Sigurður Óli llamó al timbre del cuarto piso de un bloque de viviendas muy próximo a la escuela. Esperó y volvió a llamar. Golpeaba el suelo con los pies. El viento frío le traspasaba la ropa y solo le protegía el portal. Al parecer, no había nadie en casa. El bloque se parecía al de Sunee y los chicos. El mantenimiento era prácticamente inexistente. No lo habían pintado en mucho tiempo y la fachada seguía manchada de ceniza de algún incendio que hubo en el almacén de cubos de basura. Había empezado a oscurecer. El granizo de la mañana se había transformado en una auténtica nevada. El tráfico estaba bloqueado. Había previsión de ventisca para esa misma tarde. Sigurður pensó en Bergþóra. No había sabido nada de ella en todo el día. Cuando él se levantó aquella mañana, ella ya se había marchado al trabajo, y se quedó solo con sus pensamientos.
Sonó un chasquido en el interfono.
—¿Sí? —oyó que decían.
Sigurður Óli se presentó y dijo que era de la policía.
Se produjo un silencio.
—¿Qué quieres? —preguntó la voz finalmente.
—Quiero que me abras la puerta —dijo Sigurður Óli, golpeando el suelo con los pies.
Pasaron unos momentos antes de que se oyera el zumbido de la cerradura, y Sigurður entró en el portal. Subió hasta la planta en la que vivía la voz y llamó a la puerta. Esta se abrió y apareció un muchacho de unos quince años, mirando intranquilo hacia el pasillo.
—¿Eres Anton? —preguntó Sigurður Óli.
—Sí —respondió el muchacho.
Parecía tener buen aspecto, llevaba ropa de calle e incluso tenía las mejillas coloradas. Sigurður Óli notó olor a pizza procedente del apartamento y, cuando miró al interior, vio un anorak encima de una silla y la caja de una pizza, ya abierta, a la que le faltaba una porción. Le habían dicho que Anton llevaba unos días enfermo y que no había podido ir al colegio.
—¿Ya te encuentras mejor? —preguntó Sigurður Óli, que entró en el apartamento sin esperar a que le invitase a pasar.
El muchacho se echó hacia atrás y Sigurður cerró la puerta. Constató que el chaval se había instalado confortablemente delante de la tele con la pizza, refrescos y dos o tres películas. En la pantalla se veía una película de acción.
—¿Qué pasa? —preguntó el muchacho, asombrado.
—Una cosa es rayar coches, Anton, y otra muy distinta es matar a gente —dijo Sigurður Óli, cogiendo una porción de pizza—. ¿Tus padres no están en casa? —preguntó.
El muchacho sacudió la cabeza.
—Te vieron haciéndole una rayada a un coche aquí cerca, hace unos días —dijo Sigurður Óli, y dio un mordisco a su pizza. Miró al chico mientras masticaba.
—Yo no he rayado ningún coche —dijo Anton.
—¿De dónde sacaste el cuchillo? —preguntó Sigurður Óli—. No se te ocurra mentirme.
—Yo… —Anton titubeó.
—¿Sí?
—¿Por qué has dicho «matar» a gente?
—El chavalillo asiático al que apuñalaron, creo que también fuiste tú.
—Yo no hice eso.
—Seguro.
—Yo no he hecho nada —dijo Anton.
—¿Cómo puedo localizar a tu madre? —preguntó Sigurður Óli—. Tiene que venir con nosotros a la comisaría.
Anton se quedó atónito, con los ojos fijos en Sigurður Óli, quien terminó tranquilamente su trozo de pizza y se puso a mirar el apartamento, como si Anton no le interesara. La estudiante de medicina había reconocido a Anton en una foto de su clase. Estaba segura de que era uno de los dos chicos que vio delante de su bloque, cuando le rayaron el coche. No estaba tan segura cuando le enseñaron la foto de un amigo de Anton en el colegio, Þorvaldur. Pero dijo que era posible que aquel fuera el otro chico. Todo estaba poco claro, de modo que Sigurður Óli no tenía demasiado de lo que echar mano cuando llamó a la puerta de casa de Anton. Decidió fingir que el caso estaba claro como el agua. Lo que había que hacer era llevar a los dos amigos a la comisaría. Una formalidad. Aquello pareció funcionar con el muchacho.
En aquellos momentos, Sigurður Óli no tenía mucha información sobre Anton y Þorvaldur. Estaban en la misma clase, solían ir juntos y habían tenido algunos encontronazos con los profesores y autoridades del colegio. «Alteraciones de la actividad escolar» era el término oficial. En una ocasión agredieron a un monitor. Les expulsaron del colegio dos días. Eran los típicos zánganos y enredadores que, cuando aparecían por el colegio, era fundamentalmente para fastidiar a los demás.
