No hace mucho, Michel redactó un trabajo sobre la pena de muerte para la asignatura de Historia. La idea surgió a partir de un documental sobre asesinos que eran reinsertados en la sociedad tras cumplir su condena y, en la mayoría de los casos, nada más soltarlos cometían otro crimen. Salían tanto defensores como detractores de la pena de muerte. Aparecía una entrevista con un psiquiatra estadounidense, quien demostraba que a algunas personas no se las debería volver a dejar en libertad. «Tenemos que aceptar que hay monstruos de verdad rondando por ahí —afirmaba—. Monstruos a los que nunca debería reducírseles la pena bajo ningún concepto.»
Unos días después, vi las primeras páginas del trabajo de Michel encima de la mesa. Para la ilustración de portada había elegido una fotografía que había bajado de Internet: una cama de hospital donde, en algunos estados norteamericanos, se administra la inyección letal.
—Si puedo ayudarte en algo… —le pregunté, y unos días después me dejó leer el primer borrador.
—Sobre todo quiero que me digas si te parece presentable —me pidió.
—¿Cómo, presentable?
—No lo sé. A veces pienso cosas… y no sé si se pueden pensar esas cosas.
Leí el borrador y me quedé impresionado. Para sus quince años, Michel tenía una visión muy novedosa a propósito de algunos temas relacionados con el crimen y las condenas, y había llevado la reflexión sobre determinados dilemas morales hasta sus últimas consecuencias. Comprendí lo que quería decir con que quizá uno no podía pensar ciertas cosas.
—Muy bien —lo felicité al devolvérselo—. Y yo que tú no me preocuparía. Puedes opinar lo que quieras. No tienes que cortarte a estas alturas. Lo explicas todo muy bien. Deja que sean los demás quienes rebatan lo que dices.
A partir de ese día, me dejó leer también las versiones siguientes. Intercambiábamos opiniones sobre dilemas morales. Guardo buenos recuerdos de ese período: solamente buenos recuerdos.
Menos de una semana después de que Michel entregara el trabajo, el director del colegio me pidió que fuera a verlo; una invitación telefónica para acudir tal día y a tal hora para intercambiar impresiones acerca de mi hijo. Le pedí que me avanzara los detalles; aunque di por sentado que se trataba del trabajo sobre la pena de muerte, quería oír de sus labios el motivo de la entrevista. Pero él no cedió: «Quisiera hablar con usted de algunas cosas, pero no por teléfono.»
La tarde en cuestión me presenté en el despacho del director. Él me invitó a tomar asiento en una silla enfrente de su escritorio.
—Se trata de Michel —dijo sin rodeos.
Reprimí la tentación de soltarle: «¿De quién si no?» Me crucé de piernas y adopté una postura de oyente atento.
Detrás de su cabeza había un póster enorme de una organización humanitaria, ya no recuerdo si Oxfam o UNICEF. Mostraba una tierra árida y resquebrajada donde no quería crecer nada, y abajo a la izquierda aparecía un niño cubierto de harapos que tendía una escuálida mano.
Aquel póster hizo que me pusiera aún más alerta. Probablemente, el director estaba en contra del calentamiento global y la injusticia en general. Quizá no comía carne de mamíferos y era antiamericano o, al menos, anti Bush, una opinión que daba a la gente carta blanca para no pensar nada más. Quien estaba contra Bush era alguien justo, y por tanto podía comportarse en su entorno inmediato como un cabrón.
—Hasta ahora estábamos muy satisfechos con Michel —dijo.
Noté un olor peculiar, no a sudor sino más bien a basura que se separa para reciclar, o, mejor dicho, a la parte de basura que por lo general va a parar al contenedor orgánico. Y parecía proceder del propio director; quizá no usara desodorante para no dañar la capa de ozono o su mujer lavara la ropa con detergente ecológico. Como es bien sabido, la ropa blanca que se lava con esa clase de detergente no tarda mucho en volverse gris, y en cualquier caso nunca queda limpia.
—Pero hace poco entregó un trabajo para la clase de Historia que nos ha dejado un tanto preocupados —continuó—. Por lo menos dejó muy sorprendido a nuestro profesor de Historia, el señor Halsema, que me mostró el trabajo en cuestión.
—Sobre la pena de muerte —dije, para librarme de los rodeos estúpidos.
El director me miró unos instantes, sus ojos tenían también algo gris, la mirada inexpresiva y tediosa de una inteligencia media que cree injustificadamente que ya lo ha visto todo.
—Exacto —contestó mientras cogía unos papeles de su escritorio y empezaba a hojearlos.
La pena de muerte. Vi las conocidas letras blancas sobre fondo negro con la foto de una cama de hospital debajo.
