Erlendur condujo el Ford despacio hacia la casa, se detuvo a unas manzanas de distancia y bajó del coche. Anduvo tranquilamente por la acera mirando cuidadosamente alrededor. Veía la calle Styrimannstigur y la gran casa de madera que antaño había sido escuela de timoneles. El empleado de la compañía de seguros vivía en una elegante casa de madera revestida de chapa. Había sido restaurada con gran cuidado, pensó Erlendur, quieto en medio del frío, mirando atentamente la casa. Había luz en dos ventanas. No pasaba mucha gente por la calle, y Erlendur temió que llamaría demasiado la atención con su ir y venir. Quería ser prudente.
Era ya tarde. Hacía bastante viento y caía algo de nieve, pero en cualquier momento podía desatarse una auténtica ventisca acompañada por una tormenta. Por la radio habían aconsejado que no dejaran nada al aire libre y que nadie saliera a no ser por una necesidad acuciante. Las carreteras rurales estaban cerradas por el temporal que se acercaba a la ciudad.
Erlendur no había dejado de pensar quién sería la mujer que le había estado llamando por teléfono, y qué querría. No llegaba a ninguna conclusión y solo podía esperar que volviera a ponerse en contacto con él en algún momento. Tenía que darle otra oportunidad. Sabía que no era probable que lo hiciera, pero ahora sabía cómo reaccionar en el improbable caso de volver a oírla.
Estaba a punto de cruzar la calle para acercarse a la casa cuando se abrió la puerta que daba al sótano y alguien apareció a la luz de la entrada. Era bajo, y Erlendur pensó que a lo mejor se trataba de Niran. No le vio la cara. Parecía llevarla tapada con algo. La persona se cubría con una cazadora y en la cabeza llevaba una gorra de béisbol con visera grande. Cerró la puerta con cuidado y fue bajando por la calle en dirección al centro de la ciudad. Erlendur le siguió de cerca, sin saber muy bien qué hacer. Se dio cuenta de que la persona llevaba un pañuelo que le cubría la cara, de modo que solo se veían brillar sus ojos. Sostenía algo que Erlendur no pudo reconocer.
Bajó la cabeza y se dirigió hacia el centro con decisión. Era sábado por la tarde; los pubs y restaurantes estaban abiertos y había bastante gente. La persona desenrolló lo que llevaba en la mano, que resultó ser una gran bolsa de plástico. Se acercó a una papelera y observó su contenido, escarbó un poco y luego continuó. Dos latas de cerveza que había debajo de un banco de madera desaparecieron en la bolsa de plástico, y entonces continuó hacia la siguiente papelera. Erlendur observó su actividad. La persona recogía latas de bebida usadas. Se movía en silencio y con seguridad, como si lo hubiera hecho muchas veces, no se hacía notar y nadie se daba cuenta de su presencia.
Durante un buen rato observó sus movimientos por el centro. La bolsa empezaba a llenarse. Erlendur llegó a un quiosco, entró y compró dos latas de refresco. Al salir, vació el contenido en una alcantarilla y las llevó a la persona, que estaba junto a una papelera, en un callejón entre dos casas, al lado de la plaza de Austurvöllur.
—Aquí tienes dos —dijo Erlendur, entregándole las latas.
La persona le miró con ojos extrañados. El pañuelo ocultaba su rostro por completo. La gorra de béisbol le llegaba hasta los ojos. La persona cogió las latas con un titubeo, las metió en la bolsa y se dispuso a marcharse sin decir una sola palabra.
—Me llamo Erlendur —dijo—. ¿Puedo hablar contigo un momento?
Se detuvo y lanzó a Erlendur una mirada escrutadora.
—Solo quiero hablar un momento contigo, si no te importa —dijo Erlendur.
La persona se alejó de él sin responderle.
—No te asustes —dijo Erlendur, acercándose.
Dio un respingo y se dispuso a echar a correr, pero pareció vacilar ante la idea de tener que tirar la bolsa llena de latas y cristales, y Erlendur consiguió agarrarla por la cazadora. Intentó darle un golpe con la bolsa y soltarse, pero Erlendur la sujetó más fuerte, con las dos manos. Luchó para soltarse pero no lo consiguió. Erlendur le habló con calma.
—Solo intento ayudaros —dijo—. Tengo que hablar contigo. ¿Me comprendes?
No obtuvo respuesta. La persona intentaba soltarse con todas sus fuerzas, pero Erlendur era más fuerte y no la soltó.
—¿Comprendes el islandés?
La persona no respondió.
—No quiero que hagas una tontería —dijo—. Quiero ayudarte.
La persona no le respondió.
—Voy a soltarte —dijo Erlendur—. No huyas de mí. Necesito hablar contigo.
