Los chicos estaban jugando al fútbol sala con mucho entusiasmo. Peleaban hasta el último balón y no vacilaban a la hora de practicar el juego sucio. Sigurður Óli vio a uno de ellos intentar un barrido que habría podido romperle la pierna a su adversario. El chico que sufrió la zancadilla soltó un enorme alarido mientras se sujetaba la pantorrilla con las manos.
—¡Cuidado, chicos! —gritó el entrenador—. ¡Eso no puede ser, Geiri! Ven, Raggi —llamó al chico que se estaba poniendo en pie después de la zancadilla.
Cambió a Raggi por otro chico y el juego continuó sin tanta energía. En el entrenamiento había bastantes más chicos de los que podía haber en la pista, y el entrenador cambiaba a los chicos con frecuencia. Sigurður Óli estaba en un lateral, observando. El entrenador era Vilhjálmur, el profesor de educación física de Elías. Se sacaba un sobresueldo como entrenador de fútbol del grupo de los pequeños, o al menos eso es lo que le dijo su esposa a Sigurður Óli cuando se presentó en la puerta de su casa. Le indicó que fuera al polideportivo.
El entrenamiento estaba terminando. Vilhjálmur tocó un silbato que llevaba alrededor del cuello y un chico, que no parecía muy de acuerdo con la interrupción, dio una violenta patada a la pelota, que acabó en la nuca de uno de sus compañeros. Se montó una buena tangana, pero Vilhjálmur volvió a tocar el silbato y gritó a los chicos que se dejaran de tonterías y se fueran a la ducha. Parecía tenerlos bien controlados. Los dos chicos dejaron de pelearse.
—¿No es una forma de jugar un tanto violenta? —preguntó Sigurður Óli, que se dirigió hacia Vilhjálmur. Los chicos miraron asombrados al policía mientras entraban en los vestuarios. Nunca habían visto a un hombre tan bien vestido en el gimnasio.
—A veces son muy ruidosos —dijo Vilhjálmur, estrechando la mano de Sigurður Óli. Recogió los conos que marcaban las porterías, las pelotas y lo metió todo en un armarito que cerró con llave; era un hombre bajito y regordete, de unos treinta años—. Hay que atar corto a estos chicos. Llegan aquí perezosos y gordos de tanta pizza y tanto juego de ordenador y les hago moverse. ¿Has venido por lo de Elías? —preguntó.
—Tengo entendido que hoy fuiste su último profesor —dijo Sigurður Óli.
Vilhjálmur se había enterado del crimen y dijo que no podía creérselo.
—Uno se queda total y absolutamente descolocado —dijo—. Elías era un chico brillante. Se esforzaba en educación física y creo que le encantaba el fútbol. No hay palabras para algo así.
—¿Notaste algo especial, o raro, en la clase de hoy?
—Fue un día como cualquier otro. Les hice correr un rato y saltar el potro, y luego formamos equipos. El fútbol es lo que más les gusta. Y también el balonmano.
—¿Crees que Elías se fue directamente a casa?
—No tengo ni idea de adónde fue —respondió Vilhjálmur.
—¿Fue el último en salir?
—Elías siempre era el último —dijo Vilhjálmur.
—¿Así que era una «azafata»?
—¿Tú también eres de las Vestmann?
—No. Qué va. ¿Y tú…?
—Me trasladé aquí a los doce años.
—¿Elías estuvo remoloneando, o…?
—Era así —dijo Vilhjálmur—, siempre necesitaba un rato para ponerse en movimiento. Tardaba en ponerse la ropa de deporte. Era bastante lento en todo y había que animarle para que hiciera las cosas.
—¿Y qué es lo que hacía para quedarse siempre el último?
—Nada, estaba metido en su mundo.
—¿Hoy también?
—Seguro, aunque no me fijé especialmente, ya que tuve que salir a una reunión.
—¿Viste si había algún chico esperándole fuera? ¿Se encontró con alguien? ¿Tenía miedo de irse a casa? ¿Notaste algo raro en su comportamiento, te dijo algo?