—Yo no he apuñalado a nadie —dijo Anton cuando Sigurður Óli mencionó a su madre y la comisaría.
—Llama a tu madre —dijo Sigurður—. Dile que se reúna con nosotros en la comisaría.
Anton se dio cuenta de que Sigurður Óli iba totalmente en serio. El policía creía que él había apuñalado al chico asiático. Intentó comprender la situación en la que se encontraba, pero era incapaz de entenderla. Habían rayado algunos coches. Doddi lo había hecho casi todo, él solo había rayado uno, y ahora les habían pillado. Y además la poli creía que él había atacado y matado al chico. Anton se mostraba indeciso delante de Sigurður Óli, pensando qué hacer. Su madre se pondría furiosa otra vez. Ya le había amenazado muchas veces con echarle de casa. Miró las películas que había alquilado y la pizza que se estaba enfriando, y sucedió algo extrañísimo: de pronto, lo que más lamentó era echar a perder un día viendo tranquilamente la televisión.
—No he hecho nada —dijo.
—Eso díselo a tu madre —repuso Sigurður Óli—. Tu amigo Þorvaldur no tardó mucho en delatarte. Lloraba y protestaba todo el tiempo. Dice que fuiste tú quien hizo los arañazos en los coches. Que él solo te acompañaba.
—¿Doddi? ¿Ha dicho eso?
—El tío más despreciable que he visto nunca —dijo Sigurður Óli, que aún tenía que ir a ver al tal Þorvaldur.
Anton se movía inquieto delante de él.
—Está mintiendo, no puede decir eso.
—Pues lo ha hecho —repuso Sigurður Óli—. Podéis hablarlo tranquilamente en la comisaría.
Iba a coger a Anton por el brazo para sacarle, pero Anton se escabulló.
—Yo solo rayé un coche —dijo—. Doddi hizo lo demás. ¡Está mintiendo!
Sigurður Óli aspiró profundamente.
—Nosotros no le hicimos nada a ese chico —añadió Anton como para dejarlo bien claro.
—¿Tu amigo y tú, quieres decir? —preguntó Sigurður Óli.
—Doddi, sí. ¡Está mintiendo! Fue él quien rayó los coches.
Había llegado el momento de rebajar un poco la tensión, y Sigurður Óli se alejó un paso del muchacho.
—¿Cuántos coches fueron?
—No lo sé. Varios.
—¿Conoces el coche de Kjartan, el profesor de islandés del colegio?
—Sí.
—¿Rayasteis su coche delante del colegio?
—Fue Doddi. Yo ni siquiera lo sabía. Él me lo contó. No aguanta a Kjartan. ¿Mi madre tiene que enterarse?
—¿Con qué lo rayasteis? —preguntó Sigurður Óli sin responder a su pregunta.
—Con un cuchillo —dijo Anton.
—¿Qué cuchillo?
—Era de Doddi.
—Él dice que era tuyo —mintió Sigurður Óli.
—El cuchillo era suyo.
—¿Cómo era el cuchillo?
—Como el de la tele —dijo Anton.
—¿Como el de la tele?
—El que enseñaron. Era como el nuestro.
Sigurður Óli se quedó mudo. Miró fijamente al muchacho, que poco a poco se iba dando cuenta de que acababa de decir algo importante. Se puso a pensar qué podía haber sido y, cuando lo supo, fue como si hubiera recibido un puñetazo en la cara. No había pensado en ello. ¡Claro que era el mismo cuchillo! Había visto imágenes en televisión y no lo había relacionado con los destrozos que estuvieron haciendo su amigo Doddi y él en algunos coches mientras iban hacia el colegio. Empezó a ver su situación en una realidad mucho más compleja y seria.
Sigurður Óli sacó el móvil.
—Yo no lo hice. Lo juro.
—¿Sabes dónde está ahora el cuchillo que usasteis?
—Lo tiene Doddi. Doddi siempre lo llevaba encima.
Sigurður Óli esperó a que Erlendur cogiera el teléfono. Miró al muchacho, pasó los ojos por el pequeño apartamento y vio lo cómodamente que se había instalado Anton antes de que él llegase.
—Llama ahora mismo a tu madre —dijo—. Te vienes conmigo. Dile que se reúna con nosotros en la comisaría.
—Sí —respondió Erlendur al teléfono.
—Creo que tengo algo —dijo Sigurður Óli—. ¿Estás en el despacho?
—¿Qué es lo que tienes? —preguntó Erlendur.
—¿Está ahí el cuchillo?
—Sí. ¿Qué piensas hacer?
