21

Erlendur oyó el teléfono cuando dormía profundamente. Necesitó un buen rato para despertarse. Se había quedado dormido en el sillón y le dolía todo el cuerpo. Miró el reloj, eran casi las diez. Observó por la ventana y, durante un instante, no supo si era de día o de noche. El teléfono no quería dejar de sonar y se puso en pie lentamente para responder.

—¿Estabas durmiendo?

Sigurður Óli era conocido por su afición a madrugar. Solía presentarse en el trabajo mucho antes que los demás, y para entonces ya se había hecho unos largos en cualquiera de las numerosas piscinas de la ciudad y había tomado un energético desayuno.

—¿Qué pasa? —gruñó Erlendur, que aún estaba medio dormido.

—Tendría que convencerte para que tú también tomaras el muesli que desayuno, te deja hecho un hombre para todo el día.

—Sigurður.

—Sí.

—¿Me querías decir algo antes de que yo…?

—Es por el arañazo —se apresuró a decir Sigurður Óli.

—¿Qué pasa con él?

—Otros tres coches fueron rayados muy cerca del colegio los días anteriores —dijo Sigurður Óli—. Se supo ayer, en una reunión en la que se te echó de menos.

—¿Tienen el mismo tipo de daño?

—Sí. Un arañazo a lo largo del coche.

—¿Sabemos quién lo hizo?

—No, aún no. La Científica está examinando los otros coches, si no los han pintado ya. Es posible que se trate del mismo objeto. Otra cosa: Kjartan nos permitió registrar su Volvo. Dice que Elías jamás habría puesto un pie en el coche, pero pensé que sería mejor salir de dudas.

—¿Está colaborando? —preguntó Erlendur.

—Va mejor —dijo Sigurður Óli—. Y hay otra cosa más.

—Estás de lo más activo. ¿Es por el musli?

Muesli —le corrigió Sigurður Óli—. Quizá deberíamos volver a centrarnos en la relación entre Niran y su padrastro.

—¿Y eso?

Erlendur ya estaba despierto. No habría debido quedarse dormido de esa forma en casa, y sabía que se merecía las bromas de Sigurður Óli.

—Elínborg cree que deberíamos investigar más a Óðinn. Voy a ir a verle para preguntarle por Niran.

—¿Estará en casa?

—Sí. Ya le he llamado.

—Nos vemos allí.

Óðinn iba un tanto desaliñado, tenía los ojos enrojecidos y la voz ronca. Le habían dado permiso en el trabajo y había ido algunas veces a casa de Sunee, con su madre, pero casi todo el tiempo se quedaba en casa a la espera de noticias. Invitó a entrar a los dos policías y sirvió café.

—Háblanos de Niran —dijo Erlendur cuando Óðinn se sentó con ellos en el salón.

—¿Qué pasa con Niran?

—¿Qué clase de chico es?

—Un chico de lo más normal —dijo Óðinn—. ¿Es que acaso…? ¿Qué quieres decir?

—¿Tenías buena relación con él?

—No puedo decir que sí. Yo no me interesaba por él.

—¿Sabes si el chico ha tenido problemas últimamente?

—No he tenido mucha relación con él —respondió Óðinn.

—¿Tenía Niran algún motivo para mostrarse hostil contigo? —preguntó Erlendur. No sabía si habría podido preguntárselo de otra forma menos violenta. Quizás era una pregunta torpe e inapropiada.

Óðinn miró a uno y luego al otro.

—No me era hostil —respondió—. No había ningún problema entre nosotros. Él no se interesaba por mí, yo no me interesaba por él.

—¿Crees que puedes haber sido el motivo de que se haya escondido? —preguntó Erlendur—. ¿Puede ser por alguna represalia que esperaba de ti?

—No, no puedo ni imaginarlo —dijo Óðinn—. Naturalmente, para mí fue un shock cuando Sunee me habló de él. Y luego le hizo venir. Pero no me metí en el asunto.

