Desde que la noticia del asesinato de Elías se extendió como la pólvora por todo el país, la gente empezó a pasar por el bloque a dejar flores y tarjetas de recuerdo en el lugar donde habían encontrado el cuerpo. En medio de las flores podían verse algunos juguetes, como osos de peluche y cochecitos. Se programó celebrar un acto de recuerdo por Elías esa misma tarde, en el patio.
Elínborg y Sigurður Óli estaban recorriendo el barrio. Pasaron dos veces por delante del lugar y vieron a la gente poniendo flores en el lugar que había ocupado el cuerpo. Pasaron gran parte del día interrogando a los amigos de Niran por separado. Sus relatos coincidían en lo fundamental. Ninguno de ellos dijo saber por dónde había estado Niran la tarde en que atacaron a Elías, y tampoco tenían la menor idea de dónde podía habérselo llevado Sunee. Negaron que se dedicaran a vender droga en el colegio, dijeron que era mentira. Reconocieron que una vez se había producido una pelea en el patio del colegio pero que no había sido por su culpa.
Ninguno había visto a Elías el día de autos. Dos de ellos habían estado con Niran después del colegio, pero se despidieron más o menos cuando encontraron a Elías. Estaban detrás de la farmacia. Los dos pasaron juntos el resto del día y no volvieron a ver a Niran. Ninguno de ellos había oído nada relativo a posibles dificultades en que pudiera estar metido Elías en el colegio. Dijeron que no habían sabido nada de Niran después de encontrar el cuerpo de Elías. Lo único que sabían era que la relación entre los dos hermanos era muy buena.
El más comunicativo y colaborador de los chicos se llamaba Kári. Era como si realmente quisiera ayudar a la policía, mientras que los otros tres se mostraban bastante titubeantes, sus respuestas eran poco concisas y no decían nada a menos que se les preguntara explícitamente. La conducta de Kári era diferente. Fue el último con el que se entrevistó Sigurður Óli. Iba preparado para un interrogatorio un tanto estéril, pero el resultado fue distinto. El chico iba acompañado de sus padres: la madre era tailandesa y el padre islandés. Dijeron conocer a Sunee y a su hermano, y calificaron el suceso de espantoso e incomprensible.
—La gente anda siempre con la muletilla de que no tiene nada en contra de los inmigrantes —dijo el marido, ingeniero, que había pedido el día libre en el trabajo para estar al lado de su hijo.
Estaba sentado a la mesa de la cocina con su mujer; era bastante alto y un tanto grueso. La mujer era de pequeña estatura y complexión delicada, rostro amigable y dulce sonrisa. La preocupación de ambos era evidente. Ella había salido antes del trabajo, era jefa de sección en una empresa farmacéutica. Les habían localizado por teléfono. El hombre hablaba de su experiencia con los islandeses por estar casado con una extranjera.
Sigurður Óli asintió. Estaba él solo. Elínborg había tenido que ir a hacer otras cosas.
—Jamás decimos que tengamos nada contra los inmigrantes asiáticos, nada en contra de que la gente inmigre desde países asiáticos y se instale en Islandia. Es estupendo tener restaurantes tailandeses y conocer otras culturas, escuchar diferentes músicas. Pero en cuanto se escarba un poco, enseguida dicen que no deberían venir demasiadas de «esas personas» —dijo el hombre dibujando las comillas en el aire con los dedos.
—Hemos hablado mucho sobre este tema —dijo la mujer, mirando a su esposo—. Quizá sea comprensible. Los islandeses son pocos y están orgullosos de su historia y quieren conservarla. Las poblaciones pequeñas son muy susceptibles al cambio. Y entonces llegan los inmigrantes y lo echan todo a perder. Muchos de los que vienen aquí, asiáticos o de otros lugares, se aíslan, no aprenden la lengua y siempre se apartan de los demás. Otros trabajan más para adaptarse y se esfuerzan en conseguirlo, saben que es importante. La clave es aprender el idioma.
Su marido asintió. Kári estaba con los ojos bajos, esperando a que le llegara el turno.
—¿No hablaron de algo así el otro día en las noticias? —dijo el marido—. De problemas con los inmigrantes islandeses en Dinamarca. Sus hijos se niegan a aprender danés. ¿No es exactamente lo mismo?
