Sonó el móvil en el bolsillo del abrigo de Erlendur. Era Elínborg, para hablarle de la reunión con Hallur y sus padres. Erlendur le pidió que volviera a llamarle más tarde. Elínborg añadió que iba a acompañar a Sigurður Óli a hablar con un primo de Hallur, Ágúst, que posiblemente podría decir algo sobre el cuchillo. Se despidieron.
Erlendur volvió a meterse el móvil en el bolsillo del abrigo.
—¿Dónde está Niran ahora? —preguntó.
—Casa Jóhann —dijo Virote.
—¿Dónde estabas tú?
—Sí.
—¿Jóhann está con él?
—Sí.
En el camino, Virote le habló de Jóhann, a quien Sunee había conocido la primavera pasada. Habían mantenido una relación desde entonces pero querían llevar el asunto con discreción. Él estaba divorciado y no tenía hijos.
—¿Crees que Sunee y Jóhann acabarán viviendo juntos? —preguntó Erlendur.
—Quizá. Yo creo se casan.
—¿Y Niran?
—Jóhann ayuda Niran. Sunee lleva a su casa.
—¿Por qué?
—Jóhann ayuda Niran. Él muy enfadado. Muy difícil. Y luego, esta desgracia.
Los padres de Ágúst, el primo de Hallur, observaban mientras Elínborg tiraba de la lengua a su hijo. La madre se asustó y el padre se puso en pie alteradísimo cuando Elínborg preguntó al muchacho si había asesinado a Elías. Ágúst respondía a todo de forma parecida a como lo había hecho Hallur, y sus relatos coincidían en lo fundamental. Ni él ni Hallur habían cogido el cuchillo de Anton. Ágúst dijo que solo había visto a Anton en esa ocasión, en su casa, y que no podía responder a la cuestión de por qué el chico aseguraba que quiso cambiar el cuchillo de talla por un juego de ordenador. Él no le conocía.
Ágúst no iba al mismo colegio que su primo Hallur, pero sus formas de vida eran semejantes. Los padres de Ágúst ganaban bastante dinero, vivían en una casa unifamiliar muy elegante con dos coches en el garaje.
—¿Conoces a un chico llamado Niran, del colegio de tu primo? —preguntó Sigurður Óli.
Ágúst sacudió la cabeza. Igual que Hallur, estaba bastante tranquilo ante la visita de la policía, parecía amable y bien educado. Era hijo único. Hallur y él eran como hermanos, siempre iban juntos. Un rápido examen había confirmado que ninguno de los dos había tenido problema alguno con la ley.
—¿Y conoces a su hermano, Elías?
Hallur sacudió de nuevo la cabeza.
—¿Dónde estabas cuando se cometió el crimen?
—Con su padre, en el lago de Hafravatn —dijo la madre—. Tenemos una casita allí.
—¿Es habitual que vayáis así como así, un día entre semana? —preguntó Elínborg mirando al padre.
—Vamos cuando nos apetece —respondió el padre.
—¿Y estuvisteis allí todo el día?
—Hasta última hora de la tarde —dijo el padre—. Estamos reparando la vieja chimenea de la casa. ¿Basta con que unos chicos os cuenten unas mentiras para que vengáis hasta aquí con este tiempo tan horrible a hacer unas preguntas tan fuera de lugar?
—Es que es muy extraño —dijo Sigurður Óli—. ¿Por qué iban a mentir sobre Hallur y Ágúst unos chicos a los que en realidad no conocen?
—¿No es eso algo que tendríais que analizar mejor? Es un completo absurdo arremeter así, casi de noche, contra un buen muchacho, haciéndole preguntas incomprensibles por culpa de dos chicos que, por lo que estoy oyendo, parece que solo quieren quitarse problemas de encima.
—Es posible —dijo Elínborg—. Solo estamos haciendo nuestro trabajo. Puedes poner una queja ante nuestros superiores.
—Sí, quizá lo haga.
—¿Quieres que llame yo ahora mismo y la presentas?
—No seas así, Óttar —dijo la mujer.
—No, lo digo en serio —dijo el hombre—. Esta manera de proceder es absurda.
