No sé si algún alumno fue a quejarse ya en aquel momento, si la cosa llegó a oídos del director a través de sus padres o sucedió más tarde. En todo caso, un buen día me convocó a su despacho.
Era uno de esos tipos de los que quedan pocos hoy en día: una cabeza con raya a un lado que coronaba un traje marrón con estampado de espigas.
—Me han llegado algunas quejas acerca del contenido de las clases de Historia —dijo después de pedirme que tomara asiento en la única silla que había delante de su escritorio.
—¿De quién?
El director me miró. Detrás de su cabeza había un mapa de los Países Bajos con sus trece provincias.
—Eso no tiene importancia —dijo—. El caso es…
—Sí tiene importancia. ¿Las quejas proceden de los padres o de los propios alumnos? Los padres tienen más tendencia a quejarse, los alumnos no se preocupan tanto por esas cosas.
—Paul, se trata concretamente de algo que dijiste sobre las víctimas. Corrígeme si me equivoco. Sobre las víctimas de la Segunda Guerra Mundial.
Me recliné en el asiento, o al menos lo intenté, porque era una silla muy dura que no cedió ni un ápice.
—Supuestamente te referiste a las víctimas en términos bastante despectivos —añadió—. Dijiste que ellos fueron los culpables de sus desgracias.
—Jamás dije eso. Sólo dije que no todas las víctimas son automáticamente inocentes.
El director miró un papel que tenía delante de las narices.
—Aquí pone… —empezó, pero entonces negó con la cabeza, se quitó las gafas y se presionó el puente de la nariz con el índice y el pulgar—. Debes comprenderlo, Paul. En efecto, son los padres los que se han quejado. Los padres se quejan siempre. Sé reconocer perfectamente a los padres quejicas. Por lo general, se trata de naderías: si se pueden comprar manzanas en la cafetería; qué política seguimos en cuanto a clases de gimnasia durante la menstruación… Futilidades. Rara vez se refieren al contenido de las clases. Pero ahora sí, y eso no es bueno para el colegio. Sería mucho mejor para todos que te ciñeras al programa de la asignatura.
Por primera vez desde el inicio de la conversación sentí un ligero cosquilleo en la nuca.
—Dime, ¿en qué aspecto no me he ceñido al programa? —repuse con calma.
—Aquí dice… —Manoseó de nuevo el papel que tenía sobre el escritorio—. ¿Por qué no me lo aclaras tú mismo? ¿Qué fue exactamente lo que dijiste, Paul?
—Nada en especial. Les pedí que hicieran un cálculo sencillo. En un grupo de cien personas ¿cuántos cabrones hay? ¿Cuántos padres que hablan a sus hijos de malas maneras? ¿A cuántos capullos les apesta el aliento, pero no hacen nada por remediarlo? ¿Cuántos quejicas inútiles se pasan la vida lamentándose de injusticias imaginarias que se han cometido contra ellos? Mirad a vuestro alrededor, les dije. ¿Cuántos compañeros de clase preferiríais que no volviesen mañana al colegio? Pensad en ese pariente vuestro, el tío pesado que siempre sale con sus estúpidas anécdotas en las fiestas de cumpleaños, el primo feo que maltrata a su gato. Pensad en el alivio que sentiríais, no sólo vosotros sino toda la familia, si ese tío o ese primo pisaran una mina o fuesen alcanzados por una bomba. Si ese pariente desapareciese de la faz de la tierra. Y pensad ahora en esos millones de víctimas de todas las guerras que ha habido hasta el momento (no me ceñí solamente a la Segunda Guerra Mundial, suelo mencionarla a menudo como ejemplo porque es la guerra que más les llama la atención), y pensad en los miles o decenas de miles de personas de las que podríamos librarnos como si fuesen un dolor de muelas. Sólo desde el punto de vista estadístico es imposible que todas esas personas fuesen buena gente, con independencia del bando al que pertenecieran. La injusticia está más bien en el hecho de que los cabrones también van a engrosar la lista de víctimas inocentes. Que sus nombres también aparecen en los monumentos de guerra.
Hice una pausa para recuperar el aliento. ¿Cuánto conocía yo a ese director en realidad? Me había dejado hablar hasta el final, pero ¿qué significaba eso? Tal vez ya hubiera oído bastante. Tal vez ya no necesitara ponerme sobre aviso.
—Paul… —empezó; se había puesto las gafas, pero no me miraba a mí sino a un punto de su mesa—. ¿Puedo hacerte una pregunta personal, Paul?