—Está claro que pueden producirse problemas con los inmigrantes —continuó la mujer, mirando a su esposo—. No es nada nuevo. Sucede por todo el mundo. La cuestión fundamental es ayudar a la gente a adaptarse, pero esa gente tiene que demostrar que quiere adaptarse si piensa crear un hogar para el futuro en Islandia.
—¿Qué es lo peor que te dicen? —preguntó Sigurður Óli.
—Lárgate a tu casa, puta tailandesa.
Lo dijo sin dudarlo, sin vacilar, sin que se pudiera ver el efecto que causaban esas palabras. Era como si ya le hubieran hecho esa pregunta antes y como si ya estuviera blindada contra observaciones semejantes. Como si formasen parte integrante de la vida. Kári miró a su madre.
—¿Pensáis que los prejuicios van en aumento?
—No lo sé —dijo el marido.
—¿Tú notas esas cosas en el colegio? —preguntó Sigurður Óli al muchacho.
Kári titubeó.
—Eh… no —dijo tímidamente.
—En mi opinión, no se puede pretender que cuente algo así, sin más —dijo el hombre—. A nadie le gusta andar con chismorreos. Y no digamos ahora, después de todo lo que ha pasado.
—Otros chicos dicen que Kári y sus amigos venden droga en el colegio. Lo dijeron sin el menor asomo de duda.
—¿Quién dice eso? —preguntó la mujer.
—Es lo que hemos oído —dijo Sigurður Óli—. Quizá no debamos entrar en detalles en estos momentos. Puedo decirte que no fue un testigo demasiado fiable.
—Yo nunca he vendido droga —dijo Kári.
—¿Y tus amigos? —preguntó Sigurður Óli.
—No, ellos tampoco.
—¿Y Niran?
—Ninguno de nosotros —dijo Kári—. Eso es mentira. Nunca hemos vendido droga. Es mentira.
—Kári no consume ese tipo de cosas —dijo su padre—. Es ridículo. Tampoco vende droga, para nada.
—¿Lo sabríais vosotros? —preguntó Sigurður Óli.
—Lo sabríamos —dijo el hombre.
—Háblanos de las peleas que hemos oído que se producen en el colegio —dijo Sigurður Óli—. ¿Qué pasa, realmente?
Kári bajó la mirada.
—Diles lo que sabes —insistió su madre—. Este invierno no se ha encontrado demasiado a gusto en el colegio. A veces no ha querido ir a clase. Cree que le tienen manía y que algunos chicos andan detrás de él para pegarle.
—¡Mamá! —exclamó Kári, mirando a su madre como si hubiera contado sus problemas más privados y embarazosos.
—Agredieron a uno de los amigos de Kári —dijo el padre—. La dirección del colegio prefiere ignorarlo todo, según parece. En cuanto surge algún problema, es como si nada se pudiera hacer. Expulsaron a un chico del colegio unos días, y ya está.
—En el colegio dicen que no hay nada que indique que se trate de xenofobia ni que exista tensión —dijo Sigurður Óli—. Que no hay más peleas ni más problemas de los que pueden considerarse habituales en un colegio tan grande. En vista de lo que os cuenta Kári, parece que no estáis de acuerdo, ¿no?
El padre se encogió de hombros.
—¿Y qué hay de Niran?
—Los chicos como Niran suelen tenerlo difícil —dijo la mujer—. No es fácil para ellos adaptarse a una sociedad lejana y totalmente diferente, aprender un idioma complicado, recibir muestras de desprecio, etcétera.
—Pueden acabar metiéndose en líos —añadió su marido.
—¿Puedes decirnos algo al respecto, Kári?
Kári carraspeó, incómodo. Sigurður Óli pensó, y no era la primera vez, que solía ser mejor hablar con los chicos cuando los padres no estaban presentes.
—No sé si comprendes la seriedad del asunto —dijo Sigurður Óli.
—Creo que sabe perfectamente lo que está en juego —dijo el padre.
—Te estaría muy agradecido si pudieras ayudarnos.
Kári miró a sus padres y luego a Sigurður Óli.
—No tengo ni idea de cómo murió —dijo entonces—. Yo no conocía a Elías. No solía estar con Niran. Niran no quería que fuese con él. Era mucho más pequeño. Pero se ocupaba de Elías, eso sí. Se encargaba de que nadie se metiera con él. No sé cómo murió. No sé quién le atacó. Ninguno de nosotros lo sabe. Nadie sabe lo que pasó. No tenemos ni idea de dónde fue Niran ese día.
—¿Cómo conociste a Niran?
