Seguía habiendo vigilancia policial en el bloque. Erlendur charló unos momentos con el policía de guardia que había en la escalera. No se sabía nada nuevo. Los habitantes de la escalera volvieron a casa por la tarde, después del trabajo, y en el pasillo empezó a flotar el aroma de diversos platos de la cena. Sunee había pasado todo el día en casa. Su hermano estaba con ella. El agente dijo que había podido oír voces procedentes de su apartamento. No comprendió nada de lo que decían. Solamente oyó las voces.
Ya era tarde. Erlendur iba camino de su casa pero antes tenía que pasar por unos cuantos sitios. Primero fue al depósito de cadáveres de Barónsstígur. Vio de inmediato que había sucedido algo terrible. Estaban entrando en el edificio dos cadáveres sobre camillas cubiertas con sábanas blancas. Se iba reuniendo gente, y Erlendur no supo qué sucedía hasta que le contaron que se había producido un grave accidente de tráfico en Vesturlandsvegur, a poca distancia del pueblo de Mosfellsbaer. No había oído las noticias. Habían perdido la vida tres personas en un choque en cadena de cinco coches, una mujer mayor y dos muchachos, uno de ellos con el carné de conducir recién sacado. Una ambulancia estaba aparcando delante del edificio con el último cadáver. Alrededor había allegados de los fallecidos, en estado de shock. Había sangre por el suelo. Alguien vomitaba.
Erlendur estaba a punto de marcharse cuando se cruzó con el forense, al que había conocido durante sus investigaciones. Tenía cierto aire de bufón, y Erlendur suponía que era para contrastar la frialdad de su trabajo. Ahora no parecían quedarle ganas de bromear. Miró un tanto desconcertado a Erlendur, quien dijo que pensaba ir a verle más tarde.
—Tu chaval está ahí dentro —dijo el forense moviendo la cabeza hacia la puerta cerrada.
—Luego iré —repitió Erlendur.
—No he encontrado nada —dijo el forense.
—Muy bien, yo…
—Tenía suciedad bajo las uñas, pero mi impresión es que no era nada raro. Tenía dos uñas rotas. Encontramos restos de tela. Debió de pelearse. Lo confirmamos con el chaquetón, que tiene muchos rasgones. La Científica está analizando qué clase de tela puede ser. También puede proceder de su propia ropa.
—¿Y la herida?
—Nada nuevo —dijo el forense, que había llevado a Erlendur hasta la puerta, que abrió—. La puñalada atraviesa el hígado, el chico se desangró en poco rato. La herida no es muy grande, la hoja del objeto que le clavaron era algo ancha pero no tenía por qué ser muy larga. No acabo de entender qué clase de objeto pudo haberse utilizado.
—¿Un destornillador?
El forense hizo una mueca desde el quicio de la puerta. Le necesitaban en otro sitio.
—No creo, tiene que ser algo más afilado. En realidad es un corte muy fino.
—Pero ¿no atravesó el chaquetón?
—No, tenía el chaquetón desabrochado, el corte atraviesa un jersey viejo y la camiseta. Esos fueron los únicos obstáculos, toda la protección que llevaba.
—¿La sangre pudo salpicar?
—No necesariamente. Es un corte limpio, y aunque hubo una hemorragia considerable, fue sobre todo interna. La sangre no tiene por qué haber salpicado al agresor. Pero también es posible que haya tenido que limpiarse.
El forense cerró la puerta. Erlendur fue hasta el cadáver y levantó la sábana que habían extendido sobre él. Enseguida vio la pequeña herida y volvió a reflexionar sobre una pregunta que le había estado incordiando todo el día: el objeto usado para rayar el coche de Kjartan, ¿habría podido usarse para apuñalar al niño? La herida del costado era tan pequeña que apenas se veía, pero estaba en el lugar preciso para infligir un daño irreparable. Unos centímetros a un lado u otro, y Elías habría podido sobrevivir a la agresión. Erlendur había comentado este detalle con el forense, que no quería ser demasiado categórico, pero dijo que era posible que el agresor fuera bastante experto.