Elínborg ya había sacado su móvil. Había sido un día largo y se moría de ganas de volver a casa. Habría podido hablar con Sigurður Óli, decidir si volvían al día siguiente y pedir excusas, pero los malos modos de aquel hombre la habían puesto de muy mal humor. Antes de darse cuenta, había marcado el número de móvil de Erlendur y le estaba dando el teléfono al hombre.
—Esta es la persona con quien tienes que hablar —dijo.
Erlendur se dirigía hacia la casa con Virote. Habían tardado diez minutos en llegar hasta allí desde el centro. Virote llamó al timbre y la puerta se abrió. Un hombre, que Erlendur supuso que sería Jóhann, apareció en el umbral, visiblemente nervioso, y empezó a hablar rápidamente con Virote. Al principio no vio a Erlendur, pero cuando este dio un paso adelante, el hombre se asustó y los miró.
—¿Eres de la policía? —preguntó, mirando confuso a Erlendur.
Erlendur asintió.
—Sí. ¿Qué está pasando aquí?
—Sunee lo quiso así. Intento ayudarla.
—¿Dónde está Niran? —preguntó Virote.
—Niran ha desaparecido —dijo Jóhann.
—¿Sabes dónde ha ido? —preguntó Erlendur.
—No.
—¿A su casa, tal vez?
—No, he llamado a Sunee —dijo Jóhann—. Está preocupadísima.
—¿Adónde puede haber ido?
—Es imposible decirlo. Hoy ha estado más inquieto que estos días pasados. No se encuentra bien. Está convencido de que habría debido cuidar mejor a Elías.
—¿Cuándo se marchó?
—No le oí salir.
Jóhann indicó a Erlendur que pasara a la cocina de su casa.
—No hará más de quince, veinte minutos. Tuve que salir un momento a la tienda y, cuando volví, había desaparecido.
La expresión de preocupación de su rostro saltaba a la vista. Jóhann era rubio y delgado, llevaba una camisa vaquera azul y pantalones negros, era de estatura media. Tenía un bigote bien cuidado que se acariciaba regularmente cerca de la comisura de los labios.
—En el trabajo me enteré de que andabais preguntando por mí —dijo.
—Sunee y tú debéis conoceros desde hace tiempo para que haya puesto a Niran en tus manos.
—Sí, nueve meses, aproximadamente.
—Pero lleváis el asunto en secreto.
—No. Vaya. ¿Secreto? Queremos ir con cuidado. Yo me divorcié hace cuatro años y desde entonces siempre he vivido solo. Sunee es la primera mujer que conozco que me gusta de verdad desde el divorcio. Es una mujer excepcional.
—¿Tenéis previsto vivir juntos?
—Hemos hablado de que yo me vaya a vivir a su casa este verano.
—¿Has ido alguna vez a su casa?
—Sí, unas cuantas. No podía creerme lo que le pasó al pobre Elías. No me enteré hasta el día siguiente. Estaba de viaje por los fiordos del oeste, por trabajo, y no vi las noticias. Por allí alguien habló del asesinato y enseguida pensé en Sunee, no pude evitarlo. Luego me llamó su hermano, Virote, desde su móvil, Sunee se puso y me contó lo sucedido. Me habló de Niran y de que estaba en estado de shock y que lo estaba pasando fatal, y me preguntó si podía quedarse en mi casa unos días. Tenía miedo y estaba muy afectado, como es lógico, y ella temía por él, temía que también le pasara algo a él, que hiciera alguna estupidez. Bajé al centro el otro día y, al volver, estaban esperándome delante de casa. Niran estaba totalmente destrozado. Sunee me pidió que me ocupara de él. No podía negarme, y no fui capaz de hacerla entrar en razón. Era algo que debía hacer.
Jóhann miró a Erlendur.
