La policía se centraba en encontrar a Niran, de quien no se sabía nada desde el día anterior. Con ayuda del personal del colegio, se recogió información sobre sus amigos, los chicos a los que conocía y con los que tenía más trato. También estaba en marcha una búsqueda más silenciosa, más personal, de la que solo Erlendur estaba informado y que se basaba en el recuerdo de Marion Briem sobre el padrastro de Andrés. No quería que se supiera nada al respecto porque albergaba la sospecha de que Andrés les mentía. Ya lo había hecho antes.
Cuando se supo que Sunee, la madre de la víctima, había ocultado a su hijo mayor en un lugar seguro, se despertó la atención de los medios de comunicación y de la sociedad en general. Se acusaba a la policía de total falta de profesionalidad: había dejado que se le escapara un testigo clave, o aún peor, le habían empujado a la huida debido a su incompetencia. Cuando se extendió la sospecha de que la policía había intentado ocultar esa información, así como otras muchas relacionadas con la investigación, comenzó una airada campaña sobre la obligación de informar y la falta de colaboración de la policía con los medios de comunicación.
A Erlendur no había nada que le resultara más penoso que tener que informar a periodistas y reporteros sobre «la marcha de la investigación», como ellos decían. Siempre estuvo convencido de que a los medios no les afectaban las investigaciones de la policía, y que era directamente perjudicial para la investigación informarlos constantemente de sus progresos. Sigurður Óli no estaba de acuerdo con eso. Para él, era natural proporcionar toda la información que fuera posible sin perjudicar los intereses de la investigación.
—¿Los intereses de la investigación? —dijo Erlendur—. ¿Quién se dedica a inventar esos juegos de palabras? ¡Esa gente es capaz de comerse todo lo que se les ponga delante, y más! No tenemos por qué dar ni una puñetera información hasta que sepamos lo que ha sucedido. Hacerlo no sirve para nada.
Ambos estaban sentados con Elínborg en el despacho de Erlendur. La cuestión era que ese día se celebraría una rueda de prensa, respondiendo a la presión de los medios, pero Erlendur se había negado a acudir. Eso provocó un buen rifirrafe entre él y sus superiores inmediatos. Sigurður Óli haría de portavoz de la policía y de enlace con la prensa, junto con el segundo jefe de la policía de investigación. Erlendur estaba convencido de que era una estupidez desaprovechar al personal para semejante majadería.
El día anterior, Erlendur fue a ver a Óðinn, el padre de Elías, cuando se supo que Niran había desaparecido y Sunee se negó a decir dónde se ocultaba. El inspector le visitó en su piso de Snorrabraut. Óðinn había pedido varios días de permiso en el trabajo. No tenía pinta de haber dormido bien esa noche, estaba desaseado y con ojeras.
Sigríður, la suegra de Sunee, también había pedido permiso en el trabajo, y Sigurður Óli fue a verla a su casa. Dijo que iba camino de casa de Sunee cuando oyó la noticia, y no acababa de comprender lo que pasaba. Se había ofrecido a pasar la noche en casa de Sunee, pero esta no quiso. Sigríður dijo que no tenía ni idea de dónde podía haber ido, y no podía imaginar qué podía haber sido de Niran. Estuvo dándole vueltas a los motivos que habrían podido llevar a Sunee a hacer semejante locura. Sigurður Óli insinuó que a lo mejor tenían algo que ocultar. Sigríður dijo que era totalmente absurdo. Ella creía que Sunee intentaba proteger al muchacho.
Lo más probable fuera que Sunee hubiera recurrido a alguien de la comunidad tailandesa de la ciudad. Elínborg pasó un buen rato con Virote, el hermano de Sunee. No sabía si le estaba mintiendo al asegurar que no sabía nada. Estaba muy preocupado por su hermana y por Niran, y reprochaba a la policía que no se hubiera podido hacer nada. Elínborg fue sola a ver al hermano, que no hablaba más islandés que Sunee. Le preguntó por activa y por pasiva, pero Virote siguió diciendo lo mismo.