Volvió a cubrir el cuerpo de Elías con la sábana. Pensó en cómo sufriría Sunee sabiendo que Elías estaba allí, en aquel lugar horrible. Tenía que colaborar con la policía antes de que pasara mucho tiempo, no podía esperar más. Quizá creía que su hijo estaba en peligro. Quizás estuviera intentando evitarle a Niran el revuelo producido en la sociedad por la muerte de su hermano. Quizá quería evitar que apareciesen fotos suyas en los periódicos y en la televisión. Quizás no quería tanta atención centrada sobre ellos. Y quizá, quizá Niran sabía algo que provocó que Sunee lo escondiera.
Cuando Erlendur se marchó en su Ford, el gélido frío se había apoderado ya de toda la ciudad y la azulada y congelada parte trasera del edificio se reflejaba en sus ojos.
Sunee le recibió en la puerta. Pensaba que le traía noticias de la investigación, pero Erlendur dijo que no había ninguna novedad. Sunee seguía levantada, su hermano Virote dormía y Erlendur se dio cuenta de que la mujer se alegraba de no tener que estar sola. Nunca había hablado con ella antes sin que estuvieran presentes el hermano o la intérprete. Sunee le invitó a entrar en el salón y fue a la cocina a preparar té. Cuando volvió y se sentó en el sofá, llevaba una bandeja con dos tazas.
—Toda gente fue —dijo.
—No queremos ese tipo de violencia —dijo Erlendur—. Nadie quiere algo así.
—Yo doy gracias —dijo Sunee—. Es bonito.
—¿Me confiarás a tu hijo? —dijo Erlendur.
Sunee sacudió la cabeza.
—No puedes esconderle para siempre.
—Tú encuentra asesino —dijo Sunee—. Yo cuido Niran.
—Vale.
—Elías buen chico. Hizo nada.
—No creo que le hayan atacado por algo que pudiera haber hecho. Es posible que le atacaran por algo que él era. ¿Me comprendes?
Sunee asintió con la cabeza.
—¿Tienes alguna idea de quién habría querido atacarle?
—No —dijo Sunee.
—¿Estás completamente segura?
—Sí.
—¿Los chicos de la escuela?
—No.
—¿Alguno de los profesores?
—No. Ninguno. Todos bueno con Elías.
—¿Y Niran? No parece sentirse muy a gusto.
—Niran buen chico. Solo enfadado. No quiere vivir en Islandia.
—¿Dónde está?
Sunee no le respondió.
—Muy bien —dijo Erlendur—. Tú mandas. Piénsatelo. Quizá me lo digas mañana. Necesitamos hablar con él. Es muy importante.
Sunee le miró en silencio.
—Sé que todo esto es difícil para ti y que quieres hacer lo que crees mejor. Lo comprendo. Pero tú también tienes que comprender que esto perjudica la investigación del crimen.
Sunee se quedó callada.
—¿Niran te contó algo sobre Kjartan, el profesor de islandés?
—No.
—¿Ni de la pelea que tuvo con él?
—No.
—¿Qué te contó?
—No mucho. Él solo miedo. Yo también.
Sunee miró hacia el pasillo, donde había aparecido su hermano, y extendió la mano hacia él.
—¿Te importa si echo un vistazo en la habitación de Elías? —preguntó Erlendur, poniéndose en pie.
—Vale —dijo Sunee.
Le miró.
—Yo quiere ayudar —dijo—. Pero yo también cuida Niran.
Erlendur sonrió, fue al pasillo y entró en la habitación de los dos hermanos. Encendió una lamparita de sobremesa que iluminó débilmente la habitación.
No sabía exactamente lo que buscaba. Ya habían registrado el cuarto sin encontrar indicio alguno de dónde podría estar Niran. Se sentó en una silla y recordó que en un tiempo lejano otros hermanos, Bergur y él, compartían una habitación así, al este del país.
