Erlendur despertó tras una noche sin sueños. En la mesilla de noche había un libro abierto sobre avalanchas de nieve en Islandia. En la mesa había más libros; algunos eran novelas islandesas y otros relatos de desapariciones en los páramos, leyendas e historias populares, historias de fantasmas y de viajes de la antigua Islandia. La mayor parte eran historias trágicas de muertos y de pobres diablos atrapados por temporales monstruosos. Valgerður le había preguntado si aquellos relatos que tanto apreciaba solamente trataban de muerte y mutilación. Erlendur le dijo que muchos trataban de salvamentos milagrosos, de la inagotable capacidad y valentía de las personas enfrentadas a pruebas atroces. En eso radica el valor de los relatos, dijo. Por eso son tan apasionantes.
Erlendur reconocía que aquellas historias no tenían excesivo humor. Sin embargo, podía encontrar una extraña ironía entre tanto sufrimiento. Cuando se durmió, había estado leyendo un relato de 1847, el diario de un pastor. En él se hablaba de un jornalero que fue a buscar ovejas a un lugar muy elevado de las montañas, y al que le habían dicho que anduviera con cuidado porque había riesgo de avalanchas de nieve. Al ver que el jornalero no volvía a la hora acordada, enviaron dos hombres en su busca. Al cabo de un rato buscándole, supusieron que una gran avalancha le había empujado a un enorme barranco que había quedado completamente lleno de nieve. Los hombres escarbaron en la nieve con las manos, y tras llegar a una profundidad de casi tres codos, vieron las plantas de los pies del jornalero. Pensaron que ya estaría muerto y dejaron de escarbar. Volvieron a la granja y contaron su descubrimiento, y que el jornalero debía de estar muerto. Se produjo una gran conmoción. En la granja pensaron que la muerte del jornalero no podía darse por supuesta y volvieron a enviar a los dos hombres a la montaña, esta vez con palas, el remedio de Hoffmann y gotas de alcanfor. Sacaron al hombre de la nieve y resulta que había sido arrastrado por la avalancha cabeza abajo y que estaba vivo pese a lo sucedido, y que «empezó a hablar cuando lo sacaron».
Erlendur sonreía cuando se levantó y se preparó un café. Llamó Sigurður Óli y estuvieron hablando un rato sobre el cuchillo del centro de reciclaje. Cualquier persona del colegio habría podido sacar el cuchillo de talla del taller de carpintería, si es que el cuchillo procedía de allí. En el taller había movimiento permanente: alumnos, profesores y otros empleados. Egill tenía razón, todos los cuchillos de talla de las escuelas del país eran iguales. No estaba claro si aquel cuchillo se podría relacionar con Elías. El operario que encontró el cuchillo lo había estado usando en su trabajo y era prácticamente seguro que alguien lo hubiera limpiado antes de echarlo en el contenedor, a juzgar por lo reluciente que estaba.
El teléfono volvió a sonar. Era Elínborg.
—La han encontrado —dijo sin más preámbulos—. A la mujer desaparecida.
—¿A quién?
—A la mujer desaparecida. Exactamente donde yo decía que la encontraríamos. En el cabo de Reykjanes. En el campo de lava, al sur de la fundición de aluminio.
Los policías de la Científica se inclinaban sobre el cuerpo, ataviados con gruesos impermeables de invierno. Al lado había un trípode con dos reflectores pero con las bombillas rotas. El viento lo había tirado al suelo. Erlendur había ido en su Ford por viejos caminos de grava hasta donde consideró prudente. El último trecho lo hizo a pie. El escenario no estaba lejos de la fundición de aluminio de Straumsvík, en el lugar llamado Hraun. Unas pequeñas calas con aguzados escollos se hundían dentro del campo de lava. El mar chocaba con los escollos levantando agua y espuma. Erlendur sabía que allí había existido un antiguo amarradero y vio los restos de las cabañas. En aquel lugar hubo pequeñas viviendas para los marinos y almacenes de pescado.
El mar había arrastrado el cuerpo a una de las ensenadas. Formalmente, hacía poco que habían dejado de buscar a la mujer, pero un pequeño grupo de protección civil de Hafnarfjörður estaba allí de prácticas desde el alba, recorriendo la playa al sur de la fábrica de aluminio, y encontraron el cuerpo. Algunos miembros del equipo estaban hablando con Elínborg en uno de los coches de policía que habían llegado hasta la orilla del mar. Una ambulancia y otros dos coches patrulla se encontraban a poca distancia del cuerpo e iluminaban con los faros la estrecha ensenada, las olas que rompían en la playa y los hombres inclinados sobre el cuerpo.