Kári suspiró. Luego recuperó de su memoria la primera vez que vio al chico nuevo en el colegio. Niran estaba en su clase. Eran los únicos hijos de inmigrantes de la clase y enseguida se hicieron amigos. Kári hacía relativamente poco tiempo que se había mudado al barrio y tenía algunos amigos estupendos que no eran inmigrantes. También era amigo de dos chicos de Filipinas y de un vietnamita. Y estos conocían a los amigos de Niran de su anterior colegio. Niran se convirtió enseguida en líder del grupo y les informaba sobre lo que él llamaba su «situación como inmigrantes». Eran ni-ni. No eran islandeses. Daba igual si querían serlo. Muchos les veían como extranjeros, por mucho que hubieran nacido en el país. La mayor parte de ellos y de sus familias habían podido sentir prejuicios, miradas malintencionadas, insultos y hostilidad pura y dura.
Niran no era islandés pero tampoco quería serlo. Pero allí, en el extremo septentrional del océano, tampoco era tailandés. Se dio cuenta de que no era ni una cosa ni otra. No pertenecía a ninguna de las dos naciones y su hogar no estaba en ninguno de los dos países, solamente en algún lugar de un mundo de fronteras invisibles e intangibles. Nunca antes había sentido nunca la necesidad de pensar de dónde era. Era tailandés, nacido en Tailandia. Encontró la energía necesaria en otros hijos de inmigrantes que habían sufrido una experiencia parecida. Sus mejores amigos los encontró en ese grupo. Empezó a interesarse por sus orígenes. Se interesó por la historia de Tailandia y la de sus antepasados, y se enfrascó en ella. Cuando conoció a otros hijos de inmigrantes más mayores en su antigua escuela, esa necesidad creció.
—Sabemos que no se llevaba muy bien con su padrastro —dijo Sigurður Óli.
—Puede ser —dijo Kári.
—¿Sabes por qué?
Kári se encogió de hombros.
—Niran dijo que se alegraba del divorcio. Así no tenía que verle más.
—Pero ¿sabes algo de un hombre que es amigo, y posiblemente el novio de Sunee? —preguntó Sigurður Óli.
—No —respondió Kári.
—¿Niran nunca dijo que su madre estuviera con un hombre?
—No. Creo que no. No tengo ni idea.
—¿Dónde viste a Niran por última vez?
—He estado enfermo y no he podido ir al colegio. No he hablado con los chicos. Vi a Niran hace unos días. Nos juntamos después del colegio y luego nos fuimos a casa.
—¿Estuvisteis donde la farmacia?
—Sí.
—¿Qué andáis haciendo siempre por la farmacia?
—Bueno, nada, a veces nos vemos allí. No hacemos nada.
—¿Dónde soléis estar, qué soléis hacer durante el día? —preguntó Sigurður Óli.
—Pues nada, andar por ahí, pillar algún vídeo, jugar al fútbol, lo que se nos ocurre. Vamos al cine.
—¿Crees que Niran le ha podido hacer algo a su hermano?
—Él no puede responder a semejante pregunta —interrumpió el padre de Kári—. Es absurdo.
—Jamás —respondió Kári—. Jamás le habría hecho daño a Elías. Estoy seguro. Quería mucho a Elli y siempre hablaba bien de él.
—Pero tuvisteis peleas en el colegio o por el barrio, ¿me cuentas por qué? —preguntó Sigurður Óli—. ¿Atacaron a alguno de tus amigos? ¿Tenías miedo de ir al colegio?
—No era nada serio —dijo Kári—. Es solo… que a veces se monta algún rollo y yo no quiero participar. Quiero que me dejen en paz.
—¿Se lo dijiste a Niran y a los demás?
—No.
—¿Quién es el que manda en el otro grupo, igual que Niran manda en el vuestro? —preguntó Sigurður Óli.
Kári no respondió.
—¿No quieres decírnoslo?
Sacudió la cabeza.
—No hay jefes —dijo—. Niran no era nuestro jefe. Solo somos un grupito de amigos.
—¿Quién es el que más os fastidia? —preguntó Sigurður Óli.
—Se llama Raggi —dijo Kári—. Es el que más se hace notar.
—¿Fue él quien atacó a uno de vosotros?
—Sí.
Sigurður Óli anotó su nombre. Los padres se miraron. Daba la sensación de que por el momento ya era suficiente.
