15

Erlendur entró con su Falcon en el aparcamiento de delante del bloque donde vivía. Dejó el coche en marcha un rato antes de apagarlo. Aunque el automóvil era viejo, iba como un reloj y producía un agradable ronroneo cuando se ponía al ralentí. Erlendur estaba encantado con el Ford y a veces, cuando no tenía nada más que hacer, iba a dar un paseo en coche a algún lugar fuera de la ciudad. Antes nunca lo hubiera hecho. En una ocasión invitó a Marion a una de sus excursiones en coche. Ese día, el destino era el lago Kleifarvatn. Erlendur llevó a Marion hasta el borde del agua y le contó el desenlace de un caso ya resuelto. Había aparecido un viejo esqueleto en el fondo del lago, y resultó estar relacionado con un grupo de estudiantes islandeses que habían ido a universidades de Alemania del Este durante los años cincuenta. El caso despertó la curiosidad de Marion. Erlendur quería hacer algo por Marion durante su enfermedad. Sabía que no tenía a nadie más y que se le iba acercando la hora de la muerte.

Hizo una mueca al recordarlo y acarició el delgado volante de color marfil. No volvería a ver a Marion. Lo único que le quedaba eran recuerdos, y bastante desiguales. Pensó en el tiempo que pasaría en este mundo, lo breve que sería hasta que nuevas generaciones tomaran el relevo y fueran alargándolo hacia el futuro. Su tiempo casi se había esfumado sin que se diera cuenta por culpa de su falta de vínculos con algo que no fuera el trabajo. En un suspiro, también él estaría en la cama de una habitación, igual que Marion, mirando a la muerte cara a cara.

Erlendur no sabía si alguien había reclamado el cuerpo. Habló con una enfermera sobre el procedimiento que había que seguir. Marion le había pedido una vez que se ocupara de su entierro.

Erlendur pasó a ver a Sunee al volver del hospital. Con ella estaban su hermano Virote y la intérprete, Guðný, a punto de marcharse cuando apareció Erlendur. Se ofreció a seguir allí un rato, y él se lo agradeció.

—¿Hay algo especial? —preguntó Guðný—. ¿Alguna novedad?

—No, aún no —dijo Erlendur, y Guðný se lo transmitió a Sunee de inmediato.

—¿Querrá decirme ya dónde se ha metido Niran? —preguntó.

Guðný habló con Sunee, que sacudió la cabeza y miró a Erlendur con determinación.

—Cree que está mejor donde está. Sunee quiere saber cuándo podrá hacerse cargo del cuerpo de Elías.

—Muy pronto —respondió Erlendur—. El caso tiene prioridad máxima y los restos mortales del niño no estarán retenidos más que el tiempo necesario para hacerle la autopsia.

Erlendur se sentó en una silla debajo del dragón amarillo. El apartamento estaba más tranquilo que antes. Los dos hermanos estaban sentados en el sofá. Ambos fumaban. Hasta ese momento, Erlendur no había visto fumar a Sunee. No tenía buen aspecto, con grandes bolsas de cansancio bajo los ojos, fatigada e inquieta al mismo tiempo.

—¿Te gusta el barrio? —preguntó Erlendur.

—Aquí se vive bien —respondió Guðný, traduciendo las palabras de Sunee—. El barrio es muy tranquilo.

—¿Has tenido ocasión de conocer a los vecinos, a los del bloque?

—Algo.

—¿Has tenido algún altercado con la gente por ser de Tailandia? ¿Has notado xenofobia u hostilidad?

—Un poquito cuando salgo a divertirme.

—¿Y tus niños?

—Elías nunca se quejó de nada. Aunque había un profesor que no le gustaba.

—¿Kjartan?

—Sí.

—¿Y por qué?

—El colegio le gustaba mucho, pero no se sentía a gusto en clase de islandés, cuando Kjartan le daba clase.

—¿Y Niran?

—Él quiere volver a casa.

—¿A Tailandia?

