9

Cuando Erlendur llegó al colegio por la mañana, acompañado por Elínborg y Sigurður Óli, acababa de sonar el timbre del recreo. Los niños iban en silencio por los pasillos. Profesores y monitores dirigían el flujo de movimiento y todas las salidas de la escuela estaban abiertas de par en par. Aquella mañana había nevado. Los niños pequeños estaban dispuestos a aprovechar hasta el último segundo del recreo jugando en la nieve. Los mayores se tomaban la vida con más calma, resguardándose junto a las tapias o paseando en grupitos hacia el quiosco.

Erlendur sabía que habían ofrecido a los niños de la clase de Elías el servicio psicológico de asistencia postraumática y que algunos padres lo estaban utilizando. Habían ido al colegio con los chicos de la clase e informaron de sus inquietudes al profesor. El director del colegio había convocado a profesores y empleados para reunirse en un aula a mediodía y guardar un minuto de silencio en recuerdo de Elías. El párroco del barrio diría unas palabras a los alumnos y un representante de la policía pediría que cualquiera que supiese algo sobre los movimientos de Elías u otra cosa que pudiera ser útil a la policía en su investigación de la muerte del muchacho, informara a los profesores, al director o a la policía. Habían activado un número de teléfono especial al que podían llamar sin tener que dar su nombre. Se investigarían todas las llamadas, por insignificantes que pudieran parecer. Sigurður Óli y Elínborg pensaban interrogar a los niños de la clase de Elías sobre el último día que el chico fue al colegio, pero el asunto era complejo porque, para hacerlo, necesitaban la autorización de los padres. Agnes, la tutora de Elías, se había mostrado dispuesta a colaborar y llamó a los padres por la mañana temprano. La mayoría autorizó a la policía para que, en colaboración con la Agencia de Protección de Menores de Reikiavik, pudiera recoger una información que podía ser de gran valor. Dejó claro que no eran interrogatorios, sino que solo pretendían conseguir la mayor cantidad de información posible sobre el caso. Algunos padres pidieron estar presentes cuando les hicieran las preguntas a sus hijos, y ahora estaban en el pasillo con gesto preocupado. Sigurður y Elínborg iban sentándose con los niños, de uno en uno, para interrogarles en el aula vacía que les habían asignado.

Erlendur se reunió con el director del colegio y le preguntó por el profesor de carpintería. Tenía entendido que, como el profesor de islandés, había expresado disgusto por la llegada de mujeres asiáticas al país. Considerablemente afectado, el director preparaba la reunión del mediodía con el portavoz de la policía, e indicó a Erlendur dónde estaba el taller de carpintería. No había nadie. Erlendur volvió a la sala de profesores y se enteró de que el profesor de carpintería seguramente estaría en su coche, en el aparcamiento. El recreo era bastante largo, así que a veces aprovechaba para meterse en su coche y fumar uno o dos cigarrillos, según le dijeron a Erlendur.

La investigación policial se seguía centrando en el círculo más cercano: la escuela y el barrio. Se supo que, cerca del bloque de Elías, vivía un delincuente condenado en numerosas ocasiones. Habían ido a interrogarlo aquella mañana, pero estaba completamente borracho, agredió a los policías y fue detenido. A lo largo de la mañana se obtuvo la orden judicial para realizar un registro domiciliario, pero en la vivienda de aquel hombre aún no habían encontrado nada relacionado con el asesinato de Elías. La policía también investigó a algunos de sus viejos conocidos que habrían podido estar involucrados en agresiones con navajas, cobradores de deudas y algunos individuos que habían acabado en manos de la policía por peleas con inmigrantes e incluso con turistas.

Niran no había dicho una palabra desde que lo encontraron. Por la noche llamaron a un psicólogo infantil y a un especialista de la Agencia de Protección de Menores de Reikiavik, pero Niran seguía sentado, envuelto en una manta, sin decir ni una palabra a pesar de lo que hiciesen o dijesen. Le preguntaron varias veces dónde había estado durante el día y si sabía qué le había sucedido a su hermano, quién habría podido hacerlo, cuándo había visto a su hermano por última vez, de qué habían hablado. Todas esas preguntas caían sobre Niran, muchas hechas por su madre, pero Niran no abrió la boca, sino que siguió en silencio bajo su manta, con la mirada perdida. Era como si se hubiese recluido en su mundo mental, en un refugio que solo él conocía.