—Se trata sobre todo de los siguientes pasajes —comentó—. Aquí: «pese a la crueldad de la pena de muerte ejercida por el Estado, cabe preguntarse si en el caso de algunos condenados no habría sido preferible que, en una etapa más temprana…».
—No es necesario que me lo lea, sé lo que pone.
Su expresión me indicó que no estaba acostumbrado a que lo interrumpiesen.
—Bien. Entonces ¿conoce usted el contenido?
—No sólo eso; ayudé a mi hijo en algunas cosas. Pequeños consejos, porque la mayor parte la hizo él, claro está.
—Y no creyó necesario darle consejos sobre el capítulo que titularé «Hacer las veces de juez», ¿no?
—No. Pero no estoy de acuerdo con ese título.
—¿Cómo preferiría llamarlo? Habla claramente de consumar la pena capital antes de que se efectúe un juicio justo.
—Pero también habla de lo inhumana que es la pena de muerte. La ejecución fría, clínica, que ejerce el Estado. Con una inyección o con la silla eléctrica. Sobre todos los detalles crueles, como la última cena que los condenados pueden elegir. Saborear por última vez su plato preferido, ya sea champán y caviar o una hamburguesa doble del Burger King.
Me hallaba ante el dilema al que se enfrenta todo padre tarde o temprano: desde luego, quería defender a mi hijo a toda costa, ponerme de su parte, pero no debía hacerlo con excesiva firmeza, y menos aún con demasiada locuacidad; no se trataba de acorralar a nadie. Los maestros y docentes te dejan hablar, pero después se toman el desquite con tu hijo. Tal vez los argumentos del padre fuesen mucho mejores —no es tan difícil exponer mejores argumentos que los de los maestros y docentes—, pero al final sería el hijo el que pagase, descargarían en él su frustración por llevarse la peor parte en la discusión.
—Todos estamos de acuerdo en eso —admitió el director—. La gente normal y razonable considera la pena de muerte inhumana. No hablo de eso, Michel lo ha descrito muy bien. Me refiero exclusivamente a la parte en que justifica eliminar a ciertos sospechosos, de un modo más o menos accidental, antes de que se dicte el auto de procesamiento contra ellos.
—Yo me considero normal y razonable. También creo que la pena de muerte es inhumana, pero desgraciadamente compartimos este mundo con gente inhumana. ¿Acaso esa gente inhumana debe ser reinsertada en la sociedad después de que les rebajen la condena por buena conducta? Creo que Michel se refiere a eso.
—Así que se los puede matar de un tiro o… ¿qué fue lo que puso? —Hojeó el trabajo—. ¿Tirarlos por la ventana? La ventana del décimo piso de una comisaría, me parece recordar. Eso, por decirlo suavemente, no es muy usual en un Estado de derecho.
—No, pero usted lo está sacando de contexto. Se trata de gente de la peor calaña, Michel habla de violadores de niños, hombres que durante años han mantenido a criaturas secuestradas. Hay otros factores a tener en cuenta. En un proceso hay que sacar a la luz toda esa ponzoña en aras de un «juicio justo». Pero ¿a quién le interesa que se proceda así? ¿A los padres de las criaturas? Ese es el punto crucial que usted ha pasado un poco por alto. No, la gente civilizada no arroja a otras personas por la ventana. Y tampoco disparan una pistola sin querer durante el traslado de la comisaría a la prisión. Pero aquí no estamos hablando de personas de bien, sino de gente cuya desaparición todo el mundo acogería con un suspiro de alivio.
—Sí, ahora lo recuerdo bien; dispararle fortuitamente en la cabeza a un sospechoso en el furgón de policía. —Dejó el trabajo nuevamente sobre el escritorio—. ¿Fue ese uno de sus «consejos», señor Lohman? ¿O se le ocurrió a su hijo?
Algo en su tono me erizó el vello de la nuca y a la vez sentí un hormigueo en los dedos, o, mejor dicho: se me quedaron insensibles. Me puse en guardia. Por una parte quería dar todo el mérito del trabajo a Michel —en cualquier caso, era bastante más inteligente que aquel inútil que apestaba a basura orgánica—, y por la otra debía proteger a mi hijo de futuras revanchas. Podrían sancionarlo, me dije, incluso expulsarlo del instituto. Michel se sentía bien allí, ahí tenía a sus amigos.
—Debo reconocer que en estos asuntos se dejó guiar excesivamente por mis propias opiniones al respecto —admití—. Tengo ideas bastante claras sobre lo que podría sucederle al culpable de determinados crímenes. Quizá de algún modo impuse esas ideas a Michel, ya fuera consciente o inconscientemente.
