18

Kjartan no estaba en casa, pero ellos dijeron que le esperarían. La mujer les miró extrañada.

—¿Aquí fuera? —preguntó, mientras su cara reflejaba sorpresa.

Erlendur se encogió de hombros.

—Pero ¿por qué andáis siempre detrás de Kjartan? —preguntó.

—Es por lo que sucedió en el colegio —dijo Elínborg—. Simple rutina. Hablamos con profesores y alumnos.

—Creía que ya habíais hablado con él.

—Tenemos que volver a hacerlo —dijo Elínborg.

La mujer miró a uno y luego a la otra, y ambos tuvieron la sensación de que lo que le pedía el cuerpo era cerrarles la puerta y no tener que verlos nunca más.

—¿No preferís entrar? —les dijo tras un momento de incómoda vacilación.

—Muchas gracias —respondió Erlendur, y cedió el paso a Elínborg. Un niño y una niña les miraron cuando entraban en el salón y se sentaban. Erlendur habría preferido hablar con Kjartan en la comisaría, o en el colegio, pero los había eludido. No acudió a verles a la comisaría y cuando fueron a buscarle al colegio, no estaba. No respondía al teléfono. Elínborg propuso ir a su casa. Erlendur se mostró de acuerdo.

—Ha llevado el coche al taller para una reparación —dijo la mujer.

—Ah, vaya —dijo Erlendur.

Ya era tarde y la mujer estaba en la cocina preparando la cena cuando llamaron a la puerta. No dio más detalles sobre lo del coche. Dijo que había hablado con Kjartan por la tarde, pero que a partir de entonces no había tenido noticias. Erlendur tuvo la sensación de que estaba preocupada por la investigación policial e intentó tranquilizarla; repitió las palabras de Elínborg sobre el trabajo rutinario de la policía.

La mujer no estaba del todo convencida y cuando volvió a la cocina se llevó el móvil. Los niños fueron tras ella pero se dieron la vuelta en la puerta para mirar a Erlendur y Elínborg con los ojos muy abiertos. Elínborg les sonrió. La voz de la mujer les llegó desde la cocina. La oyeron exclamar algo enfadada una vez. Luego se quedó callada. Pasó un rato hasta que volvió con ellos. Entonces ya se había calmado.

—Kjartan se ha entretenido un poco —dijo, intentando sonreír—. Estará aquí en cinco minutos.

—Muchas gracias —dijo Elínborg.

—¿Puedo ofreceros algo? —preguntó la mujer.

—Un café estaría bien, gracias, si lo tienes hecho —dijo Erlendur.

La mujer desapareció de nuevo en la cocina. Los niños seguían en la puerta, mirándoles.

—Me parece que esto es pasarse —dijo Elínborg a Erlendur tras un largo silencio. No apartaba los ojos de los niños.

—Fue idea tuya —dijo Erlendur.

—Ya lo sé, pero ¿no es too much?

—¿Too much? —dijo Erlendur.

—Podemos mentirle, decirle que tenemos un aviso urgente. Nunca pensé que esto sería tan desagradable. Y cuando llegue él, le abordamos ahí fuera.

—Quizá no deberías haber dejado la geología —dijo Erlendur.

—¿La geología?

—¿No es una especialidad en la que nunca te encuentras con nada desagradable? —preguntó Erlendur.

—¡Por favor! —exclamó Elínborg.

Durante el camino, en el coche, había conseguido poner a Erlendur de mal humor. Empezó a hacer preguntas sobre Valgerður, sobre lo que pensaban hacer en el futuro, y Erlendur enseguida se quedó callado. Elínborg no se detuvo, aunque él le dijo que no siguiera dando la vara con sus malditas preguntas. Elínborg le preguntó si Valgerður seguía manteniendo alguna relación con su marido, a lo que Erlendur habría tenido que contestar que sí, en caso de haberle respondido, y si Valgerður pensaba irse a vivir con él, algo que Erlendur aún no se había planteado. Las preguntas de Elínborg sobre su vida privada le ponían de los nervios, preguntas sobre Eva Lind y Sindri Snaer, sobre él mismo. Parecía incapaz de dejarle en paz.