Elínborg salió del coche cuando vio que Erlendur se acercaba.
—¿Ya han informado al marido? —preguntó al detenerse.
—Tengo entendido que está de camino.
—¿Seguro que se trata de la mujer?
—No hay duda. Encontramos su documento de identidad. ¿No vas a echarle un vistazo?
—Sí, pero luego —dijo Erlendur, qué sacó una cajetilla y encendió un cigarrillo. Se había temido aquel momento. Era la primera vez que veía a la mujer y deseaba que no hubiera sido así, como un cadáver arrojado por el mar a la playa de Reykjanes. Recordaba la última conversación telefónica. Había sido muy duro con ella. Ahora se arrepentía.
Habían llamado al médico de Hafnarfjörður para que levantara acta de la defunción. Tras examinar el cuerpo, se dirigió hacia ellos.
—¿Hay señales de violencia? —preguntó Erlendur.
—No, a primera vista no —dijo el médico.
Las llamadas telefónicas habían sido brevísimas, entrecortadas, y Erlendur pensó si habría podido evitarlo de alguna forma. ¿Habría podido ayudarla? ¿Habría tenido que prestar más atención a lo que decía?
—Yo solo he venido para extender el certificado de defunción —dijo el médico—. Vuestro forense tendrá que examinarla para determinar la causa de la muerte.
Vieron acercarse un todoterreno. Erlendur tiró la colilla. El vehículo se detuvo al lado de los coches patrulla y el marido de la mujer muerta salió de él. Echó a correr hacia ellos.
—¿La habéis encontrado? —gritó.
Erlendur y Elínborg se miraron. Unos policías le cortaron el paso.
—¿Es ella? —gritó el hombre, fijando los ojos en el cuerpo—. ¡Dios mío, cielo santo! ¿Qué ha hecho? —Intentó llegar hasta ellos pero los agentes lo detuvieron.
—¿Qué has hecho? —gritó hacia el cuerpo.
Erlendur y Elínborg estaban inmóviles en medio del frío, mirándose a los ojos. El hombre miró a Erlendur.
—¡Mira lo que ha hecho! —gritó, completamente desesperado—. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Por qué?
Los policías se llevaron al hombre a un lado e intentaron tranquilizarle.
Erlendur estaba al abrigo de un gran vehículo policial en compañía del médico y de Elínborg. Sin proponérselo, pensó en los hijos de la mujer y en su anterior marido. Sabía que el temor de todos a que sucediera lo peor había ido aumentando según pasaba el tiempo desde la desaparición, y ahora su pesadilla se había convertido en realidad.
Erlendur había hablado de las llamadas telefónicas al marido y no sabía qué decirle ahora que la mujer había muerto. Pensó que, probablemente, por el momento lo mejor sería no decir nada. Oía la voz de la mujer, su desesperación, su miedo y su extraño titubeo, frases a medio terminar que le dificultaban el saber para qué le llamaba. Exhaló un profundo suspiro y aspiró el humo del cigarrillo.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Elínborg.
—En esas malditas llamadas telefónicas —respondió Erlendur.
—¿Las de ella? —dijo Elínborg.
—No puedo quitármelo de la cabeza. La última vez que hablé con ella me… me puse un tanto duro.
—Muy tuyo —dijo Elínborg.
—Tenía la sensación de que la pobre lo estaba pasando muy mal, pero también de que parecía estar jugando conmigo. No le di mucho tiempo. Fui un imbécil.
—No habrías podido cambiar nada.
—Perdona —dijo el médico—. ¿Cuándo hablaste con ella por última vez?
El médico era un hombre al que Erlendur conocía relativamente poco.
—Ayer por la noche —dijo Erlendur.
—¿Hablaste con esta mujer ayer noche?
—Sí.
—Qué raro.
—¿Por qué?
—Últimamente esta mujer no ha hablado mucho por teléfono.
—¿Cómo?
—Y ayer seguro que no.
—Ya te lo he dicho, los últimos días me ha llamado varias veces.
—Naturalmente, solo soy un médico normal y corriente —se justificó—. No soy un especialista, pero lo que dices es imposible. Olvídalo. Está irreconocible.
Erlendur apagó el cigarrillo con el pie y se quedó mirando al médico.
—¿Qué estás diciendo?
—Como poco, lleva dos semanas en el mar —dijo el médico—. Es absolutamente imposible que estuviera viva hace unos días. Imposible. ¿Por qué crees que no han dejado que el marido se acerque a ella?
