23

Uno de los trabajadores más jóvenes del centro de reciclaje pensó que el día no podía haber sido mejor. Había encontrado dos discos de vinilo que valía la pena conservar. Desde luego, no estaba autorizado a llevárselos a casa, su obligación era llevarlos al mercado donde se vendían las cosas útiles del centro de reciclaje. Pero nadie vigilaba lo que la gente sacaba de la basura. En realidad, cualquiera podía pasearse por el centro y rebuscar. En ocasiones, algunos coleccionistas de discos llegaron casi a meterse en la trituradora. También los coleccionistas de libros. Toda clase de gente. Luego llevaría los dos discos a una tienda para coleccionistas, donde le pagarían un buen precio por ellos. No era demasiado aficionado a los discos y la música, pero después de dos años trabajando en el centro, sabía el valor que tenían. Un día encontró un juego completo de palos de golf al lado del contenedor de metales; alguien habría olvidado volver a meterlo en el coche después de tirar la basura. Aunque metidos en una bolsa bastante cochambrosa, los palos estaban en perfecto estado. Los vendió por una buena cantidad. Sobre todo le pagaron bien por el driver. Dos días después de encontrar los palos, llegó el propietario a buscarlos, pero fue fácil colocarle al pobre hombre la trola de que los palos habían acabado con el resto de la basura, por desgracia.

Desde que trabajaba en el centro de reciclaje, se había acostumbrado a fijarse en los objetos que estaban en buen estado, los que podía revender o los que podía quedarse. Sabía que algunos coleccionistas se quejaban de que no todo salía al mercado, como establecían las normas, pero a él le importaban un comino esos personajillos. Se sacaba un buen dinero extra a base de mirar lo que tiraba la gente, y la empresa, por cierto, no le pagaba un sueldo maravilloso. Un sueldo de mierda por un trabajo de mierda.

En realidad, siempre le llamaba la atención lo que la gente tiraba. Literalmente, lo tiraban todo. Él no era muy aficionado a los libros, pero veía furgonetas enteras que llegaban con bibliotecas completas de personas que querían librarse de ellas, muebles en perfecto estado, ropa muy bonita, electrodomésticos e incluso aparatos de música nuevecitos.

A pesar del frío y del viento del Norte que le traspasaban el mono azul de trabajo, ese día había habido mucho trabajo. La gente tiraba trastos viejos todo el día, en cualquier momento del año, sin importar el tiempo que hiciese. Llegaban furgonetas con los trastos de algún difunto, alguien tiraba la bañera, otros estaban renovando los electrodomésticos de la cocina. Y luego estaba la gente de las latas de refrescos. Lo que menos le gustaba era recibir latas y botellas. La gente no hacía más que mentir sobre el número. A veces, cuando se decidía a contar las que había en las bolsas, como si fuera algo divertido, la diferencia era de muchas decenas entre lo que ellos decían y lo que él contaba. La gente ni siquiera se avergonzaba. Se limitaban a sonreír y fingir que no entendían cómo podía haber pasado.

Un coche llegó a la verja y se detuvo. Había un rótulo grande que indicaba que todos tenían que detenerse en la verja y esperar instrucciones. La mayoría seguía la norma. Al ver que nadie iba a ocuparse de aquel tipo, fue para allá sin muchas ganas.

—Traigo una cama vieja —dijo el hombre mientras bajaba la ventanilla.

Iba en un todoterreno grande y había roto la cama en varios trozos para meterla en la parte de atrás. Así que no servía para nada.

—¿Hay colchón y todo? —preguntó.

—Sí, todo —dijo el hombre.

—Tira recto, el colchón lo pones allí a la derecha y las maderas a la izquierda, ¿vale?