—No, nada. No noté que pasase nada raro. Los chicos se iban a casa. No creo que nadie le estuviera esperando. Claro que yo no pensaba en esa clase de cosas, ya sabes. Uno no piensa esas cosas.
—Hasta que suceden —dijo Sigurður Óli.
—Sí, efectivamente. Pero como te digo, no noté nada extraño. No se mostró asustado durante la clase. No me dijo nada. Se comportó con normalidad. Evidentemente, nunca había pasado algo así antes… Jamás. No me cabe en la cabeza que alguien haya podido atacar a Elías, no lo entiendo. Es horrible.
—¿Conoces a un profesor de islandés de este colegio que se llama Kjartan?
—Sí.
—Al parecer, tiene ideas algo radicales sobre los inmigrantes.
—Sí, por decirlo suavemente.
—¿Estás de acuerdo con él?
—¿Yo? No. Creo que ese tío está loco. Está…
—¿Qué?
—Está un tanto amargado. ¿Ya has hablado con él?
—No.
—Es una antigua estrella del deporte —dijo Vilhjálmur—. Recuerdo cuando jugaba al balonmano. Era el mejor. Luego pasó algo, sufrió una lesión grave y tuvo que retirarse. Justo cuando iba a hacerse profesional. Le habían fichado en España. Creo que algo así se te queda grabado a fuego. No es demasiado simpático.
Se oyeron gritos y voces que salían del vestuario de los chavales y más allá, por el pasillo. Vilhjálmur se fue hacia allí para poner orden.
—¿Sabéis qué es lo que sucedió? —preguntó.
—Aún no —dijo Sigurður Óli.
—Ojalá cacéis a ese animal. ¿No será un tema de racismo?
—No sabemos nada.
La esposa de Kjartan, el profesor de islandés, tenía más de treinta años, aunque era un poco más joven que su marido; iba bastante desarreglada, con un chándal que la hacía menos atractiva de lo que su materia prima habría permitido. Detrás de ella se escondían dos niños. Sigurður Óli observó con disimulo la vivienda, que estaba a oscuras. Aquella pareja no parecía muy cuidadosa con su piso. Sin querer, pensó en su propio apartamento, ordenado y reluciente. Aquello lo alegró mientras estaba allí de pie, en el frío, y el viento se le metía por todas partes. El apartamento estaba en la planta baja de un edificio de cuatro viviendas.
La mujer llamó a su marido, que salió a la puerta, también en pantalones de chándal y una camiseta que parecía dos tallas más pequeña y que le resaltaba el barrigón. Era de los que suelen afeitarse una vez a la semana, y tenía un cierto gesto de malhumor que Sigurður no sabría decir de dónde procedía, aunque estaba bastante seguro de que salía de su mirada, colérica y hostil. Recordó haber visto antes aquel gesto, aquel rostro, y recordó las palabras de Vilhjálmur sobre la caída de la estrella deportiva.
Caras del pasado, había dicho Erlendur. A veces decía cosas que a Sigurður Óli no le gustaban porque no las comprendía, algo sacado de esos viejos relatos y que era lo único que parecía interesar a Erlendur. Un abismo separaba las ideas de ambos. Mientras Erlendur estaba en su casa leyendo poesía o folclore islandés, Sigurður Óli se sentaba delante del televisor a ver series americanas de policías con un cuenco lleno de palomitas sobre las piernas y un refresco sobre la mesa. Cuando empezó a trabajar en la policía, utilizaba los casos de esas series como ejemplo. No era el único que pensaba que el trabajo de policía debía ir acompañado de elegancia en el porte. Incluso ahora los nuevos se presentaban en el trabajo vestidos como polis de televisión americana, con vaqueros y gorra de béisbol con la visera hacia atrás.
—¿Es por el niño? —dijo Kjartan, que no parecía tener intención de invitar a Sigurður Óli a entrar para librarse del frío.
—Por Elías, sí.