No respondí.
—¿No estarás un poco quemado, Paul? De dar clase, me refiero. Entiéndeme bien, no te estoy reprochando nada, es algo que nos pasa a todos tarde o temprano. Que llega un momento en que ya no tenemos ganas de seguir, que pensamos en la inutilidad de nuestro trabajo.
Me encogí de hombros.
—Bah… —dije.
—Yo también pasé por eso cuando aún daba clases. Es una sensación desagradable. Socava todos los fundamentos. Los fundamentos de todo en lo que creías. ¿Es eso lo que te está pasando, Paul? ¿Todavía crees en lo que haces?
—Siempre he pensado en primer lugar en los alumnos —contesté sinceramente—. Me he esforzado mucho por lograr que la asignatura les resultara lo más interesante posible. Para eso partí de mí mismo. No intenté recurrir a las historias manidas y típicas. Recordé cómo era yo cuando estaba en la enseñanza secundaria. Lo que me interesaba de verdad. Y lo tomé como punto de partida.
El director sonrió y se reclinó en su silla. Él sí puede reclinarse, pensé, mientras que yo tengo que estar bien tieso.
—De las clases de Historia en mi época de estudiante me acuerdo sobre todo de los antiguos egipcios, los griegos y los romanos —dije—. De Alejandro Magno, Cleopatra, Julio César, Aníbal, el Caballo de Troya, las campañas con elefantes en los Alpes, las batallas navales, las luchas de gladiadores, las carreras de cuadrigas, los asesinatos y suicidios espectaculares, la erupción del Vesubio, pero también de la belleza, la belleza de todos aquellos templos, circos y anfiteatros, los frescos, las termas, los mosaicos. Es una belleza eterna, son los colores por los que aún hoy seguimos yendo al Mediterráneo de vacaciones en vez de ir a Manchester o a Bremen. Pero luego vino el cristianismo y todo empezó a irse a pique lentamente. Al final, casi te alegras de que los llamados bárbaros no dejasen títere con cabeza. Me acuerdo de todo eso como si fuera hoy. Y también recuerdo que durante un largo período de tiempo no hubo nada. La Edad Media, que bien mirado fue una época repulsiva y atrasada en la que apenas sucedió nada a excepción de un par de asedios sangrientos. Y luego estaba la historia de los Países Bajos. La guerra de los Ochenta Años; recuerdo que yo iba a favor de los españoles. Hubo un fugaz rayo de esperanza cuando mataron de un tiro a Guillermo de Orange, pero al final aquella pandilla de fanáticos religiosos acaba alzándose con la victoria y la oscuridad se cierne definitivamente sobre los Países Bajos. Por lo demás, recuerdo que nuestro profesor de Historia siempre nos prometía hablarnos de la Segunda Guerra Mundial, en todos los cursos. «En sexto hablaremos de la Segunda Guerra Mundial», decía, pero al llegar a sexto aún andábamos por Guillermo I y la independencia de Bélgica. Nunca llegamos a tratar la Segunda Guerra Mundial. Como mucho, nos puso la miel en los labios contándonos algo de la guerra de trincheras; pero la Primera Guerra Mundial, aparte de la destrucción masiva de vidas humanas, fue eminentemente aburrida. No avanzaba ni a tiros, por decirlo de alguna manera. Demasiado poco movimiento. Después me enteré de que siempre sucedía lo mismo. Nunca se llegaba a la Segunda Guerra Mundial. El período más interesante de los últimos mil quinientos años, también para los Países Bajos, donde, desde que los romanos decidieron que aquí no se les había perdido nada, no volvió a suceder algo importante hasta mayo de 1940. ¿A quién mencionan los extranjeros cuando hablan de los Países Bajos? A Rembrandt. A Vincent Van Gogh. Pintores. La única figura histórica holandesa que ha alcanzado fama internacional, por decirlo de alguna manera, es Ana Frank.
Por enésima vez, el director movió los papeles que tenía sobre la mesa y se puso a hojear algo que me resultaba familiar. Estaba en una carpeta, una carpeta de tapa transparente, como las que utilizan los alumnos para entregar sus trabajos.
—¿Te dice algo el nombre de…, Paul? —preguntó.
Mencionó el nombre de una de mis alumnas. No es que omita su nombre deliberadamente; en aquel momento, me propuse olvidarlo y lo logré.
Asentí.
—¿Recuerdas aún lo que le dijiste?
—Más o menos.