El director me dirigió una mirada inquisitiva, siempre y cuando pueda considerarse inquisitiva la mirada de una inteligencia inferior.
—Hace un momento, me ha dicho usted que la mayor parte la hizo su hijo.
—Así es. Me refería especialmente a los pasajes en que se considera inhumana la pena de muerte ejercida por el Estado.
Mi experiencia me decía que con las inteligencias inferiores lo mejor es ser claro y meridiano; con una mentira, ofreces a los tontos la posibilidad de desdecirse sin quedar en evidencia. Además, ¿sabía yo qué parte del trabajo sobre la pena de muerte correspondía a mi cosecha o a la de Michel? Me acordaba de una conversación, mientras cenábamos sentados a la mesa, en la que salió a relucir el caso de un asesino en libertad condicional, un asesino que llevaba tan sólo unos días en la calle y que según parecía ya había vuelto a matar a alguien. «No deberían poner en libertad a alguien así», comentó Michel. «¿No deberían ponerlo nunca en libertad o no deberían llegar a encerrarlo en prisión?», pregunté. Michel tenía quince años por entonces y hablábamos de casi cualquier tema con él. Le interesaba todo: la guerra de Irak, el terrorismo, Oriente Medio. En el instituto apenas les enseñaban nada, decía, lo pasaban por alto. «¿Qué quieres decir con que no deberían llegar a encerrarlo?», preguntó. «Pues eso mismo —repuse—. Lo que he dicho.»
Miré al director. Aquel estúpido que creía en el calentamiento global y la erradicación total de la guerra y la injusticia seguramente también estaría convencido de que se podía rehabilitar a los violadores y a los asesinos en serie, que después de años de cháchara con un psiquiatra podrían volver a reinsertarse gradualmente en la sociedad.
El director, que hasta entonces había permanecido reclinado en su asiento, se echó hacia delante y apoyó los antebrazos en la mesa con las manos estiradas y los dedos separados.
—Si no me equivoco, usted también ha trabajado en la enseñanza, ¿verdad?
El vello de la nuca y el hormigueo de los dedos no me habían engañado: cuando las inteligencias inferiores veían la amenaza de perder una discusión, se agarraban a un clavo ardiendo con tal de tener razón.
—Sí, durante unos años di clases —afirmé.
—Fue en…, ¿no? —Mencionó el nombre del centro de enseñanza secundaria, un nombre que aún hoy me provoca sentimientos desagradables, como una enfermedad de la que uno está oficialmente curado, pero cuyos síntomas pueden reaparecer en cualquier momento en alguna parte del cuerpo.
—Así es.
—Y después lo suspendieron de sus funciones.
—No exactamente. Fui yo mismo quien propuso tomarme un descanso por un tiempo y reincorporarme más adelante, cuando todo se hubiera calmado un poco.
El director tosió y echó un vistazo al papel que tenía delante.
—Pero la verdad es que no se ha reincorporado. En realidad, lleva más de nueve años sin empleo.
—No estoy en activo, pero mañana mismo podría emplearme en cualquier otro lugar.
—Según mis datos, datos que me han sido facilitados por…, eso depende de un informe psiquiátrico. De modo que la decisión de que pueda usted volver o no al trabajo no está en sus manos.
¡Otra vez el nombre del instituto! Sentí cómo los músculos del párpado izquierdo se me tensaban; no significaba nada, pero los demás podían tomarlo por un tic. Por eso fingí que me había entrado algo en el ojo y me lo froté con los dedos, pero la contracción muscular no hizo sino empeorar.
—Bah, en realidad no tiene mayor importancia. No necesito que ningún psiquiatra me dé el visto bueno para ejercer mi profesión.
El director estudió de nuevo el papel.
—Pues no es eso lo que pone aquí. Aquí pone…
—Haga el favor de enseñarme ese papel. —Mi voz sonó tajante e imperiosa, pero el director no satisfizo inmediatamente mi requerimiento.
—Déjeme acabar, por favor —dijo—. Hace unas semanas, me encontré por casualidad con un antiguo compañero que ahora está trabajando en… No recuerdo cómo salió el tema, creo que estábamos hablando del estrés laboral en la enseñanza. Sobre el fenómeno de quemarse en el trabajo, ya sabe. Entonces él mencionó un nombre que me resultó familiar. Al principio no supe de qué, y luego pensé en Michel y en usted.
—Yo nunca he estado quemado. Eso es una enfermedad moderna. Y tampoco he estado estresado.
Me fijé en que ahora era él quien pestañeaba, y aunque no se podía haber llamado tic a eso por muy buena voluntad que uno tuviera sí que era un signo de repentina debilidad. Más aún, de miedo. No me percaté, pero quizá hubo algo en mi voz —había pronunciado las últimas frases más despacio; en todo caso, más despacio que las anteriores—, algo que hizo que se encendieran las luces de emergencia del director.