Al final, Erlendur hizo salir a los expertos y también él se fue a casa, dejando tranquilos a Sunee y Niran. Para entonces, Sigríður y la intérprete ya no estaban, pero el hermano de Sunee se quedó con madre e hijo en el apartamento.

Al parecer, nadie sabía que Sunee tuviera novio. Cuando Erlendur le preguntó a Guðný, esta no supo decir quién podía ser, y añadió que nunca había oído hablar de él. Lo mismo dijo Sigríður, la exsuegra de Sunee. Fue una tremenda sorpresa para ella. Pero cuando Erlendur le preguntó a Virote, el hermano de Sunee, este mostró saber de qué le estaba hablando. Sabía que había un hombre en la vida de su hermana, pero que no llevaban mucho tiempo. Él nunca le había visto ni sabía quién era. Erlendur no quería molestar a Sunee ahora que acababa de recuperar a Niran, pero le pidió a Virote que le preguntara más detalles sobre ese hombre y luego se lo contase. No lo había hecho.

Erlendur enseguida encontró el coche gris metalizado del profesor de carpintería. Dio unos golpecitos en el cristal del lado del conductor y el hombre lo bajó. Una nube de humo del cigarrillo que estaba fumando escapó al aire invernal.

—¿Puedo entrar a sentarme contigo? —dijo Erlendur—. Soy de la policía.

El profesor de carpintería soltó un gruñido. Asintió con bastante desgana, como si comprendiera que no podía evitar la conversación con Erlendur. Saltaba a la vista que no le gustaba aquella interrupción en su rato de descanso. Erlendur no se inmutó, se sentó en el asiento del pasajero y sacó un paquete de cigarrillos.

—Eres Egill, ¿verdad?

—Así es.

—¿Te importa si fumo? —preguntó Erlendur blandiendo un cigarrillo.

En el rostro de Egill se formó una mueca, que Erlendur no supo interpretar.

—No se puede estar tranquilo en ningún sitio —dijo el carpintero.

Erlendur encendió el cigarrillo y los dos se quedaron sentados en silencio, disfrutando del tabaco, durante un rato.

—Naturalmente, has venido por lo del niño —dijo Egill por fin. Era un hombre alto y grueso, de unos cincuenta años, al que no le sobraba espacio en el asiento del conductor: huesos grandes, calvo por completo, nariz grande, pómulos altos y prominentes, y barba. Cuando se llevó el cigarrillo a la boca, casi desapareció en ella. En lo alto del cráneo, en la parte de delante, tenía un bulto enorme, de color rosa, que Erlendur miraba de reojo de vez en cuando si veía que su propietario no iba a darse cuenta. No sabía por qué aquel bulto le llamaba tanto la atención.

—¿Era bueno en carpintería? —preguntó Erlendur.

—Sí, no era malo —dijo Egill, echando hacia delante su enorme humanidad para apagar la colilla en el cenicero. El esfuerzo le hizo crujir—. ¿Tenéis alguna idea de quién pudo hacerlo?

—No, ninguna —respondió Erlendur—. Solo sabemos que le apuñalaron cerca del colegio.

—Vivimos en una sociedad completamente torcida —gruñó Egill—. Y vosotros no podéis hacer nada. ¿Esta indulgencia con los delincuentes es algo típicamente islandés? ¿Tú qué crees?

Erlendur no acababa de comprender de qué le hablaba el carpintero.

—El otro día leí en el periódico —prosiguió Egill— que unos imbéciles habían asaltado el hogar de unas personas por una pequeña deuda, que lo destrozaron todo y mutilaron al hombre que vivía allí, algo espantoso. Les pillaron con las manos en la masa y los soltaron después de interrogarles. ¿Qué clase de gilipollez es esa?