—¿Por qué os divorciasteis? —preguntó Sigurður Óli.

—Bueno, se había acabado.

—¿No hubo un motivo en especial?

—Quizá. Varios. Como en cualquier matrimonio. La gente se separa y empieza de nuevo. Es así. Sunee es una mujer independiente y sabe lo que quiere. A veces discutíamos por los niños. Sobre todo por Elías. Ella quería que hablase tailandés. Yo le decía que le causaría un serio conflicto. Primero, y sobre todo, tenía que hablar islandés.

—¿Temías no entenderles? ¿Perder tu autoridad en la familia? ¿Quedar excluido?

Óðinn sacudió la cabeza.

—A Sunee le gusta vivir en Islandia, excepto quizá por lo que se refiere al clima. Puede ayudar a su familia en Tailandia y mantiene una relación muy estrecha con su gente. Quiere conservar sus raíces.

—¿No es eso lo que queremos todos? —dijo Erlendur.

Se callaron.

—¿No crees que puedas ser tú la causa de que Niran se haya escondido? —repitió Erlendur.

—En absoluto —dijo Óðinn—. Nunca le he hecho nada.

El móvil sonó en el bolsillo de Erlendur. Tardó unos momentos en comprender quién llamaba. Dijo llamarse Egill y que habían estado charlando en el coche el otro día; era el profesor de carpintería.

—Ah, sí, hola —dijo Erlendur cuando reconoció a su interlocutor.

—Bueno, verás, en realidad es algo que pasa un día sí y otro también —dijo Egill, y Erlendur se lo imaginó con su barba, fumando en el coche—. De manera que no sé si tendrá importancia —continuó Egill—. Pero quería hablarlo contigo, de todos modos.

—¿De qué se trata? —preguntó Erlendur—. ¿Qué es lo que pasa un día sí y otro también?

—Siempre están robando cuchillos de esos —dijo Egill al teléfono.

—¿Qué cuchillos?

—Hombre, los de talla —dijo Egill—. Pero no sé si eso os sirve de algo.

—¿Qué es, qué ha pasado?

—Eso que yo los controlo mucho —dijo Egill, como si no hubiera oído la pregunta—. Controlo mucho los cuchillos. No son baratos. Los conté el otro día, hará unas dos semanas, y acabo de ver que ha desaparecido otro. Falta uno de los cuchillos de talla de la caja. Eso es lo que te quería contar.

—¿Y?

—Y nada. No he encontrado al ladrón ni nada. Solo quería decirte que falta un cuchillo. Pensé que querrías saberlo.

—Naturalmente —dijo Erlendur—, te agradezco la información. ¿Quiénes roban esos cuchillos?

—Bueno, probablemente los alumnos.

—Ya, pero ¿sabes de alguno en concreto? ¿Has pillado a alguien? ¿Son siempre los mismos o…?

—¿Por qué no vienes y echas un vistazo? —preguntó Egill—. Hoy estaré aquí.

Veinte minutos después, Erlendur y Sigurður Óli aparcaban el coche delante de la escuela. Los alumnos estaban en clase y no se veía ni una mosca en el aparcamiento.

Egill estaba en el taller de carpintería. Nueve chicos adolescentes se centraban en sus tareas sobre las mesas de carpintero. Estaban trabajando la madera y utilizaban formones y seguetas, pero lo dejaron cuando Erlendur y Sigurður Óli entraron en el aula. Egill miró su reloj e informó a los chicos de que podían salir diez minutos antes. Los chicos miraron a Egill asombrados, como si algo así fuera impensable en él. Se pusieron en marcha y empezaron a recoger. El taller de carpintería se vació en unos minutos.

Cuando salieron todos los chicos, Egill cerró la puerta. Miró a Sigurður Óli un buen rato.

—¿A ti no te di clase? —preguntó. Se dirigió hacia un armario que había en un rincón del aula, se inclinó y sacó una caja de madera que puso sobre la mesa.

