30

Erlendur llevaba la urna en las manos. Era una simple urna de cerámica pintada de verde con una bonita tapa. Se la habían entregado metida en una caja de cartón. Contenía las cenizas de Marion Briem. Miró la pequeña fosa antes de inclinarse y meter la urna en ella. El sacerdote le miró e hizo la señal de la cruz. Ese gélido día de finales de enero estaban ellos dos solos en el cementerio.

La nieve, que se había acumulado la tormentosa noche del ataque de Niran a Kjartan, se había empezado a derretir, pues hubo dos días seguidos de lluvia. Después volvió a hacer mucho frío, volvió a helarse el suelo y llegó un vendaval desde el norte.

Erlendur estaba al lado de la fosa, aguantando aquel horrible frío, intentando encontrar el sentido de todo aquello, de la vida y de la muerte. Como siempre, no encontraba respuesta. No existían respuestas definitivas para la soledad de la vida entera que ahora yacía en aquella urna. Ni para la muerte de su hermano, después de tantos años. Tampoco existía nada que justificara que Erlendur fuera como era ni por qué Elías había muerto de una puñalada. La vida era un amasijo de casualidades sin propósito, y esas casualidades regían los destinos de los hombres, igual que una tempestad que se desata de repente y causa destrucción y muerte.

Erlendur pensó en Marion Briem y en su historia común, que ahora había terminado. Sintió nostalgia y remordimientos. Hasta aquel momento, mientras sostenía la urna entre las manos, no se había dado cuenta de que ya había terminado. Pensó en su relación y en sus experiencias compartidas, en una historia que era parte de él y a la que no quería ni podía renunciar. Esa historia era él mismo.

Antes de ir al cementerio, Erlendur fue a ver a Andrés e intentó que le dijera algo más sobre su padrastro. Andrés seguía decidido a no hablar.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Erlendur.

—No sé si haré algo —dijo Andrés.

Estaba en la puerta de su casa, mirando a Erlendur con tristeza.

—¿Qué pensáis hacer vosotros? —preguntó.

—No tenemos motivo alguno para hacer nada, a menos que tú lo solicites —dijo Erlendur—. No tenemos nada contra él. No sabemos nada sobre ese hombre. ¿Por qué no quieres decirme dónde vive, si lo sabes?

—¿Para qué? —dijo Andrés.

Erlendur le miró en silencio.

—¿Hablabas de ti cuando dijiste que había asesinado a alguien? —preguntó.

Andrés no le respondió.

—¿Fuiste tú el asesinado?

Andrés asintió en silencio.

—¿Piensas hacer algo? —preguntó Erlendur.

Andrés miró a Erlendur durante un rato y no le respondió; se limitó a cerrar la puerta.

Kjartan sobrevivió a la agresión. Tuvo una hemorragia considerable y durante un tiempo se temió por su vida. Unos milímetros impidieron que la cuchillada alcanzase el corazón. La rápida reacción de los policías permitió que recibiera atención médica antes de que fuera demasiado tarde. Niran estaba a cargo de la Agencia de Protección de Menores. Pensaba que Kjartan había matado a su hermano y, al pasar los días, se le metió en la cabeza la idea de vengarse. Había hablado de venganza con Jóhann, quien intentó disuadirle, pero sin éxito. Niran le había dicho a su madre que le habían amenazado, pero no quiso decir quién lo había hecho. Kjartan estaba ciego de furia y convencido de que Niran había participado en la gamberrada del coche, y dijo que le mataría. Sunee temió por Niran y el único recurso que encontró fue pedirle a Jóhann que se ocupara de él durante unos días.

Tras el entierro de Elías, Erlendur fue a casa de Sunee. Se sentaron en la habitación de los chicos. Virote también estaba y les sirvió té. Elínborg le acompañaba en la cocina y le hablaba de la ceremonia. Óðinn y su familia habían acompañado a la familia de Sunee, que llegó desde Tailandia para asistir al funeral de Elías. Su cadáver fue incinerado y entregaron las cenizas a Sunee en una urna.

—No has llorado —dijo Erlendur. Guðný estaba con ellos y tradujo sus palabras.

—Ya he llorado suficiente —dijo.

Guðný miró a Erlendur y tradujo sus palabras al islandés.

—No quiero entristecerle demasiado —dijo Sunee—. Le resultaría más difícil llegar al cielo. Sería más difícil si tuviera que nadar entre mis lágrimas.

Hablaron del futuro. Niran quería regresar a Tailandia, y dijo que lo haría en cuanto cumpliera su sentencia. Pero ella prefería que continuara en Islandia. También su hermano. Y luego estaba Jóhann. Sunee dijo que era un buen hombre. Al principio él tuvo sus dudas antes de hacer pública la relación con ella porque era de Tailandia. Aquello era nuevo para él y no estaba seguro de cómo se lo tomaría su familia, de modo que quería andar con cuidado. Ahora, todo eso era historia.

Erlendur le habló a Sunee de los dos chicos que andaban por ahí después del colegio con un cuchillo, y de que Elías tuvo la mala suerte de cruzarse en su camino y de que le agredieran sin motivo. Solo querían burlarse de él, asustarle.

—Esos idiotas son impredecibles —dijo—. Elías tuvo la mala suerte de toparse con ellos.

Sunee no mostró ninguna reacción. Escuchaba a Erlendur mientras este le explicaba por qué había perdido a su hijo, y su rostro mostraba una total incredulidad.

—¿Por qué Elías?

—Porque estaba allí —dijo Erlendur—. Por nada más.

Estuvieron hablando largo rato hasta que Erlendur le preguntó por la frase que había encontrado en el cuaderno de Elías, sobre los árboles y el bosque. Si sabía en qué podía haber estado pensando al preguntar cuántos árboles hacían falta para tener un bosque.

Sunee no sabía a qué podía referirse. El cuaderno estaba sobre la mesa y Erlendur le enseñó lo que Elías había escrito. «¿Cuántos árboles hacen falta para tener un bosque?».

Sunee sonrió por primera vez en mucho tiempo.

—Le llamamos Aran, en tailandés —dijo.

—Sí, Guðný me lo dijo. ¿Qué significa Aran?

—Bosque —dijo Sunee—. Aran es bosque.

Erlendur hizo la señal de la cruz sobre la tumba de Marion Briem. Luego se volvió hacia el viento que le mordía el rostro, le tiraba del pelo y se le metía entre la ropa. Pensó en su casa, en sus libros sobre muerte y sufrimiento durante las implacables inclemencias invernales. Eran historias que comprendía y que mantenían encendidas en su pecho las brasas de antiguos sentimientos, remordimientos, pena y pérdida. Inclinó la cabeza. Como tantas otras veces en aquellos oscurísimos días del año, pensó en cómo la gente pudo sobrevivir en el campo durante cientos de años en medio de una naturaleza tan hostil.

El frío gélido empeoró aún más al acercarse la noche. Lo azuzaba el frío viento polar que llegaba desde el norte, atravesando el océano y, desde el sur, atravesando los páramos congelados. Descendía desde el páramo de Skardsheidi, avanzaba bordeando el monte Esja y corría azotando las tierras bajas, donde se extendía la ciudad, una titilante ciudad invernal en las costas más septentrionales del mundo. El viento silbaba y aullaba entre las casas y por las calles desiertas. La ciudad se tumbaba a descansar. Era como si acechase una plaga. La gente no salía de casa. Cerraban las puertas con llave, cerraban las ventanas y corrían las cortinas, con la esperanza de que aquella oleada glacial pasara deprisa.