—¿Queréis tener una relación sin convivencia? —preguntó Elínborg—. Muchos prefieren eso en vez de vivir juntos.

—Para ya —dijo Erlendur—. No sé qué es eso de relación sin convivencia.

Elínborg estuvo en silencio un rato pero después se puso a tararear en voz baja la melodía de un conocido poema de Steinn Steinar: «Jón Kristófer, cadete del Ejército de Salvación, hay reunión a la hora de la cena, la teniente Valgerður hablará del camino a la Gloria…». Y siguió tarareando hasta que Erlendur perdió la paciencia.

—No sé qué pasará —dijo—. Y a ti no te importa.

—Estupendo —dijo Elínborg, sin dejar de tararear.

—¡La teniente Valgerður hablará…! —exclamó Erlendur, exasperado.

—¿Cómo?

—¡Qué cosas se te ocurren!

La mujer de Kjartan salió de la cocina con dos tazas de café. Su rostro estaba teñido de preocupación. Los niños iban detrás de ella y se quedaron en medio del salón, sin saber muy bien qué hacer, cuando su madre volvió a entrar en la cocina a buscar el café. En ese momento se abrió la puerta y entró Kjartan. Elínborg y Erlendur se pusieron en pie.

—¿Era necesario? —dijo Kjartan, visiblemente molesto.

—Hemos estado intentando localizarte todo el día —explicó Elínborg. La mujer de Kjartan apareció con la jarra de café.

—¿Qué es lo que pasa? —le preguntó a su marido.

—Nada —respondió Kjartan, y al momento se relajó. Habló a su mujer con voz tranquilizadora—. Te lo dije por teléfono, es por el ataque a ese chico de la escuela.

—¿Y qué pasa? ¿Tiene algo que ver contigo?

—No —dijo Kjartan, mirando a Erlendur y Elínborg, como si esperase su ayuda.

—Estamos hablando con todos los profesores del colegio, como ya te he dicho —explicó Elínborg—. ¿Quizá podríamos sentarnos en algún otro sitio? —Dirigió sus palabras a Kjartan, quien titubeó un momento. Miró a los tres, que esperaban su respuesta. Finalmente asintió con un movimiento de la cabeza.

—Tengo un despacho en el sótano —dijo a regañadientes—. Podemos instalarnos allí. ¿Te parece bien? —le dijo a su mujer.

—Llevaos el café —dijo ella.

Kjartan sonrió.

—Gracias, cariño, subiré enseguida, en cuanto se vayan.

Levantó al niño más pequeño y le dio un beso, y acarició la cabeza al mayor.

—Papá vuelve enseguida —dijo—. Tiene que hablar un momento con estas personas, y enseguida vuelve.

Enternecedor, pensó Erlendur.

Kjartan les indicó el camino al sótano. Se había montado un despacho en un cuartito, con ordenador e impresora sobre una mesa, así como libros y periódicos. Solo había una silla, y se sentó él. Elínborg y Erlendur se quedaron de pie en la puerta. Kjartan les había acompañado al sótano sin decir nada, pero en aquel momento estalló su ira.

—¿Qué significa esto de ir a joder a alguien en su propia casa? —exclamó furioso—. ¡Delante de su familia! ¿Es que no habéis visto la cara que han puesto los niños? ¿Os parece normal?

Erlendur se quedó callado. Elínborg iba a decir algo, pero Kjartan le quitó la palabra de la boca.

—¿Se me acusa de algo? ¿He cometido algún delito para merecer algo así?

—Hemos estado intentando ponernos en contacto contigo todo el día —dijo Erlendur—. No respondías al teléfono. Decidimos comprobar si estabas en casa. Tu mujer tuvo la amabilidad de invitarnos a entrar. Nos sirvió café. Entonces apareciste tú. ¿Hay algún motivo para que te sulfures tanto? Solo hemos venido para intentar encontrarte en casa. Y tuvimos suerte. ¿Quieres presentar una queja?

Kjartan les miró.

—¿Qué queréis de mí? —dijo.

—Quizá podríamos empezar por una cosa que se llama, o se llamaba, Padres de Islandia —dijo Erlendur.

Kjartan sonrió.

—Y con eso te crees que has solucionado el caso, ¿no?

—Yo no me creo nada —dijo Erlendur.

