Elínborg esperaba encontrar a la profesora de Elías en el colegio al que los niños habían ido antes de mudarse del bulevar Snorrabraut. Le habían dicho que esta ba a punto de acabar una reunión, así que se sentó delante de la_____________ sala de profesores, que estaba cerrada, y estuvo pensando en su hija pequeña, que seguía en cama con gripe. Su marido, mecánico, se quedaba con ella en casa hasta la tarde, cuando Elínborg cogía el relevo.
Se abrió la puerta de la sala de profesores y la saludó una mujer de mediana edad. Mientras estaba en la reunión le habían dicho que la policía quería hablar con ella. Elínborg estrechó la mano de la mujer, se presentó y dijo que tenía que hablar con ella por el homicidio de Elías, del que ya se habría enterado. La mujer asintió, muy apenada.
—Hemos hablado de ello en la reunión —dijo en voz baja—. No hay palabras para definirlo, algo como ese… como esa atrocidad. ¿Quién puede hacer algo así? ¿Quién es capaz de atacar a un niño de esa forma?
—Eso es lo que queremos averiguar —dijo Elínborg mirando alrededor, como si estuviera buscando un lugar donde charlar en privado.
La profesora se llamaba Emilía. Era bajita y menuda, y su cabello largo y castaño que empezaba a encanecer estaba recogido en una cola de caballo. Dijo que podían sentarse en el aula. Como los chicos estaban en clase de música el aula estaba libre. Elínborg la siguió. Las paredes estaban forradas con dibujos de los alumnos que mostraban los diferentes niveles de maduración. Había desde algunos muy rudimentarios que representaban hombres dibujados con palotes hasta auténticos retratos de caras. Elínborg observó la presencia de algunos cuadros de viejas granjas islandesas, debajo de una montaña, con un esplendoroso cielo azul, nubecillas flotando en el cielo y un sol deslumbrante. Recordaba esas muestras ya clásicas de cuando ella iba a la escuela, y se asombró de que aún las utilizasen.
—Este lo hizo Elías —dijo Emilía, sacando un dibujo del cajón que había en la mesa del profesor—. Cuando los dos hermanos se fueron del colegio, no vinieron a recoger sus dibujos y no me apeteció tirar este. Demuestra las aptitudes como dibujante que tenía a pesar de sus pocos años.
Elínborg cogió el dibujo. La maestra tenía razón: mostraba el dominio excepcional que tenía Elías del lápiz. Había dibujado un rostro femenino con unos enormes ojos pardos, cabello oscuro y una amplia sonrisa, y alrededor del rostro había colores brillantes y luminosos.
—Se supone que es su madre —dijo Emilía con una sonrisa—. Que esa pobre gente tenga que pasar por esto…
—¿Le conocías desde que empezó la escuela? —preguntó Elínborg.
—Sí, desde que tenía seis años. Imagínate, solo han pasado cuatro años desde entonces. Era un chico siempre bueno y adorable. Un poco despistado. A veces tenía problemas para concentrarse en las asignaturas y había que empujarle un poco para que trabajase. Se podía pasar horas mirando al techo y entonces es que estaba en algún lugar de su mundo particular.
Emilía calló, pensativa.
—Esto debe ser muy difícil para Sunee —dijo al rato.
—Sí, desde luego, realmente difícil —dijo Elínborg.
—Siempre demostraba un gran cariño hacia los niños —dijo la profesora, señalando los dibujos—. Les di clases a los dos, también a Niran, su hermano. Hablaba islandés rematadamente mal. Me enteré de que en casa hablaban casi exclusivamente tailandés y comenté el tema con Sunee, para mostrarle que eso podría comportarle problemas. Pero ella también hablaba un islandés que dejaba mucho que desear y prefería la ayuda de una intérprete cuando venía a las reuniones de padres.
—Y al padre, ¿le conocías? —preguntó Elínborg.
—No, en absoluto. Nunca vino a las celebraciones que hacemos en el colegio, ni a la fiesta de Navidad ni a ninguna otra. Por ejemplo, jamás venía a las reuniones de padres. Sunee siempre estaba sola.
—Es posible que el traslado a un nuevo barrio y una escuela nueva fueran difíciles para Elías —dijo Elínborg—. No parece que se adaptara bien a la nueva escuela. Aún no había conseguido hacer amigos y se pasaba mucho tiempo solo.
—Lo creo —dijo Emilía—. Aún me acuerdo de cómo era cuando comenzó en esta escuela. Nunca soltaba la mano de su madre y necesité un asistente social en clase durante mucho tiempo para que estuviera tranquilo y comprendiera que no pasaría nada malo aunque Sunee se marchara.
—¿Y Niran?
—Estos dos hermanos eran como el sol y la luna —respondió Emilía—. Niran es duro como una roca. Él se salvará pase lo que pase. Puedo asegurar que no es un llorón.
—¿Se llevaban bien?