Erlendur miró a su alrededor y pensó en la salvajada que había costado la vida a Elías. Intentó encajarlo en algún lugar del mundo del crimen, que conocía tan bien, pero se sintió completamente perdido. Elías no encontró clemencia cuando cayó herido en la calle. Nadie le ayudó cuando intentaba llegar a casa sin fuerzas. Nadie le confortó cuando se quedó congelado en el hielo del suelo, detrás de su bloque.
Miró a su alrededor. Por toda la habitación había dinosaurios de todos los tamaños y formas. En la pared, encima de la cama, había dos pósters de dinosaurios, pegados con Blu-Tack. Un amenazante tiranosaurio enseñaba las fauces.
Vio un cuaderno en la cama de Elías y lo cogió. En la portada ponía Libro de cuentos y debajo el nombre de Elías. En el cuaderno había ejercicios con dibujos. Había escrito Espacio y había hecho un dibujo de Saturno en colores. Había escrito sobre una Visita a Kringla que hizo con su madre. Y había una redacción llamada Mi película favorita, que iba de una reciente película de aventuras que Erlendur desconocía. Leyó las redacciones, estaban escritas en una bonita caligrafía infantil, y pasó las páginas en busca de lo último que hubiera escrito. Solo había puesto el título de la última redacción en lo alto de la página, pero no había hecho nada más.
Erlendur cerró el cuaderno, volvió a dejarlo en la cama de Elías y se incorporó. ¿Qué habría querido ser? Quizá médico. Quizá conductor de autobuses. O poli. Las posibilidades eran inagotables, el mundo era nuevo y emocionante para él. La vida no había hecho más que empezar.
Regresó al salón, donde seguía Sunee. Su hermano estaba en la cocina.
—¿Sabes lo que quería ser de mayor? —preguntó Erlendur.
—Sí —respondió Sunee—. Decía muchas veces. Palabra difícil, he aprendido.
—¿Cuál?
—Paleontólogo.
Erlendur sonrió.
—Antes, los niños querían ser polis. O conductores de autobús.
Al salir preguntó al policía del pasillo si había notado movimientos sospechosos de alguien en la escalera o cerca, pero la respuesta fue negativa. Preguntó por el vecino, Gestur, pero el agente no le había visto.
—Nadie ha venido por aquí —dijo el agente, y se despidieron.
Aunque era bastante tarde, a Erlendur aún le quedaba una visita por hacer. Por la tarde había llamado al marido y había concertado una cita en su casa. Abrió la puerta en cuanto Erlendur tocó el timbre, y le invitó a entrar. El investigador ya había estado allí y no se había encontrado a gusto. No sabía exactamente por qué. Era algo que había en la atmósfera. Algo del dueño de la casa.
El hombre estaba viendo la televisión pero la apagó y le ofreció café. Erlendur dijo que no, gracias, y miró su reloj. Dijo que solo podía quedarse un momento. No pidió disculpas por lo tarde que era. Vio la foto del matrimonio sobre la mesa. Ambos sonreían. Habían ido al fotógrafo antes de empezar el banquete de bodas para hacerse fotos vestidos de fiesta. Ella tenía un ramillete de flores entre las manos.
—No eres demasiado popular entre tus ex —dijo Erlendur—. Les he oído contar cosas estos últimos días.
—Desde luego, no es una sorpresa para mí —respondió.
Erlendur comprendía por qué podían andar tras él las mujeres, siempre que les gustara ese tipo de hombre. Era esbelto, elegante, de rostro afable, moreno, con ojos castaños, manos finas y el pelo de un bonito color castaño. Vestía siguiendo una moda que Erlendur desconocía por completo. En su casa había un precioso mobiliario, una magnífica cocina y un carísimo suelo de parqué. En las paredes colgaban grabados. Lo único que faltaba era una mínima huella de vida real.
Erlendur se planteó si debía hablarle de las llamadas telefónicas que había recibido y que seguramente eran de su esposa. El hombre tenía derecho a saber de ellas. Si las sospechas de Erlendur eran ciertas, su mujer seguía con vida y se alegraría de saberlo. Pero Erlendur no sabía exactamente por qué no se lo contaba. En todo aquello había algo feo que no llegaba a comprender.
