Erlendur estaba presente cuando abrieron el apartamento de Gestur enfrente del piso de Sunee. Elínborg le acompañaba. El tribunal del distrito les había proporcionado una orden de registro para la tarde. Según los policías que habían estado vigilando la escalera desde que encontraron el cadáver del niño en el patio del bloque, el vecino del penúltimo piso, enfrente de la puerta de Sunee, no se había dejado ver. Solo Erlendur le había visto y había hablado con él. Después no se había sabido nada más de él.
No fue necesario tirar la puerta abajo. Gestur tenía el piso alquilado, como otros inquilinos de aquella misma escalera, y Erlendur había conseguido la llave de repuesto. Al comprobar que no respondía a las llamadas al timbre y a la puerta, y cuando todos los papeles necesarios estuvieron dispuestos, Erlendur metió la llave en la cerradura y abrió. Sabía que solo disponía de las palabras de Andrés sobre pedofilia en el barrio, y Andrés era un redomado mentiroso, si bien Erlendur se sentía inclinado a creerle. Se percibía algo especial en Andrés cuando hablaba de aquel hombre. Un miedo antiguo que seguía acosándole.
En el piso, todo estaba exactamente igual que cuando Erlendur estuvo allí, aunque parecía que hubiera pasado un paño con detergente por todas partes. El olor a detergente aún flotaba en el aire. La cocina estaba limpia como un espejo, y lo mismo podía decirse del cuarto de baño. Parecía que habían pasado la aspiradora por la alfombra del salón hacía poco y en el dormitorio de Gestur no había señales de que alguien hubiera dormido allí. Erlendur se dio cuenta ahora, mucho mejor que en la primera visita, de la escasez de muebles del apartamento. La primera vez que entró había tenido la sensación de que era más grande que el de Sunee, aunque realmente eran iguales. Estaba en medio del salón y creyó encontrar la explicación: el apartamento de Gestur tenía un mobiliario muy pobre. Erlendur había entrado allí en la oscuridad de los largos días de invierno y Gestur solo había encendido una lámpara, pero Erlendur notó el vacío. No había cuadros en las paredes. En el salón solo había dos sillas y una pequeña mesa de salón y otra de comedor, no mucho más grande, con tres sillas. Había una estantería con libros de bolsillo extranjeros. En el dormitorio, una cama y una mesilla de noche vacía. En la cocina había tres platos, tres vasos y tres pares de cubiertos, una sartén pequeña y dos cacerolas de distinto tamaño. Todo estaba perfectamente fregado, y cada cosa en su sitio.
Erlendur examinó el apartamento. No había nada nuevo en él. Las mesas y las sillas podían proceder de un mercado de segunda mano. También la mesilla de noche. La cama individual del dormitorio tenía un viejo colchón de muelles. Pensó si Gestur se habría puesto manos a la obra, inmediatamente después de su conversación, para borrar toda traza de su presencia. En el baño no había maquinilla de afeitar ni cepillo de dientes. El piso estaba completamente desprovisto de objetos personales. El hombre no tenía ordenador y en los cajones no aparecieron recibos ni cartas, diarios ni periódicos, ninguna señal que indicara que alguien vivía en aquel apartamento.
El inspector de la Científica se acercó a Erlendur junto con otros tres hombres.
—¿Qué estamos buscando? —preguntó el inspector.
—A un pedófilo —dijo Erlendur.
—No es que haya dejado demasiadas cosas —dijo el inspector.
—A lo mejor tuvo que irse a toda prisa —dijo Erlendur.
—Dudo que encontremos ninguna huella dactilar.
—No, pero intentadlo de todos modos.
Elínborg recorría silenciosa el apartamento cuando sonó su móvil. Habló un buen rato antes de volver a metérselo en el bolsillo; se dirigió hacia Erlendur.
—Ya quisiera yo que mi piso estuviera así de pulcro —dijo—. ¿Crees que el Gestur este puede haber atacado a Elías?
—Es una posibilidad como otra cualquiera —dijo Erlendur.
—Parece que se ha largado, ¿verdad?
—Es posible que sacara la fregona en cuanto me fui —dijo Erlendur.
—¿Cabe la posibilidad de que simplemente sea un hombre limpísimo y que se haya tomado unos días de vacaciones?
—No lo sé —dijo Erlendur.
—Sigurður Óli no ha encontrado nada sobre ese hombre —dijo Elínborg, sacando el móvil—. El nombre no está en nuestros archivos de delincuentes sexuales, que se remontan a varios decenios atrás. Está comparando la foto con nuestra base de datos de imágenes. Me pidió que te diera recuerdos.