—Creo que era cuestión de tiempo —dijo Kjartan, su tono de voz delataba impaciencia—. No hay que dejar que esa gente entre en el país —continuó—. Lo único que hacen es crispar los ánimos. Antes o después tenía que llegarse a esto. Fuera ese niño de este colegio, en este barrio, en este momento o cualquier otro en otro momento… Eso no importa. Habría sucedido y volverá a suceder. Puedes estar seguro.
Sigurður Óli empezó a recordar la historia de Kjartan mientras le tenía allí delante, con una mano en el marco de la puerta y la otra en el batiente, mientras su prominente barriga luchaba por salirse de su camiseta. Sigurður seguía los deportes, aunque prefería el fútbol americano y el béisbol a los que se practicaban en Islandia. Recordaba a aquel hombre, del que decían que muy pronto sería una gran estrella del balonmano, se acordó de que lo habían seleccionado para el equipo nacional cuando se lesionó durante un partido. Tenía apenas veinte años y se vio obligado a dejar el deporte. Los medios de comunicación le dedicaron muchas líneas durante un tiempo, pero luego Kjartan desapareció de los focos con tanta rapidez como había aparecido bajo ellos.
—¿Crees que la agresión ha venido provocada por motivos racistas? —dijo Sigurður Óli, pensando que debió de resultarle muy difícil decir adiós a su carrera en el balonmano. Seguramente habría tenido una brillante carrera en el deporte de no ser por lo que le ocurrió, y ahora no tendría que estar dando clases en un colegio.
—¿Existe alguna otra posibilidad? —preguntó Kjartan.
—Diste clase a Elías.
—Sí, en sustituciones.
—¿Qué clase de chico era?
—Yo no le conozco. He oído que lo han apuñalado. No sé más. No servirá de nada preguntarme a mí. Yo no tengo que vigilar a esos chicos. ¡No trabajo en un jardín de infancia!
Sigurður Óli le miró cuestionándole.
—Hay tres como él en su clase —continuó Kjartan—. Más de treinta en todo el colegio. Ya no te asombra cuando llega otro a la escuela. Pasa lo mismo en todas partes. ¿Has ido al rastro de Kolaport? ¡Parece Hong Kong! A nadie le importa. A nadie le importa lo que va a ser de nuestro país.
—Yo…
—¿A ti te parece bien?
—Eso no es asunto tuyo —dijo Sigurður Óli.
—Yo no puedo ayudarte —dijo Kjartan, que hizo ademán de cerrar la puerta.
—¿Crees que es mucho pedir que me respondas a un par de preguntas? —dijo Sigurður Óli—. También podemos arreglarlo en la comisaría. Me encantará que me acompañes. Allí estaremos más tranquilos.
—No me vengas con amenazas —dijo Kjartan sin miedo—. Te lo estoy diciendo, no sé nada sobre este caso.
—A lo mejor te tenía miedo —dijo Sigurður Óli—. No parece que te mostraras amable con él. O con otros chicos a los que das clase.
—Eh —dijo Kjartan—. Yo no le hice nada a ese chico. No me preocupo por lo que hacen después del colegio. No es responsabilidad mía.
—Si me entero de que le amenazaste porque lo consideras extranjero, volveremos a vernos y tendremos una larga charla.
—Vaya, guau… me cago de miedo —exclamó Kjartan—. ¡Déjame en paz! No tengo ni idea de lo que le pasó al chico y tampoco me importa.
—¿Por qué te peleaste con el profesor… Finnur? —preguntó Sigurður Óli.
—¿Pelearme?
—En la sala de profesores —dijo Sigurður Óli—. ¿Qué pasó?
—No nos peleamos —repuso Kjartan—. Solo discutimos. Es uno de esos a los que todo les parece perfecto, cuantos más extranjeros vengan para acabar quedándose aquí, mejor. Siempre suelta esas viejas paparruchas izquierdistas. Se lo dije. Y se enfadó.
—¿Y a ti te parece bien? —preguntó Sigurður Óli.
