La chica le recordaba un poco a Eva Lind, aunque era más joven y bastante más rellenita: Eva siempre había estado delgada como un palo. La chica llevaba una chaqueta corta de cuero negro encima de una ligera camiseta verde, unos pantalones militares sucios y tenía un piercing en una ceja. Llevaba los labios pintados de negro, y uno de los ojos rodeado por un círculo negro. Sentada delante de Erlendur, el gesto de su rostro delataba terquedad y desprecio a todo cuanto pudiera representar la policía. Elínborg estaba junto a Erlendur, mirando a la chica como si ardiese en deseos de meterla en una lavadora y seleccionar el programa de aclarado.
Ya habían interrogado a la hermana mayor, que parecía ser el modelo de la pequeña. Era respondona, pues ya tenía experiencia y la habían detenido muchas veces por consumo y venta de estupefacientes. Nunca la habían pillado con una cantidad suficientemente grande y solo la habían condenado a penas breves, con libertad vigilada. Como de costumbre, se negaba a dar los nombres de los traficantes para los que trabajaba, y cuando le preguntaron si se daba cuenta de lo que le estaba haciendo a su hermana al arrastrarla al mundo de la droga, se echó a reír descaradamente y les dijo: «Go get a life!».
Erlendur intentó que la hermana pequeña comprendiera que a él no le interesaba lo que pudiera hacer ella en el colegio. El tráfico de drogas no era su especialidad, así que por él, ella no tendría problema alguno en lo tocante a ese tema, pero que si no respondía civilizadamente a sus preguntas, haría lo posible para encontrarle una explotación lechera en un pueblo perdido donde pasaría los próximos dos años.
—¿Una explotación lechera? —dijo ella, extrañada—. ¿Y qué es eso?
—El sitio de donde sale la leche —respondió Elínborg.
—Yo no bebo leche —dijo la chica con los ojos muy abiertos, como si eso la ayudara a salir del atolladero.
Erlendur la miró sin poder evitar una sonrisa. Tenía delante un ejemplo de lo más penoso a lo que se puede llegar en una vida humana, una muchacha joven que lo único que conocía era el abandono y la miseria. La chica no era la culpable de su situación. Procedía de una familia problemática muy típica, y casi siempre había tenido que apañárselas sola. Su hermana mayor, su modelo en la vida —y quizás una de las pocas personas que se había ocupado de ella—, la hacía vender droga y, naturalmente, consumir. Y quizá ni siquiera aquello era lo peor. Erlendur sabía por su propia hija cómo se pagaban las deudas, cuánto costaba un gramo, lo que era preciso hacer a veces para conseguir aquella especie de felicidad. Sabía qué clase de vida era la que vivía aquella chica.
La llamaban Heddý y parecía encajar perfectamente en la imagen que la policía se había hecho de los camellos de poca monta que rondaban por las escuelas. Estaba terminando la enseñanza obligatoria, vivía en el barrio y siempre andaba con chicos de veinte años, amigos de su hermana mayor. Era la intermediaria y en la escuela habían oído cosas no muy agradables sobre ella.
—¿Conocías a Elías, el chico que murió? —preguntó Erlendur.
Estaban en la sala de interrogatorios. La chica iba acompañada de una funcionaría de la Agencia de Protección de Menores de Reikiavik. No habían conseguido localizar a los padres. La chica sabía perfectamente por qué la habían hecho ir a comisaría. La funcionaría habló con ella y le dijo que solo querían información.
—No —dijo Heddý—, no le conocía. No sé quién lo mató. Yo no fui.
—Nadie dice que hayas sido tú —repuso Erlendur.
—Yo no fui.
—¿Sabes si había te…? —Erlendur titubeó. Iba a decirle si había tenido algún altercado con alguien del colegio, pero no estaba seguro de que la chica comprendiera la palabra altercado. Así que empezó otra vez—: ¿Sabes si Elías tenía algún enemigo en el colegio?
—No —respondió la chica—. Yo no sé nada de nada. No sé una mierda del Elías ese. Yo no vendo nada. ¡Todo son cuentos!
—¿Intentaste venderle droga? —preguntó Elínborg.
—¡Menuda cabrona! —gritó la chica, fuera de sí—. Yo no hablo con cabronas como tú.
Elínborg sonrió.
—¿Le vendiste droga? —volvió a preguntarle—. Hemos oído que presionas a los chicos pequeños para que te den dinero. Además, les presionas para que te compren droga. A lo mejor tu hermana mayor te ha enseñado a hacerlo, porque ella ya tiene experiencia y sabe cómo meter miedo a los chicos. A lo mejor, tú también te mueres de miedo delante de tu hermana mayor. A nosotros, todo eso nos da igual. Nos importan una mierda las niñas de tu clase…
—No, mira… —dijo la funcionaria de la agencia.