—Sí. Yo quiero que se quede conmigo. Venir le resultó difícil, pero yo quería tenerle conmigo.

—A Óðinn no le gustó demasiado saber de Niran tanto tiempo después de que os casarais.

—No.

—¿Fue la causa de vuestra separación?

Sunee escuchó a Guðný traducir la pregunta. Luego miró a Erlendur.

—Quizá —fue su respuesta—. Quizá fue una de las causas. Nunca se llevaron bien.

—Querría saber algo más de tu novio —dijo Erlendur—. ¿Qué puedes decirme de él? ¿Se interpuso entre Óðinn y tú?

—No —respondió Sunee—. Todo había terminado entre Óðinn y yo cuando le conocí.

—¿Quién es?

—Es un buen amigo.

—¿Por qué no quieres contarnos nada sobre él?

Sunee no respondió.

—¿Es porque él no quiere?

Sunee se quedó callada.

—¿No quiere llamar la atención en esta relación?

Sunee le miró. Pareció a punto de decir algo pero se contuvo.

—¿Está Niran con él?

—No me preguntes por él —respondió—. No tiene nada que ver con esto.

—Es fundamental que hablemos con Niran —dijo Erlendur—. No porque pensemos que pueda haber hecho algo malo, sino porque puede saber algo que nos resulte útil. ¿Pensarás en ello y me lo dirás mañana?

Guðný tradujo el mensaje pero Sunee no respondió.

—¿Nunca añoras Tailandia? —preguntó Erlendur.

—Desde que Elías nació, he ido dos veces —dijo Sunee—. Mi gente va a venir para el entierro. Me alegraré de verles, pero no añoro Tailandia.

—¿Piensas enterrar a Elías aquí?

—Claro.

Sunee se quedó callada.

—Lo único que quiero es poder vivir en paz —dijo al poco—. Vine con la esperanza de una vida mejor. Pensaba que la había encontrado. Hasta que vine aquí no sabía nada de Islandia. Ni siquiera que existía. Se convirtió en el país de mis sueños. Luego pasó esto, este horror. Quizá me vuelva a casa. Con Niran. Quizá nuestro hogar no esté aquí.

—Hemos sabido, por una fuente muy poco fiable que no nos permite creerlo del todo, que Niran anda con chicos que están metidos en drogas.

—Eso es total y absolutamente falso.

—¿Sabes lo que es un matón?

Sunee asintió.

—¿Niran ha estado metido en algún problema por culpa de algún matón?

—No —Guðný tradujo las palabras de Sunee—. Niran nunca ha tenido nada que ver con drogas. Quien os lo haya contado, miente.

Erlendur apagó el motor del coche delante de su bloque y salió al frío vespertino. Se arrebujó en el abrigo y entró lentamente en el bloque. Encendió una lámpara en el oscuro apartamento. Ahora no había luna que brillase por la ventana, el cielo estaba encapotado y el viento silbaba sobre el bloque de viviendas.

No sabía cuánto tiempo llevaba sentado pensando en Marion, cuando oyó unos leves golpes en la puerta. Pensó que se habría dormido, pero no estaba seguro. Se levantó y abrió. Una persona surgió en silencio de la oscuridad del vestíbulo y le saludó. Era Eva Lind.

Erlendur se quedó pasmado. Hacía mucho que no veía a su hija. La relación entre ellos llevaba tanto tiempo en horas bajas que incluso había llegado a pensar que no volvería a verla. Había decidido dejar de seguirla, dejar de buscarla en los antros de la droga; dejar de preocuparse por si la mencionaban los informes policiales; dejar de intentar que viviera con él y de preocuparse por ella; dejar de intentar que se sometiera a tratamiento de desintoxicación. Todos sus esfuerzos no hicieron más que empeorar las cosas. Cuanto más se veían, peor era su relación. Eva Lind se hundió en la depresión después de un aborto y él no pudo hacer absolutamente nada por ella. Todo lo que intentó tuvo el efecto contrario al esperado en su hija, que lo acusó de usurparle su vida metiendo las narices donde no le llamaban. Lo último que había hecho fue obligarla a seguir un tratamiento de desintoxicación de alcohol y drogas. Al ver que no servía de nada, se rindió. Su trabajo le había permitido conocer bastantes casos parecidos. Muchos padres acababan por rendirse ante sus hijos, que se iban hundiendo cada vez más hondo sin entrar en razón ni mostrar el más mínimo deseo de cooperar.