—¿El qué? —dijo Kjartan.
—Hablarle así a la gente. ¿Estás seguro de que has encontrado tu lugar en la vida?
—¡Eso a ti te importa una mierda! ¿Y tú, lo has encontrado, olfateando el culo de gente que no tiene nada que ver contigo?
—Quizá no —dijo Sigurður Óli—. ¿No jugabas al baloncesto hace años? —preguntó—. Eras una estrella.
Kjartan vaciló un instante. Iba a decir algo, algo insultante que demostrara que no le importaba lo que Sigurður pudiera decir o pensar de él. Pero no se le ocurrió nada y se limitó a cerrar la puerta en silencio.
—Menudo ejemplo habrías sido —le dijo Sigurður Óli a la puerta.
Aquella misma tarde, Erlendur volvió al bloque de pisos. La búsqueda de Niran no había ofrecido resultado alguno. Sunee y su hermano habían vuelto a casa. La policía seguía buscándole y había solicitado la colaboración ciudadana, pidiendo a la gente que llamara para informar de todo lo que supiesen, e incluso que pasearan por su barrio buscando a un joven de origen asiático, bajo de estatura, de quince años de edad, con un plumón azul y una gorra.
Óðinn, el padre de Elías, tomó parte activa en la búsqueda. Fue a ver a Sunee y ambos estuvieron hablando un buen rato. Él también le contó a Erlendur otras cosas sobre su matrimonio, entre ellas que quiso quedarse con Elías después del divorcio, pero el chico prefería estar con su madre y él le dejó ir. No pudo darle detalles del nuevo hombre en la vida de Sunee. Ella tampoco había mencionado a nadie ante la policía. Quizás habían roto. Óðinn no sabía nada al respecto.
Erlendur se detuvo delante del bloque. Conducía un Ford Falcon con más de treinta años a sus espaldas, que había comprado el otoño anterior, un coche negro con tapicería blanca. Tenía el coche en marcha y encendió un cigarrillo. Era el último de la cajetilla. Aplastó la caja en la mano y estaba a punto de echarla al asiento de atrás como tenía por costumbre, pero se detuvo a tiempo y se metió el paquete en el bolsillo del abrigo. Sentía un cierto respeto por el Ford.
Erlendur aspiró hondo el humo azulado. Confianza, pensó. Tenía que confiar en la gente. Pensó en la mujer que estaba buscando desde hacía unas semanas. Los informes se apilaban sobre su mesa y uno de los más serios se relacionaba indirectamente con el engaño en el matrimonio, o al menos, eso es lo que le parecía. Era una desaparición y Erlendur tenía la teoría de que su origen estaba relacionado con un adulterio. No todos estaban de acuerdo con él.
Una mujer había salido de su casa poco antes de las fiestas navideñas y no volvió al redil. Antes de que encontraran al chico junto al bloque, Erlendur estaba tan absorto en el caso que Sigurður Óli y Elínborg comentaron que volvía a estar obsesionado. Todos sabían que Erlendur se ponía nervioso si, en su mesa, había casos sin resolver, sobre todo cuando se trataba de una desaparición. Mientras otros lo olvidaban al convencerse de que lo habían hecho lo mejor posible, Erlendur se iba enfrascando más y más en el caso y se negaba a rendirse.
La mujer se llamaba Ellen y su esposo, naturalmente, estaba muy preocupado por ella. Ambos tenían unos cuarenta años y se habían casado hacía dos años. Cuando se conocieron, los dos estaban casados. La esposa de él era jefa de sección en una empresa, y tenían tres hijos, entre los tres y los catorce años. Ella estaba casada con un empleado de banca y tenía dos hijos adolescentes. Los dos parecían gozar de una vida feliz y no carecían de nada. Él tenía un buen trabajo en una innovadora empresa de informática. Ella trabajaba en una agencia de viajes, organizando aventuras por las zonas más salvajes de Islandia. Se conocieron cuando él fue a una de esas excursiones sorpresa al glaciar Vatnajökull con un grupo de suecos de su empresa. Ella organizó la excursión y se reunió con él varias veces, y acompañó al grupo al glaciar. Entonces surgió una relación amorosa que mantuvieron en secreto durante año y medio.