—No me vengas con bases de datos —dijo Erlendur—. Me aburren. ¿Por qué no lo llamáis nuestro «fichero fotográfico»? ¿Qué tiene eso de malo, eh? Vamos, dime.
—Ay, deja que la gente hable como quiera.
—De acuerdo, es posible que vuelva a arremeter contra molinos —dijo Erlendur.
—No parece que se haya traído a muchos niños por aquí —dijo Elínborg. Y no lo dijo con ironía. Erlendur sabía de lo que hablaba. Habían entrado en casas de pedófilos que parecían un mundo de sueños infantiles donde todos sus deseos se verían cumplidos. En aquel apartamento no podía encontrarse nada por el estilo. Ni un papel de caramelo. Ni un juego de ordenador.
—Si Gestur no me mintió, conocía a Elías —dijo Erlendur—. Ese es el objeto de la búsqueda. Pero como dices, si Elías vino por aquí alguna vez, Gestur lo limpió todo a conciencia cuando se fue.
—Puede que tenga otro escondite donde guarde el chocolate y las galletas.
—No sería la primera vez.
—¿Volvemos a hablar con Andrés? —preguntó Elínborg.
—Sí, debemos hacerlo —dijo Erlendur, mostrando que la idea no le apetecía lo más mínimo.
Mientras esperaban la orden de registro para entrar en el apartamento de Gestur, intentaron recopilar más información sobre él. Hablaron con el casero, dueño de la mayor parte de las viviendas de la escalera. Erlendur y Elínborg fueron a su oficina, que estaba en el centro de la ciudad. El casero era un hombre bastante nervioso de treinta y tantos años, que había heredado un coto de pesca en el norte, lo había vendido y ahora se dedicaba al negocio inmobiliario en Reikiavik, al parecer con bastante éxito. Les dijo que pretendía ir vendiendo las viviendas de la escalera una tras otra, ya que el negocio del alquiler resultaba demasiado estresante y había gente de lo más variopinta. También alquilaba pisos en otras zonas de la ciudad y constantemente debía acudir a la justicia, expulsar inquilinos o enviar avisos para cobrar los alquileres, en general sin obtener resultado alguno.
—Y el Gestur este, ¿pagaba puntualmente? —preguntó Elínborg.
—Siempre. Tiene alquilado ese piso desde hace año y medio y nunca he tenido problemas con él.
—¿Ingresa el alquiler por transferencia bancaria?
El casero vaciló un momento.
—¿Paga en mano? —preguntó Erlendur—. ¿Viene aquí a pagarte en metálico?
El casero asintió.
—Lo prefirió —respondió—. Fue él quien lo propuso. En realidad, lo puso como condición.
—¿Comprobaste su número de la Seguridad Social cuando alquiló el piso? —preguntó Elínborg.
—Se me pasó —dijo el casero.
—¿Quieres decir que lo cobras todo en negro? —preguntó Erlendur—. ¿No declaras estas sumas?
El casero se quedó callado. Carraspeó.
—Bueno, espero que todo esto no salga de aquí —dijo titubeante. No le habían dicho por qué estaban preguntando por aquel inquilino en concreto—. Todo esto no va a ir a Hacienda, ¿verdad?
—Solo si resultas ser un mentiroso compulsivo —dijo Erlendur.
—Es que… —dijo el casero con apuro—. Tengo toda clase de contratos, vale. Ese hombre apareció por aquí a ver si podíamos llegar a un acuerdo. Le daba igual el precio, pero no quería papeles. Le dije que necesitaría un aval, pero el tipo era de lo más convincente. Dijo que pagaría medio año por adelantado y que podía quedarme otros tres meses como fianza. Utilizaba billetes. Dijo que ya era demasiado mayor para todos esos líos. Le creí. Es uno de los mejores inquilinos que he tenido nunca. Jamás ha fallado una mensualidad.
—¿Realmente llegaste a hablar con él en persona? —preguntó Elínborg.
—Nos habremos visto dos o tres veces desde entonces. Eso es todo. ¿Vais a ir con esto a Hacienda?
—¿Así que el piso no figura a nombre de nadie?
—No —dijo el casero encogiéndose de hombros, como si estuviera reconociendo un despiste sin importancia.
—Dime otra cosa, Sunee vive en el piso de enfrente. ¿Paga puntualmente? —preguntó Erlendur.
—¿Te refieres a la tai? —preguntó el casero—. Paga siempre.
—¿En negro? —preguntó Elínborg.