—Tenía dieciocho años —dijo Kjartan—. Fue una chiquillada. Imagínate. ¡Padres de Islandia! Solo los chavales hacen ese tipo de cosas. Bravuconerías de adolescentes.

—Yo no conozco muchos chicos de dieciocho años capaces de deletrear correctamente República de Weimar.

—Éramos un grupito de chicos del instituto —dijo Kjartan—. No era más que un juego. De eso hace quince años. No puedo creerme que me vayáis a acusar de racismo por cosas que hice cuando era adolescente.

Kjartan lo dijo con ironía, como si la relación de aquello con el caso fuera algo tan ridículo que pareciera más una broma, y Elínborg y Erlendur fueran también una broma, unos polis idiotas que no hacían más que meter la pata. Había como un sentimiento de superioridad en la forma en que estaba sentado, echado hacia atrás, con las piernas abiertas, mirando aquellos policías estúpidos. Como si les despreciara por no compartir su ideología inquebrantable. Nada indicaba que lo sucedido a Elías le afectara.

—¿A qué te referías cuando dijiste que un ataque como el que sufrió Elías era simple cuestión de tiempo? —preguntó Elínborg.

—Creo que eso se explica solo. ¿Qué se esperaba la gente al permitir la entrada a esos? ¿Que no habría problemas? No estamos preparados para hacer frente a algo así. La gente acude aquí como moscas desde todas las partes del mundo y nosotros se lo permitimos, como si nada. Todos los animalitos del bosque tienen que ser amigos. No es así y nunca lo será. Los asiáticos se aíslan del resto de la sociedad, conservan sus costumbres y su moral y tienen mucho cuidado de no casarse fuera de su pequeño mundo particular. No aprenden el idioma, naturalmente van mal en la escuela. ¿Cuántos de esos llegan a la universidad? ¡La mayoría deja el colegio después de la enseñanza obligatoria, felices y contentos por no tener que seguir con esa mierda de la historia de Islandia! ¡Con esa mierda de la lengua islandesa!

—Ya veo que no has abandonado del todo los Padres de Islandia —dijo Erlendur.

—Claro, si uno habla de estas cosas, entonces es un maldito racista. Nadie puede decir nada. Todos tienen que ser de lo más diplomáticos. Son una estupenda adición a la cultura islandesa y demás. ¡Paparruchas de los cojones!

—¿Crees que quien atacó a Elías puede ser de origen asiático?

—Naturalmente, eso lo habréis excluido por completo, ¿no? —dijo Kjartan con desprecio.

—¿Hablas así con tus alumnos? —preguntó Elínborg—. ¿Hablas así de los inmigrantes delante de tus alumnos?

—No creo que eso sea asunto vuestro —respondió Kjartan.

—¿Provocas a los chicos para que se peleen en el colegio? —continuó Elínborg.

Kjartan les miró.

—¿Con quién habéis estado hablando? ¿Y de dónde habéis sacado eso de los Padres de Islandia? ¿Dónde andáis escarbando?

—Responde a la pregunta —dijo Erlendur.

—Yo no he hecho nada de eso —dijo Kjartan—. Si alguien mantiene lo contrario, es mentira.

—Nos lo han dicho —dijo Elínborg.

—Ya, y es mentira. Yo no empujo a nadie a hacer nada. ¿Quién dice eso?

Elínborg y Erlendur callaron.

—¿No tengo derecho a saberlo? —dijo Kjartan.

Erlendur le miró sin decir nada. Había buscado a Kjartan en los archivos de la policía y lo único que había encontrado era una multa por exceso de velocidad. Nunca había tenido problemas con la policía. Kjartan era un buen ciudadano islandés, un padre de familia, amante de sus hijos, por lo que Erlendur había podido ver.

—¿Por qué llegaste a la conclusión de que eres mejor que los demás?

—Yo nunca he dicho eso.

—Es la sensación que me da, por todo lo que haces y todo lo que dices.

—¿Qué cojones te importa eso?

Erlendur le miró.

—Nada, nada en absoluto.