Al principio no era más que una huida de la rutina cotidiana, según decía el marido. Podían verse sin problemas. Ella solía acompañar a sus clientes en las excursiones que hacían y él siempre encontraba una excusa u otra, como jugar al golf, que a su anterior mujer no le interesaba lo más mínimo. Llegó incluso a comprar copas en las que hacía grabar cosas como Tercer Lugar en el Torneo de Borgarsholm, y se las enseñaba a su mujer. Pensaba que era una situación irónica ya que, por mucho que jugaba al golf, casi nunca ganaba.
Erlendur apagó el cigarrillo. Recordaba las copas en casa del marido. No las había tirado, y Erlendur se preguntó por qué las guardaría. Eran las herramientas de una mentira que ya no hacían falta. A menos que siguiera mintiendo y dijera a quien quisiera oírle que las había ganado jugando. Quizá las guardaba como recuerdo de un adulterio exitoso. Si pudo mentir a su esposa y hacer grabar su supuesto éxito en una recompensa, ¿hasta dónde podían llegar sus mentiras?
Erlendur le había estado dando vueltas a esa cuestión desde que el marido llamó para denunciar la desaparición de su mujer. Lo que empezó como puras ganas de aventura, de romper con la rutina o como un amor ciego, había terminado en catástrofe.
Erlendur abandonó sus pensamientos con un respingo cuando alguien golpeó el cristal de la ventanilla. No vio quién era porque el cristal estaba cubierto de vaho y abrió la puerta. Era Elínborg.
—Tengo que irme a casa —dijo ella.
—Entra y siéntate un momento —dijo Erlendur.
—Maldita sea —exclamó ella, dio la vuelta al coche y se sentó en el asiento delantero—. ¿Qué estás haciendo aquí en el coche? —preguntó tras un breve silencio.
—Estaba pensando en la mujer desaparecida —respondió Erlendur.
—Ya sabes que se ha suicidado —dijo Elínborg—. Solo nos falta encontrar el cuerpo. Aparecerá esta primavera en la playa de Reykjanes. Lleva más de tres semanas desaparecida. Nadie sabe dónde está. Nadie la oculta. No se ha puesto en contacto con nadie. No se llevó dinero y no encontramos movimientos en su tarjeta. Sabemos que no salió del país. Todas las pistas llevan al mar.
Elínborg titubeó.
—A menos que pienses que la ha matado su nuevo marido.
—Ese hombre se fabricó unos premios falsos —dijo Erlendur—. Sabía que su exesposa no estaba interesada por el golf, no leía nada que tuviera que ver con los deportes y nunca hablaba de golf con nadie. Me lo dijo ella. Y él tampoco enseñaba sus copas a nadie excepto a ella, porque necesitaba montarse sus coartadas. Solo después. Después del divorcio. Entonces empezó a presumir de ellas. Si eso no es una señal de falta de moral…
—¿Así que ahora te estás centrando en él?
—Todo lleva siempre a lo mismo —dijo Erlendur.
—Desapariciones y crímenes —dijo Elínborg, que había oído ya muchas veces a Erlendur referirse a las desapariciones como «un crimen típicamente islandés». La teoría del comisario era que los islandeses no se preocupaban por las desapariciones. En la mayoría de los casos, estaban convencidos de que sus causas eran «naturales», buena explicación en un país con un índice de suicidios relativamente alto. Erlendur iba más allá y relacionaba la indiferencia que provocaban las desapariciones con una idea generalizada en la nación que tenía sus orígenes cientos de años atrás, en las peculiaridades de Islandia, en las durísimas condiciones climáticas del invierno, cuando la gente se perdía y desaparecía como si se los hubiera tragado la tierra. Nadie conocía mejor que Erlendur las historias de personas desaparecidas en lugares despoblados. Su teoría era que, al amparo de esa indiferencia, era relativamente sencillo cometer un crimen. En reuniones con Elínborg y Sigurður Óli, pero también con otros investigadores, Erlendur intentó explicar la desaparición de aquella mujer según su teoría, pero ellos hicieron oídos sordos a su propuesta.
