10

A Erlendur le empezó a sonar el móvil cuando bajaba del coche de Egill. Era Guðný, la intérprete, que había vuelto a casa de Sunee. Erlendur le había pedido que estuviera a disposición de Sunee día y noche, y que le llamara si pasaba algo. Niran se había despertado tras una noche muy difícil. Su estado no había cambiado. No quería habar con nadie. Sunee exigía que le dejaran paz. No quería verle rodeado de psicólogos. No quería más visitas ni que hubiera policías entrando y saliendo de la casa todo el rato. Erlendur dijo que se pasaría a verles, y concluyeron la conversación.

Cuando Erlendur volvió a entrar en la escuela, Elínborg y Sigurður Óli seguían recogiendo información sobre Elías entre sus compañeros de clase. Estuvo un rato viendo el desarrollo de las entrevistas. Los chicos se quejaban de toda clase de afrentas, aunque ninguna estaba directamente relacionada con Elías. Alguien se había metido con dos de las chicas, a alguien no le dejaron jugar al fútbol, alguien le había tirado una gran bola de nieve a un chico, le dio en el muslo y el chico se echó a llorar, pero no era Elías. Sigurður Óli se acercó a Erlendur y le indicó que tardarían todo el día en acabar. Afectados y asustados por lo que le había pasado a Elías, algunos de los niños lloraban.

Erlendur llamó al comisario de Estupefacientes y le pidió que comprobase los casos de tráfico de drogas que se hubieran producido en el barrio y que pudieran estar vinculados con el colegio.

El director del colegio iba despeinado y con la ropa desaliñada, y daba la sensación de no haber dormido bien esa noche. Delante de su despacho esperaban los representantes de la iglesia, de la asociación de padres y madres de alumnos y un portavoz de la policía, que ese mediodía se dirigirían a los niños. Todos se apiñaban alrededor del director, que parecía completamente superado por las circunstancias. Era como si aquello le quedara demasiado grande. Apareció su secretaria y le dijo que tenía una llamada urgente a la que tenía que responder, pero él se negó a atenderla haciendo un gesto negativo con la mano. Erlendur miró el grupo de gente y volvió hacia atrás. Siguió a la secretaria y esta le dijo dónde podía encontrar a la tutora de Niran.

La secretaria le vio titubear un momento.

—¿Necesita algo más? —preguntó.

—¿Tú dirías que este colegio es multicultural? —preguntó Erlendur.

—Quizá pueda decirse que sí —respondió la secretaria—. Alrededor del diez por ciento de los alumnos son de origen extranjero.

—¿Y estáis contentos con la situación, en general?

—La cosa va muy bien.

—¿No hay problemas especiales por ese motivo?

—Ninguno que merezca destacarse, creo yo —añadió la secretaria, como excusándose.

La tutora de Niran era una mujer de unos treinta años, visiblemente afectada por lo que le había sucedido a Elías, como todo el mundo. La nación ya había empezado a debatir sobre la condición de los inmigrantes y sobre la responsabilidad de la sociedad, debate en el que se invitó a participar a toda clase de especialistas con la finalidad de informar de todo lo que se había hecho y de lo que quedaba por hacer para que no volviera a repetirse un hecho semejante. Se buscaba a los responsables. ¿El sistema había decepcionado a los inmigrantes, o aquello era el inicio de algo mucho más serio? Se hablaba de tensiones racistas ocultas que habían acabado por estallar y que se tenían que paliar mediante el debate y la educación; había que aprovechar mejor el sistema escolar para informar y explicar, de manera que se acabase con los prejuicios.

El grupo de Niran estaba en plena clase cuando Erlendur llamó a la puerta. Se excusó por la interrupción. La profesora le sonrió, comprendió de qué se trataba y le pidió que esperase un momento. Poco después salió al pasillo. Se presentó, diciendo que se llamaba Edda Bra y su pequeña mano desapareció en la de Erlendur cuando se saludaron. Tenía un porte muy serio, era morena, con el pelo muy corto, y llevaba un jersey grueso y pantalones vaqueros.

—En realidad, apenas sé qué decir sobre Niran —comenzó sin más formalidad, como si estuviese esperando la llegada de la policía de un momento a otro. O quizá solo se estaba dando prisa porque la clase la esperaba.

»Niran puede llegar a ser difícil y a veces tengo que prestarle una atención especial —continuó—. Apenas es capaz de escribir en islandés y no habla bien la lengua, de modo que es difícil comunicarse con él. En casa prácticamente no estudia y no parece interesado por la escuela. Nunca di clases a su hermano, pero por lo que sé era un auténtico cielo. Niran es muy distinto. Es capaz de poner a los demás chicos en su contra. Muchas veces se ve envuelto en peleas. La última, anteayer. Sé que cambiar de colegio siempre es difícil para los chicos, y ha tenido problemas desde el principio.

