Visto en retrospectiva, aquel domingo alcancé directamente el punto culminante. Lo novedoso de una existencia sin un exceso de pensamientos se desvaneció en poco tiempo. La vida se volvió más equilibrada, más amortiguada, como cuando uno está en una fiesta donde ve a todo el mundo hablando y gesticulando pero no consigue distinguir a nadie. Ya no tenía altibajos. Algo había desaparecido. De vez en cuando se oye hablar de personas que pierden el sentido del olfato o el gusto; el plato más exquisito no les dice absolutamente nada. Así veía la vida yo a veces, como un plato de comida caliente que se estaba enfriando. Sabía que tenía que comer o de lo contrario moriría, pero ya no tenía apetito.
Al cabo de unas semanas, hice un último esfuerzo por recuperar la euforia de aquel primer domingo por la tarde. Michel se acababa de dormir. Claire y yo estábamos sentados en el sofá viendo un programa sobre los condenados a muerte en Estados Unidos. Nuestro sofá era ancho, si nos acomodábamos un poco podíamos echarnos los dos. Como estábamos pegados el uno al otro, no tenía que mirarla.
—Estaba pensando que, para cuando tengamos otro niño, Michel ya habrá cumplido los cinco años —dije.
—Sí, yo también lo he pensado —respondió Claire—. La verdad es que no sería buena idea. Debemos contentarnos con lo que ya tenemos.
Sentí el calor de mi esposa, mi brazo alrededor de sus hombros se contrajo unos segundos. Recordé la conversación con el psicólogo del colegio.
¿Te llegaron a hacer la amniocentesis?
Podía preguntarlo como si tal cosa. La desventaja era que no podría ver sus ojos cuando se lo preguntase. Una desventaja y una ventaja.
Entonces pensé en nuestra felicidad. En nuestra familia feliz. Nuestra familia feliz que debía contentarse con lo que ya tenía.
—¿Por qué no salimos este fin de semana? —propuse—. Y alquilamos una casa o algo así, solos los tres.