—Voy para allá —dijo Sigurður Óli.
Cuando la policía fue a buscar a Doddi, una hora más tarde, este no estaba en casa. Un hombre de unos cuarenta años salió a la puerta y miró de arriba abajo a los dos agentes de policía que habían ido a por el chico. La madre de Doddi apareció también en la puerta. No sabían dónde estaba el chico y exigieron que les informaran de lo que había hecho. Los policías dijeron que no sabían nada, que solamente les habían enviado a buscarle para llevarle a la comisaría de Hverfisgata, en compañía de un tutor.
—Porque aún es menor —dijo uno de los agentes, como para explicarse.
Los dos policías iban de uniforme y en coche patrulla. Así le meterían el miedo en el cuerpo a Doddi. Estaban explicando el asunto en las escaleras de la casita unifamiliar en la que vivía Doddi cuando el hombre, que resultó ser el padrastro, vio que el chico se aproximaba.
—¡Allí está Doddi! —exclamó—. ¡Ven aquí ahora mismo, Doddi!
El muchacho estaba doblando la esquina del edificio más próximo por un camino peatonal que atravesaba el barrio. Se detuvo en seco al oír los gritos de su padrastro, ver el coche patrulla, a los dos agentes mirándole, y la cabeza de su madre asomando por la puerta. Tardó un momento en comprender la situación. Pensó en echar a correr para escapar, pero decidió enseguida que no serviría de nada.
Tras casi tres horas de interrogatorio, Doddi acabó por confesar ante Sigurður Óli que había robado el cuchillo de talla en la escuela y que su amigo Anton y él lo habían utilizado para rayar los coches que encontraban de camino a la escuela. Ambos negaron tajantemente haber hecho daño a Elías, aseguraron que no le conocían y que no sabían quién había podido matarlo. Había pasado una semana desde que rayaron el coche de la mujer a la que vieron entrar en el bloque a toda prisa, dejando el coche en marcha. No sabían que les había visto. Al principio pensaron en robar el coche; lo tenían a su disposición porque lo había dejado con el motor en marcha, pero decidieron que valía más no hacerlo. Doddi pasó junto al coche, fue metiendo la punta del cuchillo por la pintura y luego corrieron a esconderse. No llegaron a ver a la dueña del coche que habían rayado, lo que aumentaba la emoción. Esperaron a que la mujer volviese a bajar para observar su reacción al verlo. Al momento, ella bajó corriendo y abrió el coche, pero se quedó inmóvil al ver la rayada. Se inclinó para verla mejor. Luego miró a su alrededor, salió a la explanada del aparcamiento y miró en todas direcciones antes de fijarse en su reloj, estresada, y marcharse a toda prisa.
El cuchillo que había aparecido en el centro de reciclaje estaba dentro de una caja en la sala de interrogatorios, y Doddi lo reconoció al instante. El forense pensaba que podría tratarse del objeto utilizado para matar a Elías.
Elínborg estaba en otra sala de interrogatorios con Anton. Sus relatos coincidían en lo fundamental. Fue Doddi quien robó el cuchillo y también el que tuvo la iniciativa cuando dieron rienda suelta a su necesidad de rayar coches.
—¿Cómo acabó el cuchillo en el contenedor de metales? —preguntó Elínborg a Anton, que había demostrado estar dispuesto a colaborar desde que llegó a la comisaría.
—No lo sé —respondió Anton.
—¿Lo utilizaste para atacar a Elías?
—No —dijo Anton—. Yo no le hice nada.
—¿Por qué tiraste el cuchillo?
—Yo no lo hice.
—¿Y tu amigo Doddi?
—No lo sé. Él fue el último que tuvo el cuchillo.
—Él dice que lo tenías tú.
—Miente.
—¿Sabías que ese cuchillo es el arma homicida del asesinato de Elías?
—No.
—¿Conocías a Niran, el hermano de Elías?
—No, para nada, bueno, está en el colegio. Pero yo no le conozco.
En la otra sala de interrogatorios, a Doddi le llovían las preguntas, y seguía manteniendo que Anton había sido el último que había tenido el cuchillo.
—¿Cuánto tiempo hace que cogiste el cuchillo del taller de carpintería? —preguntó Sigurður Óli.
—Como diez días o… —Doddi reflexionó un momento—. Sí, algo por el estilo. Justo después de las vacaciones de Navidad.
—¿Dónde lo viste por última vez?
—Anton se lo llevó a su casa.
—Él dice que lo tenías tú.
—Miente.
—¿Sabes quién era Elías?
—Sí.
—¿Le conocías?
—No. Nada.
—¿Le apuñalaste y le mataste tú?
—No.