—Cuando llegó a Islandia debía de tener nueve años y no consiguió adaptarse demasiado bien —dijo Erlendur.

—Él no es el único —dijo la profesora—. A los que llegan siendo casi adolescentes les suele resultar difícil, y andan muy perdidos.

—¿Qué sucedió anteayer? —preguntó Erlendur.

—Quizá deberías hablar con el otro chico.

—¿Un compañero de clase?

—Esta mañana los chicos estuvieron hablando de eso —dijo Edda—. El pobre chico tiene problemas en casa, y en el colegio no ha hecho más que meterse en un lío tras otro. Él y unos cuantos más no pueden tragar a Niran y a sus amigos. Habla con él, a ver qué te dice; no suele hablar conmigo. Se llama Guðmundur, pero todos le llaman Gummi.

—Puedo intentarlo —dijo Erlendur.

Edda volvió a entrar en el aula y al poco salió seguida por un muchacho al que puso delante de Erlendur. Se alegró de que la maestra fuera tan eficiente. No malgastaba ni un momento en discusiones inútiles, conocía el valor del tiempo y cuándo debía y podía echar una mano. «Edda Bra[2]», repitió el nombre mentalmente. Qué nombre más curioso.

—Dijiste que me ibas a devolver el móvil —gimoteó el muchacho, mirando a Erlendur.

—Es lo único que comprenden —dijo Edda Bra mirando a Erlendur—. Con toda la clase delante, no quise gritar que tenía que hablar con la poli. Tal como están las cosas, se habría creado un auténtico caos. Avísame si necesitas algo más —añadió antes de desaparecer de nuevo en el aula.

—¿Gummi? —dijo Erlendur.

El muchacho alzó la mirada hacia él. Tenía el labio superior ligeramente hinchado y arañazos en la nariz. Era grande para su edad, rubio, y en sus ojos podía leerse una profunda desconfianza.

—¿Eres poli? —preguntó.

Erlendur asintió con la cabeza e hizo una señal al chico para dirigirlo hacia un panel que servía para separar el pasillo de unos ordenadores que había sobre una enorme mesa. Erlendur se sentó sobre la mesa y Gummi tomó asiento en una silla delante de él.

—¿Llevas una placa colgada? —preguntó Gummi—. ¿Puedo verla?

—No llevo placa —dijo Erlendur—. Supongo que estás hablando de eso que llevan los polis de las películas. No son policías de verdad. Son unos pobres imitadores.

Gummi se quedó mirando a Erlendur como si se hubiera quedado sordo.

—¿Qué sucedió anteayer entre Niran y tú? —preguntó Erlendur.

—¿Qué tiene que…? —comenzó Gummi, con una voz cargada de la misma desconfianza que reflejaban sus ojos.

—Es pura curiosidad —le interrumpió Erlendur—. No es nada grave. No te preocupes.

Gummi siguió titubeante.

—Se me echó encima sin más —dijo un momento después.

—¿Por qué?

—No tengo ni idea.

—¿Se echó encima de alguien más, aparte de ti?

—No lo sé. Solo sé que de repente se me echó encima.

—¿Por qué?

—No lo sé —repitió Gummi.

Erlendur reflexionó un momento. Se puso en pie y miró el panel. Luego volvió a sentarse. No podía pasar demasiado rato con Gummi.

—¿Sabes lo que les pasa a los chicos que mienten a la poli? —dijo entonces.

—Yo no miento —dijo Gummi, con los ojos muy abiertos.

—Llamamos inmediatamente a sus padres, les explicamos el asunto, les decimos que su hijo ha mentido a la policía y les pedimos que se presenten con su hijo en la comisaría para tomarle declaración y decidir las medidas que hay que tomar. Así que si después de clase estás libre, podemos ir a buscar a tu madre y a tu padre y llevaros a los tres…

—Es que se puso hecho una fiera cuando se lo dije.

—¿Qué le dijiste?

Gummi titubeó otra vez. Y luego fue como si hiciera acopio de coraje.

—Que tiene la cara del color de la mierda. Él me ha dicho a mí cosas mucho peores —se apresuró a añadir.

Erlendur hizo una mueca.

—¿Y te extraña que te pegara?

—¡Es un imbécil!

—¿Y tú no?

—No paran de buscar pelea.

—¿Quiénes?

—Sus amigos, tailandeses y filipinos. Se pasan el día cerca de la farmacia.

Erlendur recordó algo que le había contado Elínborg sobre un grupo de chicos cerca de la farmacia, cuando le hizo el resumen en su coche la noche anterior.