Había decidido dejarla por imposible, y la decisión fue compartida. Se había dado cuenta de que apenas entendía a su hija. Apenas la conocía. Siempre estaba batallando contra aquel veneno que la convertía en otra persona. Era perder el tiempo. El veneno no era Eva Lind. Él lo sabía, aunque ella no hubiera caído tan bajo que utilizara aquello como excusa. Una cosa era el veneno. Otra, Eva Lind. Por regla general, era difícil distinguir uno y otra, pero no imposible. Y aunque no sirviera de consuelo, Erlendur lo sabía.

—¿Puedo entrar? —preguntó Eva Lind.

Se alegró de verla más de lo que estaría dispuesto a reconocer. Ya no llevaba el horrible chaquetón de cuero negro, sino un abrigo largo, de color rojo. Tenía el pelo limpio y recogido en una cola, no iba demasiado maquillada y Erlendur no vio ningún piercing en su rostro. No llevaba los labios pintados de negro, los llevaba sin carmín. Vestía un grueso jersey verde, para el frío, pantalones vaqueros y botas negras de cuero que casi le llegaban hasta la rodilla.

—Claro que sí —dijo Erlendur, y le abrió la puerta.

—Siempre tienes esto de un oscuro terrible —dijo Eva al entrar en el salón. Erlendur cerró la puerta y la siguió. Eva apartó el montón de periódicos del sofá y se sentó, sacó una cajetilla y se la enseñó con un gesto interrogante. Él le indicó que en su casa podía fumar sin problema, aunque rechazó el cigarrillo que le ofreció.

—¿Qué me cuentas? —preguntó Erlendur, que se sentó en su sillón.

Era como si nada hubiera cambiado, como si se hubiera marchado el día anterior y estuviera allí de paso.

Same oíd —respondió Eva.

Same oíd, ¿por qué tienes que hablar en inglés? —preguntó él.

—Tú no cambias, ¿eh? —Eva miró a su alrededor las estanterías llenos de libros, y la cocina, donde había dos sillas junto a la mesa, una cacerola en el fogón y una cafetera.

—¿Y tú? ¿Tú cambias?

Eva Lind se encogió de hombros y no le respondió. Quizá no quería hablar de sí misma. Por regla general, cuando lo hacía acababan peleándose. Él no quiso insistir ni preguntarle dónde había estado todo ese tiempo ni cuál era ahora su situación. Ella ya le había dicho demasiadas veces que lo que ella hiciera no era asunto suyo. Nunca lo había sido, y la culpa era suya.

—Sindri vino a verme —dijo, mirando a su hija a los ojos. A veces, los gestos de Eva le recordaban a su madre; los ojos y los pómulos altos eran suyos.

—Hablé con él hace una semana, o así. Se dedica a vender madera. Trabaja en Kópavogur. ¿De qué hablasteis?

—De nada en particular —dijo Erlendur—. Iba camino de una reunión de AA.

—Pues nosotros estuvimos hablando de ti.

—¿De mí?

—Lo hacemos siempre que nos vemos. Dice que mantiene el contacto contigo.

—Me llama de vez en cuando —dijo Erlendur—. A veces viene de visita. ¿Y qué decís de mí? ¿Por qué habláis de mí?

—Nada —dijo Eva—. Qué raro eres. Eres nuestro padre. No es extraño que hablemos de ti. Sindri habla bien de ti. Mejor de lo que yo pensaba.

—Sindri es muy majo —dijo Erlendur—. Se gana la vida.

