Se produjo un silencio durante el cual sólo se oyeron los ruidos del parque y la calle que discurría al otro lado del agua: el breve aleteo de un pájaro entre las ramas de un árbol, un coche que arrancaba, el tañido de unas campanas; un silencio durante el cual mi hijo y yo nos miramos.
No podría afirmarlo con seguridad, pero me pareció advertir lágrimas en sus ojos. Su mirada no dejaba lugar a dudas. ¿Lo has entendido por fin?, decía.
Durante ese mismo silencio, mi móvil empezó a sonar en el bolsillo izquierdo. A sonar y vibrar. En los últimos años había perdido oído, por eso había elegido como tono de llamada el «teléfono antiguo», un sonido anticuado que recordaba a los viejos teléfonos negros de baquelita y que yo reconocía sobre los demás ruidos.
Lo saqué del bolsillo con la intención de rechazar la llamada cuando vi en la pantalla el nombre de quien llamaba: Claire.
—¿Sí?
Le hice una señal a Michel para advertirle que no se fuera todavía, pero él había apoyado los brazos cruzados en el manillar de la bicicleta, como si de pronto no tuviese prisa por irse.
—¿Dónde estás? —preguntó mi esposa en voz baja pero apremiante; los ruidos de fondo del restaurante sonaban con más fuerza que su voz—. ¿Por qué tardas tanto?
—Estoy aquí fuera.
—¿Qué haces ahí? Casi hemos acabado ya el segundo plato. Creía que vendrías enseguida.
—Estoy con Michel. —Habría querido decir con nuestro hijo, pero no lo hice.
Un silencio.
—Ahora mismo salgo —dijo Claire.
—No, espera un momento. Se va… Michel tiene que irse…
Pero ella ya había colgado.
Papá no sabe absolutamente nada y preferiría que siguiese así. Pensé en mi esposa, que al cabo de un segundo saldría por la puerta del restaurante, y en cómo la miraría. O, mejor dicho, si podría mirarla como lo había hecho unas horas antes, cuando estábamos en aquel bar de gente corriente, cuando ella me había preguntado si no me parecía que Michel se comportaba de una forma extraña últimamente.
En suma, me pregunté si todavía éramos una familia feliz.
Mi siguiente pensamiento se centró en el vídeo de la indigente quemada viva y de cómo había llegado a YouTube.
—¿Viene mamá? —preguntó Michel.
—Sí.
Quizá fuesen imaginaciones mías, pero me pareció percibir cierto alivio en la voz de Michel cuando preguntó por «mamá». Como si ya llevara demasiado tiempo allí fuera a solas con su padre. Su padre, que no era capaz de hacer nada por él. ¿Viene mamá? Sí, mamá viene. Debía proceder con rapidez. Debía protegerlo en el único terreno en que aún podía hacerlo.
—Michel —dije, volviendo a ponerle la mano en el brazo—. ¿Qué sabe Beau… Faso… cuánto sabe Faso del vídeo? ¿No se había ido a casa? Me refiero…
Él desvió fugazmente la mirada hacia la entrada del restaurante, como si esperara que su madre saliera en ese instante y lo liberase de aquella embarazosa reunión con su padre. También yo miré hacia la puerta. Había algo distinto respecto a la ultima vez que había mirado, pero de entrada no supe qué. El hombre que fumaba, pensé. El hombre que fumaba se había ido.
—Pues ya ves —dijo Michel. Pues ya ves. Eso era lo que solía decir también cuando perdía la chaqueta o se olvidaba la cartera en el campo de fútbol y nosotros le preguntábamos cómo había podido pasar algo así. Pues ya ves… Pues ya ves, se me ha olvidado. Pues ya ves, la he dejado ahí—. Le envié los vídeos a Rick por email. Y Faso los vio y los copió de su ordenador. Colgó un fragmento en YouTube y ahora nos amenaza con poner el resto si no le pagamos.
—¿Cuánto? —pregunté.
—Tres mil euros.
Lo miré.
—Quiere comprarse una moto —añadió.