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Me tomé la medicación. Los primeros días no sucedió nada, pero eso es lo que me habían dicho que ocurriría. El efecto no empezaría a notarse hasta al cabo de unas semanas. Sin embargo, no me pasó por alto que ya desde un primer momento Claire me miraba de forma distinta. «¿Cómo te sientes?», me preguntaba varias veces al día. «Bien», le respondía yo. Y así era, de verdad, me sentía muy bien. Disfrutaba del cambio, disfrutaba especialmente del hecho de no tener que ponerme cada día delante de la clase: todas aquellas caras mirándome durante una hora entera, y a la hora siguiente venían otras caras, y la cosa seguía así, hora tras hora; el que nunca haya estado delante de una clase no sabe lo que es.

Al cabo de una semana escasa, antes de lo esperado, los medicamentos empezaron a surtir efecto. Me pilló por sorpresa, y sobre todo me asustaba que actuasen sin que yo llegase a notarlo siquiera. Lo que más temía era sufrir un cambio de personalidad, que mi personalidad se viera alterada. Quizá sería más soportable para las personas de mi entorno más inmediato, pero me perdería a mí mismo por el camino. Había leído los prospectos, mencionaban unos efectos secundarios francamente alarmantes. Los «mareos», la «piel seca» y la «falta de apetito», pase, pero es que además hablaban de «sensación de angustia», «hiperventilación» y «pérdida de memoria».

—Esto es serio —le dije a Claire—. Tomaré la medicación, no tengo elección, pero prométeme que me avisarás si algo no va bien. Si empiezo a olvidarme de las cosas o me comporto de forma rara, debes decírmelo y la dejaré.

Mis temores resultaron infundados. Un domingo por la tarde, unos cinco días después de haberme tomado la primera dosis de pastillas, estaba sentado en el sofá de la sala con el grueso periódico del sábado en el regazo. A través de la puerta corredera de cristal miré el jardín donde, en aquel preciso instante, empezaba a llover. Era uno de esos días de nubes blancas, trozos de cielo azul y mucho viento. Me apresuro a hacer constar que a lo largo de los últimos meses a menudo me había angustiado mi propia casa, mi propia sala de estar y sobre todo mi presencia en esa casa y esa sala. Aquella angustia estaba directamente relacionada con la presencia de más personas como yo en otras casas y salas parecidas. En especial por las noches, en la oscuridad, cuando por lo general todo el mundo estaba «en casa», esa sensación me dominaba con rapidez. Desde el sofá, a través de los arbustos y las ramas de los árboles, distinguía las ventanas del otro lado de la calle. Pocas veces llegaba a ver gente, pero las ventanas iluminadas delataban su presencia del mismo modo que mi ventana iluminada delataba la mía. No quisiera dar una impresión equivocada: lo que me angustia no son las personas en sí, ni el ser humano como especie. Estar entre una multitud no me provoca desasosiego, y no soy para nada el tipo raro de las fiestas, el individuo poco sociable con quien nadie quiere hablar y cuyo lenguaje corporal sólo expresa que quiere que lo dejen tranquilo. No; es otra cosa. Tiene que ver con el carácter transitorio de todas aquellas personas en sus salas de estar, en sus casas, en sus edificios, en sus barrios con proyectos urbanísticos donde una calle lleva a otra y una plaza enlaza con otra a través de esas calles.