—Ya has oído lo que me ha llamado —dijo Elínborg, moviendo la cabeza lentamente hacia la funcionaría, una mujer de unos treinta años—. En ese momento no has abierto la boca y será mejor que ahora la mantengas cerrada. Queremos saber si Elías te tenía miedo —continuó, mirando de nuevo a Heddý—. Si le atacaste para meterle miedo y le clavaste una navaja. Sabemos que te diviertes atacando a los pequeños, porque es contra los únicos que tienes alguna influencia en esa asquerosa existencia tuya. ¿Atacaste a Elías?
Heddý clavó los ojos en Elínborg.
—No —respondió tras un largo silencio—. Nunca me acerqué a él.
—¿Conoces a su hermano? —preguntó Erlendur.
—Conozco a Niran —fue su respuesta.
—¿De qué conoces a Niran? —preguntó Erlendur—. ¿Sois amigos?
—No, joder —dijo la chica—, no somos amigos, qué va. No aguanto a los amarillos. Ni me acerco a ellos. Y tampoco al Elías ese. Nunca me acerqué a él y no tengo ni puta idea de quién le atacó.
—¿Y por qué dijiste que conoces a Niran?
La chica sonrió, dejando ver unos dientes de adulto en total discrepancia con el reducido tamaño de su boca y con su rostro infantil.
—Son ellos los que venden —dijo—. Ellos venden esa droga de mierda. ¡Esos cabrones amarillos!
Marion Briem estaba durmiendo cuando Erlendur fue al hospital aquella tarde. La planta de cuidados paliativos estaba en silencio. En algún lugar se oía una radio, que estaba dando el pronóstico meteorológico. La temperatura era inferior a los diez grados bajo cero y la sensación térmica era aún más baja por culpa del seco viento del Norte. No eran muchos los que salían con un frío como aquel. La gente se quedaba en casa, encendía la luz y subía la calefacción. En televisión mostraban soleadas películas de España e Italia, con cielos azules, cálidas brisas del sur y un auténtico festival de colores.
Marion abrió los ojos cuando Erlendur llevaba ya varios minutos a los pies de su cama. Tenía una de las manos encima de la sábana, y la levantó un poquitín. Erlendur titubeó un instante pero luego se acercó, le cogió la mano y se sentó al borde de la cama.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó.
Marion cerró los ojos y movió la cabeza, como si ya no importase. Se acercaba la hora de la despedida. No quedaba mucho tiempo. Erlendur se fijó en un espejito que había en la mesilla al lado de Marion, y se preguntó qué hacía allí. Nunca pensó que Marion se preocupara por su aspecto.
—¿El caso? —preguntó Marion—. ¿Cómo va el caso?
Erlendur supo lo que tenía que contar. Incluso en su lecho de muerte, Marion tenía la mente puesta en la investigación más reciente. Sus cansados ojos miraron a Erlendur, que leyó en ellos la pregunta que él mismo se había estado haciendo, despierto y dormido: «¿Quién puede hacer algo así? ¿Cómo puede suceder algo semejante?».
Erlendur empezó a desgranar los pasos de la investigación. Marion volvió a entornar los ojos y escuchó. Erlendur no sabía si su superior de antaño dormía. Casi se sentía culpable. No había ido a visitar a Marion por pura bondad. En su lecho de muerte, quería preguntarle un dato que sabía que nunca podría encontrar en los archivos policiales. Erlendur no se apresuró. Incluso para él, era mejor llevar el asunto con calma. En un determinado momento de su relato, Marion abrió los ojos y Erlendur pensó que debía dejar de hablar, pero Marion le indicó que continuase.
—Hay algo que debo preguntarte —dijo Erlendur después de contar, finalmente, la visita a casa de Andrés. Marion parecía dormir. Sus ojos estaban cerrados y la respiración apenas le movía el pecho. La mano que Erlendur sujetaba estaba laxa. Pero luego pareció que Marion se diera cuenta de que Erlendur no estaba allí haciéndole una visita de cortesía. Una pequeña rendija se abrió en sus ojos y su mano apretó la de Erlendur, indicándole que continuara.
—Es por Andrés —dijo Erlendur.
Marion apretó la mano.
—Nos habló de un hombre al que conocía, e insinuó que era un pederasta, pero no quiso decirnos su nombre. Le había hecho algo a Andrés cuando era pequeño. Lo único que sabemos es que ese hombre vive en el barrio donde se cometió el crimen. No tenemos su nombre ni su descripción. Creo que no lo tenemos fichado. Andrés nos dijo que era demasiado listo. Se me ocurrió que quizá tú podrías ayudarnos. De momento, la investigación no avanza y debemos estudiar todo lo que nos parece sospechoso. No hace falta que te lo diga. Ya lo sabes. Vamos a toda prisa, como siempre. Más ahora que otras veces. Pensé que quizá podrías echarnos una mano.
