Erlendur estaba sentado en la sala de interrogatorios pensando en la llamada telefónica que recibió en el hospital. «Dios mío, no puedo», gemía la débil voz una y otra vez en su mente, y no pudo evitar pensar en que fueran las primeras señales de vida de la mujer que había desaparecido antes de Navidad. La mujer podía haber conseguido fácilmente su número de móvil en la centralita de policía, pues era su número de teléfono oficial. Su nombre había aparecido varias veces en los medios de comunicación relacionado con investigaciones policiales. También se le relacionó con la mujer desaparecida y la muerte de Elías. Erlendur no conocía la voz de la mujer y por eso no podía estar seguro de si se trataba de ella, pero decidió hablar con su marido lo antes posible.
Recordó haber leído en alguna ocasión que solo un cinco por ciento de los matrimonios o de las relaciones estables que comenzaban después de un adulterio duraban el resto de la vida. No le pareció una proporción muy elevada y estuvo pensando si no sería difícil construir una relación leal tras el engaño a otros. Pero quizás hablar de engaño era demasiado duro. Puede que las relaciones personales hubieran cambiado y no fueran como antes, cuando, en un determinado momento, se despertaba un nuevo amor. Esas cosas pasaban constantemente. A juzgar por lo que aseguraban sus amistades, la mujer desaparecida creía haber encontrado un amor verdadero. Amaba a su nuevo marido con todo su corazón.
Los amigos con los que siguió en contacto tras el divorcio precisaron claramente este detalle cuando Erlendur fue a verles para encontrar una explicación a la desaparición de aquella mujer. Se separó de su anterior marido y se casó otra vez con gran pompa y ceremonia. Todos decían que era una mujer muy realista, pero fue como si de repente se hubiera transformado. Los amigos estaban convencidos de que el amor que sentía por su nuevo marido era auténtico y ella aseguraba que su anterior matrimonio se había agotado y que ella misma «había cambiado», tal como afirmó una de sus amigas. Cuando Erlendur pidió más detalles, resultó que, después del divorcio, la mujer parecía entusiasmada, hablaba de una nueva vida y de que jamás se había sentido mejor. La boda se celebró por todo lo alto. Los casó un pastor muy conocido. Muchos invitados acompañaron a los recién casados en un espléndido día de verano. Fueron de viaje de novios a la Toscana, en Italia. Al volver a casa estaban relajados, morenos y felices.
Lo único que faltó en aquella hermosa boda fueron los hijos de ella. Su exmarido se negó a dejarlos participar en «aquella farsa».
No hubo que esperar mucho para que la emoción y la exaltación desaparecieran de la relación y se convirtieran en sus opuestos. Sus amigas explicaron que, con el tiempo, la mujer había empezado a llenarse de tristeza y añoranza y finalmente comenzó a sentir complejo de culpa por su comportamiento con su anterior familia. No mejoró las cosas que la exmujer de su nuevo marido estuviera acusándola constantemente de haber destruido su hogar. Los hijos de él se fueron a vivir con ellos, mientras ella litigaba para conseguir la custodia de los suyos, lo que siempre le recordaba su responsabilidad. La consecuencia de todo ello fue una profunda depresión.
No era la primera vez que el marido se divorciaba por adulterio. Erlendur averiguó que había estado casado tres veces. Localizó a su primera esposa, que vivía en Hafnarfjörður. Hacía ya mucho tiempo que había encontrado otro marido, con quien tuvo un hijo. El proceso había sido exactamente el mismo. El marido justificaba sus ausencias del hogar con largas reuniones, viajes por todo el país por motivos de trabajo, viajes para jugar al golf. Un día, para asombro de ella, le anunció que todo había terminado, que habían ido separándose el uno del otro y que estaba pensando en dejarla. La noticia cayó sobre la mujer como un rayo en un cielo limpio y despejado. Ella nunca sospechó que la relación fuese mal, lo único molesto eran las ausencias de su marido.
Erlendur también habló con la mujer número dos. No se había vuelto a casar, y Erlendur tuvo la sensación de que aún no se había recuperado del divorcio. Describió el proceso con detalle y se culpó por su imprudencia. Erlendur intentó ponerse de su parte y dijo que posiblemente tenía suerte de haberse librado de él. La mujer esbozó una débil sonrisa. Pienso sobre todo en mis hijos, repuso. Dijo que, cuando empezó a cortejarla, ella no sabía que estaba casado. Al cabo de unos meses de relación él empezó a dar muestras de sentirse incómodo y le dijo que tenía que contarle una cosa. Estaban en un hotelito en el campo. La había invitado a pasar allí una noche, y mientras cenaban en el restaurante, le contó que estaba casado. Ella le miró incrédula y él se apresuró a decir que su matrimonio estaba en las últimas, que era cuestión de tiempo que dejara a su esposa, que ya se lo había anunciado. La mujer le increpó por no haberle dicho que estaba casado, pero él consiguió calmarla y ponerla de su parte.
