28

La madre de Ágúst se interpuso. Había cogido el teléfono que Elínborg le pasaba a su marido para que pudiera quejarse a Erlendur de la conducta de la policía.

Le devolvió el teléfono a Elínborg y le pidió que disculpara aquella salida de tono de su marido. No pretendía entorpecer el trabajo de la policía, sobre todo en un caso tan delicado.

—No pasa nada —añadió—. Perdona, pero no lo va a hacer. No tiene que poner una queja…

Elínborg cogió el móvil y cortó la comunicación mientras miraba alternativamente al marido y a su mujer. Metió el móvil en el bolso. Poco después empezó a sonar. Miró el número que aparecía en la pantalla. Era Erlendur.

Qué raro, pensó mientras aceptaba la llamada.

Kjartan volvió a casa en taxi. Había estado con sus antiguos compañeros en una taberna del centro. Se reunían de vez en cuando para tomarse unas cervezas. Había dejado el coche en casa. Tres de ellos cogieron un taxi juntos y él era el último en bajarse. El tiempo había empeorado considerablemente y ya apenas se veía a un metro de distancia. Los limpiaparabrisas del taxi casi no podían quitar la nieve del cristal, y no habría sido extraño que el coche se hubiera quedado atascado en la nieve.

Cuando se bajó del taxi, que se marchó a toda velocidad, Kjartan se tambaleaba al caminar. Se irguió. Había bebido demasiado. Habían acabado antes de lo habitual por culpa del tiempo.

La tormenta había estallado y nevaba copiosamente. Erlendur iba en su Ford todo lo rápido que podía por la ciudad intransitable. Le acompañaban Virote y Jóhann. En la radio decían que barrios enteros de Reikiavik se estaban quedando aislados por la inclemencia del tiempo. Erlendur había ordenado que un coche patrulla fuera a casa de Kjartan. Confiaba en que llegaran a tiempo.

—La mujer que está contigo es la misma que me ha estado llamando desde que mataron a Elías —le dijo a Elínborg sin preámbulos.

—Ah, ¿sí? —dijo Elínborg.

—¿Es la madre del chico con el que estáis?

—Sí.

—Que siga hablando. Intentaré llegar hasta allí.

—Muy bien —dijo Elínborg—. ¿Dónde estás?

—Voy de camino —dijo Erlendur, y apagó el móvil.

Kjartan rebuscó el llavero en el bolsillo. Su mujer quería tener la casa cerrada con llave a todas las horas del día. Él no estaba tan preocupado por los ladrones como ella. Encontró las llaves, pero cuando iba a sacarlas del bolsillo, se dio cuenta de que alguien salía de las sombras de la casa y se interponía en su camino.

—¿Quién eres? —preguntó Kjartan.

Oyó sirenas de policía a lo lejos.

Erlendur vio parpadear la luz azul de un coche de la policía a través de la nieve que caía. Estaban girando para entrar en la calle donde vivía Kjartan. Miró a Virote, que estaba sentado a su lado. En el espejo retrovisor vio el rostro preocupado de Jóhann.

—¿Quién eres? —repitió Kjartan.

La persona no le respondió. No podía verle el rostro. El ruido de las sirenas aumentó y Kjartan miró hacia el lugar de donde procedía el sonido. En ese instante, la persona se precipitó contra él. Kjartan notó el pinchazo al tiempo que volvía a mirarle. Con el resplandor de las farolas de la calle vio que llevaba una gorra y un pañuelo tapándole la cara.

Cayó de rodillas, sintió un calor que le bajaba por el vientre y vio que la nieve se teñía a sus pies de sangre oscura.

Levantó la mano e intentó coger a la persona. Consiguió agarrar el pañuelo y arrancárselo de la cara.

Los dos coches de policía derraparon sobre la nieve helada al detenerse delante de la casa. Cuatro policías bajaron de los coches y corrieron hacia Kjartan, que iba cayendo lentamente de lado. Tenía el pañuelo en la mano. El coche de Erlendur llegó también y el comisario bajó con Virote y Jóhann. Virote echó a correr y pasó por delante de los policías, que se aproximaban con cautela a la persona oculta en las sombras.

—¡Niran! —gritó Virote.

Niran levantó la cara al oír su nombre.