—Me daba la sensación de que Niran quería muchísimo a su hermano, y sé que Elías lo adoraba. La diferencia era que Elías quería integrarse en el grupo, formar parte de la clase. Niran era más rebelde delante de cualquiera: ante la clase, los profesores, la dirección del centro, las clases de niños mayores. Había aquí un grupo de inmigrantes, cinco o seis chicos, con los que Niran se relacionaba bastante. Se aislaban, no parecían importarles los estudios y mostraban absoluta indiferencia hacia la historia de Islandia y cosas por el estilo. En una ocasión se produjeron enfrentamientos entre ellos y los chicos islandeses. No fue en horas de clase. Fue por la tarde, pero los grupos utilizaron palos y porras y rompieron algunos cristales. A veces se oye hablar de cosas así. Seguro que tú estás más enterada de estos asuntos.
—Sí, desde luego —respondió Elínborg—. Por lo general, las rivalidades se inician por líos de chicas.
—Después de aquello, dos de los cabecillas se fueron del barrio el invierno pasado y las cosas volvieron a calmarse. Es siempre cosa de un grupo pequeño. Después, Elías y Niran cambiaron de colegio. Desde entonces no he vuelto a ver a ninguno de los dos. Y luego aparece eso en las noticias y no consigo comprender lo que está pasando.
Emilía hablaba deprisa, casi sin detenerse ni a tomar aire. Elínborg evitó contestar a algunas preguntas que le hizo sobre cómo les había ido a los dos chicos desde que se mudaron de barrio, ni sobre el estado de ánimo de Sunee. Emilía era una mujer curiosa y no intentaba disimularlo. A Elínborg le caía bien, pero no quería desvelar nada sobre el caso. Solo dijo que acababan de iniciar las investigaciones. La curiosidad de Emilía era fácil de entender. Los medios de comunicación estaban totalmente volcados en la agresión a Elías. Entre el barrio, los bloques de alrededor, la escuela y las tiendas y quioscos, la policía había hablado con muchas personas, probablemente más de un centenar. Enseñaron fotos de Elías e intentaron concretar su recorrido aquel día nefasto. Se pidió la colaboración de todos aquellos que le hubieran visto de vuelta a casa desde el colegio. De todo ello todavía no se había sacado nada en claro. Lo único de lo que la policía estaba segura era de que Elías había salido del colegio solo y se había dirigido hacia su casa, pero se detuvo a medio camino.
Elínborg sonrió y miró el reloj. Le agradeció la precisión de sus respuestas. Emilía la acompañó al pasillo hasta una de las puertas de salida del colegio. Se dieron la mano.
—¿De modo que no habéis avanzado demasiado en la investigación? —dijo Emilía.
—No —dijo Elínborg—. Nada en absoluto.
—Vaya —dijo Emilía—. Pues es que… ¿Sunee sigue con su marido?
—No, ¿por qué?
—Lo digo por uno de los dibujos de Elías —se apresuró a continuar Emilía—. Estaba su madre, a quien dibujaba con mucha frecuencia, con un hombre a su lado. Eso era en primavera, antes de mudarse del barrio, cuando los chicos aún seguían en nuestro colegio. Recuerdo que le pregunté a Elías quién era. Se me escapó la pregunta.
Vaya, seguro que sí, pensó Elínborg. Era imposible que Emilía no fuera consciente de la curiosidad que la caracterizaba.
—Y dijo que el hombre era un amigo de su madre.
—Vaya —dijo Elínborg—. ¿Le preguntaste al chico cómo se llamaba?
—Pues sí —dijo Emilía con una sonrisa—. Elías dijo que no lo sabía. O no quiso decírmelo…
—Y ese hombre del dibujo, ¿cómo…?
—Podía ser islandés.
—¿Islandés?
—No quise ser cotilla, pero recuerdo que tuve la sensación de que Elías se llevaba muy bien con él.
Andrés volvió a echarse hacia atrás en su silla de la sala de interrogatorios. Cuando la cinta de la grabadora llegó al final y dejó de girar, se oyó un chasquido. Sigurður Óli dio la vuelta a la cinta y volvió a encender la grabadora. Erlendur tenía la mirada fija en Andrés.
—¿Qué quieres decir con eso de la pesadilla de la que no consigues librarte? —preguntó—. ¿Qué significa eso?
—Dudo mucho que te apetezca oírlo —dijo Andrés—. Nadie debe oír algo tan horroroso.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Sigurður Óli—. ¿Te ha hecho algo malo?
Andrés se quedó callado.
—¿Intentas decirme que es un pedófilo? —preguntó Erlendur.
Andrés seguía sentado en silencio, mirando a Erlendur.
—Hacía años que no le veía —dijo por fin—. Bastantes. Hasta que de pronto… creo que hará un año.
Andrés se quedó callado.
—¿Y?
—Fue como encontrarte con tu propio verdugo —dijo Andrés—. Él no me vio. No sabe que le he visto. Sé dónde vive.
—¿Dónde? ¿Dónde vive? ¿Quién es ese hombre? —Sigurður Óli lo bombardeó a preguntas, pero él seguía tranquilo, mirándole, como si aquel policía no tuviese nada que ver con él.
—A lo mejor me paso por su casa cualquier día de estos —dijo Andrés—. A decir hola. Supongo que ahora sería capaz de enfrentarme a él. Supongo que podría dominarle.
