De modo que al cabo de unos días fui a ver al psicólogo del colegio. Van Dieren. En casa dije la verdad. Le dije a Claire que iba a tomármelo todo con más calma durante un tiempo. Le hablé de los medicamentos que el psicólogo me había recetado por medio del médico de cabecera. Fue después de nuestra primera sesión, que apenas duró media hora.
—Por cierto —le dije a Claire—, me ha aconsejado que lleve gafas de sol.
—¿Gafas de sol?
—Me dijo que se me venían encima demasiadas cosas y de ese modo podría atenuar un poco las impresiones.
Sólo le estaba ocultando una pequeña parte de la verdad, razoné. Y, ocultándole sólo una pequeña parte, me protegía a mí mismo de una mentira descarada.
El psicólogo mencionó un nombre. Un nombre que parecía alemán. Era el apellido del neurólogo que le dio nombre a la afección que había descubierto.
—Puedo corregirla un poco mediante la terapia —dijo Van Dieren mirándome con gravedad—, pero debe considerarlo fundamentalmente una cuestión de neuronas. Se puede controlar muy bien con la medicación adecuada.
Luego me preguntó si sabía de algún familiar que hubiese padecido molestias o síntomas parecidos. Pensé en mis padres y después en mis abuelos. Repasé toda la serie de tíos y tías, primos y primas intentando no olvidar lo que había dicho Van Dieren: que el síndrome apenas resultaba perceptible. La mayoría de las personas funcionaban con normalidad, como mucho, se las veía algo introvertidas, dijo. En grupos numerosos, o bien llevaban la voz cantante o no decían nada.
Al final, negué con la cabeza. No se me ocurría nadie.
—Me pregunta por mi familia —dije—. ¿Significa eso que es hereditario?
—Unas veces sí y otras no. Siempre revisamos el historial familiar. ¿Tiene usted hijos?
Tardé un poco en asimilar todo el significado que encerraba la pregunta. Hasta aquel momento sólo había pensado en el material genético que había precedido mi nacimiento. Ahora, por primera vez, pensaba en Michel.
—¿Señor Lohman?
—Espere un momento.
Pensé en mi hijo de casi cuatro años, en el suelo de su cuarto sembrado de cochecitos de juguete. Por primera vez en mi vida pensé en cómo jugaba con aquellos cochecitos. Al instante me pregunté si algún día sería capaz de mirarlo de otra manera.
¿Y en la guardería? ¿No había nada que les hubiera llamado la atención en la guardería? Me estrujé el cerebro para recordar si alguien, alguna vez, había comentado de pasada que Michel se aislaba mucho o mostraba algún otro indicio de conducta anómala.
—¿Necesita tiempo para pensar si tiene hijos o no? —preguntó el psicólogo con una sonrisa.
—No —repuse—. Es sólo que…
—¿Está pensando en tenerlos, tal vez?
Aún ahora estoy completamente seguro de que le respondí sin pestañear siquiera:
—Sí. ¿Me lo desaconsejaría usted? ¿En mi caso?
Van Dieren se inclinó sobre el escritorio, dobló las manos bajo la barbilla y apoyó los codos en la mesa.
—No. Es decir, hoy en día es posible detectar esas anomalías mucho antes del nacimiento. Con una prueba de embarazo o amniocentesis. Naturalmente, debe usted saber en qué se mete. La interrupción de un embarazo no debe tomarse a la ligera.
Varias cosas a la vez cruzaron mi mente. Las repasé una a una. Debía tratarlas por separado. No había mentido al contestar afirmativamente a la pregunta del psicólogo sobre si estábamos pensando en tener hijos. Como mucho, le había ocultado que ya teníamos uno. Había sido un parto muy duro. Los primeros tiempos después del nacimiento de Michel, Claire no había querido oír hablar de un nuevo embarazo, pero últimamente había vuelto a sacar el tema en alguna ocasión. Sabíamos que teníamos poco tiempo para decidirnos, de lo contrario, la diferencia de edad entre Michel y su hermanito o hermanita sería demasiado grande, si es que no lo era ya.
—¿De modo que hay una prueba que permite detectar si tu hijo ha heredado tu afección? —pregunté. Reparé en que tenía los labios más resecos que antes y tuve que humedecerlos con la punta de la lengua para poder pronunciar aquellas palabras.
—Bueno, debo corregirme en una cosa. Hace un momento le he dicho que la enfermedad puede detectarse en el líquido amniótico, pero no he sido del todo preciso. Con la amniocentesis podemos ver si hay algo anormal, pero para identificarlo se requieren más pruebas.
Ahora hablábamos ya de enfermedad, constaté. Habíamos empezado con una afección, luego habíamos seguido con un síndrome y una anomalía, para terminar con una enfermedad.
—Pero en cualquier caso es motivo suficiente para un aborto —dije—. ¿Incluso sin hacer más pruebas?
—Mire. En el líquido amniótico detectamos claramente las señales del síndrome de Down o la llamada espina bífida. En esos casos siempre aconsejamos interrumpir el embarazo. Con esta enfermedad estamos más a oscuras, pero siempre advertimos a los padres. En la práctica, la mayoría acaba decidiendo no arriesgarse.
Van Dieren había empezado a utilizar la primera persona del plural. Como si se erigiera en representante de toda la profesión médica, a pesar de no ser más que un simple psicólogo. Un psicólogo escolar, encima. Imposible caer más bajo.
¿Se había hecho Claire la amniocentesis? Lo peor era que no estaba seguro. Yo la había acompañado a casi todo: a la primera eco, a la primera clase de gimnasia para embarazadas —sólo a la primera; por fortuna, a Claire le pareció más ridículo que a mí que el hombre tuviera que resoplar y jadear a la par que su mujer—, a la primera visita con la comadrona, que se convirtió en la última. «¡No quiero saber nada de comadronas!», exclamó.
Pero Claire también fue algunas veces sola al hospital. Decía que le parecía una tontería que yo tuviera que sacrificar media jornada laboral para una visita rutinaria con el ginecólogo.
Estuve a punto de preguntarle a Van Dieren si todas las mujeres embarazadas se hacían la amniocentesis o sólo las que pertenecían a un grupo de riesgo, pero me tragué la frase.
—¿Hace treinta o cuarenta años ya existía la amniocentesis? —pregunté en cambio.
Él se quedó pensativo unos instantes.
—Creo que no. No, ahora que lo dice. Estoy seguro de que no. En aquella época no se hacía.
Nos miramos; en ese momento también estuve seguro de que Van Dieren estaba pensando lo mismo que yo.
Pero no dijo nada. Probablemente no se atrevía a decirlo. Y por eso lo dije yo:
—¿De modo que debo agradecer al retraso de la ciencia de hace cuarenta años el estar hoy aquí frente a usted? Estar vivo —añadí innecesariamente, pero me dio la gana oírlo de mis propios labios.
Van Dieren asintió despacio con la cabeza y en su rostro apareció una sonrisa divertida.
—Si lo plantea usted de ese modo… —dijo—. Si esa prueba hubiese estado disponible entonces, no sería del todo impensable que sus padres hubieran optado por ir sobre seguro.