—Estuve en este colegio hace muchos años —dijo Sigurður Óli—. No sé si me recuerdas bien.

—Me acuerdo de ti —dijo Egill—. Participaste en los líos de 1979.

Sigurður Óli miró de reojo a Erlendur, quien fingía no haberse enterado.

—Aquí guardo los cuchillos de talla —dijo Egill, y empezó a sacarlos uno tras otro y a ponerlos sobre la mesa—. Tiene que haber trece. No se me ocurrió comprobarlo después de la agresión.

—A nosotros tampoco —dijo Erlendur mirando a Sigurður Óli.

—Que falte algo del taller de carpintería no tiene por qué significar nada —dijo Sigurður Óli, como disculpándose.

—Y luego resulta que esta mañana —dijo Egill—, cuando teníamos que utilizar estos cuchillos, vino un alumno y me dijo que no tenía cuchillo para trabajar. El grupo era de trece, y yo sabía que tenía que haber exactamente ese número de cuchillos. Los conté. Había doce. Los reuní todos, volví a meterlos en la caja y la metí en el armario. Busqué por todas partes y luego os llamé. Sabía que eran trece hace una o dos semanas. Ya no.

—¿El armario se cierra con llave? —preguntó Erlendur.

—No, bueno, no se cierra mientras estamos en clase. Pero por lo demás sí, siempre está cerrado con llave.

—¿Y todos los alumnos tienen acceso a ellos?

—Sí, en realidad, sí. Hasta ahora nunca habíamos pensado que estos cuchillos pudieran ser armas asesinas.

—Pero ¿ha habido robos anteriormente? —dijo Sigurður Óli.

—Sí, no es la primera vez —dijo Egill, pasándose la mano por la barba—. Desaparecen cosas. Formones. Destornilladores. Incluso sierras. Cada año roban algo.

—¿No sería prudente dejar los armarios cerrados? —dijo Erlendur—. ¿No deberían vigilarse estos objetos?

Egill clavó los ojos en él.

—¿A ti qué te importa? —preguntó.

—Son cuchillos —dijo Erlendur—. Más aún, cuchillos de talla.

—El aula se cierra con llave, ¿no? —se apresuró a intervenir Sigurður Óli.

—Los cuchillos de talla no son armas excepto en manos de imbéciles —dijo Egill, sin escuchar las palabras de Sigurður Óli—. ¿Tenemos que fastidiarnos todos por unos cuantos imbéciles?

—¿Y qué hay de…? —comenzó Sigurður Óli, pero no pudo seguir.

—Además —continuó Egill—, los chicos trabajan con esas herramientas aquí dentro y se las pueden clavar o metérselas en las carteras si les apetece. Es difícil llevar un control exhaustivo.

—Y naturalmente, todos los chicos del colegio habrán pasado por las clases de carpintería desde que contaste los cuchillos —dijo Erlendur.

—Sí —respondió Egill, al que ya le había aparecido la mancha roja—. Cuando no hay clases, el aula está cerrada. Yo no salgo hasta que no se ha marchado el último alumno. Son medidas de seguridad. Siempre cierro con llave cuando salgo y también soy quien abre la puerta por las mañanas y después del recreo. Nadie más lo hace. Nunca.

—¿Y el personal de limpieza? —preguntó Sigurður Óli.

—Y ellos, claro —dijo Egill—. Nunca he notado que alguien haya intentado forzar los armarios.

—¿Crees que lo más probable es que se llevaran el cuchillo en hora de clase? —preguntó Sigurður Óli.

—¡No pretendas echarme la culpa! —exclamó Egill, casi gritando, indignado—. Yo no puedo estar pendiente de todo lo que pasa aquí dentro, ¡eso sería total y absolutamente imposible! Si unos chicos idiotas quieren robar algo del aula, seguro que no es difícil. Y sí, calculo que ha tenido que suceder durante la hora de clase. No podría haber pasado de otra forma.