El hombre subió la ventanilla. Le miró mientras avanzaba y luego se fijó en la caseta de los operarios, que estaba allí al lado. Empezaban las noticias de las siete y pensó si no sería mejor entrar un rato para quitarse el frío. No oía la televisión pero veía las imágenes, gente tirando piedras en los países de Oriente Medio, el presidente de Estados Unidos dando un discurso, ovejas islandesas, un cuchillo encima de una mesa, un ministro islandés cortando una cinta, el presidente de Islandia recibiendo huéspedes…

Otro coche llegó al portón. Un hombre bajó el cristal de la ventanilla.

—Llevo una nevera —dijo.

—¿Está inservible? —le preguntó. Siempre comprobaba si alguna de las neveras que traían aún funcionaba, pues necesitaba una buena.

—Totalmente —dijo el hombre con una sonrisa—. Lo siento.

Vio de refilón que el cuchillo volvía a aparecer en televisión, y de repente tuvo la sensación de haberlo visto antes.

—¿Dónde llevo la nevera? —preguntó el hombre. Él le indicó el lugar donde se apilaban los electrodomésticos de cocina, como animalitos abandonados al viento y a su suerte.

Entró a toda prisa en la caseta y se sentó delante del pequeño televisor. El presentador estaba diciendo que la posible arma homicida sería probablemente como aquella; se trataba de un cuchillo de talla utilizado en los talleres de carpintería de todo el país. Sabía a qué crimen se referían. El chico asiático del bloque. Había visto las imágenes en los telediarios.

Sacó el cuchillo de la funda y lo miró. Aquel cuchillo era exactamente igual que el de la televisión. Lo había encontrado en los desperdicios metálicos y le hizo una funda. Luego encontró un cinturón, le puso la funda, el cuchillo dentro y así se encontró con la mejor herramienta para cortar cuerdas, abrir bolsas de latas de refresco o dedicarse a esculpir palos de madera en la caseta cuando no tenía mucho que hacer. Se quedó mirando el cuchillo que tenía en la mano mientras poco a poco iba filtrándose en su mente la idea de que quizás era el arma de un crimen.

Un coche llegó hasta el portón y se detuvo.

Probablemente tendría que entregar el cuchillo, pensó. Informar a la policía. Pero ¿era preciso hacerlo? ¿Tenía que ver con él? Era un cuchillo magnífico.

El conductor del coche le vio tranquilamente sentado en la caseta y tocó la bocina.

No la oyó. Estaba pensando en que a lo mejor la policía pensaba que él había matado al chico, ya que tenía el cuchillo. ¿Le creerían si les decía que había encontrado el cuchillo en el contenedor de restos metálicos? ¿Que se metió dentro del contenedor porque vio el mango de madera y estaba muy acostumbrado a encontrar cosas utilizables? Vaciaban el contenedor cada pocos días y en aquellos momentos estaba lleno hasta la mitad. Alguien entró en el centro de reciclaje y tiró el cuchillo al contenedor.

¿El asesino?

El presentador había dicho que un cuchillo de ese tipo podía ser el arma homicida, y que, en tal caso, el agresor estaría relacionado con la escuela.

El conductor se estaba impacientando y tocaba la bocina cada vez más.

Se asustó y miró al exterior.

Quizá no le creerían. Una vez le habían tildado de racista cuando comentó que los asiáticos siempre traían bolsas llenas de latas y mentían sobre la cantidad.

También podía ser que se hiciera famoso.

Sería famoso.

Miró al conductor del coche, que le hacía gestos enfadadísimo y le indicaba que saliera a atenderle.

Sonrió.

El conductor gritó de furia al ver que el empleado sonreía como un tonto, cogía el teléfono que tenía enfrente de la nariz y llamaba.

Marcó el número de emergencias, el 112.

Podía hacerse famoso.

Sigurður Óli esperaba a Erlendur en el pasillo, delante del apartamento de Andrés.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó mientras bajaban la escalera.

—No sé —dijo Erlendur, distraído—. Creo que Andrés está loco.

—¿Le sacaste algo? ¿Dijo algo?