—No, claro —dijo Erlendur—. Una de ellas dijo que la habías amenazado con matarla.
Lo dijo de sopetón, como si fuera un comentario casual sobre el tiempo, pero el hombre no reaccionó. Quizá lo estaba esperando.
—Silla está como una cabra —dijo después de reflexionar unos segundos—. Siempre lo ha estado.
—¿Te suena el tema?
—Es una de esas cosas que se dicen, seguramente tú también lo habrás hecho alguna vez. No se dice en serio.
—Ella asegura lo contrario.
—¿Qué pasa ahora? ¿Me estás investigando? ¿Crees que le he podido hacer algo a mi mujer?
—No sé si…
—¡Es una desaparición! —interrumpió el hombre—. Yo no le he hecho nada. ¡Es una desaparición común y corriente!
—Nunca he sabido de nada que se pueda calificar de desaparición común y corriente —dijo Erlendur.
—Sabes a lo que me refiero. Deja de tergiversar mis palabras.
Erlendur sabía a lo que se refería. Una desaparición común y corriente. ¿En otras partes del mundo la gente lo expresaría así, «desaparición común y corriente»?, pensó. Tal vez la historia había enseñado a la gente a no alterarse demasiado por las desapariciones.
—En la desaparición de tu mujer no hay nada común y corriente —dijo Erlendur.
Titubeó un instante. El caso había tomado un rumbo determinado y ya no había vuelta atrás. A partir de ese momento, resultaría muy distinto, mucho más serio.
—¿La amenazaste con matarla? —preguntó Erlendur.
El hombre le clavó una mirada furiosa,
—¿Estás investigando un asesinato? —preguntó.
—¿Por qué se marchó de casa?
—Te lo he dicho montones de veces, no tengo ni idea de lo que pasó. ¡Llegué a casa y ella no estaba! Es lo único que sé. Tenéis que creerme. ¡Yo no le he hecho nada y me parece repugnante que te atrevas a insinuar lo contrario!
El hombre dio un paso en dirección a Erlendur.
—Lo digo de verdad —exclamó el hombre—. ¡Es repugnante!
—Tenemos que contemplar todas las pistas —dijo Erlendur—. Debes entenderlo. La hemos buscado por todas partes, hemos rastreado las playas, hemos puesto anuncios para encontrarla tanto en periódicos como en la televisión. No aparece. Quizás esté muerta. Muchas veces, cuando una persona desaparece de esta forma es un síntoma de que está mal, tan mal que puede cometer cualquier tontería. ¿Estaba mal, tu mujer? ¿Por qué? ¿Le hiciste algo? ¿Estaba descontenta con ella misma? ¿Se arrepentía del engaño, de la separación, de la boda? ¿Se arrepentía por sus hijos? ¿Lo veía todo como un error?
—Has hablado con sus amigas, ¿verdad? —dijo el hombre.
Erlendur no le respondió. Hasta entonces no había actuado con tanta agresividad, pero las llamadas telefónicas lo habían cambiado todo.
—¡Están locas! —continuó el marido—. Jamás me han gustado. Yo tampoco les caigo bien. ¿Qué esperas que digan?
—Estaba deprimida —dijo Erlendur—. Se arrepentía por su familia y creía que también habías empezado a engañarla.
—¡Eso no son más que chismorreos de cotillas!
—¿Tienes una nueva? —preguntó Erlendur.
—¿Una nueva? ¿De qué hablas?
—¿La estabas engañando?
—No sé de qué hablas.
—Las amigas de tu mujer dicen que sospechaban que había entrado otra mujer en tu vida —dijo Erlendur—. ¿Es cierto?
—¡Eso es una patraña! No ha entrado ninguna «mujer en mi vida».
Erlendur titubeó un instante.