Erlendur cogió uno de los cuchillos e intentó recordar lo que le había comentado el forense sobre el objeto con el que habían apuñalado a Elías. Hoja ancha pero no muy larga, recordaba que había dicho el doctor. El cuchillo de talla estaba muy afilado, tenía la hoja corta, que era más ancha cerca del mango de madera. Estaba tan afilado como una cuchilla de afeitar. Erlendur imaginó que no se necesitaría mucha fuerza para clavarlo en un ser humano. Pensó también que se podrían hacer unos magníficos arañazos en un coche con un instrumento parecido a aquel cuchillo de talla.

—Según tú, ¿cuántos alumnos podrían estar implicados en el robo? —preguntó—. Si suponemos que el cuchillo lo robaron en horas de clase.

Egill reflexionó.

—La mayoría de los alumnos de la escuela, supongo —contestó.

—Tendremos que hacer fotos a uno de estos cuchillos y repartirlas —dijo Erlendur.

—¿Es este el chico por el que me preguntaste en el coche? —dijo Egill a Erlendur, mirando a Sigurður Óli.

Una débil sonrisa se dibujó en los labios de Erlendur. Había conseguido poner furioso al profesor de carpintería y ahora Egill se disponía a vengarse.

—Tenemos que irnos —dijo Erlendur a Sigurður Óli.

—¿Ya te ha contado lo que sucedió aquí en 1979? —continuó Egill—. ¿Te ha hablado de la pelea?

Estaban en la puerta. Sigurður abrió y salió al pasillo.

—Muchas gracias por tu ayuda —dijo Erlendur, volviéndose hacia Egill—. Esta historia del cuchillo puede ser muy importante. Nunca se sabe lo que puede salir de ahí.

Erlendur miró a Sigurður Óli, que parecía no tener ni idea de lo que pasaba, y le cerró la puerta a Egill en las narices.

—Gilipuertas —exclamó cuando iban por el pasillo—. ¿De qué pelea hablaba? —preguntó a continuación.

—No fue nada —dijo Sigurður Óli.

—¿Qué pasó?

—Nada, no fue más que una travesura idiota.

Estaban ya al aire libre, fuera del edificio del colegio, y se dirigían hacia el coche.

—Me resulta difícil imaginarte metido en altercados estúpidos —dijo Erlendur—. Tampoco estuviste tanto tiempo en este colegio. ¿Acabaste metiéndote en problemas?

Sigurður Óli suspiró. Abrió la puerta del coche y se sentó al volante. Erlendur se sentó en el asiento del pasajero.

—Yo, y otros tres —dijo Sigurður—. Nos negamos a salir durante el recreo. Fue una cosa muy inocente. Hacía un tiempo de locos y dijimos que no salíamos.

—Una estupidez por vuestra parte —dijo Erlendur.

—No elegimos al profesor adecuado —dijo Sigurður con cara seria—. Era un sustituto que hacía poco que había llegado al centro y no le conocíamos. Por algún motivo, nos puso de los nervios. Probablemente fue así como empezó. Había chicos que habían estado intentando chincharle durante las clases, burlarse de él, cosas de esas. No le hizo ninguna gracia. Allí explotó. Se enfadó y se dedicó a insultarnos. Nosotros éramos unos cabezotas y respondimos lo que quisimos y él se fue poniendo más y más furioso y empezó a tirar de nosotros para hacernos salir, pero nosotros nos resistimos. Varios profesores se sumaron a la riña, y también alumnos, y se produjo una pelea multitudinaria por todos los pasillos. Todos se pegaban. Todo el mundo atacaba a todo el mundo, alumnos a profesores y profesores a alumnos. Intentaron calmar la situación pero no hubo forma y alguien acabó llamando a la policía. Salió en la prensa.

—Y todo por tu culpa —dijo Erlendur.

—Yo participé, y me expulsaron dos semanas —dijo Sigurður Óli—. Nos echaron a los cuatro y a algunos más que se enzarzaron con especial dureza en las peleas. Mi padre se puso furioso a más no poder.