Ragnar, al que llamaban Raggi en el colegio, estaba sentado delante de Sigurður Óli en el salón de su casa. Su madre estaba a su lado, con gesto de preocupación. Estaba divorciada. Ragnar era el mayor de sus tres hijos. La madre pasaba sus apuros para llegar a fin de mes, era la única que traía dinero a casa. Ella y Sigurður Óli habían estado hablando un rato hasta que Raggi llegó. No es fácil ocuparse de tres niños, le había dicho la mujer. Como si se estuviera excusando por adelantado. Sigurður Óli solo había soltado la vieja muletilla de la investigación policial rutinaria por los sucesos que habían tenido lugar en el colegio; que la policía había hablado con muchos de los niños y adolescentes del colegio. La mujer le escuchó sin comprender, pero ya que la policía estaba en su pequeño sótano, que le alquilaba a un precio abusivo la señora rica del piso de arriba, dueña de toda la casa y al menos de tres abrigos de piel, pensó que valía más pasarse hablando que quedarse corta. La madre de Raggi era obesa, jadeaba y fumaba sin parar. El aire del apartamento era asfixiante. Sigurður Óli no llegó a ver a los otros dos niños el rato que estuvo allí. El apartamento estaba lleno de ropa sucia, publicidad de la que dejan en el buzón, y periódicos. La madre apagó el cigarrillo. Sigurður pensó en su traje. Apestaría a tabaco un buen rato.

Al ver a un policía en su casa, Raggi se sorprendió mucho al principio pero se recompuso enseguida. Era alto para su edad, con abundante pelo negro, la cara llena de granos, sobre todo alrededor de la boca, y parecía bastante nervioso. Sigurður empezó preguntándole cosas generales sobre la escuela, la atmósfera, los profesores y los cursos superiores, y fue acercándose poco a poco hacia los inmigrantes y Niran. Raggi contestaba casi a todo con monosílabos. Estaba bien educado. Su madre no se preocupaba por ellos, estaba allí sentada encendiendo un cigarrillo con la colilla del anterior mientras tomaba café. Acababa de volver del trabajo cuando Sigurður llamó al timbre. Preparó un café muy fuerte. Sigurður esperaba que le ofreciese otra taza.

Antes bebía té, pero Bergþóra le habituó al café gracias a su conocimiento de las distintas variedades y formas de prepararlo.

—¿Qué tal te llevas con Kjartan, el profesor de islandés? —preguntó.

—Es muy majo —dijo Raggi.

—No le gusta mucho la gente de color, ¿verdad?

—A lo mejor no —dijo Raggi.

—¿Y eso cómo se ve? ¿Dice o hace algo especial?

—No, eso.

—¿Eso, qué?

—Nada.

—¿Conocías a Elías?

—No.

—¿Y a su hermano Niran?

Raggi titubeó.

—Sí.

Sigurður Óli iba a mencionar a Kári, pero se contuvo. No quería dar a Raggi motivo alguno para pensar que si estaban allí era por su culpa.

—¿Y qué tal?

—Pues nada —dijo Raggi.

—¿Cómo que nada?

—Se cree muy importante.

—¿Y eso?

—Nos llama esquimales.

—¿Qué les llamáis vosotros a ellos?

—Tontos.

—¿Sabes lo que le pasó a su hermano?

—No.

—¿Puedes decirme dónde estabas cuando le atacaron? Raggi reflexionó un momento. Evidentemente, no había pensado en eso, y Sigurður Óli tuvo la sensación de que si se había organizado algún montaje, tendría que ser un tipo realmente duro para mantenerlo en pie. Finalmente llegó la respuesta.

—Estábamos en el centro comercial de Kringla; Ingvar, Danni y yo.

Aquello coincidía con lo que habían contado Ingvar y Daniel, sus amigos, a quienes Sigurður Óli ya había interrogado. Ambos negaron cualquier tipo de participación en el ataque a Elías, no sabían nada de venta de drogas en los alrededores del colegio y solo reconocieron ciertas peleíllas insignificantes con alumnos de origen extranjero. Los tres eran conocidos en el colegio como alborotadores, todo el mundo deseaba que terminaran los estudios esa primavera y se fueran de allí para no volver nunca. Ejercían de camorristas y estuvieron en boca de todos a principios de año, cuando dos de ellos fueron expulsados del colegio una semana por manipular fuegos artificiales que sobraron en Nochevieja, grandes cohetes y potentes petardos que amañaron para hacerlos aún más potentes. Uno de ellos lanzó por un pasillo del colegio un cohete de los más grandes, que al explotar hizo añicos dos grandes cristaleras. El edificio del colegio tembló de arriba abajo y fue un auténtico milagro que no hubiera nadie cerca en aquel momento, porque las clases estaban en plena actividad.