—Le mataste de una puñalada con el cuchillo que robaste en el taller de carpintería.
—No. Yo no hice nada.
—¿Por qué te dedicabas a rayar coches?
—Por nada.
—¿Por nada?
—No había otra cosa que hacer.
Elínborg miró a Anton en la otra sala, sin decir nada. Se levantó. Llevaba demasiado tiempo sentada y lo notaba en todo el cuerpo. Se apoyó contra la pared y cruzó los brazos.
—¿Dónde estabas cuando atacaron a Elías? —preguntó.
Anton no pudo explicar con claridad dónde estaba cuando apuñalaron al chico. Al principio dijo que estaba en casa, que había ido directamente desde el colegio. Luego recordó que había ido con Doddi a una tienda de videojuegos.
—Os vamos a acusar del asesinato de Elías —dijo Elínborg—. Teníais el cuchillo, vosotros le habéis matado.
—Yo no lo hice —dijo Anton.
—¿Y tu amigo?
—Seguramente, él tampoco.
—¿Qué piensas de los inmigrantes, de los extranjeros, de la gente de color?
—No lo sé.
Cuando Sigurður Óli hizo una pregunta parecida a Doddi, este titubeó. Sigurður repitió la pregunta, pero Doddi se limitó a mirarle sin responder. Sigurður preguntó por tercera vez.
—No pienso nada —dijo por fin Doddi—. Eso no me interesa.
—¿Has atacado a chicos de origen extranjero?
—No, nunca —respondió Doddi.
Ninguno de los dos había tenido problemas con la ley. La madre de Anton estaba sola con dos hijos, tenía un trabajo mal pagado y pasaba bastantes apuros. Anton tenía un hermanastro de tres años. Veía muy poco a su padre, una vez al mes, más o menos. Doddi tenía dos hermanos y una hermanastra. Su padre no se ocupaba mucho de él, era ingeniero y trabajaba en la presa de Kárahnjúkar, según contó Doddi.
—¿Por qué atacaste a Elías? —preguntó Sigurður Óli.
—Yo no lo hice.
—Vamos a acusaros del asesinato de Elías —dijo Sigurður Óli—. No podemos hacer otra cosa.
Doddi le miró. En el gesto de su cara podía verse que comprendía el significado de lo que Sigurður acababa de decir. Era duro. Más de una vez, Sigurður Óli había interrogado a jóvenes que se cagaban en todo y respondían con burlas e incluso con amenazas a los policías. Notó que Doddi aún no había llegado a ese nivel. Aún no estaba suficientemente endurecido. Los daños a los coches eran una estupidez absurda, una broma de colegial, pero nada más. Al menos, por el momento.
—Él regaló el cuchillo —dijo Doddi.
—¿Lo regaló?
—Yo lo robé, pero Anton fue el último que lo tuvo, y lo regaló. Yo no sabía que lo habían usado en el crimen. Seguramente, él tampoco.
Elínborg seguía apoyada en la pared con los brazos cruzados cuando Sigurður Óli entró en la sala de interrogatorios. Se sentó delante de Anton y le miró un rato sin decir nada. Elínborg no preguntó nada. Anton se puso nervioso en su silla, se irguió y miró a Sigurður Óli y después a Elínborg.
No se encontraba bien.
—¿Conoces a un chico que se llama Hallur? —preguntó Sigurður Óli.
Poco después, Elínborg salía de la sala de interrogatorios cuando sonó su móvil. Tardó un tiempo en comprender quién llamaba, pero finalmente recordó la colorida corbata del relaciones públicas de la compañía de seguros desde la que habían llamado varias veces a Sunee.
—He realizado una investigación bastante exhaustiva —dijo el relaciones públicas, muy serio.
—Vaya —dijo Elínborg.
—Pues sí. He hablado con muchas personas de la empresa, todo ello en privado, naturalmente, y aquí no hay nadie relacionado con esa mujer; eso creo.
—Ah, ¿no?
—No. Nada confirmado.
—¿Y algo sin confirmar?
—Sí, se habla de un hombre de aquí.
—¿Sí?
—Yo no le conozco. Lleva años trabajando en el departamento de peritaje, tiene los cincuenta cumplidos. Me dicen las chicas que anda enamorado de una mujer de algún país asiático.
—¿Quiénes son «las chicas»?
—Las de atención al cliente. Alguien le vio en un pub hará cosa de un mes. Estaba con una mujer de esas características.
—¿De qué características?
—Probablemente tailandesa.
—¿Has hablado con él?
—No.
—Bien. ¿Cómo se llama?
—Las chicas quieren saber si tiene algo que ver con la madre del niño asesinado.
—¡Diles que no es asunto suyo!