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¿Y entonces? Entonces Claire cayó enferma. Claire, que jamás enfermaba, que como mucho pasaba unos días con mocos por culpa de un resfriado, pero que fuera como fuese no guardaba cama ni un solo día por una gripe, tuvo que ser hospitalizada de urgencia. Sucedió de un día para otro, no hubo nada que nos preparase para su ingreso en el hospital, no tuvimos tiempo ni de hacernos a la idea. Por la mañana se sintió algo floja, esas fueron sus propias palabras; sin embargo, salió de casa, me besó en los labios al despedirse y montó en la bicicleta. Por la tarde, volví a verla, pero para entonces tenía goteros de suero inyectados en el brazo y un monitor pitaba a los pies de su cama. Intentó sonreírme, pero era evidente que le costaba un gran esfuerzo. Desde el pasillo, el cirujano me hizo señas para hablar conmigo a solas.

No contaré aquí lo que Claire tenía, considero que es un asunto privado. A nadie le importa saber la enfermedad que padece otro, y en cualquier caso es ella la que debe decidir si quiere hablar de eso o no, no yo. Baste decir que no es una enfermedad mortal, al menos no necesariamente. Este adjetivo sí apareció una y otra vez en las llamadas de amigos, familiares, conocidos y compañeros de trabajo. ¿Puede ser mortal?, preguntaban con voz ligeramente apagada, pero se percibía su afán de sensaciones fuertes. Cuando la gente tiene oportunidad de aproximarse a la muerte sin verse ellos mismos involucrados, no la dejan escapar jamás. Recuerdo sobre todo las ganas que tenía de contestar a esa pregunta afirmativamente. «Sí, su vida corre peligro.» Sentía curiosidad por la clase de silencio que se produciría al otro lado de la línea tras semejante confirmación.

A pesar de no entrar en detalles sobre la enfermedad, sí quiero reproducir aquí lo que el cirujano me dijo después de informarme en el pasillo con expresión grave de la intervención que tendría que practicarle. «Sí, no hay que subestimarlo —me dijo tras dejarme unos momentos para asimilar la noticia—. De un día para otro te cambia por completo la vida. Pero hacemos lo que podemos.» Esto último lo dijo en un tono casi animado, un tono que desentonaba con la expresión de su rostro.

¿Y después? Después todo fue mal. O mejor dicho, todo lo que podía ir mal, lo hizo. A la primera operación siguió una segunda y después una tercera. Cada vez había más monitores junto a su cama, tubos que salían de su cuerpo y se conectaban a otros sitios. Tubos y monitores que debían mantenerla con vida, pero el cirujano del primer día abandonó definitivamente su tono animado. Seguía diciendo que hacían lo que podían, pero entretanto Claire había perdido casi veinte kilos y era incapaz de incorporarse de la almohada sin ayuda.

Yo me alegraba de que Michel no la viese así. Al principio le propuse alegremente que fuésemos los dos juntos a visitarla, pero él fingió no oírme. Incluso el día en cuestión, la misma mañana en que su madre salió de casa pero no regresó al atardecer, yo procuré acentuar el aspecto festivo, lo excepcional de la situación, como sucedía cuando recibíamos visitas o hacían una excursión en el colegio. Salimos a cenar al bar de la gente corriente; por entonces, el plato preferido de Michel eran costillas de cerdo con patatas fritas, y yo le conté como buenamente pude lo que había sucedido. Se lo conté y luego cambié de tema. Dejé las cosas de lado, en primer lugar mis propios temores. Después de cenar fuimos a alquilar una película en el videoclub, permití que se acostara más tarde de lo habitual, a pesar de que al día siguiente tenía colegio (ya no estaba en la guardería sino en el primer curso de primaria).

—¿Va a venir mamá? —me preguntó cuando le di el beso de buenas noches.

—Dejaré la puerta un poco abierta —le contesté—. Voy a ver la televisión un rato más, así podrás oírme.

Aquella primera noche no llamé a nadie. Eso era lo que Claire me había recomendado encarecidamente.

—No nos dejemos llevar por el pánico —me había dicho—. A lo mejor todo sale bien y dentro de pocos días vuelvo a estar en casa.

—De acuerdo —asentí—. Nada de pánico.

La tarde siguiente, Michel no preguntó por su madre a la salida del colegio. Me pidió que le quitara las ruedecitas a la bicicleta. Ya lo había probado unos meses atrás, pero después de algunos intentos tambaleantes había chocado contra el seto bajo del jardín municipal. «¿Estás seguro?», le pregunté. Era un bonito día de mayo y Michel, sin vacilar ni un momento, arrancó a pedalear hasta la esquina y volvió. Al pasar por mi lado, soltó el manillar y levantó los brazos.

—Quieren operarme mañana mismo —me informó Claire aquella noche—. Pero ¿qué es exactamente lo que me van a hacer? ¿Te han dicho algo que yo no sepa?

—¿Sabes lo que me ha pedido Michel hoy? Que le quitara las ruedecitas de la bicicleta —dije.