—No, no —respondió el casero—. Con luz y taquígrafos. Todo lo hago con luz y taquígrafos menos lo de ese tipo.
El casero titubeó.
—Bueno, quizá dos o tres más. Pero ni uno más. A esa señora le dije que la echaría a patadas si no pagaba. No me gusta alquilarle a esa gente, pero el mercado está imposible, ¡menuda es la gente que alquila, tío! Pienso dejarlo. Venderé los pisos. No aguanto seguir en esto.
Solo tenían esa información. Estaban en el salón del hombre que se hacía llamar Gestur o Rögnvaldur sin saber qué hacer. No tenían ni idea de dónde debían buscarle, no sabían quién era, en realidad no tenían nada en lo que basarse, más allá de las palabras de un delincuente.
—Es curioso cómo desaparece la gente en este caso —dijo Elínborg—. Niran. Y ahora este hombre.
—Me temo que será más difícil encontrarle a él que a Niran —dijo Erlendur—. Es como si esta no fuera la primera vez que hace algo así. Como si ya hubiera tenido que desaparecer anteriormente a toda prisa.
—Querrás decir si es la persona que Andrés dice que es, supongo.
—De alguna forma, todo está bien preparado —dijo Erlendur—. Demasiado calculado. Probablemente tendrá otro escondite donde puede ir cuando una situación hace que se le preste demasiada atención.
—Ni siquiera aquí tiene cosas personales —dijo Elínborg—. No ha dejado nada. Es como si no existiera. Como si nunca hubiera existido.
Al darles la llave de repuesto, el casero les había dicho que los pocos muebles que había en el piso eran suyos. Incluso los libros de bolsillo de la estantería eran de su propiedad. En el salón había un televisor viejo, y un viejo radiocasete en la cocina. El televisor formaba parte del alquiler.
—Debemos hablar con los vecinos de esta escalera —suspiró Erlendur—. Enterarnos de sus idas y venidas, de si ha mostrado especial interés por los chicos del bloque. O por los chicos del barrio. Todo eso. ¿Te encargas?
Elínborg asintió.
—¿Crees que Sunee puede haber escondido a Niran por culpa de este hombre? —dijo.
—No lo sé —respondió Erlendur—. En estos momentos no veo nada con claridad.
—¿Por qué no nos dice de qué tiene miedo, para que podamos ayudarla?
—No lo sé.
Erlendur cruzó el pasillo hacia el piso de Sunee cuando apareció Guðný. La había llamado para que les ayudara. No sabía cómo plantear las preguntas para conseguir lo que deseaba sin herir a Sunee. Se sentó con ella y Guðný bajo el dragón amarillo y le habló del vecino de enfrente y de las sospechas sobre qué clase de crímenes podía haber cometido. Sunee escuchó con atención, hizo preguntas, respondió sin peros y, cuando volvieron a levantarse, Erlendur estaba convencido de que el hombre del piso de enfrente nunca se había comportado de una forma extraña con los chicos.
—Yo sabe —dijo Sunee con decisión—. Nada pasa.
—Parecía conocer a Niran y Elías.
—Le conocían porque vive justo enfrente —tradujo Guðný de Sunee—. Nunca entraron en su casa. Elías fue una o dos veces a hacerle algún recado.
Otros inquilinos de la escalera no tenían mucho que decir de él: iba y venía sin que nadie le prestara atención. Nunca se oían ruidos en su casa. Se movía por allí sigiloso como un ratón, dijo Fanney.
Elínborg vio que Erlendur estaba pensando en otra cosa al salir de casa de Sunee.
—¿Sigurður Óli te ha hablado alguna vez de su padre? —preguntó mientras bajaban las escaleras—. ¿Sabes algo de él?
—¿Sigurður Óli? No. Al menos no lo recuerdo. Nunca habla de sí mismo. ¿Por qué lo preguntas? ¿Qué pasa con su padre?
—No, nada. Hoy he estado hablando con él y de pronto empecé a pensar que no le conozco en absoluto.
—No sé de nadie que le conozca —dijo Elínborg.
Enseguida lamentó haber dicho esa frase en tono de broma al ver que Erlendur hablaba en serio. A menudo mostraba una ironía exacerbada respecto a Sigurður Óli, pero es que él lo pedía, con sus opiniones inflexibles, su rigidez y su falta de empatía. Nunca permitía que el trabajo le afectara, fuera lo que fuese. Parecía insensible a todo. Elínborg sabía que aquello era una diferencia clara entre Erlendur y Sigurður Óli, y que por eso se producían todos sus desencuentros.