—Comprendo que no quieras decirme dónde está Niran —dijo Elínborg—, pero tienes que creer que lo mejor para él es que salga de su escondite.
—Yo no sabe de Niran —dijo Virote—. Sunee dice nada a mí.
—Entonces tendrás que ayudarnos —dijo Elínborg.
—Yo sabe nada.
—¿Por qué lo ha hecho Sunee? —preguntó Elínborg.
—Yo no sabe qué ella hace. Ella miedo. Miedo por Niran.
—¿De qué?
—Yo sabe nada.
El hermano continuó en sus trece hasta que Elínborg se rindió y se marchó.
—Tenemos que encontrar a Niran y decirle que puede confiar en nosotros —dijo Erlendur—. Sunee tiene que entenderlo.
—No podrá seguir escondido mucho tiempo —dijo Elínborg—. Sunee querrá tenerlo a su lado en el entierro de Elías. No sería normal que no fuese.
—Podría estar sacando al chico del país —dijo Sigurður Óli—. Este absurdo juego está centrando la investigación en Niran, sin importar lo que sabe y lo que hizo. No podemos dejar de pensarlo.
—No puedo imaginármelo atacando a su hermano —repuso Elínborg—. Es posible que sepa algo y que tenga miedo, pero creo que no participó en lo sucedido.
—Ojalá pudiéramos fiarnos de tu imaginación, Elínborg —dijo Sigurður Óli—. El mundo sería entonces super cool, ¿verdad?
—¿Qué coño es el super cool ese?
Sigurður Óli sonrió.
—Le dijimos a Sunee que no estaba claro cuándo podría disponer del cuerpo, por la investigación —dijo Erlendur—. Lo único que puede haber conseguido con eso es ganar tiempo. Pero ¿tiempo para qué?
—¿Estará esperando a que solucionemos el caso? —dijo Sigurður Óli—. Lo hagamos como lo hagamos.
—En el colegio o en el barrio se han producido algunas agresiones xenófobas de poca importancia —dijo Erlendur—. Niran tiene algo que ver con eso. Hay pequeñas peleas en las que Elías no participa, pero su hermano sí. Cuando atacan a Elías, Niran desaparece o no se presenta en casa. Cuando lo hace, por fin, ha sufrido un auténtico shock. Quizás ha visto lo sucedido. Puede que solo haya oído hablar de ello. Estaba completamente ido cuando le encontré en el almacén de los contenedores de basura. Se encerró en un sitio donde pudiera encontrar cierta seguridad. Niran le dice a su madre lo que sabe, y ella reacciona escondiéndolo. ¿Qué nos dice todo eso?
—Que saben lo que pasó —dijo Sigurður Óli—. Niran lo sabe y se lo ha contado a su madre.
Erlendur miró a Elínborg.
—Algo pasa cuando Niran está solo con su madre —dijo esta—. Es lo único que sabemos. Todo lo demás no dejan de ser hipótesis. Pero quizá no sepan nada. Ella ha perdido a su otro hijo y no está dispuesta a perder al que le queda.
—Pero la chica que vende droga dijo que Niran y sus amigos se la proporcionaban, ¿no? —preguntó Erlendur.
—No hay que hacer demasiado caso de las palabras de esa chica —repuso Elínborg.
—¿Es posible que Sunee haya dejado de sentirse segura entre nosotros, en la sociedad islandesa? —dijo Erlendur—. ¿Puede eso explicar que haya ocultado a su hijo? No sabemos cómo se sienten los inmigrantes en este país. No tenemos ni idea de cómo es trasladarse a vivir aquí, cómo es vivir aquí, formar una familia y participar en la sociedad islandesa procediendo del otro extremo del globo. Seguramente no será fácil, y creo que a nosotros nos es muy difícil ponernos en su lugar. Es posible que los prejuicios xenófobos no sean el pan de cada día, pero sabemos que no todo el mundo está igual de contento con esta realidad.