Sigurður Óli nunca antes había mencionado a su padre delante de Erlendur, ni siquiera le había oído mencionar el nombre, y pensó si se debería aventurar en ese terreno. Todo aquello era nuevo para él. Era incapaz de imaginarse que Sigurður hubiera podido ser expulsado de una escuela.

—Esto… yo… —Sigurður Óli tenía aún algo que contar, pero no sabía cómo decirlo—. No era propio de mí. Nunca había hecho algo parecido y desde aquella vez no he vuelto a perder el control.

Erlendur se quedó callado.

—Lastimé seriamente al profesor —dijo Sigurður Óli.

—¿Qué pasó?

—Por eso lo recuerdan todos. Lo llevaron al hospital.

—¿Por qué?

—Se golpeó la cabeza con el suelo de muy mala manera —dijo Sigurður Óli—. Le hice caer y aterrizó en el suelo con la cabeza por delante. Al principio pensé que no sobreviviría.

—No debiste de sentirte demasiado bien, con eso en la conciencia.

—Yo… no me sentía nada bien esos días. Era algo que…

—No tienes que contármelo.

—Se divorciaron —dijo Sigurður—. Mis padres, quiero decir. Ese verano.

—Vaya —dijo Erlendur.

—Me fui a vivir con mi madre. Solo llevábamos aquí dos años.

—El divorcio de los padres es una prueba muy dura para los hijos.

—¿Estuviste hablando de mí con el profesor de carpintería? —preguntó Sigurður Óli.

—No, fue él quien se acordó de ti —dijo Erlendur—. Recordaba el lío.

—¿Mencionó a mi padre? —preguntó Sigurður.

—Es posible —dijo Erlendur con prudencia.

—Papá se pasaba el día en el trabajo. Creo que nunca se enteró de por qué le abandonó mamá.

—¿Sucedió de repente? —preguntó Erlendur, extrañado de que Sigurður se mostrara dispuesto a charlar con él sobre ese tema.

—No conozco toda su historia. Aún hoy no sé bien lo que pasó. Mi madre nunca me lo contó.

—Eres hijo único, ¿no?

Erlendur recordó que Sigurður Óli lo había mencionado un día.

—Me pasaba mucho tiempo solo en casa —dijo Sigurður Óli mientras movía la cabeza asintiendo—. Sobre todo tras el divorcio. Cuando nos mudamos. Después estábamos siempre de mudanza.

Se callaron.

—Qué curioso, volver aquí después de tanto tiempo —dijo Sigurður Óli.

—El mundo es un pañuelo, y esta ciudad, no digamos.

—¿Qué te dijo de mi padre?

—Nada.

—Papá era fontanero. Le llamaban Sifón.

—Vaya —dijo Erlendur, haciendo ver que era algo nuevo para él.

—Egill me recordaba. Me di cuenta enseguida. Yo también le recuerdo. Todos le teníamos un poquitín de miedo.

—No es el tipo más simpático del mundo… —dijo Erlendur.

—Sé que a papá le habían puesto ese mote. Era así. Con él se podía bromear. Hay personas que son así. No le molestaba. Pero yo no lo aguantaba.

Sigurður miró a Erlendur.

—Me esfuerzo por ser todo lo que él no era.

La mujer, bajita y de unos sesenta años, recibió a Erlendur en la puerta con una sonrisa. Su espesa cabellera castaña le caía sobre los hombros y su amistosa mirada dejaba entrever que no entendía el motivo de aquella visita. Erlendur había ido solo. Se presentó a mediodía, a ver si estaba. La mujer vivía en Kópavogur y todo lo que Erlendur sabía sobre ella es que se llamaba Emma.

Se presentó y, cuando la mujer supo que era policía, le invitó a entrar a un salón con la calefacción puesta al máximo. Erlendur se apresuró a quitarse el abrigo y se desabrochó la chaqueta. Fuera estaban a nueve grados bajo cero. Se sentaron. Todo indicaba que la mujer vivía sola. De la habitación se desprendía una tranquilidad intrigante, una calma plácida que sugería que vivía sola.