—Preguntaste si noto prejuicios en el colegio —dijo Kári de repente y sin que pareciese venir a cuento.
—Sí —respondió Sigurður Óli.
—Es solo… nosotros también decimos cosas —continuó—. No son solo ellos. Nosotros también. No sé cómo empezó. Niran se pegó con Gummi por algo que había dicho alguien. Es una gilipollez.
—¿Y qué hay de los profesores?
Kári asintió con la cabeza, titubeante.
—Son cojonudos pero hay uno que odia a los inmigrantes —dijo.
—¿Quién?
Kári miró a su padre.
—Kjartan.
—¿Y qué es lo que hace?
—No nos puede ni ver —dijo Kári.
—¿Y qué más? ¿Es por algo que hace o por algo que dice?
—Dice cosas cuando nadie le oye.
—¿Qué clase de cosas?
—«Apestas a mierda».
—Pero ¿¡cómo es posible!? —exclamó furioso el padre de Kári—. ¿Por qué no nos lo has contado?
—Discutieron.
—¿Quiénes?
—Kjartan y Niran. No sé de qué iba, pero creo que casi llegaron a pegarse, o algo así. Niran no quiso hablar de ello.
—¿Cuándo fue eso?
—El día que murió Elías.
La compañía de seguros tenía un jefe de relaciones públicas que estaba sentado enfrente de Elínborg, impecablemente vestido, con una elegante y colorida corbata. En su mesa solo había un teclado y una pantalla plana de ordenador, y los estantes de detrás contenían unas cuantas carpetas de cartón colgadas de varillas metálicas, algunas con papeles, aunque la mayor parte estaban vacías. Elínborg pensaba que no debía de tener mucho que hacer. Claro que también podría tratarse de su primer día en el puesto. Ella le informó del motivo de su visita. Se habían hecho varias llamadas desde la compañía a un número concreto, y mencionó el nombre de Sunee. No se conocía el teléfono concreto desde el que se habían hecho las llamadas, y necesitaban saber quién las había realizado.
—¿Es por el niño que murió? —preguntó el elegante jefe de relaciones públicas.
—En efecto —dijo Elínborg.
—¿Y vosotros queréis saber…?
—Si alguien de aquí telefoneó a su casa —dijo Elínborg.
—Comprendo —dijo el relaciones públicas—. Quieres saber desde qué teléfono de la empresa se hicieron las llamadas.
Elínborg ya se lo había explicado claramente. Se preguntaba si aquel hombre se estaba mostrando extrañamente reacio o solamente era que por fin tenía algo que hacer en el trabajo y quería prolongarlo todo lo posible.
Movió la cabeza en señal de asentimiento.
—Lo primero que necesitamos saber es si la mujer tiene un seguro en la compañía.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó el responsable de relaciones públicas, poniendo sus elegantes manos sobre el teclado.
Elínborg dio el nombre completo de Sunee.
—Aquí no hay nadie con ese nombre —dijo el relaciones públicas.
—¿Habéis hecho alguna campaña de ventas, habéis estado telefoneando a la gente, o algo por el estilo, durante el mes pasado?
—No, la última campaña fue hace tres meses. Desde entonces no hemos hecho otra.
—Entonces he de pedirte que nos hagas el favor de indagar si alguno de los empleados de aquí conoce a la mujer en cuestión. ¿Cómo lo harás?
—Preguntaré a la gente —dijo el responsable de relaciones públicas, echándose hacia atrás en su sillón.
—Pero tiene que ser rápido —dijo Elínborg—. Solamente queremos hablar con ese individuo en particular. Nada más. No es sospechoso de nada. Podría ser amigo de Sunee, es posible que sea incluso su novio. ¿Crees que podrás averiguar algo pero con la mayor discreción?
—No debería ser un problema —dijo el relaciones públicas.
Erlendur llamó al timbre. Oyó un leve crujido procedente del interior del piso en cuanto lo pulsó. Pasó un rato y volvió a llamar. Se oyó el mismo crujido y aguzó el oído. Al poco se oyó movimiento en el piso y finalmente se abrió la puerta. Erlendur había despertado al hombre. Y eso que era pleno día. Aquel hombre parecía tener edad de estar jubilado y por eso, probablemente, podía dormir cuando quisiera, pensó Erlendur.
Se presentó, pero el hombre no estaba despierto del todo y Erlendur tuvo que repetirle que era de la policía y quería ver si podía ayudarle a aclarar unos detalles. El hombre seguía en la puerta, mirándole. Todo parecía indicar que no solía recibir visitas en su piso. Probablemente, el chirrido del timbre era por la falta de uso.