—Ay, no sé —dijo Erlendur—. No es un mal poli. Tampoco es una mala persona.
—Yo nunca he dicho eso —dijo Elínborg—. Pero no me apetece intimar con él.
—Mientras hablaba hoy con él, me he dado cuenta de que no lo conocía. No sé nada de él. Es lo mismo que me pasó con Marion Briem. Y ahora ha muerto, como sabes.
Elínborg asintió. La noticia había corrido entre la gente de la policía. Muy pocos recordaban a Marion, solo los más viejos. Nadie había tenido contacto con Marion, excepto Erlendur, quien desde su muerte no paraba de darle vueltas a la naturaleza de su trabajo en común y de su amistad. De pronto se encontró pensando en Sigurður Óli y en Elínborg, sus más estrechos colaboradores. Apenas les conocía, y en gran parte la culpa era suya. Sabía mejor que nadie que no era un hombre demasiado sociable.
—¿Echas de menos a Marion? —preguntó Elínborg.
Habían salido al intenso frío del invierno. Erlendur se detuvo y se arrebujó en el abrigo. No había tenido tiempo de reflexionar sobre la pregunta que se le planteaba ahora, de repente. ¿Echaba de menos a Marion?
—Sí —respondió—. Echo de menos a Marion. Echaré de menos…
—¿Qué? —preguntó Elínborg al ver que Erlendur se callaba sin haber acabado la frase.
—No sé por qué te importuno con esto —dijo, y aceleró el paso hacia su coche.
—No me molestas —dijo Elínborg—. Nunca lo has hecho —continuó, segura de que Erlendur no la escuchaba.
—Elínborg —dijo Erlendur, dándose la vuelta.
—¿Sí?
—¿Qué tal está tu hija? ¿Mejora de su gripe?
—Va mejorando —respondió Elínborg—. Gracias por preguntar.
Llegaron a casa de Andrés poco después de la hora de cenar. Estaba en casa, un poco borracho, pero se podía hablar con él. No habían encontrado motivos para mantenerle detenido después del primer interrogatorio y le dejaron libre. Los invitó a entrar con una sonrisita en los labios que enseguida consiguió irritar a Erlendur. Sigurður Óli cerró la puerta tras ellos. Había pasado la mayor parte del día buscando alguna pista que pudiera tener relación con Gestur, pero no había encontrado nada sobre él en los archivos de la policía, y estaba ya cansado. Elínborg se había ido a casa. En el apartamento de Andrés reinaba la oscuridad y había un denso olor a comida, casi hedor, como si hubiera estado comiendo raya podrida frita en grasa de cordero. Se quedaron de pie en medio del salón. Andrés se sentó en un sillón delante del televisor. Sobre la mesa, a su lado, tenía unas latas de cerveza. A un lado había botellas vacías de aguardiente. Estaba de espaldas a ellos mirando la televisión, como si no existieran. La única luz era el parpadeante resplandor de la pantalla. El sillón de la televisión tenía respaldo alto y apenas le veían la cabeza.
—¿Qué tal? —preguntó Andrés; cogió una lata, sorbió un poco de cerveza y eructó.
—Lo encontramos —dijo Erlendur—. A tu padrastro.
Andrés dejó la lata sobre la mesa, lentamente.
—Mientes.
—Se hace llamar Gestur. Vive en el mismo bloque que el chico al que agredieron.
—¿Y qué?
—Dínoslo tú.
—¿A qué te refieres?
—¿Dónde está?
—Pero bueno, ¿no dices que le has encontrado?
—Encontramos su piso —dijo Erlendur. Andrés estiró el brazo para coger otra cerveza.
—Pero ¿a él no?
—No —dijo Erlendur.
Se callaron.
—Nunca le encontraréis —dijo Andrés.
—¿Sabes dónde está? —preguntó Erlendur.
—¿Y qué pasa si lo sé?
—Pues nos lo dices —dijo Sigurður Óli, enfadado.
—¿Entrasteis en su casa? —preguntó Andrés.
—Eso no es asunto tuyo —dijo Erlendur.
—¿Cómo era su piso? ¿Era como el mío? —preguntó mientras estiraba el brazo en el que tenía la cerveza, como para que admirasen el basurero que era su casa.
—Podemos encerrarte por entorpecer una investigación policial —dijo Sigurður Óli.
—Ah, ¿sí?
—Y por negarte a informar —añadió Sigurður Óli.
—Me cago de miedo —dijo Andrés.
—¿Sabes dónde está? —preguntó Sigurður Óli.