De modo que algunas noches me ponía a pensar en cosas así, sentado en el sofá de la sala. En mi interior algo susurraba que debía dejar de pensar, que, sobre todo, no debía profundizar demasiado en esos pensamientos. Pero nunca me funcionaba, seguía dando vueltas a las cosas hasta el final, hasta sus últimas consecuencias. Hay gente por todas partes, me decía, en estos momentos están sentados en un sofá de una sala de estar parecida a esta. Dentro de un rato se acostarán, intimarán un poco o se dirán algo cariñoso o callarán obstinadamente porque acaban de tener bronca y ninguno de los dos quiere ser el primero en dar el brazo a torcer, después apagarán la luz. Pensaba en el tiempo, en el paso del tiempo para ser exactos, lo vasta, inconmensurable, larga, oscura y vacía que podía llegar a ser una hora. El que así piensa no necesita los años luz. Pensaba en la cantidad de gente, en la cifra, no sólo en términos de superpoblación o contaminación, ni con el temor de que habría un momento en que no tendríamos suficiente alimento para todos, sino en la cantidad en sí misma. Si tres millones o seis mil millones servían a algún propósito determinado. Llegados a ese punto, empezaba a acusar los primeros síntomas de malestar. No es que haya necesariamente demasiada gente, cavilaba, pero sí hay mucha. Pensaba en los alumnos de mi clase. Todos tenían algo que hacer: abordar la vida, hacer su vida. Con lo larga que puede ser una sola hora… Tenían que encontrar trabajo y formar una pareja. Luego vendrían los niños y también esos niños recibirían clase de Historia en el colegio, aunque no de mí. Desde cierta altura, uno sólo ve la presencia de la gente y no a la gente propiamente dicha. Entonces me entraba la angustia. Desde fuera apenas se me notaba, salvo por el hecho de que aún no hubiese abierto el periódico. «¿Te apetece una cerveza?», me preguntaba Claire entrando en la sala con una copa de vino tinto. Tenía que decir: «Sí, gracias» sin que mi voz causara extrañeza: temía que mi voz sonara como la de alguien recién despertado, alguien que acaba de levantarse y aún no ha pronunciado ninguna palabra. O sencillamente que hablase con una voz extraña que no se pareciese en nada a la mía, una voz angustiada. En ese caso, Claire enarcaría las cejas y me preguntaría si me pasaba algo. Y por supuesto yo le diría que no y negaría con la cabeza, pero con excesiva vehemencia, por lo que me delataría, diciendo con una vocecilla alarmada muy distinta de la mía: «No, no me pasa nada. ¿Qué iba a pasarme?»

¿Y entonces qué? Entonces Claire vendría a sentarse a mi lado en el sofá y me tomaría la mano entre las suyas; también cabía la posibilidad de que me pusiera la mano sobre la frente, como se hace con los niños para saber si tienen fiebre. Entonces llegaría el momento: yo sabría que la puerta había pasado de entreabierta a abierta de par en par. Claire preguntaría de nuevo si no me pasaba nada y yo volvería a negar con la cabeza (con menos vehemencia esta vez). Al principio, ella parecería bastante preocupada, pero la preocupación se disiparía pronto: al fin y al cabo, yo tenía reacciones normales, mi voz ya no temblaba, contestaba tranquilamente a sus preguntas. No, sólo estaba pensando un poco. ¿Sobre qué? Ya no lo recuerdo. Vamos, ¿sabes cuánto rato llevas ahí sentado con el periódico en el regazo? ¡Una hora y media, tal vez dos! Estaba pensando en el jardín, que quizá podríamos poner una caseta. Paul… ¿Sí? No llevas una hora y media pensando en el jardín. No, claro que no, digo que el último cuarto de hora he estado pensando en el jardín. Pero ¿y antes?

Aquel domingo por la tarde, una semana después de mi sesión con el psicólogo del colegio, pude contemplar el jardín por primera vez en mucho tiempo sin que me abrumasen los pensamientos. Oía a Claire en la cocina. Tarareaba alguna canción que emitía la radio, no la conocía, pero las palabras «también mi florecilla» aparecían una y otra vez.

—¿Por qué te ríes? —me preguntó después, cuando entró en la sala con dos tazas de café.

—Porque sí —dije.

—¿Porque sí? Deberías verte la cara. Pareces uno de esos cristianos renacidos. Pura felicidad.

La miré. Me invadió una sensación cálida y agradable, la calidez de un edredón de plumas.

—Estaba pensando… —empecé, pero de pronto cambié de idea. Me proponía sacar el tema de nuestro próximo hijo. En los últimos meses no habíamos vuelto a mencionarlo y la diferencia de edad, en el mejor de los casos, ya sería de casi cinco años. Era ahora o nunca. No obstante, una voz interior me advirtió que aquel no era el mejor momento, tal vez al cabo de unos días sí, pero no la tarde del domingo en que los medicamentos habían empezado a surtir efecto—. Estaba pensado que podríamos poner una caseta en el jardín.