—Estos días pasados me ha telefoneado una mujer que no quiere decir su nombre —le dijo entonces—. Está muy preocupada, sabe que yo llevo el caso pero no acaba de decidirse. No sé si es porque no se atreve o porque no puede. Tampoco se puede sacar mucho de lo que dice, porque cuando llama siempre está angustiada. Supongo que hace acopio de toda su valentía pero, delante del obstáculo, retrocede y me cuelga.
—¿Es ella? —preguntó el hombre, atónito—. ¿Se ha puesto en contacto contigo? ¿¡Está… está viva!? ¿Se encuentra bien?
—No sé si es ella… —dijo Erlendur, que inmediatamente lamentó haberle hablado sobre las llamadas. Debería haber esperado, tendría que haberse callado hasta oír al menos una vez más a la mujer, conseguir reunirse con ella y que le dijera la verdad.
—¿Cómo? —dijo el hombre—. ¿No estás seguro de si es ella?
—Estoy todo lo seguro que se puede estar —dijo Erlendur—. Pero eso no quiere decir mucho.
—¡Dios mío! ¿En qué está pensando? ¿Y qué… qué dice? ¿Por qué hace eso?
—¿Habéis tramado algo entre los dos? —preguntó Erlendur.
—¿Que si hemos tramado algo? No. ¿Lo ha dicho ella, ha dicho que estamos tramando algo? ¿Eso es lo que dice?
—No —respondió Erlendur, intentando apaciguar los nervios del marido—. No dice mucho. Solo…
Iba a decir que solo lloraba al teléfono, pero se contuvo.
—¿Qué… qué es lo que dice? ¿Por qué no me llama a mí?
—Está mal —dijo Erlendur—. Se nota al hablar con ella. Pero no quiere decirme nada. ¿Puedes explicarme qué está pasando? ¿Sabes algo más de lo que me has contado hasta ahora?
—¿Por qué no me llama a mí? —dijo el hombre.
Erlendur se calló y miró al hombre como si quisiera devolverle la pregunta: ¿por qué no habla contigo?
—¡Yo no le he hecho nada! —exclamó el marido—. ¡Eso es mentira! No la estoy engañando. Vale, lo he hecho, vale, pero ahora no. No la estoy engañando. ¡Tienes que comprenderlo! ¡Tienes que creerme!
—No tengo ni idea de qué tengo que creer —dijo Erlendur.
—Tienes que creerme a mí —repitió el hombre, intentando parecer tan sincero como le era posible.
—También podría tratarse de la nueva mujer con la que mantienes una relación —dijo Erlendur—. Engañas a tu esposa. Eso no es mentira. El tiempo pasa. Sigues por el mismo camino, conoces a otra mujer. Tenéis este pequeño secreto. Tu mujer se entera. Y desaparece.
—Eso es una estupidez —dijo el hombre.
—La nueva relación se resiente. El remordimiento la está matando. Me llama a mí y…
—¿Qué intentas hacer? —bramó el hombre.
—Lo que quiero saber es, en realidad, lo que has hecho tú.
—Yo nunca he amenazado con matarla —dijo el hombre—. ¡Eso es mentira!
—¿Engañabas a tu mujer? —preguntó Erlendur—. ¿Se fue por ese motivo?
El marido le miró fijamente sin decir nada. Erlendur no se había sentado y los dos estaban de pie, uno frente al otro, en el salón, como dos toros a punto de embestirse. Erlendur vio que el hombre hervía de furia. Había conseguido sacarlo de sus casillas.
—¿La llamó la otra? —preguntó Erlendur.
—No sabes de qué estás hablando —dijo el hombre apretando los dientes.
—Eso pasa a veces.
—¡Eso es una gilipollez!
—¿Fue así como se enteró del engaño?
—Creo que es mejor que te vayas ahora mismo —dijo el marido.
—Esto no es una desaparición común y corriente, ¿verdad? —dijo Erlendur.
—¡Largo de aquí! —dijo el marido.
—Tienes que entender que en todo esto hay algo que no encaja.
—No tengo nada más que decirte. ¡Lárgate!