—Yo…

Erlendur no llegó a responderle.

—A esos tipos hay que cogerlos y meterlos en la trena sin perder un instante —continuó Egill—. Cuando los cogen así o cuando confiesan, hay que juzgarlos y condenarlos sin demora. No deberían volver a ver la luz del sol hasta después de haber pasado diez años en prisión, por lo menos. Pero vosotros los soltáis como si nada. ¡Es lógico que todo se esté yendo a la mierda! ¿Por qué a los reincidentes siempre les echan unas penas tan ridículas? ¿Qué hay en nuestra sociedad que nos somete a los delincuentes?

—Son las leyes —dijo Erlendur—. Siempre favorecen a esa gentuza.

—Pues habrá que cambiarlas —dijo Egill, nervioso.

—Tengo entendido que no te caen demasiado bien los inmigrantes —dijo Erlendur, que había tenido que aguantar demasiados discursos sobre las ridículas sentencias que se imponían a los delincuentes y el tratamiento de guante blanco que se tenía con ellos.

—¿Quién dice que estoy en contra de los inmigrantes? —preguntó Egill sorprendido.

—Nadie en especial —respondió Erlendur.

—¿Es por la reunión del otro día?

—¿Qué reunión?

—Me permití defender a Jónas Hallgrímsson, nuestro gran poeta del siglo XIX. Alguien vino a una de las reuniones con los padres de uno de los cursos con la propuesta de que todos juntos cantáramos los primeros versos de Islandia, isla hermosa, incluyendo a los niños. Habían estado estudiando la poesía de Jónas Hallgrímsson en clase. Hay veces que enseñan algo bueno en esta escuela. Algunos padres empezaron a escandalizarse, diciendo que en este colegio había una sociedad multicultural. Como si cantar canciones islandesas fuera un acto de racismo. Se montó una buena discusión y yo, pidiendo la palabra, pregunté si estaban mal de la cabeza. Creo que utilicé esas palabras. Como es lógico, algunos se quejaron de mí al director. Decían que había sido una falta de respeto. El pobre vejete me lo contó temblando de miedo. Y yo le dije que bueno, que me echara. Llevo más de un cuarto de siglo dando clases aquí y me encantaría que alguien tuviera la amabilidad de echarme a patadas. Yo no tengo los huevos necesarios para irme por mi cuenta.

Apareció otro cigarrillo en la manaza de Egill, y cuando Erlendur le miró de reojo el bulto de la cabeza, tuvo la sensación de que había empezado a enrojecer. Pensó que podía indicar que Egill se había enfadado al recordar la reunión de padres. O quizás era por el cuarto de siglo que creía haber desperdiciado enseñando carpintería en la escuela.

—Yo no tengo nada contra los inmigrantes —dijo Egill, encendiendo el cigarrillo—. Pero me revienta modificar lo que es islandés y nacional para servir a ciertas exigencias hechas en nombre de un multiculturalismo que no sé lo que es. También estoy en contra del partido conservador. Y no puedo soportar tener que salir aquí para fumar metido en este trasto. Pero ¿soy yo quien decide?

—Por lo que sé, había algo, además de Jónas —dijo Erlendur—. Hubo algunas observaciones sobre las mujeres asiáticas que molestaron a la gente. Si lo entendí bien, mostraste un fuerte rechazo a que esas mujeres se instalen en nuestro país.

El timbre del colegio marcó el final del recreo y los chicos empezaron a desaparecer en el interior de la escuela. Egill, que no pareció sentirse afectado por ello, siguió tranquilamente sentado, aspirando el veneno del cigarrillo.

—¡Que mostré un fuerte rechazo! —exclamó repitiendo las palabras de Erlendur—. ¡No tengo nada en contra de los inmigrantes! Aquellos bobos discutían conmigo y yo les di mi opinión. Aún está permitido tener una opinión. Lo que dije es que me parecían lamentables las condiciones en que llegaban al país muchas de esas mujeres. Pensaba que, por regla general, huyen de una pobreza miserable y creen que aquí pueden encontrar una vida mejor. Dije algo por el estilo. No dije nada malo sobre ellas. Respeto todos los esfuerzos por salir adelante, sean cuales sean, y creo que esas mujeres han demostrado una gran voluntad en este país.