Tras escuchar esos y otros testimonios en labios de personas relacionadas con la mujer desaparecida, Erlendur empezó a sospechar del marido. Sabía que, cuanto más tiempo pasara, más probable sería que la mujer se hubiera suicidado, y lo que le habían contado de su depresión apoyaba esa posibilidad. Aquella llamada inesperada despertó la esperanza de que no fuera así. Pensó que quizás hubiera huido del marido y que no quisiera que él supiese dónde estaba; que estuviera oculta sin saber a quién recurrir.
Tras dos años desde la magnífica boda, la mujer empezó a contar en voz baja a una buena amiga suya que su marido había empezado a participar en unos campeonatos de golf de fin de semana de los que ella no había oído hablar.
Erlendur abandonó sus reflexiones, levantó los ojos y saludó con un movimiento de cabeza a Sigurður Óli, que se sentó a su lado en la sala de interrogatorios. El interrogatorio podía empezar. El hombre sentado delante de ellos tenía cuarenta y cinco años y, desde los veinte, había visitado a la policía en numerosas ocasiones a causa de los más diversos delitos, como atraco, robo y asalto, en algunos casos muy violentos. Vivía a dos manzanas de la casa de Sunee y sus hijos. La policía había preparado una lista con los nombres de los delincuentes habituales que habrían podido encontrarse a Elías cuando volvía del colegio. Aquel hombre era el primero de la lista.
Tenían una orden de registro cuando aquella mañana fueron a buscarlo para interrogarle. Encontraron una gran cantidad de porno ilegal, incluyendo pornografía infantil. Era suficiente para inculparlo una vez más.
Se llamaba Andrés, y miraba alternativamente a Erlendur y a Sigurður Óli, preparado para lo peor, alcohólico de toda la vida, con las huellas del alcohol muy visibles en su rostro: expresión apática, ojos pequeños, inquisitivos y de mirada furtiva. Era de estatura bastante baja, corpulento y rechoncho.
Erlendur ya le conocía, había detenido a Andrés en más de una ocasión.
—¿Por qué me fastidiáis? —preguntó Andrés, sucio y desgreñado después de una noche de alcohol—. ¿Qué pasa? —dijo mirando primero a un policía y luego al otro. Intentaba que su voz sonara retadora, pero su frase terminó en un gallo.
—¿Conoces a un chaval llamado Elías que vive cerca de tu casa? —preguntó Erlendur—. Un niño de piel morena de origen tailandés. Diez años.
En la mesa, entre Andrés y los policías, había una grabadora que zumbaba un poco. Dado el estado de embriaguez en el que se encontraba Andrés cuando le llevaron al calabozo la noche anterior, podría afirmar que no había oído nada del asesinato de Elías. Por otra parte, no había que creerse a pies juntillas lo que él dijera.
—Yo no sé nada de ningún Elías —dijo Andrés—. ¿Me vais a acusar de algo? ¿De qué me queréis acusar? Yo no he hecho nada. ¿A qué viene esta agresión?
—No te preocupes —dijo Sigurður Óli.
—¿De qué Elías estás hablando? —dijo Andrés, mirando a Erlendur.
—¿Recuerdas dónde estuviste ayer por la tarde?
—En mi casa —respondió Andrés—. Estuve en mi casa. Estuve en mi casa todo el día, todo el día de ayer, eso es. ¿De qué niño me estáis hablando?
—A dos manzanas de tu casa mataron de una puñalada a un niño de diez años —dijo Erlendur—. ¿Estuvo alguien contigo ayer? ¿Hay alguien que pueda confirmar lo que dices?
—¿Un niño muerto? —dijo Andrés, alterado—. ¿Quién…? ¿Apuñalado?
—¿Tienes idea de qué día es hoy? —preguntó Erlendur.
Andrés sacudió la cabeza.
—Te ruego que hables a la grabadora —dijo Sigurður Óli.
—No lo sé. Yo no he atacado a un niño. No sé nada de ninguna agresión. Nada. Yo no he hecho nada. ¿No podéis dejarme en paz?