—¿Siempre has vivido sola? —preguntó Erlendur para romper el hielo y hacerla sentir cómoda, aunque no tardó en darse cuenta de que su pregunta era de lo más indiscreta. Ella pareció compartir esta opinión.

—¿Es eso lo que necesita saber la policía? —preguntó Emma de una forma tan inexpresiva que Erlendur no supo si se estaba burlando de él.

—No —respondió Erlendur a toda prisa—. Claro que no.

—¿Qué quiere de mí la policía? —preguntó la mujer.

—Estamos buscando a un hombre —respondió Erlendur—. Hace tiempo era vecino tuyo. Vivías en un bloque de apartamentos, justo enfrente de su puerta. Hace ya muchos años y no sé si le recordarás. Pero quería intentarlo.

—¿Es por ese horrible caso que sale en los periódicos, el del chico?

—No —dijo Erlendur, convencido de que no le mentía. No sabía exactamente por qué le estaba buscando, ni tampoco por qué había ido a molestar a aquella mujer.

—Es espeluznante saber que pueden pasar cosas como esa —dijo la mujer—. Que ataquen así a un niño es difícil de entender, una atrocidad incomprensible.

—Es cierto —dijo Erlendur.

—Solo he vivido en tres sitios a lo largo de mi vida —dijo la mujer—. Donde nací, en ese bloque del que hablas y aquí en Kópavogur. Eso es todo, no hay más. ¿En qué año era eso?

—No estoy muy seguro, pero probablemente estaremos hablando de finales de los años setenta y principios de los ochenta. Era una familia pequeña. Una madre con su hijo. Probablemente vivía con un hombre durante aquellos años. Estoy buscando a ese hombre. No era el padre del chico.

—¿Por qué le buscas?

—Asuntos policiales —dijo Erlendur con una sonrisa—. Nada serio. Solo necesitamos localizarle. La mujer se llamaba Sigurveig, y el hijo Andrés.

Emma titubeó.

—¿Sí? —preguntó Erlendur.

—Les recuerdo —dijo despacio la mujer—. Recuerdo bien a ese hombre. Y al chico. La madre, Sigurveig, era alcohólica. A veces la vi volver a casa tarde, en plena noche, y estaba borracha. Creo que no cuidaba demasiado del chico. Creo que el pobre no lo pasaba bien.

—¿Qué puedes decirme del hombre que vivía con ella?

—Se llamaba Rögnvaldur. No recuerdo el nombre de su padre. Nunca lo supe. ¿No era marino? No pasaba mucho tiempo en casa. Creo que era moderado con la bebida, al menos más que ella. En realidad, no entendía por qué estaban juntos… Eran tan diferentes.

—¿Quieres decir que no estaban enamorados, o…?

—No comprendía la relación. A veces les oía discutir, lo escuchaba a través de la puerta de su piso cuando estaba en él pasillo…

Interrumpió su relato de repente, como si sintiera la necesidad de explicar un pequeño detalle.

—No es que les espiara —dijo con una débil sonrisa—. A veces discutían a gritos. La lavandería estaba en el sótano y a veces iba o venía de allí…

—Entiendo —dijo Erlendur, y se la imaginó en el pasillo con la oreja pegada a la puerta.

—Él no hacía más que decirle que no servía para nada. Siempre estaba humillándola, despreciándola, burlándose de ella. No me gustaba ese tipo, lo poco que sabía de él, que era casi nada. Pero me di cuenta de lo mezquino que era. Mezquino. Un tipo miserable.

—¿Y el chico? —preguntó Erlendur.

—Siempre intentaba pasar desapercibido, el pobre. Evitaba cualquier contacto con la gente. Yo tenía la sensación de que no estaba demasiado bien. No sé lo que era, pero parecía un tanto desgraciado. Ay, algunos de esos chavales están tan desatendidos…

—¿Puedes describirme al tal Rögnvaldur? —dijo Erlendur al ver que la mujer se detenía a mitad de la frase.