—De Elías, nada.

—¿Y de qué, entonces? ¿Qué dijo?

—Primero, reconoció al hombre de la foto —dijo Erlendur—. Es su padrastro. Insinuó que ese hombre había cometido un crimen hace mucho tiempo.

—¿Cómo?

—No sé —dijo Erlendur—. No sé qué pensar.

—¿Qué crimen?

—No lo sé.

—¿No será otra trola de las suyas?

—Es posible —dijo Erlendur—. Pero hasta ahora, lo poco que ha dicho ha resultado ser cierto.

—Sí, pero no es prácticamente nada.

—También dijo que él mismo se va encargar del asunto, sea lo que sea lo que pueda significar eso. Deberíamos seguir a Andrés unos cuantos días.

—Bueno, pero, cambiando de tema, creen que han encontrado el cuchillo —dijo Sigurður Óli.

—¿Cómo?

—Han llamado. Alguien lo tiró a un contenedor de desperdicios metálicos. Tenemos que comprobar si se trata del mismo cuchillo, pero es probable. Tengo entendido que es exactamente igual. Lo enseñaron en televisión y resulta que un chico lo había rescatado de la basura. Es posible que encontremos algún residuo. El que encontró el cuchillo lo usó en su trabajo, y naturalmente lo habrá lavado bien, pero con esos aparatos que tienen, los de la Científica siempre encuentran algo.

Fueron hasta el centro de reciclaje. La policía Científica había cortado el tráfico. Una cinta policial amarilla se agitaba con el viento. Los técnicos buscaban indicios de la persona que había tirado el cuchillo, pero lo hacían para guardar las formas. Hacía dos días que el empleado había encontrado el cuchillo. Desde que se cometió el crimen había pasado mucha gente por allí, además de vehículos, y ningún empleado había visto nada extraño. Nadie había estado rondando disimuladamente por el contenedor. No había cámara de seguridad en el portón. La policía no tenía nada a lo que agarrarse.

Contactaron con Egill, el profesor de carpintería, por el hallazgo. Le enseñaron el cuchillo y él declaró que aquel objeto podía proceder del almacén de cuchillos del taller de carpintería. Sin embargo, indicó que probablemente habría cuchillos de esos en los talleres de carpintería de todas las escuelas del país.

Erlendur fue a hablar con el joven que había encontrado el cuchillo y enseguida se convenció de que no mentía. Preguntó a Erlendur si podía vender su historia a los periódicos, si la prensa sensacionalista pagaba por ese tipo de cosas y, en ese caso, cuánto. Había llevado el cuchillo en el cinturón y lo había usado, bueno, aparte de que fue él quien lo encontró.

Menudo cretino, pensó Erlendur.

Volvió a su casa poco después. Era tarde y pasó por una tienda que abría las veinticuatro horas y compró un plato preparado para calentar en el microondas, una sopa islandesa de carne. La metió en el microondas y lo puso tres minutos. Llamó Valgerður y estuvieron charlando; él le contó las novedades de la investigación sin especificar demasiado. Ella preguntó si había hablado con Eva Lind. Valgerður dijo que tenía una guardia extra y que no podía ir a verle. Decidieron quedar para la tarde siguiente, cuando ella libraba. Le dijo que fuera a su casa.

—Ven —dijo Valgerður con decisión.

—Muy bien —respondió Erlendur—. Iré. A lo mejor llego algo tarde.

—No importa —repuso ella.

Y se despidieron.