Fue aflojando poco a poco su presión y al final la soltó. La persona echó a correr, alejándose. Erlendur la siguió unos pasos y la vio correr por Austurvöllur. La miró mientras se planteaba si tendría alguna posibilidad de cazar a alguien con pies tan ligeros, pero la persona aflojó la marcha y acabó deteniéndose al llegar a la estatua de Jon Sigurdsson, el héroe de la Independencia. Se dio la vuelta y miró a Erlendur, que estaba quieto esperando a ver qué pasaba. Se quedó así un rato, hasta que empezó a caminar lentamente hacia Erlendur.
Según se acercaba, se quitó la gorra de béisbol y apareció una espesa cabellera negra. Cuando llegó delante de Erlendur, se quitó el pañuelo que le ocultaba el rostro y el policía lo reconoció de inmediato.
Sentado entre sus padres, Hallur afirmaba no saber nada del cuchillo de talla que Anton aseguraba haberle dado. Habían encontrado su nombre completo y su dirección en el listado de alumnos. Conocía a Doddi y a Anton, tenían la misma edad, aunque iban a clases distintas. No les conocía demasiado, pues era nuevo en el barrio. La familia se había mudado a una casa unifamiliar hacía seis meses. Hallur era hijo único, bastante bajo, con pelo largo despeinado, que le tapaba los ojos. Sacudía la cabeza cuando el pelo no le dejaba ver. Estaba muy tranquilo y observaba con los ojos muy abiertos a Sigurður Óli y a Elínborg alternativamente.
Sus padres eran unas personas de lo más afectuosas. No se quejaron de que Sigurður Óli y Elínborg les molestaran a una hora tan tardía. Hablaron de que se acercaba un gran temporal. La madre les ofreció café. La casa tenía dos plantas.
—Me imagino que estáis hablando con todos los chicos del colegio —dijo la mujer—. Por ese caso tan horrible… ¿Habéis descubierto algo?
El muchacho les miraba en silencio.
—Vamos progresando poquito a poco —respondió Elínborg, mirando a Hallur.
—No esperábamos que vinierais —dijo la mujer—. ¿Estáis hablando con todos los chicos del colegio? ¿Sabes algo de ese cuchillo, Hallur? —preguntó a su hijo.
—No —dijo Hallur por segunda vez.
—Nunca le he visto con un cuchillo —dijo la madre—. No comprendo quién os puede haber dicho que Hallur tenía ese cuchillo. Yo, si lo pienso, lo encuentro… sorprendente. Quiero decir, ¿dónde acabaremos si cualquiera puede decir lo que sea? ¿No creéis?
Miró a Elínborg como si, por ser mujer, tuviera que ponerse de su parte.
—Pero no es tan terrible como matar a un niño de una puñalada —dijo Elínborg.
—No tenemos motivos para pensar que los chicos que nos lo dijeron nos hayan mentido —intervino Sigurður Óli.
—¿Conoces a esos chicos, Doddi y Anton? —preguntó la mujer a su marido—. Nunca he oído esos nombres. Creo que conocemos a todos los amigos de Hallur.
—No son sus amigos —dijo Sigurður Óli—. Uno de ellos, Anton, quiere ser su amigo. Por eso le regaló el cuchillo a Hallur, cosa que él se niega a admitir. ¿Me equivoco? —preguntó, mirando a Hallur.
—En realidad, no conozco a Anton —dijo Hallur—. En el colegio no conozco a muchos chicos.
—Solo lleva en ese colegio desde el otoño, cuando nos mudamos —dijo su madre.
—¿Cuándo os mudasteis, el verano pasado?
—Sí —respondió la madre.
—¿Y qué tal te ha ido empezar en un colegio nuevo? —preguntó Elínborg.
—Bien —dijo Hallur—. Muy bien.
—Pero no tienes amigos en el colegio, ¿o…?
La pregunta quedó abierta.
—Ha conseguido adaptarse muy bien —dijo finalmente la mujer, mirando a su marido, quien todavía no había dicho una sola palabra.
—¿Ha cambiado mucho de colegio? —preguntó Sigurður Óli.
Hallur miró a su madre.
—Unas tres veces —respondió el chico.
—Pero ahora estamos aquí para quedarnos —dijo la mujer, mirando de nuevo a su marido.
—Anton dijo que estabas con un chico cuando te dio el cuchillo —dijo Sigurður Óli—. Anton no le conocía y dijo que no era del colegio. ¿Quién era ese chico?
—No me dio ningún cuchillo —dijo Hallur—. Eso es mentira.
—¿Estás seguro? —preguntó Elínborg.
Durante el interrogatorio, Anton había confesado que le había dado el cuchillo a Hallur. Con él iba un chico al que no había visto antes. Hallur era nuevo en el colegio y se mostraba más bien reservado. Anton dijo que una vez había ido a su gran casa. Hallur había hablado abiertamente de sus padres. Su madre era una esnob inaguantable, que siempre estaba metiéndose en sus cosas, lo quería controlar todo, era insoportable, contó Anton citando las palabras de Hallur. Los padres andaban siempre con problemas económicos. Una vez perdieron la casa y se la subastaron. Pero eso no parecía impedir que vivieran con grandes comodidades. Hallur tenía la mayor colección de videojuegos que Anton había visto jamás.