Cerró la carpeta y volvió a dejarla sobre el escritorio.
—Le pusiste un tres, y cuando te preguntó el motivo le dijiste…
—Aquel tres estaba completamente justificado —lo interrumpí—. El trabajo era una auténtica chapuza. Que no me vengan con un nivel así.
El director esbozó una sonrisa apagada, agria, como la leche cortada.
—Debo reconocer que a mí tampoco me impresionó el nivel, pero no se trata de eso, se trata…
—Además de la Segunda Guerra Mundial también enseño buena parte de la historia posterior —lo interrumpí de nuevo—. Corea, Vietnam, Kuwait, Oriente Próximo e Israel, la guerra de los Seis Días, la guerra del Yom Kippur, los palestinos. En mis clases tocamos todos esos temas. No pueden venirme con un trabajo sobre el Estado de Israel en el que la gente recoge naranjas y baila con sandalias alrededor de las hogueras. Que sólo hable de gente contenta y feliz y el rollo del desierto donde vuelven a crecer las flores. Vamos a ver, allí están matando a gente todos los días, hacen saltar autobuses por los aires. ¿De qué demonios habla esta chica?
—Entró en el despacho llorando, Paul.
—Yo también me habría echado a llorar si hubiera entregado semejante porquería.
El director me observó. Atisbé algo en su mirada que no había visto hasta entonces. Algo neutro, o mejor dicho, algo tan insustancial como su anodino traje de espiga. Mientras tanto, él se reclinó de nuevo en el asiento, más que la primera vez.
Se está distanciando, pensé. No, me corregí de inmediato, no distanciando, sino despidiendo.
—Paul, no puedes decirle esas cosas a una muchacha de quince años. —En su voz también se apreciaba ahora un tono neutro. No quería discutir conmigo, compartía mi opinión. Seguro que si en ese momento le hubiese preguntado por qué no se podían decir, me habría contestado con un «porque no».
Por un momento pensé en la chica. Tenía un rostro agradable, pero demasiado alegre. Alegre sin motivo alguno. Era una alegría exultante pero asexuada, tan exultante y asexuada como su trabajo de página y media dedicado a la recogida de las naranjas.
—Quizá en un campo de fútbol se griten cosas como esa —continuó el director—, pero en un centro de enseñanza media no. Al menos no en nuestro centro, y menos aún por parte de un miembro del profesorado.
Lo que le dije exactamente a la chica no tiene mayor importancia, eso que quede claro. Sólo serviría para desviar la atención. No aportaría nada. A veces a uno se le escapan cosas de las que más tarde se arrepiente. O no, no se arrepiente. Dice algo tan claro que el aludido tiene que cargar con ello el resto de su vida.
Pensé en su rostro alegre. Cuando le dije lo que le dije, se partió por la mitad. Como un jarrón. O mejor, como una copa que se hace añicos a causa de un sonido demasiado agudo.
Miré al director; la mano se me había cerrado en un puño sin darme cuenta. No tenía ganas de seguir con aquella discusión. ¿Cómo suele decirse…? Nuestras posturas eran irreconciliables. Eso era lo que pasaba en realidad. Nos separaba un abismo. A veces, hablar no tiene sentido. Lo miré y me imaginé asestándole un puñetazo en su cara gris: justo debajo de la nariz, hundirle los nudillos entre las fosas nasales y el labio superior. Le rompería los dientes, la sangre le chorrearía de la nariz, mi punto de vista quedaría claro, pero no estaba seguro de que aquella fuese la solución a nuestras diferencias. No tenía por qué quedarme en un solo golpe, podía rehacerle toda aquella cara anodina, pero el resultado sería como mucho igual de anodino. Mi posición en el colegio se haría insostenible, como suele decirse, aunque en aquel momento esa era la menor de mis preocupaciones. Bien mirado, mi posición ya era insostenible desde hacía tiempo. Podría decirse que se hizo insostenible el primer día que puse los pies en aquel centro. El resto no fue sino un aplazamiento. Todas las horas lectivas delante de la clase no fueron más que un mero aplazamiento.
La cuestión era si debía darle una buena paliza al director, si debía convertirlo en una víctima. Alguien que inspiraría compasión a los demás. Pensé en los alumnos que se abalanzarían en tropel a las ventanas cuando la ambulancia viniera a llevárselo. Porque vendría una ambulancia, sí; no me detendría antes. A los alumnos les daría pena.
—¿Paul? —dijo moviéndose en el asiento.