—Pero primero habrás tenido que beber lo suficiente para insuflarte ánimos —dijo Erlendur.
Andrés no respondió.
—¿Hasta ahora tenías que esconderte?
—Siempre me escondía. No te puedes imaginar lo bien que se me da esconderme. Encontraba un escondite detrás de otro y me hacía lo más pequeño que podía.
—¿Crees que él puede haber hecho daño al niño? —preguntó Erlendur.
—A lo mejor hace tiempo que lo dejó. No sé. Como digo, durante años dejé de verle y de repente resulta que es mi vecino. De pronto, después de tantos años, pasa por delante de mí, por la otra acera de la calle en la que vivo. Imagínate lo que vi cuando pasó por delante. Aquí arriba, quiero decir —dijo Andrés, dándose unos golpecitos en la sien con el dedo índice.
—¿Crees que lo tendremos fichado?
—Lo dudo.
—¿Vas a decirnos dónde podemos encontrarle? —preguntó Sigurður Óli.
Andrés no respondió.
—¿Quién es? —preguntó Sigurður Óli, que empezó a usar otro método—. Nosotros podemos ayudarte a cazarle. Pero debes denunciarle. Con tu ayuda, podemos meterle en chirona. ¿Lo harás? ¿Nos dirás quién es para que le enviemos directo a la cárcel?
Andrés se echó a reír en sus narices.
—Este tío vale un huevo —exclamó, mirando a Erlendur.
De repente, dejó de reírse. Se inclinó hacia delante, hacia Sigurður.
—¿Quién va a creer a un pobre tipo como yo?
Empezó a sonar el móvil de Erlendur. El Himno de la alegría llenó la sala de interrogatorios y Erlendur se apresuró a cogerlo lo antes posible. No aguantaba aquel tono de llamada. Apretó el botón rojo. Sigurður Óli le miró. Andrés se mantenía a un lado. Erlendur escuchó y el semblante se le ensombreció. Apagó el móvil sin despedirse y soltó una maldición en voz baja mientras se ponía en pie.
—¿Hay algo peor que este infierno? —farfulló con los dientes apretados, y salió a toda prisa.
El agente de policía volvió al bloque muy arrepentido. Antes de irse en su coche, la intérprete le pidió que fuera a comprar pan y leche para la tailandesa y su hijo, que estaban solos en el piso. Llevaba dos años en el cuerpo y pensaba que era un trabajo tan bueno como cualquier otro. Había intervenido en disturbios en el centro, cuando la alegría nocturna alcanzaba su cénit los fines de semana. También había estado presente en algunos terribles y mortales accidentes de tráfico. No le afectó mucho. Decían que prometía. Él pretendía ir subiendo dentro del cuerpo policial. Ahora le habían encargado la tarea de vigilar la puerta de la casa de la tailandesa y su hijo. Un ejército de especialistas de distintos departamentos estuvieron toda la mañana subiendo las escaleras unos tras otros, y él les paraba, preguntaba nombre, función y objeto de su visita. Los dejó pasar a todos. Volvían a bajar con la misma prisa. La tailandesa quería estar tranquila con su hijo. Y él entendía el sufrimiento que debían estar pasando.
Y llegó la intérprete a toda prisa, le dio mil coronas y una pequeña lista de encargos y le pidió que fuera a por aquellas cosas para la mujer y su hijo. Él se negó con la mayor amabilidad, agitó la cabeza con una sonrisa y dijo que no podía moverse de allí. Lo siento, no podía. Era policía, no el chico de los recados.
—Serán solo cinco minutos —dijo la intérprete—. Lo haría yo misma, pero tengo muchísima prisa.
Se metió en el coche y se fue.
Yel policía se quedó allí con la lista de la compra y las mil coronas y una conciencia que consiguió reprimir, aunque solo un rato. Luego se puso en camino. No tardó tanto, según le contó a Erlendur, que se puso furioso con él y le espetó tal género de reproches que casi estuvo a punto de echarse a llorar. Quizás habría debido pedir refuerzos. Quizá no tendría que haber hecho aquel absurdo encargo, que le recordaba a cuando era pequeño y su madre no se cansaba de mandarle a comprar algo a la tienda. Quizás ahí estaba el quid del asunto. En lo más profundo de sí mismo, le pareció lógico y por un momento se olvidó de todo lo demás. Estuvo hojeando una revista del corazón en la que se hablaba del divorcio de un famoso periodista. Esta parte de su paseo no se atrevió a contársela al comisario. El hombre estaba tan furioso que pensó que le iba a dar un puñetazo. Sigurður Óli, al que apenas conocía, tuvo que ponerse entre los dos.
Cuando volvió de la tienda, subió las escaleras corriendo y tocó el timbre. Golpeó la puerta, pero no hubo respuesta. Al final optó por abrir y saludó a voz en grito. Nadie apareció. La puerta no estaba cerrada con llave. Entró muy despacio, gritando en todas direcciones. No hubo respuesta. En el piso no había nadie.
Se quedó allí plantado como un imbécil, con la bolsa de la compra en la mano, casi sin atreverse a informar a la comisaría de Hverfisgata de que Sunee y su hijo habían desaparecido.