Virote vio a Kjartan en el suelo, en medio de un charco de sangre.

Le gritó en tailandés a Niran, que estaba como petrificado al lado de Kjartan y dejó caer el cuchillo sobre la nieve.

Media hora más tarde, mientras Sigurður Óli y Elínborg estaban sentados en el salón de los padres de Ágúst, llamaron a la puerta. Un denso silencio se había instalado allí desde hacía un rato. Elínborg y Sigurður habían intentado llenar el tiempo con preguntas y comentarios hasta que llegara Erlendur, pero, según pasaban los minutos, la conversación se fue apagando. Cuando no tuvieron más opción, dijeron que estaban esperando a un policía que quería hablar con ellos. No podían decirles qué quería. La tensión iba en aumento. Cuando al fin sonó el timbre todos dieron un respingo.

El padre fue a abrir, hizo pasar a Erlendur y entró con él en el salón. La mujer se había puesto muy nerviosa, sentada en el sofá al lado de su hijo, y se levantó al ver entrar a Erlendur. Sonrió como disculpándose y dijo que iba a preparar más café. Estaba ya dirigiéndose a la cocina cuando Erlendur le rogó que esperase un momento.

Se acercó a ella. La mujer retrocedió dos pasos.

—No pasa nada. Ya se acaba —dijo Erlendur.

—¿Qué? ¿Qué se acaba? —dijo la mujer, que miró a su marido pidiendo ayuda. Él estaba inmóvil, sin decir ni una palabra.

Ágúst se levantó del sofá.

—Reconocí la voz al instante —dijo Erlendur—. Has estado llamándome los últimos días y lo comprendo perfectamente. No es fácil encontrarse con algo así.

—¿Encontrarse con algo así? —dijo la mujer—. No sé de qué estás hablando.

Sigurður Óli y Elínborg se miraron.

—Primero pensé que eras otra persona —dijo Erlendur—. Me alegro de haberte encontrado.

—¿Mamá? —dijo Ágúst, clavando los ojos en su madre.

—Creo que ahora entiendo a qué te referías al decir que no podías vivir así —dijo Erlendur—. Lo que no comprendo es cómo pudisteis pensar que podríais hacer como si nada hubiera pasado.

La mujer clavó los ojos en Erlendur.

—Querías ayuda —dijo el comisario—. Por eso llamabas. Ahora tendrás la ayuda que buscabas. Puedes empezar a enfrentarte a esto como un ser humano. Puedes hacer lo que has estado queriendo hacer todo este tiempo.

La mujer miró a su marido, que estaba callado como un muerto. Miró a Sigurður Óli y a Elínborg, que no tenían la menor idea de lo que sucedía. Miró a su hijo, que se había puesto a llorar. Al verlo, las lágrimas asomaron también a su rostro.

—Nunca fue una buena idea —dijo Erlendur.

Las lágrimas corrían por las mejillas de la mujer.

—¡Mamá! —exclamó su hijo con un gemido.

—Lo hicimos por ellos —dijo en voz baja—. Por nuestros chicos. Lo que habían hecho ya no tenía remedio. Por muy repugnante y espantoso que fuera. Teníamos que pensar en el futuro. Teníamos que pensar en el futuro de nuestros chicos.

—Pero no había futuro, ¿verdad? —dijo Erlendur—. Solo ese terrible crimen.

La mujer miró de nuevo a su hijo.

—No querían hacerlo —dijo—. Solo estaban haciendo el tonto.

—Quiero hablar con un abogado —dijo su esposo—. No digas una palabra más.

—Se comportaron como unos idiotas de mierda —gimió la mujer, escondiendo el rostro entre las manos.

De repente fue como si se disolviera la tensión que la atenazaba, como si todo lo que había tenido que ocultar aquellos largos días desde el asesinato de Elías encontrara por fin una vía de escape.

—Siempre —dijo, dando un paso hacia su hijo—. ¡Siempre os portáis como unos idiotas de mierda! ¡Mirad lo que habéis hecho!

Su marido corrió hacia ella e intentó calmarla.

—¡Mirad lo que habéis hecho! —gritó la mujer a su hijo.

Cayó en brazos de su marido.

—¡Que Dios nos ayude! —gimió, y cayó sin fuerzas al suelo.