—Niran no sentía antipatía por mí, a pesar de los temores de Sunee —continuó—. Enseguida me llevé bien con Elías, pero ella estaba preocupada por la posible reacción de Niran cuando viviéramos juntos. Niran no parecía estar a disgusto. Quizá tampoco se llevaba estupendamente conmigo, pero no me era hostil. Ignoraba mi presencia las pocas veces que estuve con ellos en su casa. Incluso un día hablamos de fútbol. Tenía previsto regalarles un ordenador nuevo para que pudieran entrar en Internet. Eso le emocionaba.
—¿Y hablabais de fútbol?
—Los dos éramos hinchas del mismo equipo de la liga inglesa —dijo Jóhann, encogiéndose de hombros.
—¿No quisiste ponerte en contacto con nosotros?
—No, lo hice por Sunee, por ella y por mí y por Niran.
—¿No se te pasó por la cabeza que pudieran tener algo que ocultar?
—Niran jamás le hubiera hecho daño a Elías. La simple idea es absurda. Ridícula. Lo sabrías si les hubieras visto juntos aunque solo fuera unos minutos. Su relación era especial. Por eso creo que Niran está tan afectado. Jugaban juntos y Niran le leía revistas o libros tailandeses por las noches. Le dije a Sunee que ojalá hubiera tenido yo un hermano mayor tan estupendo cuando era pequeño.
—¿Cómo conociste a Sunee?
—En un pub. Ella estaba con algunos amigos de la confitería. Yo había ido a la fiesta anual de mi empresa. No la conocía. Me invitó a bailar y estuvimos bailando y charlando. Me habló de Tailandia. La llamé unos dos días después. Le pregunté si aún se acordaba de mí. Volvimos a vernos. Era sincera en todo lo que contaba, fuera sobre Óðinn, sus chicos o su trabajo en la confitería.
—¿Y luego?
—Empezamos a vernos con regularidad. Esto… Sunee… es una persona positiva y encantada de la vida, sincera y divertida, siempre lo ve todo positivamente. A lo mejor es algo tailandés, no lo sé. Y luego sucedió esto, este horror.
—Pero tú dudabas a la hora de comprometerte en esta relación, ¿no?
—Los dos, en realidad. No queríamos correr y reconozco que tuve que pensarlo mucho. Para mí era algo nuevo y completamente inesperado.
—¿No le hablaste de tu relación a nadie del trabajo?
—Solamente a mis amigos más íntimos, y hace poco también a mi familia. Una vez Sunee y yo tomamos la decisión de vivir juntos. Pero es evidente que la fábrica de los cotilleos se había puesto a funcionar, porque no habéis tardado en dar conmigo. Le he pedido a Sunee que se case conmigo. Hemos hablado incluso de casarnos este verano, pero no sé… Luego pasó todo esto.
—¿Tienes alguna idea de dónde puede haber ido Niran?
—No. Como te he dicho, llevaba todo el día muy nervioso.
—¿Habló de algo en especial? ¿O de alguien de quien sospechase que pudiera ser el asesino?
Jóhann miró a Erlendur.
—Hablaba de venganza. Había tenido un rifirrafe con un profesor del colegio que le había amenazado. Niran no quería decir quién era, pero era uno de los motivos por los que Sunee quiso esconderle. Tenía miedo por él. Ahora es su único hijo.
En ese instante entró Virote en la cocina, con un papel en las manos. Se lo entregó a Erlendur.
—Yo encuentra en habitación Niran —dijo Virote.
La hoja de papel estaba arrancada del listín de teléfonos, y se leía el nombre de Kjartan[3].
Empezó a sonar el teléfono en el bolsillo de Erlendur. Lo sacó y aceptó la llamada.
—¿Sí? —dijo.
«… perdona, pero no lo va a hacer. No tiene que poner una queja…» oyó decir a una voz familiar, y la llamada se cortó.
Erlendur levantó los ojos, desconcertado. Miró el móvil que tenía en la mano. Había reconocido la voz al instante. Ya la había oído otras veces.
Una mujer de edad indefinida con la voz un poco ronca, quizá por fumar.
Sabía que nunca la olvidaría. Le asaltaba dormido y despierto, porque no le había prestado suficiente atención. En su memoria, sería siempre la voz de la mujer atormentada que abandonó a su esposo y que apareció muerta en la playa de Reykjanes.