—Yo no he dicho que usted hubiese padecido estrés —repuso.
Tamborileó con los dedos sobre la mesa. ¡Y volvió a pestañear! Sí, algo había cambiado, el tonillo de sabelotodo con que había intentado venderme sus teorías de pacotilla sobre la pena de muerte había desaparecido.
Entonces, husmeé claramente el miedo sobre el tufo a basura orgánica. Como un perro es capaz de distinguir cuándo alguien tiene miedo, así percibí también un olor vago y ácido que antes no estaba.
Creo que fue en ese momento cuando me levanté. Ya no me acuerdo bien, hay un punto ciego, un agujero en el tiempo. No recuerdo si se dijo algo más. El caso es que de pronto estaba de pie. Me había levantado de la silla y miraba al director.
Lo que sucedió a continuación se debió en gran parte a la diferencia de altura y al hecho de que el hombre siguiera sentado mientras yo lo miraba desde arriba, podría decirse que me erigía por encima de él. Era una suerte de ley tácita, como que el agua fluye de arriba abajo o, para seguir con los perros, el hecho de que el director estaba en desventaja por estar sentado, una posición más vulnerable. Lo mismo sucede con los perros. Durante años, se dejan alimentar y acariciar por su amo, no hacen daño ni a una mosca, son una delicia de mascota; pero de pronto, un buen día, el amo pierde el equilibrio, da un traspié y se cae. En un abrir y cerrar de ojos, los perros se le echan encima, le hincan los colmillos en el cuello y lo matan a mordiscos, a veces desgarrándolo por completo. Es el instinto: lo que cae es débil, lo que está en el suelo constituye una presa.
—Le pido encarecidamente que me deje ver ese papel —dije por guardar las formas, mientras señalaba la hoja que él tenía encima de la mesa y que en ese momento cubría con las manos. Digo por guardar las formas porque ya era demasiado tarde para dar marcha atrás.
—Señor Lohman —dijo aún.
Después, le di de lleno con el puño en la nariz. Enseguida hubo sangre, mucha sangre. Le brotó de las fosas nasales y le salpicó la camisa y el escritorio, y después le manchó los dedos que se llevó a la nariz.
Mientras tanto, yo había rodeado el escritorio y lo golpeé de nuevo en la cara, más abajo esta vez; sus dientes rotos me lastimaron los nudillos. Gritó algo ininteligible, pero yo ya lo había levantado de la silla. Sin duda, alertaría a la gente con sus gritos, en medio minuto la puerta del despacho se abriría de golpe, pero en medio minuto se pueden causar grandes estragos; sí, con medio minuto tendría suficiente.
—Cerdo sucio y asqueroso —le espeté mientras le daba otro puñetazo en la cara y un rodillazo en el estómago.
Y entonces cometí un error de cálculo; no creí que le quedasen fuerzas, pensé que podría seguir atizándolo tranquilamente hasta que los profesores pusieran fin a la escena. Pero él levantó la cabeza con suma rapidez y me dio en la barbilla. Acto seguido, me aferró las piernas con los brazos y dio un tirón, con lo que perdí el equilibrio y caí hacia atrás.
—¡Mierda! —grité.
El director corrió, no hacia la puerta sino hacia la ventana. Antes de que lograra ponerme de pie ya la había abierto.
—¡Auxilio! —bramó—. ¡Auxilio!
Pero para entonces ya había llegado hasta él. Lo agarré del pelo y le eché la cabeza hacia atrás, y a continuación se la estrellé con toda mi fuerza contra el marco de la ventana.
—¡No hemos acabado aún! —le grité al oído.
Había mucha gente en el patio del instituto, principalmente estudiantes; debía de ser la hora del recreo. Todos miraban hacia arriba, hacia nosotros.
Casi de inmediato distinguí a un chico con una gorra negra entre los demás; fue tranquilizador, me dio confianza atisbar ese rostro conocido entre todas aquellas caras. Estaba a un lado, con un pequeño grupo, junto a la escalera que conducía a las aulas, en compañía de algunas chicas y un muchacho con una moto. El chico de la gorra negra llevaba auriculares alrededor del cuello.
Lo saludé. Todavía lo recuerdo bien. Saludé a Michel e intenté sonreírle. Con aquel saludo y aquella sonrisa quería darle a entender que probablemente desde fuera parecía más grave de lo que en realidad era. Que el director y yo sosteníamos opiniones distintas en relación con su trabajo, pero que ya nos estábamos acercando a una solución.