Sacó la sopa del microondas, cogió una cuchara y empezó a tomársela tranquilamente, en su recipiente de plástico, sentado a la mesa de la cocina. Intentó no pensar en sus casos, pero su mente volvía incesantemente al bloque de apartamentos y a Elías. Pensó en los hombres que se habían traído al país a tres, incluso a cuatro mujeres, como Sunee, para casarse con ellas y luego quitárselas de encima en cuanto se acababa la diversión; o las mujeres les abandonaban porque lo que les importaba era conseguir los papeles para vivir y trabajar en el país. ¿Cómo podía suceder eso? Pensó en Niran, a quien Sunee había traído de Tailandia después de años de separación, pero que no había conseguido adaptarse al nuevo país, se había marginado y solo buscaba la compañía de otros chicos con las mismas bases y experiencias que él, chicos incapaces de aclimatarse a su nueva realidad, que no comprendían el país, la lengua. Sintió cierta lástima por ellos.

Pensó en Sunee y en su sufrimiento.

Empezó a sonar el móvil. Supuso que sería Sigurður Óli quien llamaba tan tarde, pero oyó una voz femenina que susurraba como si estuviera usando el móvil en secreto. Erlendur no oyó lo que decía.

—¿Cómo? —dijo—. ¿Qué…?

—… y llevar… Pero él no quiere. De ninguna manera. He intentado hablar con él. Es imposible.

—No estoy dispuesto a seguir con esto —dijo Erlendur cuando se dio cuenta de quién era. Decidió utilizar un nuevo método con la mujer que estaba buscando desde Navidad—. O vienes a verme o nos olvidamos de esto. ¡No puedo continuar con esta estupidez!

—Te lo estoy diciendo, él no quiere…

—Creo… —dijo Erlendur.

—Solo necesito más tiempo.

—Creo que deberías dejar de molestarme con este rollo.

—Perdona —dijo la voz del teléfono—. Es que es tan difícil… No quiero que las cosas sigan así.

—¿Qué buscas? —preguntó Erlendur—. ¿Qué pretendéis? ¿A qué viene esta estupidez?

La mujer se quedó en silencio.

—Ven a verme y hablamos.

—Siempre intento que lo haga. Pero no quiere.

—Esto no va a ninguna parte —dijo Erlendur—. Tendrías que ir a casa con él en vez de estar molestándome. ¡Esto es absurdo!

Se produjo un silencio en el teléfono.

—Fui a ver a tu marido —dijo Erlendur.

La mujer siguió en silencio.

—Sí, fui a verle. No tengo ni idea de lo que estáis tramando y además me da exactamente igual. Pero acaba ya con estas llamadas. Deja de molestarme con una tontería tras otra.

Se produjo otro largo silencio en el teléfono.

Después, la mujer colgó.

Erlendur miró el móvil que tenía en la mano. No conseguía entender lo que había hecho. Esperaba que la mujer volviera a llamarle enseguida, pero como no fue así, dejó el teléfono en la mesa de la cocina y se levantó. Cogió el libro que había estado leyendo a Marion Briem en el hospital y se sentó con él en su sillón. Incluía relatos de pérdidas humanas y muertes en Ja intemperie en los fiordos del este. Dio vueltas al libro entre las manos como había hecho tantas veces antes de pasar las páginas hasta el relato que conocía tan bien y que solo contenía un fragmento de lo que sucedió.

TRAGEDIA EN EL PÁRAMO DE ESKIFJORDUR

Empezó a leer una vez más. Al poco rato, le interrumpieron unos golpecitos en la puerta. Dejó el libro, se levantó y fue a abrir. En el descansillo estaba Eva Lind acompañada de Sindri Snaer.

—¿Nunca dormís? —preguntó mientras les hacía entrar.

—Igual que tú —dijo Eva, escurriéndose al interior entre él y la puerta—. ¿Estabas tomando sopa de carne? —preguntó a la vez que olisqueaba.

—Del microondas —respondió Erlendur—. No se puede decir que sea comida.

—Estoy segura de que podrías hacerte comida decente si te pusieras —dijo Eva, sentándose en el sofá—. ¿Qué lees? —preguntó al ver el libro abierto en la mesita de lectura que había junto al sillón. Sindri se sentó a su lado. Hacía una eternidad desde la última vez que fueron los dos juntos a verle a casa.