—Sí, claro, me voy —dijo Erlendur—, pero la investigación seguirá abierta. Jamás te la quitarás de encima, como estás haciendo conmigo. Antes o después, la verdad saldrá a la luz.
—¡Esta es la verdad! —gritó el hombre—. Yo no tengo ni idea de lo que pasó. Intenta comprenderlo. ¡Intenta entenderlo, tío! ¡No tengo ni idea de lo que pasó!
Cuando Erlendur llegó por fin a casa, se sentó en su sillón sin encender las luces del piso y se echó hacia atrás, feliz de tener un rato para descansar. Miró por la ventana. Su mente viajó hacia Eva Lind y el sueño que había querido contarle.
Vio ante sí el caballo peleando por escapar de la ciénaga, con los ojos desorbitados y las ventanas de la nariz dilatadas. Se oyó un ruido de succión cuando consiguió sacar una de las patas delanteras antes de hundirse más aún.
Ansiaba sentir paz en el alma. Deseaba ver las estrellas que estaban ocultas por las nubes. Quería hallar en ellas el sosiego, la seguridad de algo mayor y más importante que su propia conciencia, la seguridad de tiempos y espacios insondables en los que perderse por un tiempo.
La familia no tenía demasiado espacio en la casita hoy en ruinas. Los dos hermanos tenían que compartir habitación. Sus padres ocupaban la otra. También había una cocina grande con una despensa anexa, así como un saloncito con muebles viejos y fotos de familia, algunas de las cuales decoraban ahora el salón del apartamento de Erlendur. Iba a aquella casa del este del país cada pocos años y dormía en las ruinas de lo que en un tiempo fue su hogar. Desde allí subía al páramo a pie o a caballo, incluso dormía al raso. Le gustaba viajar solo y notar, poco a poco, como la profunda soledad lo invadía en los lugares de su infancia, llenos de momentos de aquel pasado aún tan presente para él, momentos que le despertaban sentimientos de añoranza. Sabía que ese pasado solamente vivía en sus recuerdos. Cuando él se fuera, no quedaría nada. Cuando él dejase este mundo, sería como si nada de aquello hubiese existido jamás.
Como aquella noche que él y Bergur estaban acostados en la oscuridad de su cuarto. Deberían estar durmiendo pero estaban totalmente despiertos, y oyeron que un coche llegaba a la explanada. Oyeron cómo se abría la puerta delantera y las voces de sus padres al saludar a alguien e invitarle a pasar. Oyeron la apagada voz del visitante, pero no la reconocieron. A esas horas, no era normal recibir visitas. Los dos hermanos no se arriesgaron a ir a la cocina pero Erlendur abrió una rendija en la puerta de la habitación y se pusieron a espiar. Veían la cocina, los pies del visitante, unos fuertes zapatos negros y pantalones oscuros, y las piernas cruzadas. Veían una de sus manos sobre la mesa de la cocina, grande, con dedos fuertes y un anillo de oro hundido en el anular. No oían lo que decían. Su madre estaba junto a la mesa, de espaldas a ellos, y veían un hombro de su padre, que estaba sentado enfrente del recién llegado. Erlendur fue a la ventana y miró el coche. No conocía la marca, nunca había visto aquel tipo de vehículo.
Decidió caminar de puntillas por el pasillo. Pensaba ir él solo, pero Bergur amenazó con chivarse, de modo que le dejó acompañarle. Abrieron la puerta con muchísimo cuidado y avanzaron en silencio. Su madre no se dio cuenta de su presencia, y su padre y el huésped no estaban a la vista. Erlendur se puso a escuchar. La profunda voz del recién llegado se hizo más nítida, las palabras más claras; Erlendur captaba frases enteras. Hablaba con calma, con voz inteligible, como si quisiera asegurarse de que lo que tenía que decir tuviera el efecto debido. Erlendur notó un olor que había llegado junto al huésped, un extraño aroma dulzón que llenaba el aire. Se acercó sigilosamente. Bergur iba tras él, y tenía tanto cuidado de no hacer ruido que se puso a cuatro patas, vestido con su pijama de rayas.