Sus palabras no buscaban herirla. No pretendía insinuar nada, pero aquello se le escapó y enseguida se dio cuenta de que Eva se había enfadado. Ni siquiera sabía si su hija trabajaba o no.

—No he venido a pelearme contigo —dijo Eva.

—No, ya lo sé —dijo Erlendur—. No sirve de nada. Ha quedado demostrado un montón de veces. Es como gritar contra el viento. No tengo la menor idea de lo que haces ni de lo que has estado haciendo durante tanto tiempo, y me parece muy bien. No es asunto mío. Tenías toda la razón. No es asunto mío. ¿Quieres un café?

—Vale —respondió Eva.

Apagó el cigarrillo y cogió otro al momento, pero no llegó a encenderlo. Erlendur fue a la cocina y puso café y agua en la cafetera. Al poco, la máquina empezó a silbar y la jarra de cristal se llenó de café. Sacó unas galletas que tenía por ahí. Hacía más de un mes que estaban caducadas. Las tiró. Cogió dos tazas de café y las llevó al salón.

—¿Qué tal va la investigación?

—Va —respondió Erlendur.

—¿Ya sabéis lo que pasó?

—No —dijo Erlendur—. Es posible que estuvieran vendiendo droga cerca del colegio, incluso dentro —dijo. Mencionó a las dos hermanas, pero Eva no tenía idea de quiénes podían ser. Y eso que estaba al día de la venta de drogas en los colegios. Ella también la había practicado durante un tiempo, años atrás.

Erlendur fue a por el café y llenó las tazas. Luego volvió a sentarse en su sillón. Miró a su hija mientras se tomaba el café. Tuvo la sensación de que había crecido desde la última vez que la vio; se había hecho más mayor y quizá también había madurado. Tardó en darse cuenta de lo que había sucedido. Era como si Eva ya no fuera la chiquilla protestona en constante rebelión contra él y que le soltaba cualquier barbaridad cuando le apetecía. Con aquel abrigo parecía una joven normal. Había perdido aquellas maneras de adolescente que la caracterizaron durante tanto tiempo.

—Sindri y yo también hablamos de tu hermano, el que murió —dijo Eva Lind, encendiendo el cigarrillo.

Lo dijo de sopetón, como si fuera algo que la afectaba tan poco como cualquier otra noticia del periódico. Por un instante, Erlendur se sintió furioso con su hija. ¡Una mierda, le importaba! Había pasado toda una generación desde que murió su hermano, pero para Erlendur seguía estando latente. No había hablado con nadie de la muerte de su hermano hasta que Eva Lind le preguntó un día por él, y a veces lamentaba haberle contado su secreto.

—¿Y qué decís de él?

—Sindri me contó cómo se enteró de todo el asunto cuando estaba trabajando en la pesca por allí, en el Este. Se acordaban de ti y de tu hermano y de los abuelos, unas personas de las que ni él ni yo habíamos oído hablar jamás.

Se lo había contado Sindri. Su hijo había aparecido un día, recién trasladado a vivir en la capital, y le dijo lo que había oído decir de Erlendur, su hermano y su padre, y de la nefasta caminata por el páramo cuando se desató una horrible ventisca sin previo aviso.

—Estuvimos hablando de lo que le contaron —dijo Eva Lind.

—¿Lo que le contaron? —Erlendur repitió sus palabras—. ¿A qué viene que Sindri y tú…?

—Eso explicaría el sueño que tuve —le interrumpió Eva—. Por eso hablamos de él, de tu hermano.

—¿Qué soñaste?

—¿Sabías que hay personas que escriben sus sueños en un diario? Yo no lo hago, pero una amiga mía escribe todo lo que sueña. Yo nunca sueño. O no recuerdo lo que sueño. Me han dicho que todos soñamos, pero que solo algunos recuerdan los sueños.

—Se acuerdan —la corrigió Erlendur—. ¿Y de qué hablasteis Sindri y tú?

—¿Cómo se llamaba tu hermano? —preguntó Eva, sin responderle.

