—Era el primer ministro —dijo Serge. Tomó asiento y se guardó el móvil en el bolsillo—. Quería saber de qué tratará la rueda de prensa de mañana.
Alguno de nosotros podría haberle preguntado: «¿Y bien? ¿Qué le has dicho?» Pero todos guardamos silencio. A veces, la gente mantiene silencios así cuando no tiene ganas de tomar el camino que tiene delante. Si Serge hubiese contado un chiste, un chiste que empezase con una pregunta (¿Por qué dos chinos no pueden ir nunca juntos al peluquero?), es probable que se hubiera producido un silencio parecido.
Mi hermano miró su dame blanche, que quizá por cortesía no habían retirado aún de la mesa.
—Le he dicho que prefería no revelarle nada esta noche. Ha contestado que esperaba que no fuese nada grave, que, por ejemplo, no hubiese decidido retirarme de las elecciones. Lo ha dicho literalmente: «Lamentaría profundamente que decidieses arrojar la toalla ahora, a siete meses vista de las elecciones.» —Serge intentó imitar el acento del primer ministro, pero le salió tan mal que pareció una caricatura exagerada de la propia caricatura—. Le he respondido la verdad, que estaba debatiéndolo con mi familia. Que todavía estaba considerando varias opciones.
Al poco de que el primer ministro asumiese sus funciones, las bromas en el país eran continuas: sobre su aspecto, su forma desgarbada de moverse, sus frecuentes deslices, a menudo literales. Después, se produjo un proceso de acostumbramiento. Uno se acaba acostumbrando, como a una mancha en el empapelado. Una mancha que ya se había ganado su sitio y que sólo nos llamaría la atención si un buen día desapareciera.
—Vaya, qué interesante —dijo Claire—. Así que todavía estás considerando varias opciones. Creía que ya lo habías decidido todo. Por nosotros también.
Serge intentó establecer contacto visual con su mujer, pero ella fingió más interés en su móvil que en lo que sucedía en la mesa.
—Sí, todavía estoy considerando varias opciones —admitió con un suspiro—. Quiero que lo hagamos entre todos. Como… como familia.
—Como siempre lo hemos hecho —dije. Pensé en los macarrones a la carbonara, en la cazuela con que le había machacado la cara cuando intentó apartar a mi hijo de mí, pero al parecer los recuerdos de Serge no eran tan nítidos como los míos, porque en su rostro apareció una cálida sonrisa.
—Sí —repuso mirando el reloj—. Tenemos… tenemos que irnos ahora. Babette… ¿Por qué no traen la cuenta?
Mi cuñada se levantó.
—Sí, vamos —convino ella, y le preguntó a Claire—: ¿Venís?
Claire levantó el vasito de grappa, todavía a medias.
—Si podéis, adelantaos vosotros. Enseguida iremos.
Serge le tendió la mano a su esposa. Creí que ella ignoraría aquella mano, pero la aceptó e incluso le ofreció su brazo.
—Podemos… —dijo él. Sonrió y, se diría, casi resplandeció al coger del codo a su mujer—. Volveremos luego. Tomamos un café en el bar y volvemos.
—No te preocupes, Serge —dijo Claire—. Iros tranquilos. Paul y yo nos acabamos la grappa y vamos para allá.
—La cuenta —recordó mi hermano. Se palpó los bolsillos de la chaqueta como si buscase la cartera o la tarjeta de crédito.
—Déjalo —dijo Claire—. Ya lo arreglaremos.
Y se fueron. Los observé dirigirse a la salida, Serge con su esposa del brazo. Sólo unas pocas personas levantaron la cabeza o se volvieron para mirarlos. Se diría que en eso se había producido el mismo proceso de acostumbramiento: si uno permanece en un sitio el tiempo suficiente, su rostro pasa a confundirse con los de los demás.
A la altura de la cocina, apareció Tonio (seguramente en su pasaporte ponía Anton). Serge y Babette se detuvieron y hubo apretones de manos. Las camareras llegaron prestas con las chaquetas.
—¿Se han ido ya? —preguntó Claire.
—Casi —contesté.
Mi mujer se bebió la grappa que le quedaba y puso su mano sobre la mía.
—Tienes que hacer algo —me dijo, apretándome los dedos.
—Sí —convine—. Tenemos que detenerlo.
Claire enlazó sus dedos entre los míos.
—Tienes que detenerlo tú —precisó.
La miré.
—¿Yo? —dije, aunque intuía que estaba a punto de suceder algo a lo que tal vez no podría negarme.
—Tienes que hacerle algo.
La observé.
—Algo que impida que ofrezca la rueda de prensa mañana —explicó.
Justo en ese instante, empezó a sonar un móvil muy cerca. Sonidos apagados que fueron cobrando intensidad para formar una melodía.
Claire me dirigió una mirada interrogante. Y yo se la devolví. Negamos con la cabeza a la vez.
El móvil de Babette estaba medio escondido debajo de su servilleta. Involuntariamente, miré primero hacia la salida: Serge y Babette se habían ido. Alargué la mano, pero Claire se me anticipó.
Levantó la tapa y leyó en la pantalla. Después volvió a cerrarla. Los sonidos se detuvieron.
—Beau —dijo.