—Vete a casa —dijo Erlendur—. Ocúpate de tu chica. ¿Ya ha vuelto Sunee?
—Estaban de camino —dijo Elínborg—. Les acompañaba Óðinn, pero creo que se habrá vuelto a su casa. Niran no ha aparecido. Dios mío, espero que no le haya pasado nada.
—Yo creo que aparecerá —dijo Erlendur.
—Tú y tus teorías sobre las desapariciones —dijo Elínborg, abriendo la puerta—. ¿Has hablado con tu hija estos días?
—Anda, vete a casa —dijo Erlendur.
—Estuve hablando con Guðný, la intérprete. Dice que Sunee siempre les enseñó a sus hijos lo que ella aprendió en su infancia, mostrar respeto por las personas mayores. Es uno de los rasgos fundamentales en la educación de los niños tailandeses, y algo que mantienen toda la vida. Otra característica de su comportamiento es la responsabilidad. Las personas mayores, abuelo y abuela, bisabuelo y bisabuela, ocupan un lugar de honor en la familia. Los mayores transmiten su experiencia a los jóvenes, quienes tienen la obligación de garantizar su seguridad durante la vejez. No es una obligación, sino algo natural. Y los niños…
Elínborg dejó escapar un suspiro al pensar en Elías.
—Dice que, en Tailandia, los adultos se levantan en el autobús para que los niños se sienten.
Callaron.
—Todo esto es tan nuevo para nosotros… Inmigrantes, xenofobia… sabemos tan poco sobre eso —dijo finalmente Erlendur.
—Es cierto. Pero creo que debemos esforzarnos por hacer todo lo posible.
—Sin duda. Venga, vete a casa.
—Nos vemos mañana —dijo Elínborg al salir del coche antes de cerrar la puerta.
Erlendur echó en falta un cigarrillo. Le martirizaba la idea de volver a casa de Sunee. Pensó en su hija, Eva Lind. Había aparecido unos días por Navidad, pero desde entonces no había vuelto a verla. Al hombre con quien vivía lo habían encerrado en la prisión de Hraunid poco antes de las fiestas y ella pensó que su padre podría hacer algo al respecto. Su novio era su camello. Lo habían condenado a tres años de prisión por tráfico de cocaína y éxtasis, así que empezaba un tiempo muy difícil para Eva mientras él estuviera en la cárcel.
La relación entre Eva Lind y Erlendur había empeorado considerablemente durante los últimos seis meses. Erlendur no sabía por qué. Ya hacía un tiempo que Eva no mostraba intención de curarse de su dependencia, y se mantuvo alejada de él. Siguió una cura de desintoxicación, aunque no voluntariamente, pero volvió a las andadas en cuanto la terminó. Sindri, su hermano, intentó convencerla sin éxito. Los dos hermanos siempre se habían llevado bien. La relación entre Erlendur y Eva era intermitente y solía depender del humor de Eva Lind. A veces estaba de buenas y hablaba con su padre y le decía cómo andaba. Luego había épocas en que no daba señales de vida y no quería saber nada de él.
Erlendur cerró el Ford, levantó la vista para mirar la silueta del bloque de seis pisos que se cernía en la oscuridad, inquietante, escondido entre las tinieblas. Recordó que tenía que hablar con el casero para enterarse de las condiciones de vida de Sunee y los chicos. Retrasó aún más el momento de subir a verla, retrocedió hasta la fachada del bloque y entró en el patio. Habían acabado de examinar la escena del crimen. Los técnicos de la Científica habían recogido sus trastos y todo estaba como antes. Como si allí no hubiera sucedido nada.