—Se llamaba Bergur —dijo Erlendur—. Mi hermano se llamaba Bergur. ¿Qué le contaron a Sindri?

—¿No deberían haberle encontrado? —preguntó Eva.

—Hicieron todo lo que pudieron —dijo Erlendur—. Los equipos de rescate y la gente de la comarca, todos los que pudieron, salieron a buscarnos. A mí me encontraron. Nos habíamos separado por culpa de la ventisca. Él no apareció.

—Sí, pero lo que quiero decir es que debió aparecer después, ¿no? —dijo Eva, que ahora tenía en la voz la terquedad que Erlendur había conocido en su madre—. Restos del cuerpo, huesos, ¿no?

Erlendur sabía perfectamente de qué estaba hablando Eva, aunque prefería que no se le notara. Probablemente, allá en el este le habían contado a Sindri que aún seguían hablando de los niños que desaparecieron en medio de la ventisca cuando iban con su padre, muchos años atrás. Erlendur había llegado a oír algunas suposiciones antes de irse a vivir a Reikiavik con sus padres. Ahora, su hija, que lo único que sabía del asunto era lo poco que le había contado Erlendur, estaba allí, delante de él, pretendiendo revivir las suposiciones a las que dio pie la desaparición de su hermano. De repente se presentaba en su casa después de tanto tiempo y pretendía hablar con él de su hermano, de los recuerdos que le atormentaban desde que tenía diez años.

—No necesariamente —dijo Erlendur—. ¿Te importa si hablamos de otra cosa?

—¿Por qué no quieres hablar de ello? ¿Por qué te resulta tan difícil?

—¿Para eso has venido? —preguntó Erlendur—. ¿Para contarme tu sueño?

—¿Por qué nunca le encontraron? —preguntó Eva.

Erlendur no lograba entender la obstinación de su hija. Con el paso del tiempo, a todo el mundo le extrañó que no se encontrasen restos del cuerpo de su hermano, ni el gorro ni un guante, ni la bufanda. Nada. La gente se planteaba las posibilidades más dispares. Él hacía lo posible por no darle demasiadas vueltas.

—No quiero hablar de eso —dijo—. Quizá más tarde. Mejor háblame de ti. Hace mucho que no nos vemos. ¿Qué has estado haciendo?

—Aparecías tú —dijo Eva, emperrada en no dejarle en paz—. Aparecías en el sueño. Nunca he soñado nada tan claro como esta vez. No he soñado contigo desde que era pequeña, cuando ni siquiera sabía qué aspecto tenías.

Erlendur se quedó callado. Su madre había intentado enseñarle a fiarse de los sueños, pero él siempre se había mostrado reacio y no mostró mucho interés. Solo tiempo después flexibilizó su postura y se dejó dominar por la curiosidad. Eva decía que nunca soñaba, o que no recordaba sus sueños, y su madre siempre había dicho lo mismo. Su madre no empezó a soñar nada con claridad hasta después de cumplir los treinta, y entonces empezó a predecir muertes, nacimientos, llegadas de visitantes y muchas otras cosas con una precisión increíble. No soñó con la muerte de su hijo y, una vez después de morir, Bergur la visitó en sueños. Le contó el sueño a Erlendur. Era verano y el chico estaba en la puerta de la granja, apoyado en el quicio. Le daba la espalda a su madre y ella solo podía verle la silueta. Así pasó un rato sin que ella consiguiese acercarse a él por mucho que lo intentara. Sentía que estiraba los brazos hacia él sin que él se diese cuenta de su presencia. En ese momento dejó de apoyarse en la puerta, se incorporó, bajó la cabeza y metió las manos en los bolsillos como hacía a veces, caminó hacia el verano… y desapareció.

Aquello pasó seis años después de lo sucedido. Se habían ido a vivir a Reikiavik.

En cuanto a Erlendur, él nunca soñaba con su hermano, y rara vez era capaz de recordar sus sueños, excepto cuando se metía en ciertos casos criminales. Entonces podía tener horribles pesadillas, aunque no fuera capaz de recordarlas con claridad. Necesitó un buen rato para asimilar que Eva había ido a su casa después de todo aquel tiempo para contarle un sueño que había tenido y que estaba relacionado con su hermano muerto.

