39

—¿Querrán tomar café?

El maître había aparecido de pronto junto a nuestra mesa, con las manos a la espalda y ligeramente inclinado hacia delante; sus ojos se quedaron prendidos unos instantes en la dame blanche hundida de Serge y después nos dirigió una mirada interrogante.

Podía equivocarme, pero me pareció percibir cierta premura en los gestos y las expresiones faciales del maître. Era algo que sucedía con frecuencia en esa clase de restaurantes: una vez que acababas de comer y ya no había una posibilidad real de que pidieses otra botella de vino, ya podías largarte con viento fresco.

Aunque en la mesa estuviese sentado quien siete meses después podría ser el nuevo primer ministro, pensé. Hay un momento para llegar y un momento para marcharse.

Serge volvió a echar un vistazo a su reloj.

—Bueno, creo… —Miró a Babette y luego a Claire—. Propongo que vayamos a tomar el café al bar —dijo.

Ex, me corregí. Ex primer ministro. O no… ¿Cómo se llama al que no llega a primer ministro aunque tenía todos los números para ello? ¿Ex candidato?

Comoquiera que fuese, el prefijo ex no sonaba bien. Los ex futbolistas y los ex ciclistas saben a lo que me refiero. Estaba por verse si mi hermano aún podría reservar una mesa para el mismo día en ese restaurante después de la rueda de prensa del día siguiente. Lo más probable era que a un ex candidato lo apuntasen en la lista de espera de, por lo menos, tres meses.

—Así que tráiganos la cuenta, por favor —pidió Serge. Quizá no me fijé bien, pero yo diría que no esperó a ver si Babette y Claire estaban de acuerdo con la idea de tomar el café en el bar.

—Yo sí quiero un café —dije—. Un espresso —añadí—. Y algo más. —Me quedé un momento pensativo; me había moderado toda la velada y ahora no sabía qué me apetecía.

—Yo también tomaré un espresso —dijo Claire—, y una grappa.

Mi esposa. Sentí algo cálido, ojalá estuviera sentado a su lado y pudiera tocarla.

—Para mí también una grappa —dije.

—¿Y para usted? —El maître parecía un poco confuso y miró a mi hermano.

Pero Serge negó con la cabeza.

—Solamente la cuenta, gracias. Mi esposa y yo… tenemos que… —Le dirigió una mirada a su mujer, una mirada de pánico, lo advertí incluso con el rabillo del ojo.

No me habría sorprendido que Babette pidiese un espresso también.

Pero Babette había cesado de sonarse y se frotó la nariz con la punta de la servilleta.

—No tomaré nada, gracias —dijo sin mirar al maître.

—Entonces serán dos espressos y dos grappas. ¿Qué grappa desean tomar? Tenemos siete clases distintas, desde la añeja, envejecida en barricas de roble, hasta la joven…

—La normal —lo interrumpió Claire—. La transparente.

El maître hizo una inclinación casi imperceptible.

—Una grappa joven para la señora. ¿Y para el señor?

—Lo mismo.

—Y la cuenta —repitió Serge.

Después de que el maître se alejara presuroso, Babette se volvió hacia mí e hizo un intento por sonreírme.

—¿Y tú, Paul? No has dicho nada aún. ¿Qué piensas tú?

—Me parece raro que Serge haya elegido nuestro bar.

La sonrisa, o al menos el amago, desapareció del semblante de Babette.

—Paul, por favor —dijo Serge, y miró a Claire.

—Sí, me parece raro —insistí—. Fuimos nosotros los que os llevamos allí en una ocasión. Claire y yo vamos a menudo a comer un menú. No puedes organizar una rueda de prensa allí por las buenas.

—Paul —repitió mi hermano—. No sé si te das cuenta de lo serio…

—Déjalo que acabe —pidió Babette.

—En realidad ya he acabado —dije—. Al que no entienda algo así, no puedo explicárselo.

—Nos pareció un bar agradable —observó Babette—. Sólo guardamos buenos recuerdos de aquella velada.

—¡Qué costillas de cerdo! —exclamó Serge.

Esperé un momento por si alguien aportaba algo más, pero todos guardamos silencio.

—Exacto —dije entonces—. Buenos recuerdos. ¿Qué recuerdos tendremos Claire y yo después?

—Paul, compórtate de forma normal —dijo Serge—. Estamos hablando del futuro de nuestros hijos. De mi futuro no quiero seguir hablando.

—Pero es que tiene razón —convino Claire.

—Oh, no, por favor —protestó Serge.

—Nada de por favor —replicó mi esposa—. Se trata sencillamente de la facilidad con que te apropias de todo lo nuestro. Eso es lo que Paul quiere decir. Hablas del futuro de nuestros hijos, pero en realidad no te interesa, Serge. Te has apropiado de ese futuro. Con la misma facilidad con que te apropias de un bar como decorado perfecto para tu rueda de prensa. Sólo para que se vea más auténtica. No se te ha ocurrido preguntarnos qué nos parece a nosotros.