Volvió al campo de juego. El frío glacial le hería el rostro, metió las manos hasta el fondo de los bolsillos y se estuvo un buen rato inmóvil. Ese mismo día, por la mañana, había recibido la noticia de que su superior en la policía de investigación, Marion Briem, había ingresado en la unidad de cuidados paliativos del Hospital Nacional. Hacía años que Marion disfrutaba de la jubilación y ahora la vida iba escapando poco a poco de su pecho. Su relación no podría calificarse de amistad. Erlendur siempre consideró que Marion era una molestia, probablemente porque Marion casi era la única persona de su vida que nunca se cansaba de preguntar y de exigirle que se responsabilizara de sus actos. Probablemente, Marion era también la criatura más curiosa que había sobre la faz de la tierra, una auténtica base de datos de la vida criminal de Islandia, y con frecuencia extremadamente útil para Erlendur, a pesar de haber acabado su vida laboral. Marion no tenía a nadie. Para Marion, Erlendur era casi la última persona cercana que tenía, amigo, colega y pariente a la vez.
Un viento gélido azotó a Erlendur en el campo de juego donde había muerto Elías, y su mente voló sobre páramos y montañas hacia otro niño cuya mano había soltado mucho tiempo atrás y que le llevaba persiguiendo toda su vida como una triste sombra.
Erlendur miró hacia arriba. Sabía que ya no podía retrasar más la visita a Sunee. Se dio la vuelta y salió del patio del bloque con pasos rápidos. Cuando llegó a la entrada, se dio cuenta de que la puerta que daba acceso a los contenedores de basura estaba abierta. No del todo, pero había una rendija que dejaba ver el almacén. Antes no se había fijado en aquella puerta, porque estaba oculta en la pared al lado del portal y estaba pintada del mismo color que las paredes del bloque. Que la puerta del almacén estuviera abierta no tenía por qué significar algo. Cualquiera habría podido ir a echar basura a los contenedores. El agente que estaba de servicio en el portal había entrado en el vestíbulo, para protegerse del frío.
Erlendur vaciló un instante, pero entró al almacén de los cubos de basura y abrió la puerta del todo. Dentro estaba totalmente oscuro, así que buscó un interruptor y encendió la luz. Del techo colgaba una bombilla sin lámpara. Los contenedores de basura estaban en filas a lo largo de las paredes y debajo de la rampa había un barril lleno de desperdicios. El almacén estaba frío y de los restos de comida y otros detritus surgía un olor agrio y apestoso. Erlendur titubeó. Luego apagó la luz y volvió a cerrar la puerta.
Entonces oyó el gemido.
Tardó un rato en identificar de qué ruido se trataba. Quizá se lo había imaginado. Quizá no había interpretado bien el ruido. Abrió la puerta del almacén de golpe y encendió la luz de nuevo.
—¿Hay alguien ahí? —gritó.
Al no obtener respuesta, entró en el almacén y fue moviendo los contenedores para mirar entre ellos. Los movió hasta llegar al que estaba debajo de la rampa. Le pegó un empujón y, detrás, vio a un muchacho moreno, hecho un ovillo, con la cabeza entre las rodillas, como si quisiera hacerse invisible.
—¿Niran? —dijo Erlendur.
El muchacho no se movió.
—¿Eres tú, Niran?
El muchacho no respondió. Erlendur se arrodilló e intentó hacer que levantara la cabeza, pero el muchacho la hundió más aún. Se sujetaba las piernas con los brazos y así mantenía una postura cerrada que no era fácil de abrir.
—Sal de ahí y ven conmigo —dijo Erlendur, pero el muchacho hizo como si no estuviera allí—. Tu madre te está buscando.
Erlendur cogió al muchacho de la mano. Estaba fría como un témpano. El muchacho hundió el rostro en el pecho. Parecía que estuviera convencido de que Erlendur se marcharía y le dejaría en paz.