—¿Forman una banda? —preguntó.

Gummi titubeó. Erlendur esperó. Sabía que Gummi estaba dándole vueltas a si debía decir las cosas tal como fueron y poner a Erlendur de su lado, o fingir que no sabía nada y limitarse a decir que no, con la esperanza de que al poli le pareciese suficiente.

—No era eso —dijo Gummi por fin—. Empezaron ellos.

—¿A qué?

—A provocarnos.

—¿A provocaros?

—Se creen mejores que nosotros. Más importantes. Más importantes que nosotros, que somos islandeses. Porque ellos vienen de Tailandia, de Filipinas o de Vietnam. Dicen que todo es mucho mejor allí que aquí, que tienen una historia mucho más importante.

—¿Y os pegasteis?

Gummi no le miró, se limitó a mirar al suelo.

—¿Sabes qué le pasó a Elías, el hermano de Niran? —preguntó Erlendur.

—No —respondió Gummi, cabizbajo—. Él no iba con ellos.

—¿Qué les dijiste a tus padres sobre las heridas que tienes en la cara?

Gummi levantó la vista.

—A ellos no les importa una mierda.

De pronto aparecieron Sigurður Óli y Elínborg en el pasillo, y Erlendur le indicó a Gummi que podía irse. Le vieron entrar en el aula y cerrar la puerta.

—¿Algún progreso? —preguntó Erlendur.

—Ninguno —respondió Elínborg—. Pero un chico con el que hablé dijo que el tal Kjartan, el profesor de islandés, era un «gilipollas que está más loco que una cabra». Entendí que andaba siempre con estupideces pero no pude averiguar de qué clase.

—Por mi parte, todo super cool —dijo Sigurður Óli.

—¿Super cool? —bramó Erlendur—. ¿Siempre tienes que hablar como un imbécil?

—Pero…

—¡No hay nada super cool en todo esto!

En el monitor de alguna de las habitaciones sonaban pitidos a intervalos regulares, pero en la de Marion Briem, que esperaba la muerte, reinaba el silencio. Erlendur estaba a los pies de la cama, mirando a su ocupante. Marion parecía dormir. Su rostro era puro hueso, los ojos hundidos, la piel pálida y marchita. Los brazos descansaban sobre la sábana, los dedos largos y delgados, sin arreglar, amarillentos del tabaco, y las uñas eran de un color marrón oscuro. Nadie había ido a visitar a Marion, que ya llevaba varios días en la sala de paliativos. Erlendur lo había preguntado al personal. Probablemente, tampoco irían a su entierro, pensó. Marion era un ser solitario, siempre lo había sido y nunca deseó otra cosa. A veces, cuando Erlendur iba a ver a Marion, su mente volaba hacia su propio futuro, su soledad y su abandono.

Durante mucho tiempo, Marion se consideró aparentemente como la conciencia de Erlendur, y nunca se cansaba de preguntarle por su vida privada, especialmente por su divorcio y su relación con los dos hijos que dejó con su madre y de los que jamás se ocupó. Erlendur, que respetaba a Marion, estaba harto de que metiera las narices en sus cosas y, muchas veces, sus encuentros acababan con palabras más que fuertes e incluso con gritos. Marion se sentía responsable de Erlendur, pues se había encargado de su instrucción cuando entró en el Departamento de Investigación de la policía. Marion Briem era su superior y Erlendur tuvo una instrucción muy dura sus primeros años en el Departamento.

—¿No piensas hacer nada con lo de tus hijos? —preguntó Marion en cierta ocasión, recriminándole con la voz.

La escena se desarrollaba en un piso oscuro, en un sótano. Tres marineros se habían peleado al final de una semana que habían pasado bebiendo. Uno de ellos sacó una navaja y se la clavó tres veces a uno de sus compañeros, que había dicho algo despectivo sobre su novia. El hombre fue trasladado al hospital pero murió a consecuencia de las heridas. Sus dos compañeros fueron trasladados a sendos calabozos. En el escenario del crimen estaba todo cubierto de sangre. La víctima se había desangrado casi por completo mientras los otros dos seguían bebiendo. Una mujer que pasaba por la calle vio a través de la ventana del sótano un hombre tumbado sobre un charco de sangre y fue ella quien dio aviso. En aquellos momentos, los dos hombres estaban dormidos a consecuencia de la ingesta de alcohol y, cuando despertaron, no recordaban lo que había sucedido.

—Estoy en ello —dijo Erlendur, mientras miraba el charco de sangre del suelo—. No te preocupes por eso.

—Alguien tendrá que hacerlo —dijo Marion—. No puedes sentirte muy bien tal como está la situación.

—A ti no te importa cómo me sienta —repuso Erlendur.