—Eeeh… ¿qué…? —dijo el hombre con voz ronca, entornando los ojos.
Tenía una barba blanca de dos días.
Erlendur repitió todo lo que había dicho y el hombre despertó por fin. Entonces se dio cuenta de que alguien estaba allí para hablar con él. La puerta se abrió más y el hombre le invitó a entrar. Estaba despeinado, con todas las canas de punta. Entraron en el salón. El piso estaba lleno de trastos viejos, el aire era espeso y fétido. El hombre se sentó en el sofá y se inclinó hacia delante. Erlendur se sentó delante de él. Se percató de que el hombre tenía unas cejas inmensas. Cuando las movía, era como si dos animalitos peludos se pasearan por encima de sus ojos.
—No acabo de entenderlo —dijo el hombre, que se llamaba Helgi—. ¿Qué quiere de mí la policía?
El piso estaba en un antiguo edificio de viviendas, no muy lejos de una calle transitada de los barrios del este de Reikiavik. El ruido de los coches llegaba hasta el piso. La antigüedad del edificio se notaba tanto en el interior como en el exterior. No era un edificio bien conservado: del muro de la fachada se habían desprendido grandes trozos de revestimiento sin que, al parecer, ninguno de los que vivían allí se preocupara por ello. La escalera era estrecha y desangelada, con una alfombra llena de agujeros. El piso era oscuro pese a la abundancia de luz exterior, ya que las ventanas estaban sucias por el humo del tráfico.
—Llevas mucho tiempo viviendo en esta casa —dijo Erlendur, mirando los animalitos peludos que se le paseaban por encima de los ojos—. Quería preguntarte si recuerdas a unos vecinos tuyos de hace muchos años. Una mujer con un hijo, un niño pequeño. Posiblemente vivía con un hombre que era el padrastro del chico. Fue hace mucho tiempo. Estaríamos hablando de, bueno… treinta y cinco años.
El hombre miró a Erlendur sin decir nada. Pasó así un rato, y Erlendur pensó que se había quedado dormido con los ojos abiertos.
—Vivían aquí, en el primer piso —añadió Erlendur.
—¿Qué pasa con esa gente? —dijo el hombre. Así que no estaba durmiendo, sino intentando revivir el recuerdo de aquellas personas.
—Nada —dijo Erlendur—. Necesitamos conseguir información sobre el padrastro. La mujer murió hace poco.
—¿Y el hijo?
—El hijo nos pidió que localizáramos al hombre —mintió Erlendur—. ¿Recuerdas a esa gente? Vivían en el primer piso.
El hombre volvió a mirar a Erlendur sin decir una palabra.
—¿Una mujer con un hijo? —preguntó al poco.
—Y un padrastro.
—Hace una barbaridad de años —dijo el hombre, que iba despertándose de la siesta.
—Lo sé —dijo Erlendur.
—¿Y qué pasa, no estaba empadronado aquí con ella?
—No; en la época en que ella vivió aquí, las únicas personas que estaban empadronadas en el apartamento eran ella y su hijo. Pero sabemos que el hombre en cuestión vivía con ella.
Erlendur esperó a ver qué pasaba.
—Necesitamos el nombre del padrastro —dijo al ver que Helgi no decía nada más y seguía inmóvil con la mirada fija en la mesa del salón.
—¿El hijo no lo sabe? —dijo Helgi, por fin.
Bueno, ya se ha despertado, pensó Erlendur.
—El hijo era pequeño —respondió, confiado de que el hombre se contentase con aquella respuesta.
—Ahí abajo vive ahora una auténtica gentuza —dijo Helgi, que seguía mirando fijamente la mesa que tenía delante, con la cabeza en otro sitio—. Una panda de liantes que se pasa las noches metiendo ruido. Da igual las veces que uno os llame, no sirve de nada. El piso es de uno de esos canallas, así que no se le puede echar.
—Uno no siempre está contento con sus vecinos —dijo Erlendur por decir algo—. ¿Puedes ayudarnos con ese hombre?
—¿Cómo se llamaba la mujer?
—Sigurveig. Su hijo se llamaba Andrés. Estoy intentando simplificar las cosas. Podría resultar complicado encontrarlo y costaría mucho buscar a ese hombre por las vías oficiales.