Erlendur se quedó mirando al médico sin decir una palabra.
—Pero ¿cómo es posible? —suspiró, y avanzó hacia donde estaba el cuerpo de la mujer.
—¿No era ella? —dijo Elínborg, siguiéndole inmediatamente detrás.
—¿Qué…?
—¿Quién, si no?
—No lo sé.
—Si quien llamaba no era ella, ¿quién era?
Completamente perdido, Erlendur miró el cadáver. La permanencia en el mar lo había estropeado considerablemente.
—¿Quién era entonces? —dijo dando un profundo suspiro—. ¿Quién es la mujer que me ha estado llamando y hablando conmigo de… de… qué era lo que decía… «no puedo continuar así»?
El primero que se quejó de que le habían rayado el coche tenía muchísimo que decir sobre la indiferencia de la policía cuando les informó del daño que le habían causado. La policía no prestó la menor atención al caso, se limitaron a escribir un informe para la compañía de seguros, y no se volvió a oír nada más de él. Llamó para saber cuándo iban a pillar a los idiotas que le estropearon el coche, pero nunca consiguió hablar con nadie que tuviera la más mínima idea sobre el tema.
Se quejó durante un rato de todo eso, sin que Sigurður Óli se atreviera a interrumpirle. Tampoco le escuchaba con especial atención, pues estaba pensando en Bergþóra y en la adopción. Tras exhaustivas pruebas, habían llegado a la conclusión que el problema estaba en Bergþóra. Era incapaz de tener hijos, por mucho que lo intentara. Aquel problema había puesto a prueba su relación. Tras amargos intentos y numerosas visitas al especialista, antes de que se supiera que ella no podía tener hijos, Sigurður Óli estaba seguro de que Bergþóra aún no lo había superado. En cuanto a él, había llegado a la conclusión de que, «puesto que era así», tal como se lo dijo a Bergþóra, quizá deberían dejar las cosas como estaban y conformarse con la situación. Habían vuelto a hablar del tema la noche anterior, cuando Sigurður Óli llegó a casa después del trabajo. Bergþóra empezó a hablar de lo que Sigurður ya sabía, que los padres islandeses solían adoptar niños de países asiáticos, la India y China.
—A mí no me preocupa este asunto tanto como a ti —le dijo con todo el tacto que le fue posible.
—¿Es que te da igual? —preguntó Bergþóra.
—Claro que no —dijo Sigurður Óli—. No me da igual cómo te encuentres tú, cómo nos encontremos los dos. Es solo que…
—¿Qué?
—No sé si en estos momentos estás preparada para responsabilizarte de una adopción. Es un paso muy grande.
Bergþóra respiró hondo.
—Y, por lo que parece, no tenemos intención de darlo juntos —dijo.
—Creo que necesitamos más tiempo para recuperarnos y discutir el tema a fondo.
—Claro, tú puedes tener un hijo cuando quieras —dijo Bergþóra, más gélida que fría.
—¿Cómo?
—Si tuvieras el más mínimo interés, aunque nunca lo has tenido.
—Bergþóra…
—Nunca has querido, ¿verdad?
Sigurður Óli se quedó callado.
—Siempre puedes encontrar a una nueva para tener hijos con ella —dijo Bergþóra.
—Eso es precisamente lo que quiero decir, no estás… no puedes hablar de esto de forma racional. Dejemos que pase el tiempo, esperar no nos hará daño.
—No estés siempre diciéndome cómo soy —dijo Bergþóra—. ¿Por qué siempre me rebajas de esta manera?
—No lo hago.
—Siempre te crees mejor que yo.
—En este momento, no estoy preparado para adoptar —dijo Sigurður.
Bergþóra le miró sin decir una palabra. Luego sonrió débilmente.
—¿Es porque son extranjeros? —preguntó—. Y de color, encima. ¿Chino? ¿Indio? ¿Es por eso?
Sigurður Óli se levantó.
—No podemos hablarnos de esta manera —protestó.
—¿Es por eso? ¿Quieres que tus hijos sean islandeses?
—Bergþóra, ¿por qué dices eso? ¿Es que crees que yo no…?
—¿Qué?
—¿Crees que yo no lo lamenté? ¿Crees que no me dolió cuando las cosas no fueron bien y perdimos el ni…?
Se calló.
—Nunca dices nada —dijo Bergþóra.
—¿Qué tengo que decir? —exclamó Sigurður Óli—. ¿Qué tiene uno que decir siempre, siempre?
Cuando el hombre levantó la voz, volvió a la realidad.
