comunidad, novicios y postulantes aún no comprometidos del todo con el Modo. Uno de ellos era Torrildo, un joven de encanto élfico quien en su primer año en la abadía ya se había destacado por su capacidad de meterse en líos. Cuando enviaron a Dientenegro durante tres semanas a las cocinas para que cumpliera su penitencia fregando suelos, encontró a Torrildo ya allí frotando como castigo por alguna infracción no hecha pública, y pronto se enteró de que Torrildo era aquella voz apagada que recitaba un Memorabilium en la habitación adyacente al despacho de Dom Jarad durante la desgraciada entrevista del monje profeso. Diferían enormemente en intereses, origen, carácter y edad, pero el castigo común los acercó lo suficiente para que se formara entre ellos un lazo de unión.

Torrildo se alegró de encontrar un monje de más edad que no fuera impecable. Dientenegro, aunque no llegaba a admitir que envidiaba la relativa libertad del postulante para marcharse, empezó a imaginarse a sí mismo en la situación de Torrildo, con sus problemas, su encanto, sus talentos (que a muchos les pasaban desapercibidos). Empezó a darle consejos, y se sintió halagado cuando Vaca Cantora le dijo agriamente que Torrildo estaba copiando sus gestos y empezaba a hablar igual que él. Se convirtió en algo parecido a una relación de padre e hijo, pero lo apartó aún más de las filas de los profesos, quienes parecían no mirar con buenos ojos la relación.

Empezó a tener problemas para distinguir el desagrado de la comunidad del desagrado de su propia conciencia. Una noche soñó que se arrodillaba en la capilla para tomar la comunión.

—Que el Cuerpo de Jesucristo te conduzca a la vida eterna —repetía el sacerdote a cada comulgante, pero cuando se acercó, Dientenegro vio que era Torrildo, quien, al colocar la hostia en su lengua, se inclinaba y susurraba:

—Uno de los que come pan aquí conmigo me traicionará.

Dientenegro se despertó atragantándose y ahogándose. Trataba de escupir un sapo vivo.