—¿Qué soñaste, Eva? —preguntó titubeante—. ¿Qué sucedía en tu sueño?

—Primero dime cómo murió.

—Ya lo sabes —dijo Erlendur—. Se congeló en el páramo. Hubo una ventisca espantosa y nos quedamos enterrados en la nieve.

—¿Por qué no lo encontraron?

—¿Adónde quieres llegar, Eva?

—No me lo contaste todo, ¿verdad?

—¿Todo qué?

—Sindri me contó lo que había podido suceder.

—¿Qué chismes cuentan en el Este? —dijo Erlendur—. ¿Qué creen que saben?

—Es que en mi sueño no se quedaba a la intemperie. No se congelaba. Y eso coincide con lo que me dijo Sindri.

—¿Quieres dejar de hablar de eso? —dijo Erlendur—. Vamos a dejarlo. No quiero hablar de ello. Ahora no. Más adelante, Eva. Te lo prometo.

—Pero…

—Compréndelo —la interrumpió—. No quiero hablar. Quizá sea mejor que te vayas. Yo… tengo mucho trabajo. Ha sido un día difícil. Es mejor que hablemos más adelante.

Se puso en pie. Eva le miró en silencio. No comprendía su reacción. Seguramente, aquel suceso seguía teniendo ahora tanto poder sobre él como entonces; probablemente no había sido capaz de superarlo en todos esos años.

—¿No quieres oír mi sueño?

—Ahora no.

—Muy bien —dijo Eva, y se levantó.

—Dale recuerdos a Sindri si le ves —dijo Erlendur, pasándose la mano por el pelo.

—Se los daré —dijo Eva.

—Me alegro de haberte visto —dijo Erlendur, con bastante apuro.

—Lo mismo digo.

Cuando su hija se marchó, Erlendur se quedó un rato frente a las estanterías, como si estuviera en otro mundo. Eva tenía la habilidad de abrir sus heridas. Nadie era capaz de hacerlo de ese modo. Y no estaba dispuesto a enredarse en historias sobre la muerte de su hermano. Una vez le prometió a Eva que le contaría toda la historia, pero nunca llegó a hacerlo. Su hija no tenía derecho a escarbar en su vida y exigirle que respondiera a todo lo que se le pudiera pasar por la cabeza.

El libro que le había leído a Marion Briem estaba sobre la mesa del salón, y lo cogió. Como tantos otros libros, trataba de pérdidas humanas, aunque aquel era distinto a los demás, pues incluía un breve relato de aquel suceso que tuvo lugar tantos años atrás, cuando un padre y sus dos hijos se encontraron con una terrible ventisca en el fiordo de Eskifjörður.

Erlendur pasó las páginas hasta llegar al relato, como tantas veces había hecho. Las historias tenían diferente extensión, aunque la mayoría seguían la misma estructura. Primero venía un título y luego un subtítulo o la mención de las fuentes utilizadas. Luego comenzaba el relato propiamente dicho, con una descripción de la topografía, y se contaba la historia, seguida por un breve epílogo. Había leído aquel relato más veces que ninguna otra cosa en la vida, y se lo sabía de memoria, palabra por palabra. Era imparcial e impersonal, aunque hablaba de la solitaria muerte de un niño de ocho años. No hablaba de la desolación que aquel suceso dejó en los corazones de quienes lo vivieron. Esa historia no se escribiría jamás.

Levantó la mirada del libro y pensó en lo que quería haberle dicho a Marion pero no tuvo tiempo de decirle. Sabía que ya no importaba. No le gustaba decir algo que no fuera propio de él. Nada más lejos de sus intenciones. Pero le habría gustado decirle las palabras que cruzaron su mente cuando murió ese ser solitario, al ver que se despedía de este mundo.

Gracias por tu compañía.