—Según las encuestas, la mayoría de los jóvenes islandeses piensa que ya se ha llegado al límite —le interrumpió Sigurður Óli—. Muestran que no están contentos con la sociedad multicultural.
—Queremos que vengan los extranjeros a encargarse de los trabajos más sucios en las plantas eléctricas y las fábricas de pescado, y como limpiadores, mientras nos hagan falta, y que luego se marchen —dijo Elínborg—. ¡Gracias por los servicios prestados, no volváis! Dios nos libre de relacionarnos con esa gente. Y si se empeñan en venir, que se mantengan alejados de nosotros. Igual que los yanquis de la base, que siempre han estado bien encerrados detrás de las vallas. ¿No fue una condición durante años que no podía haber negros en las fuerzas americanas de la base? Creo que esa sigue siendo la idea de la gente. Los extranjeros tienen que mantenerse detrás de las vallas.
—Tampoco podemos olvidar que quizá sean ellos los que levanten esas vallas —dijo Sigurður Óli—. No es unilateral; creo que afirmar lo contrario sería una simplificación excesiva. También tenemos ejemplos de extranjeros que no quieren adaptarse, que se casan entre ellos, y cosas por el estilo. Quieren mantenerse en su propio grupo y no se preocupan por lo que sucede en la sociedad.
—Creo que la integración se ha producido con más éxito en los fiordos del noroeste —dijo Elínborg—. Allí hay gente de distintas nacionalidades, creo que de decenas de países, todos en un territorio pequeño, pero se respeta la diversidad de opinión y origen al tiempo que todos se consideran perfectamente asentados en Islandia.
—Si no os importa que siga con el tema, lo que creo que podría haber sucedido —dijo Erlendur— es que Sunee ha buscado protección entre su propia gente. No se fía de nosotros y ha llevado a Niran donde cree que puede estar más seguro. Creo que debemos dirigir nuestra búsqueda partiendo de esa idea. Ella busca protección entre la gente en la que más confía, sus propios compatriotas.
Elínborg asintió.
—Puede ser —dijo—. Y entonces no tendrá que ver con nada que Niran sepa o haya hecho.
—Ya se verá —dijo Erlendur.
A mediodía ya tenían los nombres de los chicos que, por lo que sabían los empleados del colegio, tenían más relación con Niran, tanto en la escuela como en el barrio. Sigurður Óli y Elínborg cogieron la lista y se marcharon. Había cuatro nombres anotados, todos ellos de muchachos de familias inmigrantes que vivían en el barrio de la escuela. Uno era de origen tailandés, dos de Filipinas y uno de Vietnam. Todos, a excepción del tailandés, parecían haber nacido en Asia, y se habían trasladado a Islandia una vez cumplidos los diez años, de modo que les había resultado problemático encajar en la sociedad islandesa.
Erlendur pasó el resto de la mañana preparando el entierro de Marion Briem. Llamó a una empresa de pompas fúnebres, donde le dijeron que ellos se encargarían de todo. Se acordó la fecha del sepelio. Se puso en contacto con los periódicos y redactó una esquela indicando el fallecimiento y la fecha del entierro. Suponía que no asistiría mucha gente, y no creyó necesario organizar una recepción después del mismo. Marion había dejado disposiciones sobre la organización del entierro, que indicaban el nombre del pastor y los salmos que debían cantarse, y Erlendur las siguió hasta en el más mínimo detalle.