—Sí, eh… oye, perdona —dijo Sigurður Óli, aún profundamente enfrascado en sus pensamientos.
El hombre del coche rayado le miraba fijamente.
—Ni siquiera me estás escuchando —dijo molesto—. Siempre es la misma historia con los policías.
—Perdona, estaba pensando si viste a quien le hizo eso a tu coche.
—No vi nada —dijo el hombre—. Me lo encontré así, todo rayado.
—¿Tienes idea de quién puede haberlo hecho? ¿Un gamberro, chicos del barrio?
—No tengo ni idea. ¿No es ese vuestro trabajo? ¿Vuestro trabajo no consiste en encontrar a ese canalla?
Más tarde, Sigurður Óli habló con una mujer joven que estudiaba medicina en la universidad y tenía alquilado un apartamento pequeño al lado del edificio del hombre al que acababa de atender. Se sentó con Sigurður, que intentó concentrarse más que en la primera conversación. Al despedirse del primer interlocutor lo hizo con un tono muy seco.
La mujer tenía veinticinco años y era un tanto gordita. Sigurður había echado un vistazo en la cocina, al pasar, donde lo que más parecía abundar eran envases de comida rápida.
Le dijo a Sigurður que su coche no era especial, pero que de todos modos era un fastidio tenerlo rayado.
—¿Por qué os ha entrado el interés por este asunto, justo ahora? —preguntó la estudiante—. Ni siquiera os pasasteis por aquí cuando denuncié los daños.
—Hay varios coches rayados —dijo Sigurður Óli—. Uno de ellos, en el bloque vecino al tuyo. Tenemos que ponerle fin —añadió.
—Creo que les vi —dijo la mujer, sacando un paquete de cigarrillos. El apartamento apestaba a tabaco.
—Ah, ¿sí? —dijo Sigurður Óli mientras la mujer encendía un cigarrillo. Pensó sin querer en los envases de la cocina y tuvo que esforzarse por recordar que aquella mujer estudiaba medicina.
—Había dos chicos merodeando por delante del bloque —dijo mientras exhalaba una bocanada de humo—. Resulta que, cuando sucedió, yo estaba en casa. De lo más raro. Tuve que volver a subir para coger mi comida para la universidad, porque me la había olvidado. Dejé el coche sin cerrar y con las llaves puestas, algo que nunca debe hacerse.
Miró a Sigurður Óli como si estuviera enseñándole una lección.
—Y cuando salí, unos minutos más tarde, mi coche ya tenía ese horrible arañazo.
—¿Era temprano? —preguntó Sigurður Óli.
—Sí, bueno, me iba para la universidad.
—¿Cuánto tiempo hace?
—Una semana, más o menos.
—¿Y viste a quienes lo hicieron?
—Seguro que eran ellos —dijo la mujer, apagando el cigarrillo. Sobre la mesa había un cuenco con caramelos y se metió uno en la boca. Sigurður Óli rechazó la invitación.
—¿Qué viste?
—En realidad, os lo dije al día siguiente, pero entonces no parecisteis muy interesados por un mísero arañazo.
—Hay más —repitió Sigurður Óli—. No solo han dañado tu coche, hay otros coches rayados. Queremos cazarles.
—Fue sobre las ocho —dijo la mujer—. Naturalmente, estaba todo oscuro, pero hay una farola en la entrada del bloque y, al subir, vi a dos chicos que pasaban. No tendrían más de quince años, y los dos llevaban mochila. Os lo conté todo.
—¿Viste hacia dónde iban?
—Se dirigían a la farmacia.
—¿A la farmacia?
—Y al colegio —dijo la mujer, masticando su caramelo—. Donde mataron al chico.
—¿Por qué crees que fueron esos dos los que te arañaron el coche?
—Porque cuando subí a todo correr no estaba rayado, y cuando bajé sí. Fueron las únicas personas que vi esa mañana. Seguramente estarían escondidos en algún sitio riéndose de mí. ¿Quiénes se dedican a rayar coches? ¿Me lo puedes decir? ¿Qué clase de personas hacen eso?
—Unos miserables —dijo Sigurður Óli—. ¿Les reconocerías si volvieras a verles?
—No les vi haciéndolo, ¿eh?
—No, ya lo sé.
—Uno era rubio con pelo largo. Los dos llevaban anorak. El otro llevaba una gorra. Un tanto desgarbados, los dos.
—¿Les reconocerías en fotos?
—Seguramente. El otro día no me propusisteis nada por el estilo.
