—¿Claire?
Por segunda vez esa noche abrí la puerta del lavabo de mujeres y pronuncié su nombre. Pero no hubo respuesta. Fuera, en la calle, oí la sirena de un coche de policía.
—¿Claire? —repetí.
Avancé unos pasos hasta los narcisos blancos y constaté que todas las cabinas estaban desocupadas.
Oí la segunda sirena mientras pasaba por delante del guardarropa y del atril hacia la calle. Entre los árboles, vislumbré las luces giratorias delante del bar de la gente corriente.
Acelerar el paso o echar a correr habría sido una reacción normal, pero no lo hice. Sentí algo pesado y oscuro en el lugar donde sabía que se hallaba el corazón, pero se trataba de una oscuridad serena. Aquella sensación oscura se parecía mucho a la inevitabilidad.
Mi esposa, pensé.
De nuevo me asaltó el impulso de echar a correr. De llegar sin resuello al bar, donde sin duda me retendrían en la puerta.
«¡Mi esposa! —diría jadeante—. ¡Mi esposa está ahí dentro!»
Pero precisamente la visualización de esta escena me hizo aminorar el paso. Llegué al sendero de grava que conducía al puente. Cuando lo alcancé, ya no caminaba a un paso lento normal, sino que oía crujir la grava bajo mis zapatos, la cadencia de los pasos. Andaba a cámara lenta.
Apoyé la mano en el pretil y me detuve. Las luces giratorias se reflejaban en el agua oscura a mis pies. Entre los árboles de la otra acera se veía bien el bar. Justo delante del portal y la terraza había tres Golfs de la policía y una ambulancia.
Una ambulancia. No dos.
Era agradable estar tan tranquilo y ser capaz de detectar todas esas cosas —casi aisladamente— y relacionarlas con mis conclusiones. Me sentía igual que en los momentos de crisis (la hospitalización de Claire; el intento fallido de Serge y Babette de quitarme a mi hijo; las imágenes de la cámara de vigilancia). Entonces, como ahora, sentía que podía actuar manteniendo la calma. Actuar de un modo práctico y eficiente.
Miré de soslayo hacia la entrada del restaurante, donde se habían congregado algunas camareras, intrigadas seguramente por las sirenas y las luces giratorias. Me pareció reconocer también al maître, al menos vislumbré a un hombre trajeado encendiendo un cigarrillo.
Por un momento, pensé que no podían verme desde la entrada, pero entonces recordé que unas horas antes yo mismo había visto a Michel pedaleando por el puente.
Debía seguir adelante. No podía quedarme mucho rato parado allí. No podía arriesgarme a que una camarera declarase haber visto a un tipo parado en el puente: «Me resultó muy extraño. Estaba allí, sin hacer nada. No sé si le será útil para la investigación.»
Saqué el móvil de Babette del bolsillo, lo sostuve sobre el agua y lo dejé caer. Un pato se acercó al oír el chapoteo. Luego solté el pretil y me puse en movimiento. Ya no iba a cámara lenta, sino a un ritmo normal; ni demasiado lento ni demasiado rápido. Al final del puente crucé el carril bici, miré hacia la izquierda y fui hasta la parada de tranvía. Había un grupo de curiosos, no muy nutrido por lo tarde que era, como mucho una veintena. A la izquierda del bar había un pasaje. Me dirigí hacia allí. Acababa de alcanzar la acera cuando las puertas del bar se abrieron literalmente de par en par, con dos ruidosos chasquidos. Sacaron una camilla, una camilla con ruedas empujada por dos enfermeros. El que iba detrás sostenía una bolsa de suero. Luego salió Babette, ya sin gafas y apretándose un pañuelo sobre los ojos.
De la persona que iba en la camilla bajo una sábana verde sólo asomaba la cabeza. Lo había sabido en todo momento, pero aun así suspiré aliviado. Llevaba la cabeza cubierta con vendas y gasas. Vendas y gasas ensangrentadas.
Las puertas de la ambulancia ya estaban abiertas y subieron la camilla al interior. Dos sanitarios montaron delante y dos detrás, junto con Babette. Cerraron las puertas y la ambulancia se alejó a toda prisa y torció a la derecha en dirección al hospital.
Las sirenas ululaban, así que aún había esperanza.
O no, depende de cómo se mirase.
No tuve mucho tiempo para pensar en un futuro próximo porque las puertas del bar se abrieron de nuevo.
Claire salió escoltada por dos agentes uniformados; no iba esposada, ni siquiera la agarraban. Miró alrededor, escrutando las caras de los curiosos en busca de algún rostro conocido.
Entonces lo halló.
La miré y ella me miró. Avancé un paso, o cuando menos mi cuerpo delató la intención de avanzar un paso.
Claire negó con la cabeza.
No lo hagas, decía. Casi había llegado a uno de los coches de policía. Un tercer agente le abrió la puerta trasera. Miré rápidamente al grupo de gente para comprobar si alguien se había percatado de a quién dirigía su gesto Claire, pero al parecer sólo tenían ojos para la mujer escoltada.
Al llegar junto a la portezuela, Claire se detuvo un momento. De nuevo buscó y halló mi mirada. Hizo un movimiento con la cabeza; un gesto en el que los demás probablemente sólo vieron la inclinación normal para subir al coche, pero a mí me señalaba una dirección concreta.
Una dirección a mis espaldas, el pasaje, el camino más corto para llegar a casa.
A casa, me decía mi esposa. Vete a casa.
No esperé a que el coche de la policía arrancase. Me di la vuelta y me fui.