No sabía para qué quería Hallur el cuchillo, quizá porque era robado. Hallur le vio con aquel tesoro y, cuando Anton le dijo que Doddi lo había robado del taller de carpintería, a Hallur le entró un repentino y enorme interés por hacerse con él. Se citaron en casa de Anton. Hallur iba con un chico de su edad, pero Anton no sabía cómo se llamaba.
—Fuiste a casa de Anton —dijo Sigurður Óli—. Tú le diste un videojuego, y él te dio el cuchillo.
—Eso es mentira —dijo Hallur.
—Fuiste con otro chico a casa de Anton —dijo Elínborg—. ¿Quién era?
—Fui con un primo mío.
—¿Quién es?
—Gusti.
—¿Cuándo fue?
—No me acuerdo, hace unos días.
—Se llama Ágúst, es hijo de mi hermano —dijo la mujer—. Hallur y él van mucho juntos.
Sigurður Óli anotó el nombre.
—No sé por qué dice Anton que me dio el cuchillo —dijo Hallur—. Es mentira. Es él quien tiene el cuchillo. Solo intenta echarme la culpa de algo.
—¿Por qué?
—No tengo ni idea.
—¿Puedes decirnos dónde estabas la tarde del martes, cuando apuñalaron a Elías? —preguntó Elínborg.
—Pero ¿es necesario? —dijo el padre de Hallur—. Le habláis como si hubiera hecho algo malo.
—Solamente estamos comprobando el valor de los testimonios que hemos obtenido, nada más —dijo Elínborg sin apartar los ojos de Hallur—. ¿Dónde estabas? —le preguntó.
—Estaba aquí, en casa —dijo la mujer—. Durmiendo en su cuarto. Había terminado el colegio a la una y durmió hasta las cuatro. Yo también estaba en casa.
—¿Es así? —preguntó Elínborg al muchacho.
—Sí —respondió él.
—¿Duermes mucho durante el día? —preguntó Elínborg.
—A veces.
—Nunca duerme bien por las noches —dijo su madre—. Se las pasa despierto. Así que no es raro que duerma de día.
—¿Y tú no trabajas? —preguntó Elínborg, dirigiéndose esta vez a la madre.
—Trabajo media jornada —respondió—. Por las mañanas.
Erlendur miró fijamente a Virote, el hermano de Sunee, cuando se quitó el pañuelo que le tapaba la cara. En la mano seguía llevando la bolsa negra llena de latas.
—¿Tú? —dijo Erlendur.
—¿Cómo tú encuentra mí? —preguntó Virote.
—Yo… ¿qué estás haciendo en la calle con este tiempo?
—¿Tú sigue mí?
—Sí —dijo Erlendur—. ¿Recoges latas?
—Eso un poco dinero.
—¿Dónde está Niran? —preguntó Erlendur—. ¿Lo sabes?
—Niran muy bien —dijo Virote.
—¿Sabes dónde está?
Virote se quedó en silencio.
—¿Sabes algo de Niran?
Miró a Erlendur unos instantes antes de asentir con la cabeza.
—¿Por qué le escondéis? —preguntó Erlendur—. No hacéis más que empeorar las cosas. Hemos empezado a creer que fue él quien atacó a su hermano. Vuestra conducta apunta a eso. Le escondéis. No queréis que le veamos.
—Eso no así —dijo Virote—. Él hace Elías nada.
—Necesitamos hablar con él —dijo Erlendur—. Sé que intentáis protegerle, pero esto no puede seguir así. No ganáis nada escondiéndolo.
—Él no ataca Elías.
—¿Y entonces? ¿A qué viene mantenerle oculto de esta forma?
Virote se calló.
—Respóndeme —ordenó Erlendur—. ¿Qué hacías en casa del amigo de tu hermana?
—Yo visito él.
—¿Está Niran en su casa? —preguntó Erlendur.
Virote no le respondió. Repitió la pregunta. El viento les azotaba en el paseo. Erlendur pensó que Virote debía de estar helado. Llevaba unos zapatos de lona que estaban completamente empapados, pantalones vaqueros, una cazadora fina, el pañuelo para la cara y la gorra de béisbol. Notó en él cierta vacilación y se lo preguntó por tercera vez.
—Tenéis que confiar en nosotros —dijo Erlendur—. Nosotros nos encargaremos de que no le pase nada a Niran.
Virote le miró un buen rato mientras reflexionaba sobre lo que debía hacer, y si podía confiar en él. Finalmente, se decidió.
—Ven. Tú viene conmigo.