Tras concluir los preparativos lo mejor que pudo, comenzó a buscar al padrastro de Andrés, del que le habló Marion, y que podía ser el hombre que había descubierto por casualidad que vivía ahora en el barrio. Averiguó el nombre de la madre de Andrés y su año de nacimiento, y después buscó en el censo de Reikiavik de cuando era pequeño. Según el censo, el chico perdió a su padre a los cuatro años. Desde ese momento, la madre figuraba inscrita en el padrón sola con su hijo. Por lo que Erlendur pudo saber, Andrés era su único hijo. Si había vivido con otra persona más o menos tiempo, esta no figuraba inscrita en el censo en su domicilio, excepto una, que resultó haber fallecido hacía trece años. Erlendur encontró los nombres y números de las calles en las que había vivido la mujer. Siempre estaba mudándose de una casa a otra. Había vivido en el centro, en el barrio de Skuggi, en Breiðholt cuando estaba en plena construcción, luego se mudó a Vogar y finalmente vivió en Grafarvogur. Falleció a principios de los años noventa. En una primera búsqueda rápida, Erlendur no encontró huella alguna del padrastro que Marion mencionó en su lecho de muerte.
Aprovechando que estaba enfrascado en los archivos de la policía, decidió estudiar los informes de casos relacionados con xenofobia o racismo. Sabía que otras personas de la Policía Criminal se dedicaban a esos casos, pero a Erlendur le daba igual. Por regla general, hacía lo que se le pasaba por la cabeza, sin preocuparse de la posición que ocupaba en la organización interna de las investigaciones policiales. En total, había una treintena de policías trabajando en la investigación de la muerte de Elías, y cada uno se dedicaba a una labor concreta que tenía que ver con la recopilación de información, la vigilancia de entradas y salidas del país y la inspección de transacciones comerciales relacionadas con alquiler de vehículos y alojamiento en establecimientos de la ciudad y los alrededores. Entre otras cosas, se pusieron en contacto con la policía de Bangkok para informarse de posibles entradas y salidas del país de los parientes de Sunee, si es que se producían tales desplazamientos. A la policía le llegaba a diario gran cantidad de información, y la mayor parte se registraba e investigaba, aunque eso hacía perder mucho tiempo. La gente llamaba por teléfono después de ver las noticias de la televisión o de leer los periódicos, convencidos de que tenían una aportación que hacer. Algunos datos eran absurdos y no estaban relacionados con el caso: borrachos que aseguraban haber resuelto la investigación y que incluso daban nombres de parientes o conocidos que eran una auténtica «panda de canallas». Todo se investigaba.
Erlendur sabía que, en los archivos policiales, no había mucha gente considerada peligrosa o a la que se tildase de xenófoba.
Habían detenido a algunos individuos violentos, incluso en sus propias casas, y les habían requisado armas como porras, navajas y puños americanos. Allí también habían encontrado diversos documentos que podían calificarse de neonazis, folletos, libros, fotocopias, banderas y otros objetos de carácter racista. Gran parte la habían confiscado. No podía hablarse de un movimiento organizado de xenofobia o racismo, y eran pocos los que habían acabado en manos de la policía por agredir a inmigrantes. En gran parte, las quejas por actitudes xenófobas eran situaciones puntuales.
Erlendur escarbó en las cajas. En una de ella encontró una bandera de la Confederación americana cuidadosamente doblada, así como otra bandera con la cruz gamada. Había también diversos escritos en inglés en los que se afirmaba, a juzgar por los títulos, que el Holocausto era un montaje sionista. También folletos sobre racismo con fotos de miembros de tribus primitivas de África. Halló artículos racistas sacados de revistas británicas y norteamericanas, y finalmente un viejo libro de actas de una sociedad llamada Padres de Islandia.
En el libro se incluían las actas de varias reuniones del año 1990, en las que, entre otras cosas, se discutía la obra de Hitler en la reconstrucción de Alemania tras el fracaso de la República de Weimar. En un lugar se habían anotado observaciones sobre la emigración a Islandia, se hablaba de ella como un problema y se discutía cómo se podría cortar la gran cantidad de inmigrantes que entraban en el país. Si no se detenía la mezcla racial, existía el peligro inmediato de que los islandeses, como raza nórdica, desaparecieran en un plazo de cien años. Se discutía cómo impedirlo; se hablaba de leyes que endureciesen el acceso a la ciudadanía, incluso la exclusión total de los extranjeros que entrasen en Islandia por cuestiones de trabajo, por motivos familiares o como refugiados políticos. Las actas se interrumpían bruscamente. Parecía que la sociedad se hubiera disuelto sin previo aviso. Erlendur tomó nota de que la caligrafía era agradable, y el estilo conciso y directo, sin añadidos innecesarios.