—Pero ¿qué estáis diciendo? —exclamó Babette—. Habláis de la rueda de prensa como si fuese a celebrarse de verdad. Había esperado que fueseis capaces de quitarle esa tontería de la cabeza. Sobre todo tú, Claire. Por lo que me has dicho antes en el jardín.

—¿De eso se trata? —inquirió Serge—. ¿De vuestro bar? No tenía ni idea de que fuera vuestro bar. Creía que era un establecimiento público y de libre acceso. Os ruego que me disculpéis.

—Es nuestro hijo —dijo Claire—. Y sí, es nuestro bar. Es cierto que no podemos reclamar ningún derecho sobre él; sin embargo, así es como lo sentimos. Paul tiene razón cuando dice que no se puede explicar. Una cosa así, o la entiendes o no la entiendes.

Serge se sacó el móvil del bolsillo y miró la pantalla.

—Perdonad, tengo que contestar. —Se puso el móvil en la oreja, echó la silla hacia atrás y se levantó a medias—. Sí, soy Serge Lohman… Hola.

—¡Mierda! —Babette arrojó la servilleta sobre la mesa—. ¡Mierda! —farfulló de nuevo.

Serge se había alejado unos pasos de nuestra mesa, se inclinó hacia delante y con dos dedos de la mano libre se tapó la otra oreja.

—No, no es eso —pude distinguir—. Se ha complicado un poco. —Luego siguió andando entre las mesas en dirección a los lavabos o la salida.

Claire sacó su móvil del bolso.

—Quiero hablar un momento con Michel —dijo mirándome—. ¿Qué hora es? No quisiera despertarlo. Nunca llevo reloj. Desde que no estoy en activo, procuro vivir regulándome con la posición del sol, la rotación de la Tierra y la intensidad de la luz.

Claire lo sabía.

—No lo sé —repuse. Sentí algo, un cosquilleo en la nuca, por la forma en que ella me miró fijamente (sería más apropiado decir me escrutó), lo que me dio la impresión de que me estaba implicando en algo, aunque en ese momento no se me ocurría en qué.

Era mejor que no estar implicado en nada, me dije. Mejor que «papá no sabe absolutamente nada».

Claire miró de reojo.

—¿Qué pasa? —preguntó Babette.

—¿Qué hora tienes? —preguntó Claire.

Mi cuñada sacó el móvil del bolso, miró la pantalla y se lo dijo. No volvió a guardar el móvil, sino que lo dejó encima de la mesa, a su lado. Tampoco le dijo: «¿Es que no puedes mirar la hora en tu móvil?»

—El pobrecillo lleva toda la noche solo en casa —comentó Claire—. Ya tiene casi los dieciséis y se las da de duro, pero aun así…

—Pues para otras cosas se ve que ya son bastante mayores —replicó Babette.

Claire guardó silencio y se pasó la punta de la lengua por el labio superior, un gesto que siempre hace cuando algo la irrita.

—A veces creo que ese es precisamente nuestro error. Quizá nos lo tomamos con demasiada ligereza, Babette. Lo jóvenes que son. A ojos del mundo exterior son de pronto adultos, porque han hecho algo que nosotros, los adultos, consideramos un crimen. Pero creo que ellos lo siguen viendo con ojos de niños. Eso es precisamente lo que quiero hacerle entender a Serge: Que no tenemos derecho a robarles su infancia sólo porque según nuestras normas adultas han cometido un crimen por el que tendrían que pagar el resto de sus vidas.

Babette soltó un profundo suspiro.

—Por desgracia creo que tienes razón, Claire. Algo ha desaparecido, algo… su ingenuidad quizá. Antes era siempre tan… bueno, ya sabéis cómo era Rick. Ahora ese Rick ya no existe. Las últimas semanas se pasa el día encerrado en su cuarto. No abre la boca cuando nos sentamos a la mesa. Hay algo en su expresión, algo grave, como si estuviese todo el rato dando vueltas a las cosas. Antes no hacía eso, calentarse tanto la cabeza.

—Pero lo importante es cómo lo llevas tú. Cómo lo lleváis vosotros. Me refiero a que tal vez esté todo el día calentándose la cabeza porque cree que eso es justamente lo que esperáis de él.

Babette guardó silencio unos instantes; puso la mano estirada sobre la mesa y con las yemas de los dedos desplazó ligeramente el móvil por el mantel.

—No lo sé, Claire. Su padre… Creo que su padre espera más que se caliente la cabeza que yo. Tal vez no sea del todo justo decirlo, pero es un hecho que a menudo lo pasa mal por ser el hijo de quien es. En el instituto. Con sus amigos. Tiene quince años, a esa edad aún son «el hijo de». Pero es que encima es el hijo de alguien cuya cara sale cada día en televisión. Duda de sus amistades. Cree que la gente es amable con él porque su padre es famoso. O, al contrario, que los profesores lo tratan a veces injustamente porque no lo pueden soportar. Recuerdo que cuando empezó el instituto me dijo: «¡Mamá, tengo la sensación de haber empezado de nuevo!» Estaba tan contento… Pero al cabo de una semana el centro en pleno sabía quién era.