Al cabo de un rato, Erlendur consideró que había hecho todo lo posible, se levantó despacio y retrocedió hasta salir del almacén. Llamó al interfono de Sunee. Respondió la intérprete. Erlendur le dijo que creía que Niran había aparecido. Estaba ileso, pero su madre debía bajar a hablar con él. No pasó mucho rato hasta que Sunee, su hermano y su exsuegra, acompañados por la intérprete, bajaron las escaleras corriendo. Erlendur les recibió en la puerta e indicó a Sunee que entrara ella sola en el sótano.
En cuanto vio al muchacho encogido bajo la rampa de la basura, dejó escapar un grito, corrió hacia él y le abrazó. Entonces, el muchacho aflojó los brazos y se hundió en el regazo de su madre.
En algún momento de la noche Erlendur volvió a casa, a su agujero, como llamaba Eva Lind a su apartamento tiempo atrás, cuando él creía que su relación estaba mejorando. Le dijo que reptaba a su interior para glorificar su miseria. No utilizó esas palabras, puesto que Eva tenía un vocabulario muy limitado y monótono, pero quería decir eso. No encendió la luz. El débil resplandor que llegaba de la calle vertía una pálida claridad en el salón donde tenía los libros y se sentó en su sillón. Se había sentado así muchas veces, solo en la oscuridad, a mirar por la gran ventana del salón. Cuando estaba así, sentado y mirando, en la ventana no había nada más que el cielo infinito. En ocasiones titilaban estrellas en la calma invernal. A veces, ante la ventana, veía pasar la luna en toda su gloria, fría y lejana. En ocasiones el cielo estaba cubierto y oscuro como ahora, y Erlendur clavaba los ojos en la oscuridad como si quisiera desprenderse del vacío de sus fatigados pensamientos.
Recordó la imagen del cuerpo de Elías tumbado en el patio del bloque, y de nuevo regresaron a su mente antiguas imágenes de otro chico que, años atrás, hacía una insondable eternidad, había perecido en una espantosa ventisca. Era su hermano, de ocho años. Entonces, sentado en el salón de su casa, ya solo con sus pensamientos en la quietud de la noche, se dio cuenta de la gran impresión que le había causado encontrar a aquel niño al lado del bloque. Erlendur no podía evitar pensar en su hermano. La herida causada por su muerte nunca cicatrizó. Una sensación de culpabilidad lo atormentaba constantemente, siempre creyó que era culpable de lo que le sucedió a su hermano. Él era quien debía cuidarle, pero no lo hizo. Nadie le planteó jamás esa exigencia, solo él mismo. Nadie insinuó jamás que pudiera haberlo hecho mejor. Si no se le hubiera escapado la mano de su hermano en mitad de la tormenta, les habrían encontrado a los dos juntos cuando comenzó la búsqueda y sacaron a Erlendur de entre la nieve, asombrosamente ileso.
Cuando Sunee sacó a Niran del almacén, pensó en él, preguntándose si también él tendría la sensación de que habría tenido que cuidar mejor de su hermano.
Erlendur suspiró profundamente cerrando los ojos, sacudido por aquellos pensamientos constantes que, como cristales, iban cortando su conciencia, que se dirigía a un sueño sin sueños.
Se imagina a Elínborg agotada, sentada junto a su hija, como para protegerla de todo mal.
Ve a Sigurður Óli entrando en su casa con gesto de preocupación, procurando no hacer ruido para no despertar a Bergþóra.
Elías está tendido en el patio del bloque con un chaquetón desgarrado y sus ojos sin vida contemplan la nieve que cae.
Óðinn camina a grandes zancadas por el suelo de su apartamento de Snorrabraut, como un león enjaulado.
Niran está acostado en su cuarto y sus labios tiritan en silenciosa angustia.
Sunee está sola, sentada en el sofá, y llora en silencio bajo el dragón amarillo.
La mujer que él busca se mece lentamente en las olas.
Su hermano de ocho años yace congelado en una tormenta de nieve que durará toda la eternidad.
En un sueño lleno de sol, un pajarito mueve alegremente la cola en el interior de su jaula y canta para su amigo.