Erlendur cerró la puerta cuando entró en su despacho de Hverfisgata. Se sentó al escritorio con las manos cruzadas y la mirada perdida. Había cometido un error. Había violado una norma fundamental que siempre había procurado respetar. La primera norma que le enseñó Marion Briem. Nada es como tú crees que es. Había pecado de exceso de confianza. De arrogancia. Había olvidado la prudencia que podía salvarle del error si no conocía el terreno. La arrogancia le había hecho perder el rumbo. Había pasado por alto otras posibilidades evidentes, algo que nunca debería haberle sucedido.
Intentó recordar las llamadas, lo que había dicho la mujer, lo que podía leerse en el tono de voz, en las horas a las que llamaba. Había malinterpretado todo lo que la mujer había dicho. «Esto no puede continuar», recordó que le dijo en la primera conversación telefónica. En la última, se negó a escucharla.
Sabía que la mujer acudía a él en busca de ayuda. Tenía algo que ocultar y que le resultaba insoportable, por eso acudía a él. Solo existía otra causa posible, solo podía guardar relación con un caso, ya que no era la mujer que desapareció. Él llevaba la investigación de la muerte de Elías. Las llamadas tenían que estar relacionadas con ese caso. Era la única posibilidad. La mujer disponía de información que podría ser útil para la investigación del asesinato del niño, y él le había colgado el teléfono de mala manera.
Con toda su fuerza, Erlendur golpeó el escritorio con los puños, haciendo saltar periódicos y papeles.
Pensó una y otra vez en lo que aquella mujer había intentado decirle, pero no llegó a una conclusión. Solo podía esperar que volviese a llamar, aunque no parecía demasiado probable en vista de la forma en que se despidió de ella.
Erlendur oyó llamar a su puerta y Elínborg apareció en el umbral. Vio los periódicos en el suelo y miró a Erlendur.
—¿Va todo bien?
—¿Necesitas algo?
—Todos nos equivocamos —dijo Elínborg, y cerró la puerta tras de sí.
—¿Hay algo nuevo?
—Sigurður Óli está con la propietaria de uno de los coches, está repasando fotos de los cursos superiores de la escuela. Había unos chicos rondando por delante de su bloque cuando le rayaron el coche.
Elínborg se puso a recoger los periódicos del suelo.
—Deja eso —dijo Erlendur, que empezó a ayudarla.
—El forense está examinando el cadáver —dijo Elínborg—. Todo parece indicar que la mujer se ahogó en el mar, y a primera vista no hay señales de que se haya cometido un delito. Hace al menos dos o tres semanas que se arrojó al mar.
—Debería haberme dado cuenta —dijo Erlendur.
—¿Y qué?
—Me equivoqué.
—No podías hacer otra cosa, no les des más vueltas.
—Habría tenido que hablar con ella en lugar de mostrarme tan hostil. La estaba juzgando por lo que había hecho. Y luego resultó que ni siquiera era ella.
Elínborg sacudió la cabeza.
—Esa mujer me llamaba para que la consolara y la convenciera de que nos tenía que ayudar, porque sentía que eso sería lo mejor. Pero yo me cerré en banda. Sabe algo sobre el asesinato de Elías. Una mujer de edad desconocida con la voz un poco ronca, quizá por fumar. Ahora veo que estaba preocupada, atemorizada y atormentada. Pensé que la mujer desaparecida y su marido estaban tramando algo. No lo comprendía. No sabía lo que estaban haciendo y perdí los nervios. Y luego resulta que no tenía ni idea. Ni la menor idea.
—¿Qué le pasó por la cabeza? ¿Por qué se tiró al mar?
—Yo creo…
Erlendur se quedó callado.
—Dime…
—Yo creo que estaba enamorada. Lo había sacrificado todo por amor: familia, hijos, amigos. Todo. Alguien me dijo que había cambiado. Que era otra persona. Como si hubiera revivido, como si hubiera empezado a vivir la vida de verdad, a ser ella misma.
Erlendur se calló de nuevo, ensimismado y pensativo.
—¿Y? ¿Qué pasó?
—Se dio cuenta de que la estaba engañando. Su marido empezó a salir con otra. Se sintió humillada. Todo su… todo lo que había hecho, todo lo que había tenido que sacrificar no había servido para nada.
—He conocido a personas así —dijo Elínborg—. Viven en una ensoñación amorosa durante un tiempo y, cuando el fuego empieza a apagarse, se quitan de en medio.
—Su amor era auténtico —dijo Erlendur—. Y cuando se dio cuenta de que no era correspondida, fue incapaz de soportarlo.