Cinco minutos después de que Claire se hubiese ido, volví a oír un pitido debajo de la servilleta de Babette.
Nos habíamos levantado a la vez. Mi esposa y yo. La había abrazado con fuerza. Había ocultado mi rostro en su cabello y, muy despacio, sin hacer ruido, había inspirado por la nariz.
Después, me había sentado de nuevo para contemplarla hasta que desapareció más allá del atril.
Cogí el móvil de Babette, abrí la tapa y miré la pantalla.
«Dos mensajes nuevos.» Pulsé mostrar. El primero era de Beau. Sólo había una palabra. Una palabra sin mayúsculas y sin punto: «mamá».
Pulsé borrar.
El segundo había sido grabado en el buzón de voz. Babette estaba con otra compañía telefónica, así que no sabía qué número marcar para escucharlo. Busqué en nombres y por la B encontré buzón de voz. No pude reprimir una sonrisa.
Después de que una voz femenina anunciase que tenía un mensaje nuevo, oí la de Beau.
Escuché. Mientras escuchaba, cerré los ojos un instante y volví a abrirlos. Cerré la tapa. No volví a dejar el móvil sobre la mesa, sino que me lo eché al bolsillo.
—¿A su hijo no le gustan esta clase de restaurantes?
Me asusté tanto que di un respingo en la silla.
—Discúlpeme —dijo el maître—. No pretendía asustarle. Pero lo he visto antes hablando con su hijo en el jardín. O al menos he deducido que era su hijo.
Al principio no supe a qué se refería, pero pronto caí en la cuenta. El hombre que fumaba. El hombre que fumaba fuera del restaurante. El maître nos había visto en el jardín.
No sentí pánico; bien mirado, no sentí nada.
Reparé de pronto en que el maître llevaba un platito en la mano, un platito con la cuenta.
—El señor Lohman ha olvidado llevarse la cuenta. Por eso se la traigo. Quizá lo vea usted dentro de poco.
—Así es.
—Lo he visto antes con su hijo —prosiguió—. Hay algo en su porte. En realidad en el porte de ambos, algo idéntico. Y he pensado que eso sólo pasa con padre e hijo.
Bajé la mirada hasta que él dejó el platito con la cuenta. ¿A qué esperaba? ¿Por qué no se iba en vez de contarme esas bobadas sobre portes?
—Ya —dije. No pretendía confirmar la intuición del maître; era sólo una forma de llenar educadamente el silencio. No tenía más que decir.
—Yo también tengo un hijo —comentó entonces—. Sólo tiene cinco años, pero a veces me sorprendo de lo mucho que se me parece. Cómo hace determinadas cosas de la misma manera que yo. Pequeños gestos. Por ejemplo, yo tengo la manía de tocarme el pelo, de rizarme un mechón cuando me aburro o cuando me preocupa algo… Y también tengo una hija de tres años que se parece a su madre como dos gotas de agua. Son igualitas.
Cogí la cuenta y miré el total. No profundizaré en todo lo que podría hacerse con aquel dinero, tampoco diré nada de cuántos días tendrían que trabajar las personas corrientes para ganarlo, en todo caso sin que la tortuga del suéter blanco de cuello vuelto los obligara a fregar platos en la cocina durante semanas. No mencionaré el total, que era una de esas cifras que dan ganas de reír. Y eso fue lo que hice.
—Espero que haya disfrutado de la velada —dijo el maître, pero seguía sin irse.
Tocó levemente el platito vacío con la yema de los dedos, lo desplazó unos centímetros por el mantel, lo cogió y volvió a dejarlo en la mesa.