—¿Cuándo fue la última vez que viste a Elías? —preguntó Sigurður Óli.

—¿A Elías? No lo sé. Yo no le conozco. No le veo nunca.

—¿Os peleáis mucho con Niran en el colegio?

—No, bueno, esos andan siempre montando broncas.

Raggi se calló.

—¿Los inmigrantes? —dijo Sigurður Óli.

—Islandia tiene que ser para nosotros. Para los islandeses. No para los extranjeros.

—Sabemos que se han producido peleas entre grupos —dijo Sigurður Óli—. Sabemos que a veces llegan a ser serias. No solo aquí. Pero también sabemos que son muy pocas las que se pasan de la raya. ¿Estás de acuerdo?

—Yo… yo no lo sé.

—Pero luego ha sucedido lo de Elías.

—Sí.

—¿Crees que tiene algo que ver con las broncas entre vosotros?

—No lo sé. Seguramente no. O sea, nosotros no hacemos esas cosas. Nunca llegaríamos a matar a nadie. Eso es absurdo. No hacemos nada por el estilo. No hacemos nada de eso.

—¿Estás seguro?

La madre se había mantenido en silencio, fumando, durante la conversación. En aquel momento intervino.

—¿Crees que Raggi ha atacado a ese niño? —dijo como si por fin se hubiera dado cuenta de por qué había ido aquel policía a su casa con un montón de preguntas sobre peleas racistas en el colegio.

—Yo no creo nada —dijo Sigurður Óli—. ¿Sabes algo sobre la venta de drogas en el colegio? —preguntó a Raggi.

—Raggi no toma drogas —dijo la madre inmediatamente.

—No es eso lo que le he preguntado —dijo Sigurður Óli.

—Yo no sé nada de drogas en el colegio —dijo Raggi.

—Tú solo tiras cohetes dentro del colegio —dijo Sigurður Óli.

—Yo… —empezó Raggi, pero su madre le interrumpió.

—Ya recibió su castigo —dijo—. Y ni siquiera fue él quien causó más destrozos.

—¿Es posible que alguien estuviera vendiendo drogas y que alguien le debiera dinero y que la deuda tuviera como resultado algo como lo que le pasó a Elías? —preguntó Sigurður Óli, que de repente comprendió que la madre justificaba la conducta de su hijo.

Raggi se quedó pensativo por primera vez.

—En el colegio no hay nadie que venda droga —dijo entonces—. A veces hay algunos que dan vueltas cerca del edificio y que venden algo. O que vienen a las fiestas del colegio. Es lo único. Yo no sé nada más. A mí nadie ha intentado venderme nada.

—¿Sabes qué le pasó a Elías?

—No.

—¿Sabes quién le atacó?

—No.

—¿Sabes dónde estaba Niran el día en que atacaron a su hermano?

—No. Solo vi cuando Kjartan le tiró al suelo en la calle.

—¿Kjartan, el profesor de islandés?

—Niran le había rayado el coche. Un lado entero. Kjartan se puso hecho una furia.

Sigurður clavó los ojos en Raggi. Recordó las palabras de Kári sobre Kjartan y Niran.

—¿Me lo repites, por favor?

Raggi se dio cuenta de que había dicho algo importante y enseguida empezó a recular.

—Yo no lo vi, solo oí hablar de ello —dijo—. Alguien dijo que había atacado a Niran porque Niran le había rayado el coche por todas partes.

—¿Cuándo? ¿Cuándo fue eso?

—La mañana del día en que murió el chico.

—¿Más café? —dijo la madre, echando el humo.

—Muchas gracias, quizá una gota —dijo Sigurður Óli mientras sacaba el móvil. Marcó el número de Erlendur.

—¿Y qué más? —preguntó.

—No lo sé —dijo Raggi—. Solo lo oí contar.