—Me importa si eso afecta a tu trabajo en el Departamento.

—Eso no afecta a mi trabajo. Ya lo solucionaré. No te preocupes.

—¿Tú crees que podrán salir adelante?

—¿Quiénes?

—Tus hijos.

—Deja el tema, por favor —dijo Erlendur, centrándose en la sangre del suelo.

—Deberías pensarlo. Cómo será eso de crecer sin padre.

Sobre una mesa estaba la navaja ensangrentada.

—No es un crimen complicado —dijo Marion.

—Rara vez hay alguno de esos en esta ciudad —respondió Erlendur.

Ahora, mirando el marchito cuerpo que yacía sobre la cama se dio cuenta de algo que entonces ignoraba: Marion intentaba ayudarle en aquellos momentos. Erlendur ni siquiera entendía por qué abandonó a sus dos hijos después del divorcio y por qué no hizo prácticamente nada para conseguir derechos de visita. Su exesposa lo odiaba y juró que jamás le dejaría estar con los niños, ni un solo día, y él no se esforzó mucho por evitarlo. Años después, lo lamentó profundamente, al descubrir la situación en la que se encontraban sus dos hijos, ya adultos.

Marion abrió despacio los ojos y vio a Erlendur de pie junto a la cama.

Por la mente de Erlendur pasaron unas palabras de su madre sobre un anciano pariente de los fiordos del Este, tumbado en su lecho de muerte. La madre había ido a visitarlo y se sentó en el borde de la cama, y cuando regresó a casa, dijo que le había parecido «poquita cosa y muy raro».

—¿Quieres… leerme algo…, Erlendur?

—Claro que sí.

—Tu historia —dijo Marion—. Tu historia y la de… tu hermano.

Erlendur se calló.

—Me dijiste… una vez que estaba en… esos libracos tuyos.

—Aquí está —dijo Erlendur.

—¿Quieres… leer… leérmela?

En ese momento sonó el móvil de Erlendur. Marion le miró. El teléfono tenía una melodía que Elínborg le había puesto un día de lluvia, cuando esperaban en un coche patrulla detrás del Palacio de Justicia de Reikiavik. Se ocupaban de trasladar a un prisionero y ella cambió el tono del timbre por la novena sinfonía de Beethoven.

El Himno de la alegría llenó la pequeña habitación del hospital.

—¿Qué música es esa? —preguntó Marion. Los analgésicos la habían aturdido.

Finalmente, Erlendur consiguió sacar el móvil del bolsillo de su chaqueta y responder. El Himno cesó.

—Sí, diga —dijo Erlendur.

Pudo oír que había alguien al otro lado de la línea, pero nadie respondió.

—Diga —volvió a decir, esta vez más fuerte.

Nadie respondió.

—¿Quién es?

Iba a cortar la comunicación cuando la persona que estaba al otro lado colgó su teléfono.

—Venga, te la leeré —dijo Erlendur, volviendo a meterse el móvil en el bolsillo de la chaqueta—. Te leeré el relato.

—Espero… que esto… acabe deprisa —dijo Marion. Su voz era áspera y temblaba un poco, como si le costara mucho sacarla de la garganta—. No es… agradable pasar… por esto.

Erlendur sonrió. El móvil empezó a sonar otra vez. El Himno de la alegría.

—Sí —respondió al teléfono.

Nadie le contestó.

—Esto es una broma de muy mal gusto —exclamó Erlendur, furioso—. ¿Quién es? —dijo con aspereza.

Continuó el silencio en el teléfono.

—¿Quién es? —repitió Erlendur.

—Yo…

—¿Sí? ¿Diga?

—Dios mío, no puedo —dijo a su oído el susurro de una débil voz femenina.

Erlendur se sobresaltó al oír la desesperación de la voz. Al principio pensó que quien estaba al teléfono era su hija. No sería la primera vez que le llamaba con algún problema, pidiendo ayuda a gritos. Pero no era Eva.

—¿Quién es? —dijo Erlendur, mostrándose ahora más afable, al darse cuenta de que la mujer del otro lado estaba llorando.

—Oh, Dios mío… —dijo la mujer, como si no tuviese fuerzas para acabar una sola frase.

Se produjo un breve silencio.

—Esto no puede continuar —dijo entonces, y colgó.

—¿Qué? ¿Diga?

Erlendur gritó al teléfono pero solo consiguió oír el zumbido que indicaba que habían colgado. Buscó el número desde el que se había hecho la llamada, pero no aparecía. Vio que Marion se había vuelto a dormir. Miró de nuevo su móvil y de repente se imaginó el rostro azulado de una mujer, hinchado en las olas, mirando al cielo con sus ojos muertos.