Erlendur tenía siete años y aquella era la primera vez que oía hablar del delito más horrible de todos los delitos.
—… lo que significa que es bastante posible —dijo el recién llegado.
—¿Cuándo fue? —preguntó la madre.
—Hacia la hora de la cena, a las siete. Probablemente el crimen se cometió por la tarde. La escena era horrible. Debió de perder la razón. Debió de perderla por completo y se volvió loco en la habitación.
—¿Con el cuchillo de cortar pescado? —susurró su padre.
—Nunca se sabe, con estos forasteros —dijo el huésped—. Llevaba dos meses trabajando en la fábrica de pescado. Dicen que era un tipo muy tranquilo. Callado y reservado.
—Pobre chica —suspiró la madre.
—Como te he dicho, hoy no hemos visto a nadie pasar por aquí —dijo el padre.
—¿Es posible que esté escondido cerca? —preguntó la madre y, por el tono de su voz, Erlendur notó lo preocupada que estaba.
—Si piensa cruzar a pie, es posible que pase por aquí. Es probable que lo haga. Queríamos avisaros. Le vieron dirigirse hacia aquí. Hemos puesto vigilancia en los caminos, pero no sé de qué puede servir.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó el padre.
—¡Dios mío! —escuchó Erlendur que murmuraba su madre. Miró a Bergur, detrás de él, y le hizo una seña para que no hiciese ruido.
—Le cogeremos —dijo el huésped desde el otro lado del umbral de la cocina. Erlendur miró fijamente sus fuertes zapatos negros—. Es cuestión de tiempo. Vienen más agentes desde Reikiavik para ayudarnos en la búsqueda. Nos ayudarán. Pero desde luego, es espeluznante que suceda algo semejante en nuestro fiordo.
—Al menos sabéis quién es —dijo el padre.
—Cerrad con llave esta noche y escuchad las noticias —dijo el huésped—. No quiero asustaros sin necesidad, pero es mejor tomar precauciones. Es posible que el asesino aún vaya armado. Probablemente con un cuchillo. No sabemos qué será capaz de hacer.
—¿Y la chica? —preguntó la madre, titubeante.
El visitante calló unos momentos antes de responder.
—La hija de Sigga y Leifi —dijo por fin, detrás de la puerta.
—¡No! —gimió la madre—. ¿Qué estás diciendo? ¿Dagga? ¿La pequeña Dagga?
Erlendur vio a su madre encogerse sobre el banco de la cocina y mirar con espanto al visitante.
—No encontramos a Leifi —dijo el huésped—. Anda por algún lugar con una escopeta. Es posible que también venga por aquí. Si le veis, intentad convencerle. Solo conseguirá empeorar las cosas persiguiendo a ese hombre. Sigga dijo que se había vuelto loco.
—Pobre hombre —murmuró la madre.
—Le comprendo perfectamente —dijo el padre.
Erlendur no sabía qué hacer, allí inmóvil, petrificado, junto a la puerta de la cocina. Bergur se había puesto de pie a su lado. Él no comprendía de la misma manera la seriedad del asunto. Bergur quería que su hermano le cogiera de la mano y metió su manecita en la de Erlendur, que le miró y volvió a indicarle que no hiciera ruido. Oyó a su padre hacer la pregunta que Erlendur había empezado a hacerse.
—¿Corremos peligro?
—No creo —dijo el visitante—. Pero toda precaución es poca. Nunca se sabe, cuando sucede algo así. Quería que lo supieseis. Aún tengo que ir a otro sitio, así que…
Se oyó arrastrar una silla por el suelo de la cocina, el invitado se estaba levantando. Erlendur apretó la mano de su hermano y corrieron por el pasillo, se metieron en el cuarto y cerraron la puerta. Oyeron a sus padres despidiéndose del hombre en la puerta de la casa y, cuando miraron por la ventana, vieron una silueta que se dirigía al coche y se sentaba en él. El coche se puso en marcha, los faros delanteros se encendieron y se marchó, desapareciendo por el camino que iba hasta la granja.