No se incluía un listado de miembros, pero en las actas aparecía un nombre que Erlendur creyó recordar de hacía poco. Se sentó y se puso a pensar dónde podía haber oído aquel nombre, cuando sonó su móvil. Reconoció la voz al instante.
—Ya sé que no debo llamar, pero no sé qué…
La mujer empezó a sollozar.
—… no sé qué hacer.
—Ven a hablar conmigo —dijo Erlendur.
—No puedo. No puedo hacerlo. Es tan terrible…
—¿Qué? —dijo Erlendur.
—Quiero hacerlo —dijo la voz—. Quiero hacerlo pero es imposible.
—¿Dónde estás?
—Yo…
La mujer interrumpió lo que iba a decir y se produjo un silencio en el teléfono.
—Yo puedo ayudarte —dijo Erlendur—. Dime dónde estás y te ayudaré.
—No puedo —dijo la voz, y Erlendur pudo oír que la mujer se había echado a llorar—. No puedo… vivir así…
Se calló de nuevo.
—Pero me llamas —dijo Erlendur—. No debes de sentirte bien si te pones en contacto conmigo. Yo te ayudaré. ¿Te escondes de él? ¿Por eso estás escondida?
—Yo haría cualquier cosa por él, por eso…
La mujer se quedó callada.
—Tenemos que hablar —dijo Erlendur.
Silencio.
—Podemos ayudarte. Sé que puede ser difícil, pero…
—Esto nunca habría tenido que pasar. Nunca…
—Dime dónde estás y hablaremos los dos —dijo Erlendur—. Todo se arreglará. Te lo prometo.
Esperó con el corazón en un puño. En el teléfono solamente se oían los sollozos de la mujer. Pasó un buen rato. Erlendur no se atrevía a decir nada. La mujer estaba reflexionando sobre las posibilidades. La mente de Erlendur se movía a la velocidad del rayo. Intentaba encontrar algo que decirle, algo que pudiera resultar decisivo. Algo sobre su marido. Sobre la familia. Sobre sus dos hijos.
—Seguramente, tus hijos querrán saber…
Erlendur no pudo seguir.
—Dios mío —dejó escapar la mujer, y antes de que Erlendur se diese cuenta, la mujer colgó el teléfono.
Erlendur se quedó mirando el teléfono, que aún seguía en su mano. El indicador de llamadas no mostraba el número, como la vez anterior. Pensó que la mujer estaría llamando desde algún teléfono público, ya que los ruidos de fondo eran los habituales cuando respondía a una llamada hecha desde una cabina. Cuando llamó la vez anterior, puso en marcha una búsqueda y averiguó que la llamada se había hecho desde el centro comercial de Smáralind. Por regla general, esa información no significaba mucho. La gente que llamaba a la policía desde un teléfono público lo hacía por algún motivo y prefería un teléfono que no estuviera cerca de su casa ni de su lugar de trabajo. La ubicación del teléfono no le decía nada a la policía.
Pensativo, volvió a meterse el móvil en el bolsillo. ¿Por qué le llamaba aquella mujer? No le informaba de nada. No decía por qué estaba escondida. No hablaba de su marido y no dejaba traslucir nada de lo que pudiera estar pensando. Quizá para ella era suficiente que Erlendur supiera que seguía con vida. Quizá era para impedir que la buscara. ¿Qué estaba ocultando? ¿Por qué se había marchado?