—Puedo hacer algo mejor —dijo Emma—. Creo que por algún sitio tengo una foto suya.

—¿Y eso?

—Él pasaba por la acera delante del bloque. Una amiga mía me hizo una foto delante del portal y luego resultó que él también salió.

Se levantó y se dirigió a un armario que había en el salón. En él guardaba varios álbumes de fotos, y sacó uno. Erlendur miraba el apartamento desde donde estaba sentado. Todo se veía limpio y en orden. Supuso que metería las fotos en un álbum en cuanto las revelaba. Incluso que las numeraría, indicaría la fecha y añadiría una breve descripción. ¿Qué otra cosa podía hacer las tardes del largo invierno una mujer que vivía sola en un apartamento como aquel?

—Le faltaba un dedo índice —dijo Emma cuando llegó con el álbum—. No sé cuándo me di cuenta. Tuvo un accidente.

—Vaya —dijo Erlendur.

—A lo mejor estaba fabricando algo. Solo le quedaba un muñón. En la mano izquierda.

Emma se sentó con el álbum y empezó a pasar las páginas. Erlendur tenía razón, las fotos estaban dispuestas cuidadosamente en orden cronológico y perfectamente etiquetadas. Pensó que cada una tendría su lugar exacto en la memoria de la mujer.

—Me encanta mirar estas fotos —dijo Emma, respondiendo indirectamente a los pensamientos de Erlendur.

—Pueden ser cosas muy valiosas —dijo él—. Los recuerdos, quiero decir.

—Aquí está —dijo Emma—. Es una foto bastante buena.

Entregó el álbum a Erlendur y señaló la foto. Vio a Emma, unos treinta años más joven, sonriendo a la cámara, delgada como ahora, con una pañoleta en el pelo y una bonita rebeca que le llegaba hasta la cintura, y pantalones ceñidos. La foto era en blanco y negro. Detrás de ella vio al hombre al que había llamado Rögnvaldur. Él también miraba a la cámara y tenía una mano levantada, como para taparse la cara. Seguramente se dio cuenta demasiado tarde de que iba a salir en la foto. Era delgado, con unas entradas bastante pronunciadas, ojos grandes y algo salientes, cejas finas y, sobre ellas, una frente alta y despejada.

Erlendur miró el rostro del hombre y sintió que le recorría un escalofrío al darse cuenta de que hacía poco había visto a aquel hombre. Seguía siendo reconocible a pesar de los años pasados.

—¿Qué sucede? —preguntó Emma.

—¡Es él! —exclamó Erlendur.

—¿Él? —dijo Emma—. ¿Quién?

—¡Este hombre! ¿Será posible? ¿Cómo dijiste que se llamaba?

—Rögnvaldur.

—No, no se llama Rögnvaldur.

—Bueno, entonces lo recuerdo mal. ¿Le conoces?

Erlendur levantó los ojos del álbum.

—¿Será posible? —dijo en un murmullo.

Volvió a mirar al hombre de la foto. No le conocía pero había entrado en su casa y sabía quién era.

—¿Decía que se llamaba Rögnvaldur?

—Sí, así se llamaba —dijo Emma—. No creo que me lo haya inventado yo.

—Seguro que no —dijo Erlendur.

—¿Qué? ¿Qué es lo que pasa?

—Cuando hablé con él no se llamaba Rögnvaldur —dijo Erlendur.

—¿Has hablado con él?

—Sí, he hablado con este hombre.

—¿Y qué pasa? Si no se llama Rögnvaldur, ¿cómo se llama?

Erlendur tardó un momento en responder.

—¿Cómo se llamaba cuando hablaste con él? —repitió Emma.

—Se llamaba Gestur —dijo Erlendur como despistado, mirando fijamente la foto del vecino de piso de Sunee, el hombre que le invitó a entrar en su casa y que conocía a Elías y Niran.