—Dais palos de ciego y ahora le toca a Andresito sacaros del atolladero —dijo—. ¿Es así? ¿Así son las cosas? Polis de mierda. ¿Cuándo me habéis ayudado?
Erlendur miró a Sigurður Óli. Sus labios formaron la palabra Andresito, y sacudió la cabeza, asombrado.
—¿Qué nombre usaba cuando le conociste? —preguntó Erlendur.
—Se hacía llamar Rögnvaldur —dijo Andrés—. Por aquella época se llamaba Rögnvaldur. Le habéis localizado, ¿no? Pero no encontraréis nada. No averiguaréis nada sobre él. No tenéis ni idea de quién es ese hombre. Solo Andresito puede ayudaros. Os voy a decir una cosita. Andresito no os va a ayudar. Andresito no va a mover ni un dedito. ¿Sabéis por qué?
—¿Por qué? —preguntó Erlendur.
—¿Qué gilipollez es esa de Andresito? —dijo Sigurður Óli nervioso, mientras cogía el sillón donde estaba Andrés para darle la vuelta y dejarlo de espaldas al televisor. Erlendur agarró a Sigurður con intención de pararle, pero era demasiado tarde. El sillón giró lentamente hacia ellos. Andrés alzó la vista.
—¡Eres idiota! —gritó Erlendur a Sigurður Óli.
—Díselo que se entere bien —chilló Andrés.
—Espera fuera —le ordenó Erlendur.
—Pero qué… —empezó a objetar Sigurður Óli, pero se detuvo. Clavó los ojos en Erlendur, luego en Andrés y salió en silencio, sin decir nada ni hacer ruido. Andrés se rio de él.
—Sí, lárgate de aquí —le gritó.
—¿Por qué no quieres ayudarnos? —preguntó Erlendur cuando Sigurður ya había salido.
—Lo que yo haga no es cosa vuestra —dijo Andrés, que se volvió hacia el resplandor de la televisión.
—¿Nos estás mintiendo, Andrés?
El resplandor de la televisión parpadeaba en el pequeño apartamento e iluminaba el desorden y la desidia. Erlendur se sentía mal allí, donde no había más que desolación.
—Yo no estoy mintiendo —dijo Andrés.
—¿Qué clase de individuo es ese que se hacía llamar Rögnvaldur? —preguntó Erlendur—. ¿Quién es?
Andrés no le respondió.
—Dijiste que habías vuelto a verle hace unos días. ¿Sabes dónde está?
—No tengo ni idea —dijo Andrés—. No pienso ayudaros. ¿Entendido?
—¿Cuándo le viste por el barrio?
—Le vi hace un año.
—¿Y le has estado siguiendo desde entonces?
—No pienso ayudaros.
—¿Sabes dónde trabaja? ¿Sabes lo que hace durante el día? ¿De qué vive? ¿Tiene trabajo?
Andrés no respondió.
Erlendur sacó del bolsillo la foto del hombre que se llamaba Rögnvaldur cuando vivía con la madre de Andrés. Miró un instante, otra vez, el rostro del hombre al que estaba buscando y luego pasó la foto por encima del alto respaldo del sillón. Andrés la cogió.
—¿Es él? —preguntó Erlendur.
Andrés no respondió.
—¿Le reconoces?
—Es él —dijo Andrés finalmente.
—¿Tenía este aspecto cuando le conociste?
—Sí, es él —dijo Andrés.
—¿Qué clase de hombre es? —repitió Erlendur—. ¿Qué puedes decirme de él?
Andrés no contestó. Erlendur solo podía verle la coronilla pero imaginó que tenía la foto delante de los ojos.
—¿Sería capaz de matar a un niño? —preguntó Erlendur.
Pasaron unos instantes antes de que el sillón empezara a girar, apartándose del televisor, y Andrés le miró a los ojos. Ya no sonreía. Su gesto era duro y grave y tenía la mirada clavada en Erlendur. Sujetaba la foto en la mano, y se la devolvió.
—Creo que es capaz —dijo Andrés—. Y quizá ya lo haya hecho. Hace muchos años.
—¿Qué quieres decir? ¿Quizá ha hecho qué?
—Vete. No te diré nada más. Lárgate de aquí. Esto es cosa mía. Yo lo arreglaré.
—¿Qué hizo?
—Déjame en paz —dijo Andrés.
—¿Me estás diciendo que es un asesino?
Andrés se volvió de nuevo hacia el televisor y, por mucho que lo intentó, Erlendur no consiguió sacarle nada más sobre el hombre que vivía delante de Sunee.