—Relatos —dijo Erlendur—. ¿A qué debo el placer?

—Nada, se nos ocurrió pasarnos un momento.

—¿Pasaros?

—¿Son sobre personas perdidas? —preguntó Sindri.

—Sí.

—Una vez me dijiste que existía un relato sobre tu hermano —dijo Eva.

—Es cierto, existe.

—Pero ¿no quieres enseñármelo?

No supo por qué no le dio el libro a Eva Lind. Estaba abierto sobre la mesa, entre los dos, y aunque probablemente en él no podía encontrarse toda la verdad, bastaría para proporcionarles a ella y a Sindri una idea de lo sucedido. Erlendur les había contado que él y su hermano quedaron expuestos a los elementos, pero solo les contó lo imprescindible.

En realidad, el relato no añadía mucho más. Ya no sabía a qué se aferraba con tanto empeño, si es que lo supo alguna vez. Sindri había oído hablar de aquellos sucesos cuando vivía en el este. No era un secreto.

—Soñé con él —dijo Eva—. Ya te lo dije. Estoy segura de que era tu hermano.

—¿No irás a empezar otra vez con lo mismo? No sé qué le has metido en la cabeza, Sindri.

—Yo no le he dicho nada —repuso Sindri, sacando un paquete de cigarrillos.

—No es más que un sueño. ¿Por qué les tienes tanto miedo a los sueños? No consigo entender que te lo tomes tan a pecho.

—No me lo tomo a pecho, pero estoy harto de recordar ese suceso.

—Vaya —dijo Eva Lind haciendo un gesto con la cabeza hacia la mesa—. Pues siempre estás leyendo sobre él o sobre casos parecidos. ¡Es como si no hubieras sido capaz de olvidar!

—No quiero recordar este suceso con otras personas —se corrigió Erlendur.

—Aaah —dijo Eva—. Lo quieres para ti solo. ¿Es eso lo principal?

—No tengo ni idea de qué es lo «principal».

—¿No quieres que nadie te lo quite?

—Creo que no sabes lo que estás diciendo —respondió Erlendur.

—Lo único que quiero es contarte mi sueño. Nunca he soñado nada parecido. No sé por qué no quieres oírlo. Ni siquiera es un sueño. Es una imagen que se me metió en la cabeza y con la que me desperté.

—¿Cómo sabes que era mi hermano?

—No se me ocurrió que pudiera ser nadie más —dijo Eva.

—No hay que buscar significado a los sueños, lo sabes perfectamente —dijo Sindri.

—Eso es lo que intento decirle —dijo Eva.

Se callaron.

—¿Cómo murió? —preguntó Eva.

—Ya te lo he dicho. Bergur se perdió en la ventisca. Tenía ocho años. Nos separamos. A mí me encontraron. Su cuerpo nunca apareció. A lo mejor has soñado con él. Pero eso no importa, no te obsesiones con ello. Mejor habladme de vosotros. ¿Qué tal andáis?

—¿Es posible que se ahogara? —preguntó Eva Lind.

Erlendur clavó la mirada en su hija. Eva sabía que él no quería entrar en más detalles de ese asunto, pero no quería darse por vencida. Le devolvió la mirada con descaro. Sindri miró la mesa que les separaba.

—Sindri dijo que era una de las teorías que oyó cuando vivía en el este —añadió Eva.

Sindri levantó la mirada.

—Allí hay mucha gente que conoce la historia —dijo—. Hay gente que recuerda todo lo que sucedió.

Erlendur no le respondió.

—¿Tú qué crees que pasó? —preguntó Eva Lind.

Erlendur siguió en silencio.

—Estaba oscuro —dijo Eva—. Yo estaba en el agua. Primero pensé que estaba nadando, pero era otra cosa. Yo nunca voy a nadar, no he vuelto desde primaria. Pero de repente estaba en el agua y hacía un frío increíble…

—Eva…

Erlendur miró suplicante a su hija.