Se olía algo. Olía el peligro. Buscaba una posición para encajar el primer golpe como buenamente pudiera.
¿Y si la ambulancia se fuera sin prisa, sin sirena ni luces giratorias?, me dije. Inspiré hondo y solté el aire despacio. Tenía que decidirme pronto o sería demasiado tarde. Podría matarlo. Sólo con los puños. Sería un trabajo sucio, eso sí, más sucio que limpiar una pieza de caza. Un pavo, me corregí. Sabía que estaba casado y que tenía hijos ya mayores. A lo mejor les hacía un favor. Quizá estuvieran hartos de mirar aquella cara anodina. En el funeral se mostrarían apenados, pero después, mientras tomaran el café en la sala, les sobrevendría rápidamente una sensación de alivio.
—¿Paul?
Miré al director. Sonreí.
—¿Puedo hacerte una pregunta personal? —añadió—. Pensé que quizá pasa algo… bueno, sólo es una pregunta, nada más. ¿Cómo van las cosas en casa, Paul? ¿Va todo bien?
En casa. Seguí sonriendo, pero mientras tanto pensé en Michel. Estaba a punto de cumplir los cuatro años. Por matar a otro ser humano, en Holanda te caen unos ocho años, calculé. No era mucho. Con buen comportamiento, desbrozando los jardines de la cárcel, a los cinco años volvería a estar en la calle. Michel tendría nueve por entonces.
—¿Cómo le va a tu esposa… a Carla?
Claire, lo corregí mentalmente. Se llama Claire.
—Estupendamente —dije.
—¿Y los niños? ¿También bien?
Los niños. ¡El muy capullo ni siquiera era capaz de recordar eso! Claro, resulta imposible acordarse de todo de todo el mundo. Sí que se acordaba de que la maestra de francés vivía con su novia, porque destacaba. Pero ¿los demás? Los demás no destacaban. Tenían marido o mujer y niños. O no tenían niños. O tenían sólo uno. Michel iba en una bicicleta con ruedecitas. En la cárcel me perdería el momento en que le quitasen las ruedecitas. Sólo me enteraría.
—Excelente —repuse—. A veces uno se sorprende de lo rápido que va todo; lo rápido que crecen.
El director enlazó los dedos y apoyó las manos sobre la mesa, sin saber que acababa de salvarse por los pelos.
Por Michel. Me contendría por Michel.
—Paul, sé que probablemente no quieres oír esto, pero tengo que decírtelo. Me parecería buena idea que pidieras hora con Van Dieren, el psicólogo del colegio. Y, que dejases las clases durante una temporada. Para recuperarte del todo. Creo que lo necesitas. Todos necesitamos alguna vez tomarnos un poco de tiempo.
Me sentí extrañamente sereno. Sereno y cansado. No habría violencia. Pasaría como con una amenaza de tormenta: se entran todas las sillas de la terraza y se recogen los toldos, pero no sucede nada. La tormenta pasa de largo. Y, en cierto modo, es una pena. A todos nos gusta ver cómo los tejados de las casas son arrancados de cuajo y salen volando por los aires; ese es el efecto calmante de los documentales sobre tornados, huracanes y tsunamis. Es terrible, por supuesto, todos hemos aprendido a decir que nos parece terrible, pero un mundo sin catástrofes ni violencia —ya sea violencia natural o de carne y hueso— sí que sería insoportable.
El director podría volver a su casa sano y salvo. Esa noche se sentaría a la mesa con su mujer y sus hijos. Con su presencia anodina ocuparía la silla que, de otro modo, habría quedado vacía. Nadie tendría que ir a cuidados intensivos ni a un tanatorio, sencillamente porque así acababa de decidirse.
En realidad, lo había sabido desde el principio. Desde el momento en que empezó a hacerme preguntas sobre mi casa. ¿Cómo va todo en casa? Es otra forma de decirte que quieren librarse de ti, quitarte de en medio. A nadie le interesa cómo te va en casa. Como cuando te preguntan si te ha gustado la comida: eso tampoco le importa a nadie.
El director me miró sinceramente sorprendido cuando accedí a hablar con el psicólogo sin rechistar. Alegremente sorprendido. No, no pensaba darle facilidades para que se librara de mí por las buenas.
Ya en la puerta le tendí la mano. Y él me la estrechó. Estrechó la mano que podría haber dado otro giro a su vida o acabado con ella.
—Me alegro de que te… —dijo vagamente—. Saluda de mi parte a… a tu esposa —añadió.
—A Carla —precisé.