Egill carraspeó y volvió a echarse hacia delante con dificultad, para llegar al cenicero y apagar el cigarrillo.

—Yo creo que eso puede aplicarse a las personas de todas esas etnias que vienen a este país y se instalan aquí —continuó—. Pero eso no significa que debamos renunciar a honrar la cultura islandesa y promoverla en todas partes, especialmente en las escuelas. Por el contrario, creo que cada vez hay más inmigrantes en Islandia y que debemos esforzarnos por darles a conocer nuestra historia y nuestra cultura, y animar a que no las ignoren los que realmente quieren venir a vivir en el frío. Tenemos que extender la religión cristiana en vez de disimularla como algo vergonzoso. Eso es lo que les dije a esos adoradores de la sociedad multicultural. Pienso que, quienes quieran vivir aquí, deben poder hacerlo, y que nosotros tenemos que ayudarles en todos los sentidos, pero eso no significa que debamos perder la lengua y la cultura islandesas.

—¿No deberías…?

—Naturalmente, la condición inexcusable es que nosotros también podamos cultivar nuestra cultura, por muchas personas de otras naciones que emigren a Islandia.

—¿No deberías estar en clase hace rato? —preguntó Erlendur cuando, por fin, pudo meter baza. Egill no parecía ser consciente de que las clases habían empezado y de que el recreo había terminado.

—A esta hora estoy libre —dijo Egill con un gruñido—. Estoy de acuerdo con que la sociedad está cambiando y que tenemos que reaccionar positivamente desde el principio. Es fundamental intervenir de inmediato y aniquilar los prejuicios xenófobos. Todos han de tener las mismas oportunidades; y si a los niños de origen extranjero les resulta más difícil tener éxito en la escuela y concluir los estudios, hay que buscar soluciones. Empezar desde la guardería. Por otra parte, creo que no deberíais perder el tiempo conmigo, por muchas cosas que suelte en las reuniones. Cuando se asesina a niños a puñaladas, hay otros motivos de investigación más evidentes.

—Me limito a recabar información, es mi trabajo. ¿Tenías algún tipo de relación con Elías o con su hermano Niran?

—No, nada de especial. No llevaban mucho tiempo en la escuela. Tengo entendido que se mudaron al barrio la primavera pasada y luego empezaron en la escuela en otoño, claro. Yo le daba clases a Elías, creo que la última vez que estuvo conmigo fue anteayer. El pobre chico era hábil con las manos. No hacemos cosas muy complicadas con los chicos de esa edad, serramos y así.

—¿Se llevaba bien con los chicos de su clase?

—Eso parecía. Era uno más.

—¿Has tenido noticia de enfrentamientos entre los chicos de piel oscura y los demás? —preguntó Erlendur.

—Nada grave —dijo Egill pasándose la mano por la barba—. Pero hay algunos pandilleros, eso se ve. No me cae bien nuestro profesor de islandés, el Kjartan ese. Creo que está creando problemas sobre ese tema. Está medio desequilibrado, el pobre. Tuvo que dejar el balonmano cuando estaba a punto de alcanzar la cima. Una cosa así puede sentar muy mal a algunos. Pero deberías hablar con él. Él sabe más sobre estos temas.

Callaron. En el patio del colegio todo estaba tranquilo y silencioso.

—De modo que todo se está yendo a la mierda —dijo Erlendur al fin.

—Eso me temo.

Estuvieron un buen rato en el coche lleno de humo, hasta que Erlendur se acordó de Sigurður Óli, que de niño había ido a ese colegio. Se le ocurrió preguntarle a Egill. Tenía que remontarse a muchos años atrás para acordarse de él, pero enseguida recordó a un chico que estuvo allí en aquella época, un chico con aires de superioridad.