Erlendur abrió una rendija en la puerta y se asomó. Vio a sus padres junto a la puerta, hablando a media voz. Vio a su padre hacer algo que no había hecho nunca: echó cuidadosamente la llave de las puertas, tanto la de delante como la del lavadero, que estaba detrás. Su madre inspeccionó las ventanas y cerró las que estaban abiertas. La vio dirigirse hacia él, y se metió en la cama, y Bergur también, justo antes de que se abriera la puerta y su madre apareciese en el quicio para mirar. Entró en la habitación para confirmar que la ventana estaba cerrada. Luego volvió a salir, y cerró la puerta.
Erlendur no se dormía. Oyó los susurros de sus padres que provenían de la cocina, pero no tuvo valor para levantarse e ir con ellos. Su hermano, que no comprendía nada de lo que ocurría, se durmió enseguida. Erlendur estaba tumbado en la oscuridad pensando en el asesino que podía estar acercándose a su casa en aquel instante. En el padre de la muchacha, que le perseguía con una escopeta, dominado por la furia, el odio y el dolor. Escuchó los ruidos que se magnificaban a su alrededor. Lo que antes era el familiar crujido de alguna placa suelta de latón en los establos se convertía en la terrorífica prueba de que alguien estaba acechando en el exterior de la casa. Si oía el balido de un cordero estaba seguro de que el asesino estaba escondido en alguna parte. Una ráfaga de viento sobre la casa le revolvió el estómago.
Se imaginó a Dagga y el cuchillo del pescado; se imaginó el horror hasta que el corazón parecía a punto de explotar en su pecho. Todos conocían a aquella chica. Era de otro fiordo, hija de unos amigos, y a veces había ido a cuidar de los hermanos cuando sus padres tenían que salir.
Antes de aquel acontecimiento, Erlendur nunca había oído hablar de delitos, no digamos de crímenes, pero de repente, esa noche, todo cambió y su mundo se convirtió en otro distinto, más despiadado. En el interior del ser humano se ocultaba una fuerza que él había ignorado hasta entonces, algo que temía, aunque era incapaz de comprender. Al día siguiente sus padres hablaron con él y su hermano sobre lo sucedido, aunque ahorrándoles los detalles. No salieron de casa en todo el día. Erlendur preguntó por qué las personas hacían esas cosas, pero sus padres no encontraron respuesta. Hizo una pregunta tras otra. Quería comprender lo que había sucedido, aunque fuera incomprensible y sus padres no tuvieran las respuestas que él buscaba. Se enteró de que el hombre del anillo de oro y los zapatos negros era el juez local. En la radio informaron del crimen y de que se estaba llevando a cabo una búsqueda exhaustiva del malhechor. Estaban en la cocina, escuchando la radio. Erlendur vio los gestos de preocupación de sus padres. Percibía el horror, el dolor y la destrucción, y sabía que, a partir de entonces, nada volvería a ser como antes.
El asesino fue capturado dos días después. Nunca estuvo cerca de su casa. Lo encontraron en Akureyri. Todos estaban seguros de que si el padre de la muchacha le hubiera encontrado primero, habría matado de un tiro al criminal. El padre estuvo vagando toda la noche con su escopeta hasta que al día siguiente le encontró la policía. Estaba destrozado.
Entonces Erlendur descubrió que había algo llamado asesinato. Más tarde se encontró cara a cara con asesinos, y aunque no dio muestra alguna de ello, se sintió a veces, en lo más profundo, igual que aquella noche cuando el juez fue a su casa a horas intempestivas a avisar del hombre que llevaba un cuchillo del pescado.
Erlendur estaba profundamente sumergido en sus recuerdos. Miró por la ventana la noche negra y deseó ver las estrellas.
—Estos días tan oscuros… —se dijo.
Se reclinó de nuevo en el sillón y cerró los ojos.
Estos días tan oscuros…