29

Un día, cuando aún trabajaba, me interrumpí en mitad de una frase sobre la batalla de Stalingrado y paseé la vista por la clase.

Todas estas cabezas, pensé. Todas estas cabezas en las que todo desaparece.

—Hitler se encaprichó de Stalingrado —continué—, a pesar de que desde un punto de vista estratégico hubiera sido mejor abrirse paso directamente hacia Moscú. Fue por el nombre de la ciudad: Stalingrado, llamada así en honor de su gran adversario Iósif Stalin. Esa era la ciudad que debían conquistar primero, por el efecto psicológico que tendría sobre Stalin.

Hice una pausa y volví a mirar a la clase. Algunos alumnos tomaban notas de lo que iba diciendo, otros me miraban. Había de todo, miradas interesadas y miradas vidriosas, más miradas interesadas, pensé, y en ese instante tomé conciencia de que en realidad eso ya no me importaba como antes.

Pensé en sus vidas, en todas aquellas vidas que seguirían su curso.

—Por consideraciones tan irracionales se gana una guerra —dije—. O se pierde.

«Cuando aún trabajaba»… todavía me resulta difícil pronunciar esa frase. Podría explicar aquí y ahora que en otro tiempo, en un pasado lejano, tuve otros planes para mi vida, sin embargo no lo haré. Esos otros planes existieron de veras, pero no le importan a nadie. «Cuando aún trabajaba» me gusta más que «Cuando aún daba clases», o que la frase preferida —la más espantosa— de la peor ralea, los ex docentes que aseguran tener vocación de maestros: «Cuando aún estaba en la enseñanza…»

Preferiría no tener que decir qué enseñaba. Tampoco eso le importa a nadie. No es más que una etiqueta. Ah, es profesor de…, dice la gente. Eso aclara un montón de cosas. Pero la respuesta a la pregunta de qué aclara exactamente te la dejan sin contestar. Enseño Historia. Enseñaba Historia. Ahora ya no. Hará unos diez años que lo dejé. Tuve que dejarlo, aunque en mi caso tanto el «lo dejé» como el «tuve que dejarlo» están igual de lejos de la verdad. A ambos lados de la verdad, eso sí, pero prácticamente a la misma distancia.

Empezó en aquel tren, el tren a Berlín. Lo llamaré el principio del fin: el principio del «(tuve que) dejarlo». Al calcularlo ahora veo que todo el proceso no duró más de dos o tres meses. Una vez iniciado, fue muy rápido. Como al que le diagnostican una enfermedad incurable y a las seis semanas ya no está.

Después de todo, me siento contento y aliviado; la verdad es que ya había pasado demasiado tiempo delante de una clase. Viajaba solo, sentado junto a la ventanilla de mi compartimento vacío, mirando hacia fuera. Durante la primera media hora sólo había visto abedules, pero ahora estábamos en las afueras de alguna ciudad. Observé las casas y los bloques de pisos, los jardines, a menudo al lado de los raíles. En uno de aquellos jardines había sábanas blancas tendidas; en otro, un columpio. Era noviembre y hacía frío. No se veía a nadie en los jardines. «Quizá deberías tomarte unas vacaciones —me había sugerido Claire—. Una semanita libre.» Me notaba cambiado, saltaba a la mínima y me irritaba por todo. Seguro que se debía al trabajo, al colegio. «A veces no sé ni cómo aguantas —dijo—. No te sientas culpable.» Michel no había cumplido aún los cuatro años y Claire dijo que se las arreglaría bien. Lo llevaba tres veces a la semana a la guardería y disponía de esos días para ella.

Pensé en Roma y Barcelona, en palmeras y terrazas, pero al final me decanté por Berlín, básicamente porque nunca había estado allí.

Al principio sentí cierta emoción. Hice una maleta pequeña, pensaba llevar lo menos posible: había hecho mío el lema «viajar ligero». La emoción me duró más o menos hasta llegar a la estación donde el tren con destino a Berlín ya esperaba en el andén. La primera parte aún fue bien. Contemplé cómo los edificios y fábricas desaparecían de mi vista sin lamentar mi decisión de irme. Incluso después de divisar las primeras vacas, acequias y los postes de la electricidad, todavía seguía interesado en lo que me deparaba el viaje. Y en lo que me depararía. Después, la emoción dejó paso a otra cosa. Pensé en Claire y Michel. En la distancia cada vez mayor que nos separaba. Vi a mi esposa con nuestro hijo en la puerta de la guardería, la sillita de la bicicleta donde sentaba a Michel y luego su mano encajando la llave en la cerradura de nuestra puerta.

Para cuando el tren entró en suelo alemán, ya había ido unas cuantas veces al vagón restaurante en busca de cerveza. Pero era demasiado tarde. Había alcanzado ese punto en que ya no hay marcha atrás.

En ese instante vi las casas y los jardines. Hay gente por todas partes, pensé. Tanta que hasta tienen que construir las casas al pie de las vías.

Desde la habitación del hotel llamé a Claire. Procuré que mi voz sonara normal.

—¿Qué pasa? —me preguntó ella enseguida—. ¿Va todo bien?

—¿Cómo está Michel?

—Bien. Ha hecho un elefante de plastilina en la guardería, pero quizá será mejor que te lo cuente él mismo. ¡Michel, papá al teléfono!

No, quise decir. No.

—Papá…

—Hola, campeón, ¿qué me cuenta mamá? ¿Has hecho un elefante?

—¿Papá?

Tenía que decirle algo más, pero no me salía nada.

—¿Estás resfriado, papá?

Los días siguientes me esforcé por pasar por un turista interesado. Paseé a lo largo de los restos del Muro, comí en restaurantes a los que, según la guía que llevaba, sólo iban los berlineses corrientes. Lo peor eran las noches. Me ponía delante de la ventana de mi habitación y observaba el tráfico y las innumerables luces y personas que parecían dirigirse a alguna parte.

Podía elegir entre dos posibilidades: permanecer delante de la ventana mirando o moverme entre la gente. También yo podía fingir que iba a alguna parte.

—¿Cómo ha ido? —me preguntó Claire al cabo de una semana, cuando volví a abrazarla.

La abracé con más fuerza de la que pretendía, aunque no lo bastante fuerte.

Al cabo de unos días, empezó también en el colegio. Al principio pensé que quizá se debía al hecho de haber estado fuera.

Pero había pasado algo, y yo me había llevado ese algo conmigo a casa.

—Podríamos preguntarnos cuánta gente habría ahora en el mundo si no hubiese estallado la Segunda Guerra Mundial —dije mientras escribía la cifra de cincuenta y cinco millones en la pizarra—. Si toda esa gente hubiera seguido follando. Calculadlo para la próxima clase.

Me fijé en que me miraban más alumnos que de costumbre, quizá todos: de la pizarra a mí y vuelta a la pizarra. Sonreí. Miré hacia fuera. La climatización del colegio estaba centralizada. Las ventanas no podían abrirse.

—Voy a tomar un poco el aire —anuncié, y salí de la clase.