—Recuerdo a esa mujer —dijo el hombre, levantando los ojos—. Sigurveig, sí, eso es. Pero espera un momento, el hijo no era tan pequeño como para no acordarse del hombre que vivía con su madre. —Helgi miró a Erlendur—. ¿Me estás ocultando algo? —dijo entonces.
—No —respondió Erlendur—. Tienes razón.
Una sonrisa apagada se deslizó por los labios de Helgi.
—Ese de ahí abajo es una auténtica peste —repitió entonces.
—Quizá pueda hacer algo —observó Erlendur.
—Ese hombre por el que preguntas y que vivió con la mujer unos años —dijo Helgi—, apenas le conocí, parecía estar siempre fuera. ¿Era marino?
—No tengo ni idea —respondió Erlendur—. Es posible. ¿Recuerdas su nombre?
—Ni de coña —dijo Helgi—. Lo siento. También había olvidado el nombre de Sigurveig, y hasta ahora no me acordaba de que el hijo se llamaba Andrés. Las cosas me entran por un oído y me salen por el otro, casi nunca se queda nada ahí dentro mucho rato.
—Y además ha ido y venido mucha gente —añadió Erlendur.
—Imagínate —dijo Helgi, que ya se había recuperado del susto que le sacó de la siesta, encantado de tener a alguien con quien hablar y, más aún, alguien que parecía dedicarle más atención que nadie en mucho tiempo—. Pero no recuerdo mucho a esa gente, lo siento —añadió—. Poquísimo, para ser sincero.
—Por regla general, en mi oficio manda la norma de que todo vale, por muy insignificante que sea —dijo Erlendur. Una vez había oído a un policía decir esa frase en televisión, y le pareció muy útil.
—¿Ha hecho algo malo?
—No —respondió Erlendur—. El tal Andrés vino a vernos. En realidad, no deberíamos estar ocupándonos de eso, pero…
Erlendur se encogió de hombros. Vio que Helgi sonreía. Casi acababan de hacerse amigos.
—Si recuerdo bien, el hombre ese era de algún lugar de provincias —dijo Helgi—. Una vez asistió con ella a una junta de vecinos. En esa época había reuniones de vecinos. Ahora, a uno le llega una factura para que pague y ya está, si es que alguien se decide a hacer algo, lo que sucede de pascuas a ramos. Fue una de las pocas veces que le vi.
—¿Puedes describírmelo?
—No hay mucho que decir. Bastante alto. Corpulento. Buena facha. Era bastante simpático, me parece. Se fue a vivir a otro sitio, si no me equivoco. Si se separaron, no tengo ni la menor idea. Tendrías que hablar con Emma. Ella vivía enfrente de su piso en esa época.
—¿Emma?
—Toda una señora, la buena de Emma. Se mudó hace veinte años o así, pero seguimos en contacto con cierta regularidad, nos enviamos tarjetas de Navidad y cosas de esas. Ahora vive en Kópavogur. Seguro que se acuerda mejor que yo. Habla con ella. Yo es que no me acuerdo bien de esa gente.
—¿Recuerdas algo en especial del chico?
—¿Del chico? No… nada, aunque…
Helgi titubeó.
—¿Sí? —dijo Erlendur.
—Siempre andaba bastante deprimido, el pobre, creo recordar. Era un chiquillo triste y un tanto desaliñado, como si nadie se ocupara de él como Dios manda. Las pocas veces que intenté hablar con él, me dio la sensación de que intentaba evitarme.
A poca distancia de una casa de madera recubierta de chapa, en la calle Grettisgata, Andrés aguantaba el frío, concentrado en observar una ventana del sótano. Por la ventana no podía ver el interior y no se atrevía a acercarse más. Seis meses antes había seguido al hombre del que le habló a la policía hasta aquella casa y le vio entrar en la vivienda del sótano. Había estado siguiéndole desde el bloque, y subió al mismo autobús que él. El hombre no se dio cuenta. Llegaron hasta Hlemmur y Andrés le siguió hasta aquella casa.
Ahora se mantenía a cierta distancia, intentando protegerse del viento del Norte. Desde entonces, había hecho varias veces el breve recorrido desde Hlemmur, y había descubierto que aquel hombre tenía otra casa en Grettisgata.
Andrés metió las manos hasta el fondo en los bolsillos.
Sorbió por la nariz. Tenía los ojos húmedos por el frío y dio unas patadas en el suelo antes de irse.