Claire cerró los ojos un momento, tenía la cabeza muy hundida en los almohadones, como si le pesara más que otras veces.

—¿Cómo está? —musitó—. ¿Me echa mucho de menos?

—Tiene muchas ganas de venir a visitarte —mentí—, pero creo que será mejor esperar un poco.

No diré en qué hospital estaba Claire. Se hallaba bastante cerca de casa, en diez minutos me plantaba allí con la bicicleta o con el coche cuando hacía mal tiempo. Durante las horas de visita, Michel se quedaba con una vecina que también tenía hijos, o venía nuestra canguro, una chica de quince años que vivía a unas pocas calles de casa. No me apetece entrar en detalles sobre todas las complicaciones que surgieron en el hospital, sólo aconsejaré encarecidamente a cualquiera que estime en algo su vida —su propia vida o la de algún ser querido— que no ingrese jamás allí. He aquí mi dilema: a nadie le interesa saber el nombre del hospital donde estaba Claire, pero por otra parte quiero advertir a todo el mundo que se mantenga alejado de ese lugar.

—¿Puedes tú solo con todo? —me preguntó Claire una tarde, creo que después de la segunda o tercera operación. Su voz sonaba tan débil que casi tenía que pegar la oreja a sus labios para entenderla—. ¿No necesitas ayuda?

Al oír la palabra «ayuda», un músculo del ojo izquierdo empezó a temblarme. No, no quería ninguna ayuda, me las arreglaba muy bien solo, o, mejor dicho, yo era el primer sorprendido de ver lo bien que lo llevaba todo. Michel llegaba puntual al colegio, con los dientes cepillados y la ropa limpia. Bueno, más o menos limpia, pues yo no era tan crítico como Claire con cuatro manchitas en el pantalón, pero no en balde era su padre. En ningún momento pretendí hacer «de madre y padre a la vez», como oí decir en un programa de televisión de sobremesa a un pusilánime cabeza de familia monoparental embutido en un jersey de punto tejido por él mismo. Estaba muy atareado, pero en el buen sentido de la palabra. Lo último que deseaba era que alguien viniera a quitarme faena de las manos, aunque lo hiciera con la mejor intención, para que yo tuviera tiempo de ocuparme de otras cosas. No quería tener tiempo para otras cosas: precisamente me sentía agradecido de tener ocupado cada minuto del día. A veces, por la noche, me sentaba a tomar una cerveza en la cocina después de haberle dado a Michel el beso de buenas noches. En esos momentos, la lavadora zumbaba y borboteaba, y tenía delante el periódico por leer. Entonces sentía de pronto que me alzaban en vilo, no se me ocurre otra forma de explicarlo; era sobre todo una sensación de ligereza, de mucha ligereza; si en aquel momento alguien hubiese soplado, me habría elevado hacia el techo como la pluma de una almohada. Sí, eso era, ingravidez (y conste que no empleo palabras como felicidad o ni siquiera satisfacción a propósito). A menudo oía a los padres de los compañeros de Michel suspirar y decir que después de una larga jornada de trabajo necesitaban un poco de tiempo para sí mismos. Cuando por fin acostaban a los niños, llegaba el momento mágico, ni un minuto antes. Aquello siempre se me antojaba extraño, en mi caso, el momento mágico empezaba mucho antes. Cuando Michel llegaba del colegio, por ejemplo, y todo era normal. Hasta mi voz sonaba normal cuando le preguntaba de qué quería el bocadillo. En casa estaba todo a punto, había hecho la compra por la mañana. También me cuidaba de mí mismo: antes de salir me miraba en el espejo para asegurarme de llevar la ropa limpia, de haberme afeitado, de que mi pelo no pareciese el de alguien que se abandona. En el supermercado, la gente no notaba nada especial, no era un padre divorciado que apestaba a alcohol, no era un padre que se sintiera desbordado. Todavía recuerdo bien cuál era mi objetivo: dar una apariencia de normalidad. Por Michel. Las cosas tenían que seguir como de costumbre mientras su madre no estuviera. Para empezar, cada día comía caliente. Pero tampoco en otros aspectos de nuestra temporalmente familia monoparental debían producirse demasiados cambios aparentes. Habitualmente no me afeitaba cada día, no me importaba ir un par de días con barba incipiente y Claire tampoco se quejaba nunca de eso; sin embargo, durante aquellas semanas me afeité cada mañana. Consideré que mi hijo tenía derecho a sentarse a la mesa con un padre recién afeitado y que oliera a limpio. Un padre recién afeitado y que oliera a limpio no le daría una idea equivocada, al menos no lo haría dudar del carácter temporal de nuestra familia monoparental. No, por fuera no se me notaba nada, yo seguía siendo un elemento fijo de una trinidad, otro elemento estaba en el hospital sólo temporalmente (¡temporalmente! ¡temporalmente! ¡temporalmente!), yo era el piloto de un avión de pasajeros trimotor que había perdido un motor: no había motivo para que cundiera el pánico, no se trataba de un aterrizaje de emergencia, el piloto tenía miles de horas de vuelo a sus espaldas, lograría que el aparato tocase tierra sin peligro.