—Pues si de Serge depende, dentro de poco todo el centro en pleno sabrá otra cosa.

—Eso es lo que le digo todo el rato, que Rick ya ha sufrido más de lo que le conviene por su culpa. Y ahora quiere arrastrarlo también en este asunto. Rick jamás logrará sobreponerse.

Pensé en Beau, en el hijo adoptado de África que a ojos de Babette era incapaz de romper un plato.

—Nosotros vemos que Michel aún conserva eso que tú llamas ingenuidad. El no tiene un padre famoso, claro está, pero aun así… No está muy preocupado. A veces me inquieta porque no parece comprender lo que todo esto puede significar para su futuro. En ese aspecto reacciona verdaderamente como un niño. Un niño despreocupado y no un adulto que haya tenido que crecer precozmente y que no pare de calentarse la cabeza. Eso nos planteaba un dilema a Paul y a mí: cómo hacerle ver su responsabilidad sin arruinar al mismo tiempo su inocencia infantil.

Miré a mi esposa. A Paul y a mí… ¿Cuánto rato hacía que Claire y yo sabíamos que el otro estaba al corriente de todo? ¿Una hora? ¿Cincuenta minutos? Miré la dame blanche de Serge, intacta. Igual que sucedía con los anillos de los árboles o con el método del carbono 14, tenía que ser técnicamente posible calcular el tiempo transcurrido por el grado de derretimiento de un helado de vainilla.

Miré los ojos de Claire, los ojos de la mujer que para mí representaba la felicidad. «Sin mi mujer yo no habría sido nadie», se oye decir a veces a hombres sentimentales, hombres que se suelen calificar de torpes, pero lo que pretenden decir es que sus esposas se han pasado la vida limpiando la casa y llevándoles café a todas horas. No pretendo ir tan lejos; sin Claire yo sería alguien, pero no el mismo.

—Claire y yo nos hemos propuesto que Michel siga adelante con su vida —dije—. No queremos inculcarle un sentimiento de culpa. Me refiero a que es culpable en parte, pero lo que no puede ser es que una indigente que está estorbando en un cajero automático se vea como la inocente de la película. Sin embargo, esa será la opinión mayoritaria con este sistema judicial que tenemos. Se oye por todas partes: adónde vamos a ir a parar con esta juventud descarriada. Jamás oirás una palabra contra los mendigos e indigentes descarriados que se echan a dormir la mona donde les da la gana. No; quieren dar ejemplo, fíjate bien: esos jueces están pensando indirectamente en sus propios hijos, a los que probablemente tampoco tengan ya bajo control. No queremos que Michel se convierta en una víctima del populacho ávido de sangre, el mismo populacho que pide la restauración de la pena de muerte. Queremos demasiado a Michel para sacrificarlo a esos sentimientos primarios. Además, es demasiado inteligente. Está muy por encima de eso.

Durante todo mi discurso, Claire no dejó de observarme; también la mirada y la sonrisa que me regaló al final formaban parte de nuestra felicidad. Era una felicidad a prueba de muchas cosas, en la que los de fuera no podían interferir así como así.

—¡Ay, si iba a llamar a Michel! —dijo, levantando la mano con que sostenía el móvil—. ¿Qué hora me has dicho que era? —le preguntó a Babette mientras apretaba una tecla, aunque seguía mirándome a mí.

Y Babette volvió a consultar su móvil y le dijo la hora.

No diré exactamente qué hora era. Las horas exactas pueden acabar volviéndose contra uno.

—¡Hola, cariño! —dijo Claire—. ¿Cómo estás? ¿No te aburres demasiado?

Miré el rostro de mi esposa. Siempre había algo en ese rostro, en esos ojos, que irradiaba alegría cuando tenía a nuestro hijo al otro lado de la línea. Claire reía ahora, hablaba animadamente… pero no irradiaba nada.

—No, nos tomamos el café y nos vamos, dentro de una hora estaremos en casa. Así que aún estás a tiempo de recoger un poco. ¿Qué has cenado…?

Escuchó, asintió, dijo «sí» y «no» un par de veces y después un último «adiós, cariño, un beso». Y colgó.

No sabría decir si fue porque su semblante no irradiaba alegría o porque no se refirió ni una sola vez al encuentro que habíamos tenido hacía poco con nuestro hijo en el jardín del restaurante, pero el caso es que de inmediato tuve la certeza de que acabábamos de asistir a una farsa.

Pero ¿para quién era aquella representación? ¿Para mí? No lo creí muy probable. ¿Para Babette, entonces? ¿Con qué propósito? Claire le había preguntado dos veces la hora expresamente… como si quisiera asegurarse de que después Babette se acordaría de la hora.

Papá no sabe absolutamente nada.

—¿Los espresso son para…? —Era una de las camareras vestidas de negro. En la mano sostenía una bandeja de plata con dos espresso y dos chupitos de grappa.

Y mientras nos ponía delante las tazas y los vasitos, vi cómo mi esposa fruncía los labios como si fuese a dar un beso.

Me miró y luego besó el aire que nos separaba.