Un largo silencio siguió a las palabras de Erlendur. Pensó que Marion se había dormido. La mano estaba inerte y tenía el rostro en paz.
—¿Andrés…? —dijo Marion por fin. Fue más bien un suspiro o un gruñido.
—Ya lo he comprobado —dijo Erlendur—. Nació y creció en Reikiavik. De sucederle algo, debió de ser probablemente en Reikiavik. No lo sabemos. Andrés es silencioso como una tumba.
Marion se calló. Erlendur pensó que no había nada que hacer. No había esperado nada en especial, pero quería intentarlo. Conocía la capacidad de Marion Briem, conocía su memoria y su habilidad para enlazar en un instante las cosas más dispares. A lo mejor estaba abusando de su exsuperior. Quizás aquello había ido demasiado lejos. Decidió dejarlo. Marion tenía derecho a morir en paz.
—… tenía… —La voz de Marion era apenas audible, y su mano cogió la de Erlendur con más fuerza.
—¿Qué, qué tenía?
Erlendur creyó ver una leve sonrisa en el rostro de Marion. Al principio pensó que se había equivocado, pero luego la sonrisa de Marion se confirmó.
—… padrastro —suspiró Marion.
Y volvió a quedarse en silencio.
—Erlendur —dijo Marion tras un largo rato. Los ojos seguían cerrados, pero una pequeña mueca se dibujó en su rostro.
—Sí —dijo Erlendur.
—No… queda… tiempo… —susurró Marion.
—Lo sé —dijo Erlendur—. Yo…
No sabía qué decir. No sabía cómo despedirse, no encontraba las palabras que pudieran guardar en su interior el último saludo de este mundo. ¿Qué se podía decir? La mano de Marion seguía en la suya. Erlendur intentaba encontrar las palabras adecuadas, algo que creyese que a Marion le gustaría oír. Al no encontrar nada, se sentó en silencio, sosteniendo la vieja mano de largas uñas y manchas ocre de tabaco.
—Léeme… —dijo Marion.
Eran las últimas palabras de Marion. Erlendur se inclinó hacia delante para oír mejor.
—Lee…
Marion tocó débilmente el espejito de la mesilla. Erlendur cogió el espejo y lo puso en las manos de Marion, que se lo puso ante el rostro y contempló su cara moribunda.
Erlendur cogió un libro que había traído. Estaba viejo y usado. Lo abrió por donde tantas veces lo había abierto, y comenzó a leer.
Desde hace siglos, la carretera de Eskifjörður a Fljótsdalshérað atraviesa el páramo de Eskifjörður. Había allí un antiguo camino que se recorría a caballo que estaba al norte del río de Eskifjörður, entraba en la cresta de Langihryggur, subía hasta el río Innri-Steinsá, atravesaba el valle de Vínárdalury las lomas de Vínárbrekkur hasta Miðheiðarendi, subía de nuevo a Urðarflöt y continuaba junto al acantilado de Urðarðlettur hasta desembocar en las tierras de Eskifjörður. Al norte está Pverdalur entre dos montes llamados Andri y Harðskafi, y más al norte aún están Hólafjall y Selheiði.
Bakkasel había sido antiguamente el nombre de la granja situada al fondo del fiordo de Eskifjörður. Se hallaba junto a la vieja carretera que llevaba a Fljótsdalshérað. Ahora está en ruinas, pero a mediados de siglo vivía allí un granjero, Sveinn Erlendsson, con su mujer, Áslaugur Bergsdóttir, y sus dos hijos, de ocho y diez años. Sveinn tenía un pequeño rebaño de ovejas…
Erlendur dejó de leer.
—¡Marion! —dijo en un susurro.
Un profundo silencio se extendió por la habitación. La oscuridad de los días más breves del invierno se había dejado caer sobre la ciudad, que estaba transformándose en un mar perlado de luces. Erlendur se vio reflejado en la ventana que daba al patio trasero del hospital. El gran cristal se convirtió en algo así como una pintura opaca, una imagen del sosiego que nos acompaña en la hora final. Fijó la mirada en la ventana hasta que consiguió atravesar su propio reflejo y la imagen le recordó el último verso del poema de Steinn Steinarr:
¿… quién seré yo, el que sigue vivo, o el que murió?
Erlendur volvió en sí cuando el espejito cayó al suelo y se rompió. Cogió la mano inerte y buscó el pulso. Marion había abandonado este mundo.