—¿Conocías al niño? —preguntó Erlendur.
Andrés sacudió la cabeza. Sigurður Óli señaló la grabadora con el dedo.
—No sé de qué me estás hablando.
—Tiene un hermano, cinco años mayor que él —dijo Erlendur—. Se mudaron al barrio el otoño pasado. Tú llevas más de cinco años viviendo allí. Tienes que darte cuenta de quiénes andan por el barrio. Tienes que enterarte de lo que pasa. No intentes venirnos con estupideces.
—¿Estupideces? Yo no he hecho nada.
—¿Conoces a este niño? —preguntó Erlendur; se sacó del bolsillo del abrigo una foto de Elías y se la pasó a Andrés, quien la cogió y se quedó mirando el rostro infantil.
—No le conozco —dijo.
—¿Nunca te lo has encontrado por ahí? —preguntó Erlendur.
Antes de entrar en la sala de interrogatorios, Erlendur ya sabía que el exhaustivo registro del piso de Andrés no le había proporcionado pista alguna sobre si Elías o su hermano Niran habían estado allí. Por otra parte, Andrés se había comportado de una forma muy extraña cuando la policía consiguió entrar en su casa por la fuerza. No respondió cuando llamaron a la puerta. Cuando la echaron abajo, la policía se encontró con una suciedad tremenda y un olor apestoso. La puerta estaba cerrada con dos cerrojos extra y a Andrés lo encontraron escondido debajo de su cama. Lo sacaron de allí mientras no dejaba de gritar pidiendo ayuda. Daba golpes a diestro y siniestro sin que pareciera darse cuenta de que estaba en manos de la policía. Creía que lo estaba atrapando un enemigo imaginario al que interpelaba una y otra vez, pidiendo clemencia.
—Puedo haberle visto alguna vez por el barrio, pero no le conozco —dijo Andrés—. Y yo no le he hecho nada.
Miraba de reojo a Erlendur y a Sigurður Óli, una vez a cada uno, como si hubiera decidido hacer algo sin acabar de decidirse a ponerlo en práctica. Quizá pensaba que tenía que hacer un trato para salir de aquello. Sigurður Óli iba a decir algo, pero Erlendur le interrumpió e indicó que guardase silencio. A Andrés pareció agradarle el gesto.
—¿Me dejaréis en paz? —dijo finalmente.
—¿Si qué? —dijo Erlendur.
—¿Podré irme a casa?
—Tu apartamento está lleno de pornografía infantil —dijo Sigurður Óli, sin ocultar el asco en su voz. En más de una ocasión, Erlendur le había pedido que intentase no mostrar desprecio por los delincuentes, algo que Sigurður solía hacer. No había nada que le crispase tanto los nervios como los delincuentes habituales que ya habían alcanzado la mediana edad y seguían inmersos en los mismos problemas.
—¿Si qué? —repitió Erlendur.
—Si os lo digo.
—Te dije que no intentaras tomarnos el pelo en este asunto —dijo Erlendur—. Di lo que tengas que decir. Déjate de rodeos.
—Creo que hará un año que se mudó al barrio —dijo Andrés.
—Elías se mudó en primavera, ya te lo he dicho.
—No estoy hablando del niño —dijo Andrés, mirando a uno y después al otro.
—¿De quién, entonces?
—El tío ese ha envejecido mucho. Fue lo primero que noté.
—¿De qué coño hablas? —gritó Sigurður Óli, fuera de sí.
—Es un hombre que estoy seguro de que tiene mucho más porno que yo —dijo Andrés.
Sigurður Óli y Erlendur se miraron.
—Yo nunca he matado a nadie —dijo Andrés—. Tú lo sabes. Tienes que creerme, Erlendur. Nunca he matado a nadie.
—No intentes convertirme en tu confidente —dijo Erlendur.
—Nunca he matado a nadie —repitió Andrés.
Erlendur le miró en silencio.
—No he matado a nadie —repitió Andrés.
—Tú matas todo lo que tocas —dijo Erlendur.
—¿De quién estás hablando? —preguntó Sigurður Óli—. ¿Quién se mudó al barrio?
Andrés no le respondió, y se concentró en Erlendur.
—¿Quién es ese hombre, Andrés? —preguntó Erlendur. Andrés se inclinó sobre la mesa y giró la cabeza un poco, como un tío bondadoso, anciano ya, que saluda con afecto a un niño pequeño.
—Es la pesadilla de la que nunca me libraré.