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Le hice una seña al maître.

—Estamos esperando la cuenta —dije.

—El señor Lohman ya la ha pagado —respondió.

Igual eran imaginaciones mías, pero tuve la impresión de que le parecía divertido decirme aquello. Hubo algo en sus ojos, como si se estuviese burlando de mí sólo con su mirada.

Claire rebuscaba algo en el bolso; sacó el móvil, lo miró y volvió a guardarlo.

—Es demasiado —solté una vez que el maître se hubo alejado—. Nos quita el bar, después a nuestro hijo. Y ahora esto. Y encima no tiene la menor importancia. No importa nada que sea él quien pague la cuenta.

Me cogió la mano derecha primero y luego la izquierda.

—Sólo tienes que lastimarlo un poco. No dará la rueda de prensa con la cara magullada o con un brazo en cabestrillo. Serían demasiadas cosas que explicar al mismo tiempo. Incluso para Serge.

Miré a mi esposa a los ojos. Acababa de pedirme que le rompiera el brazo a mi hermano. O que le magullara la cara. Y todo por amor, por amor a nuestro hijo. Por Michel. Me vino el recuerdo de aquella madre en Alemania que mató al asesino de su hijo en el tribunal. Claire era una madre de esa clase.

—No he tomado la medicación.

—Ya. —Claire no pareció sorprenderse; me acarició suavemente el dorso de la mano con un dedo.

—Me refiero a que hace tiempo que no la tomo. Meses.

Era cierto. Poco después de ver el programa Se busca la había dejado. Tuve la sensación de que podría serle de menos ayuda a mi hijo si mis emociones estaban atenuadas. Mis emociones y mis reflejos. Si quería apoyar a Michel al máximo, debía recuperar mi antigua personalidad.

—Ya lo sé —repuso Claire.

La miré.

—¿Creías que no se notaría? ¿Que ni lo notaría tu mujer? Tu mujer se dio cuenta de inmediato. Había cosas… distintas. La forma en que me mirabas y sonreías. Y aquella vez que no encontrabas tu pasaporte. ¿Te acuerdas? Cuando te liaste a puntapiés con los cajones del escritorio. A partir de ese día empecé a vigilarte. Te llevabas los medicamentos cuando salías a la calle y los tirabas por ahí, ¿verdad? Una vez saqué un pantalón tuyo de la lavadora con el bolsillo completamente teñido de azul. Eran pastillas que habías olvidado tirar.

Claire se echó a reír, pero apenas unos segundos. Luego volvió a mirarme con expresión grave.

—Y no me dijiste nada.

—Al principio pensé: ¿qué cree que está haciendo?, pero luego volví a ver a mi Paul de siempre. Y entonces lo supe: quería recuperar a mi Paul de siempre. Aunque patee los cajones del escritorio o salga corriendo detrás de aquella moto que le cortó el paso.

Y aquella otra vez que mandaste al hospital al director del instituto de Michel, creí que añadiría. Pero no lo hizo. Dijo otra cosa:

—Ese es el Paul que yo amaba… El que amo. Ese es el Paul que amo más que a nada o a nadie en este mundo.

Advertí que algo brillaba en sus lagrimales; también yo sentía un escozor en los ojos.

—A ti y a Michel, claro —añadió mi esposa—. A ti y a Michel por igual. Vosotros sois mi mayor felicidad.

—Sí —repuse. Tenía la voz ronca y solté un gallo. Me aclaré la garganta y repetí—: Sí.

Permanecimos un rato en silencio el uno frente al otro, mis manos aún entre las de mi esposa.

—¿Qué le has dicho a Babette? —pregunté.

—¿Qué?

—En el jardín. Cuando habéis salido a pasear. Babette parecía muy contenta de verme. Dijo: «Querido Paul…» ¿Qué le has dicho?

Claire respiró hondo.

—Le he dicho que harías algo. Algo para que esa rueda de prensa no llegara a celebrarse.

—¿Y le ha parecido bien?

—Ella quiere que Serge gane las elecciones. Pero sobre todo le ha dolido que él le dijera lo que pensaba hacer en el coche, viniendo hacia aquí, para que ella no tuviese tiempo de quitarle esa tontería de la cabeza.

—Pero aquí en la mesa ha dicho que…

—Babette es lista. Tu hermano no debe sospecharlo jamás. Es posible que, más adelante, cuando sea la esposa del primer ministro, vaya a repartir platos de sopa en un asilo para indigentes. Pero esa indigente en concreto le importa tan poco como a ti o como a mí.

Moví las manos. Las moví para liberarlas de las de mi esposa y tomarlas a su vez entre las mías.

—No es buena idea —dije.

—Paul…

—No, escucha. Yo soy yo. Soy quien soy. No me he tomado la medicación. De momento, sólo lo sabemos tú y yo. Pero estas cosas se acaban sabiendo. Escarbarán hasta enterarse de todo. El psicólogo del colegio, mi despido y, si no, el director del instituto de Michel… Todo estará sobre la mesa como un libro abierto. Por no hablar de mi hermano. Él será el primero en declarar que algo así no le ha sorprendido en absoluto. Quizá no lo diga públicamente, pero no sería la primera agresión que sufre a manos de su hermano menor. Su hermano menor que padece de algo raro y por eso debe medicarse. Con medicamentos que tira por el váter en lugar de tomárselos.

Claire guardó silencio.

—No conseguiré hacerlo desistir de sus propósitos, Claire. Será un paso en falso.

Esperé un momento, no quería empezar a parpadear.

—Será un paso en falso si lo doy yo —añadí.