—Es increíble lo que uno puede recordar de esos chicos —dijo Egill—. Creo que su padre era fontanero.

—¿Fontanero? —dijo Erlendur, que lo único que sabía de Sigurður Óli era lo que veía de él en el trabajo, aunque llevaban años trabajando juntos en casos penales. Nunca hablaban de sus vidas privadas, lo que a ambos les parecía estupendo. Al menos tenían eso en común.

—Y un comunista de narices —añadió Egill—. En esa época se hacía notar bastante, porque siempre asistía a las reuniones de padres y a todo lo que se organizaba en la escuela. Entonces era muy raro que los padres pisasen el colegio para traer a sus hijos o ir a reuniones. El tipo ese venía siempre y soltaba unos discursos atronadores contra el partido conservador.

—¿Y la madre?

—Nunca la vi —dijo Egill—. A él le llamaban algo, alguna cosa que tenía que ver con la fontanería. Mi hermano es fontanero y lo entendió enseguida. Pero ¿qué le llamaban?

Erlendur miró de reojo el bulto rosado. Había empezado a palidecer de nuevo.

—¿Por qué no lo recuerdo? —dijo Egill.

—No necesito saberlo —dijo Erlendur.

—Sí. Ya me acuerdo. Le llamaban Sifón.

Finnur era tutor de tercero y estaba sentado en la sala de profesores. Su clase había ido a música y él se dedicaba a corregir deberes cuando Elínborg le interrumpió.

—Tengo entendido que tuviste cierto altercado con otro profesor de la escuela, Kjartan —dijo Elínborg, después de presentarse. La secretaria de administración le había dicho dónde podía encontrar a Finnur.

—Kjartan y yo no somos amigos —dijo Finnur. Aún no había cumplido los treinta, era moreno, con una espesa pelambrera. Vestía un forro polar y pantalones vaqueros.

—¿Qué pasó?

—¿Ya has hablado con él?

—Sí. Un colega mío habló con él.

—¿Y?

—Y nada. ¿Qué sucedió?

—Kjartan es idiota —dijo Finnur—. No deberían dejarle pisar un aula. Pero esa es mi opinión, nada más.

—¿Hizo ciertos comentarios?

—Siempre machaca con lo mismo. E intenta no pasarse de la raya, porque entonces no le permitirían seguir en la escuela. Pero no se muestra tan cobarde cuando discute a solas con alguien.

—¿Qué dijo?

—Era sobre los inmigrantes, sobre los niños de origen extranjero. No creo que esté relacionado con este horrible suceso.

Finnur titubeó.

—Sabía que estaba provocándome. A mí me parece fenomenal que se venga aquí gente de otros países, y me da absolutamente lo mismo para qué quieren venir, con tal de que no sean delincuentes. Me da igual si son de Europa o de Asia. Los necesitamos y enriquecen nuestra sociedad. Kjartan quiere cerrar el país para que no entren inmigrantes. Tuvimos una buena discusión sobre este asunto, como de costumbre, pero él estaba más furioso de lo habitual.

—¿Cuándo fue?

—Ayer por la mañana. Pero siempre estamos peleándonos. En cuanto nos vemos, salta la chispa.

—¿Os habéis peleado otras veces?

Finnur asintió.

—Los profesores tienen un fuerte sentido de la igualdad y no quieren ni entienden otra cosa. Siempre controlan que, entre los alumnos, no haya ningún tipo de discriminación. Es cuestión de orgullo profesional, para los profesores es algo sagrado.

—Pero Kjartan es una excepción, ¿no?

—Es absolutamente insoportable. Debería denunciarle al Consejo Pedagógico. No queremos tener por aquí a un profesor como él.

—¿Es…? —comenzó Elínborg.

—Probablemente es por mi hermano —la interrumpió Finnur—. Está casado con una tailandesa. Por eso Kjartan me ataca tanto. Mi hermano conoció a su mujer en Tailandia hace ocho años. Tienen dos hijas. Son las mejores personas que conozco. Así que el asunto me afecta de forma indirecta. No aguanto lo que dice, y él lo sabe.