Cuando se lo preguntó al marido, no recibió muchas respuestas. El hombre sacudía la cabeza como si no comprendiera absolutamente nada. Aquella había sido casi su única reacción ante la desaparición. Después de Año Nuevo Erlendur se entrevistó con las anteriores esposas y les pidió su opinión sobre lo que podría haber pasado. Una le recibió en su casa de Hafnarfjörður. Su esposo estaba en el extranjero, de viaje, por cuestiones de negocios. La mujer se mostró ansiosa de ayudar a Erlendur en la investigación, por contarle la clase de cabronazo que era su exmarido. Él lo escuchó todo y le preguntó si pensaba que habría podido hacerle algo a su nueva esposa. La respuesta no se hizo esperar.
—Sin duda. Estoy absolutamente segura.
—¿Por qué?
—De hombres como él —dijo con desprecio— todo se puede esperar.
—¿Tienes alguna prueba de lo que dices?
—No —respondió la mujer—, pero lo sé. Ese individuo es así. No me cabe duda de que ya andará engañándola por ahí. Esos tíos nunca se cansan. Es como una enfermedad. Es una enfermedad lo de esos canallas de mierda.
La otra mujer le contó más cosas cuando fue a ver a Erlendur a la comisaría por propia voluntad. No quería que él fuera a su casa. Erlendur le explicó el caso y ella escuchó con atención, sobre todo cuando empezó a preguntar con rodeos acerca de la posibilidad de que el exmarido hubiera tenido algo que ver con la desaparición de la mujer.
—¿No sabéis qué ha sido de ella? —preguntó la mujer, mirando el despacho de arriba abajo.
—¿Crees que él puede haberle hecho algo? —preguntó Erlendur.
—¿Eso creéis vosotros?
—Nosotros no creemos nada —dijo Erlendur.
—Viene a ser lo mismo. Si no fuera así, no preguntarías.
—Se trata de una investigación habitual —repuso Erlendur—. Intentamos tocar todas las teclas. Eso no dice nada sobre lo que pensamos o dejamos de pensar.
—Tú crees que la ha matado —dijo la mujer, utilizando el singular en vez del plural.
—Yo no creo nada —repuso Erlendur, con mayor determinación que la primera vez.
—De él se puede esperar cualquier cosa —dijo la mujer.
—¿Por qué lo dices?
—Una vez me amenazó —respondió la mujer—. Me amenazó con matarme. Yo me negaba a divorciarme de él para que pudiera casarse por tercera vez con la puta que andáis buscando. Yo dije que nunca me separaría de él y que no podría volver a casarse. Estaba furiosa, quizás histérica. Una amiga mía me contó que me estaba engañando, había oído a la gente comentarlo en el trabajo y me lo dijo. Lo sabía todo el mundo menos yo. ¿Sabes lo humillante que es que lo sepan todos menos la persona a la que están engañando? Me puse furiosa. Me pegó. Y luego dijo que me mataría si yo seguía poniéndole pegas de cualquier clase.
—¿Te amenazó con matarte?
—Dijo que me estrangularía despacito, sin prisas, hasta que muriese.
Erlendur volvió a la realidad, bajó los ojos hacia el informe que había hojeado antes de ser interrumpido y volvió a concentrarse en el nombre que firmaba las actas. Recordó quién podía ser. Sigurður Óli había mencionado aquel nombre y también su patronímico, y lo maleducado y fastidioso que había sido. Si se trataba del mismo hombre, Erlendur tendría que adelantar la reunión que tenía prevista con Kjartan, el profesor de islandés del colegio.
Sonó su móvil. Era Elínborg. Le habían dado una hoja con las llamadas que había recibido Sunee a lo largo del mes pasado. Algunas eran de su exsuegra, otras de la confitería, también de sus compañeras de trabajo, y dos veces la habían llamado del colegio.
—Y luego aparece ocho veces el mismo número.
—¿De quién es?
—Es una empresa. Una compañía de seguros. Es el único número anómalo de la lista, en mi opinión. No hay muchos números.
—¿Le has preguntado a Sunee?
—Dice que no tiene ni idea de lo que es. Recuerda que intentaban venderle un seguro.
—¿Crees que puede ser el novio?
—Ya veremos.