—Me dijiste que más tarde podría contarte el sueño, ¿no lo recuerdas?

Erlendur sacudió la cabeza lentamente.

—Y un chaval se acercaba a mí y sonreía, y nada más verle me recordó a ti. Primero pensé que eras tú. ¿Os parecíais?

—Eso decían.

—Pero resulta que no estábamos nadando, ni en una piscina —dijo Eva—. Estábamos metidos en un agua que se transformaba en barro y fango. El chico dejó de sonreír y todo se hizo negro. Me dio la sensación de que no podía respirar. Como si estuviera ahogándome, o asfixiándome. Desperté boqueando para coger aire. Ningún sueño me ha afectado como este. Nunca. Nunca lo olvidaré. Su cara.

—¿Su cara?

—Cuando todo se hizo negro. Era…

—¿Qué?

—Apareciste tú —dijo Eva Lind.

—¿Yo?

—Sí. De pronto eras tú.

Se callaron.

—¿Eso fue después de que Sindri te hablara de los tollos? —dijo Erlendur, mirando a Sindri.

—Sí —dijo Eva—. ¿Cómo murió tu hermano? ¿Qué es un tollo?

—¿Se ahogó? —preguntó Sindri.

—Quizá se ahogara —dijo Erlendur en voz baja.

—Allí hay ríos que corren hacia el fiordo —dijo Sindri.

—Así es —dijo Erlendur.

—Algunos dicen que cayó en uno de esos ríos.

—Esa es una posibilidad. Que cayera al río de Eskifjörður.

—Pero hay otra peor, ¿no? —dijo Eva Lind.

Erlendur hizo una mueca. Le vino a la mente un recuerdo antiguo, de un caballo que se había metido demasiado en la ciénaga y que intentaron salvar. Era una bestia grande y poderosa, de un hombre del pueblo. Se revolvía y levantaba chorros de agua, pero cuanto más se esforzaba el caballo, tanto más se iba hundiendo, hasta que solamente sobresalía la cabeza, los agujeros dilatados de la nariz y unos ojos aterrorizados que acabaron desapareciendo bajo el fango. Fue una visión espantosa, una muerte espeluznante. Cada vez que pensaba en Bergur recordaba aquella imagen del caballo que se iba hundiendo más y más en el fango hasta desaparecer.

—En ese páramo hay pozas cubiertas de musgo —dijo Erlendur—. Zonas pantanosas que pueden ser muy peligrosas. Se congelan pero luego se deshielan. Quizá cuando Bergur la pisó, una de ellas se rompió. Es una de las teorías sobre por qué no encontramos sus restos mortales.

—¿Desapareció tragado por la tierra?

—Le buscamos durante semanas y meses —dijo Erlendur—. Toda la gente de la comarca. Nuestros amigos y parientes. No sirvió de nada. No encontramos nada. Ni el más insignificante objeto. Literalmente, era como si la tierra se lo hubiera tragado.

Sindri miró a su padre.

—Eso es lo que decía la gente.

Se callaron un buen rato.

—¿Por qué sigue costándote tanto, después de todos estos años? —preguntó Eva.

—No lo sé —dijo Erlendur—. Porque sabes que aún está allí arriba, en alguna parte, solo y desesperado, y que no le espera más que la muerte.

Se hizo un largo silencio y el único sonido que se oía era el silbido del viento del Norte. Eva Lind se puso en pie y se acercó a la ventana del salón.

—Pobre niño —dijo a la fría noche invernal.

Cuando se fueron, volvió a sentarse en el sillón y en su memoria apareció una frase del cuaderno de Elías. Era una observación, o un comentario que había escrito en la parte inferior de una página, como si la pusiera en el papel sin pensar en lo que estaba escribiendo. Quizá pensaba preguntárselo a su madre.

«¿Cuántos árboles hacen falta para tener un bosque?».