—Michel —le dije a mi hijo, que ya se estaba dando la vuelta para marcharse, y que me había dicho que todo aquello no tenía importancia—. Michel, tienes que borrar esos vídeos. Hace tiempo que deberías haberlo hecho, pero ahora con más motivo.
Se quedó quieto. Volvió a restregar las Nike contra los guijarros.
—Papá… —empezó. Parecía querer decirme algo, pero se limitó a negar con la cabeza.
En los dos vídeos había podido oír y ver cómo daba órdenes a su primo, a veces incluso le gritaba. Eso era precisamente lo que Serge siempre había insinuado, y no me cabía duda de que esa noche volvería a repetirlo: que Michel ejercía una mala influencia sobre Rick. Yo siempre lo había negado, creía que era una simple estrategia para eludir su parte de responsabilidad en los actos de su hijo.
Desde hacia unas horas (aunque en realidad desde mucho antes) sabía que era verdad. Michel era el líder, el que tenía la sartén por el mango, Rick se limitaba a seguirlo. Y en el fondo me alegraba de que los papeles estuviesen repartidos así. Mejor así que no al revés, me dije. Jamás se habían metido con Michel en el colegio, siempre andaba rodeado de un montón de seguidores, chicos cuya máxima aspiración era codearse con mi hijo. Sabía por experiencia propia lo mucho que sufrían los padres de los chicos que eran chuleados en la escuela. Yo jamás había sufrido.
—¿Sabes qué deberíamos hacer? —continué—. Tirar ese móvil. En algún lugar donde nadie pueda encontrarlo. —Miré alrededor—. Aquí, por ejemplo. —Le señalé el puente por el que había venido en bicicleta—. Arrójalo al agua. Si quieres, este mismo lunes vamos a comprarte uno nuevo. ¿Cuánto tiempo hace ya que tienes este? Diremos que te lo han birlado y renovamos el contrato. El lunes tendrás el último modelo de Samsung, o un Nokia si lo prefieres… —Adelanté la mano hacia él con la palma extendida—. ¿Quieres que lo haga yo?
Me miró. En sus ojos vi lo que llevaba viendo toda la vida, pero también algo que preferiría no haber visto: me miró como si me estuviese alterando por una nadería, como si no fuese más que un padre cargante que quiere saber a qué hora piensa volver su hijo de la fiesta.
—Michel, no estamos hablando de una fiestecilla cualquiera —dije más deprisa y más alto de lo que pretendía—. Se trata de tu futuro… —Una palabra tan abstracta: futuro, pensé, y al instante me arrepentí de haberla utilizado—. ¿Por qué coño tuvisteis que colgar esas imágenes en Internet? —No digas palabrotas, me reprendí. Cuando dices palabrotas te pareces a esos actores de tres al cuarto a los que tanto odias. Pero ya estaba hablando a grito pelado. Cualquiera que estuviese en la entrada del restaurante, cerca del atril o en el guardarropa podría oírnos—. ¿Os pareció que molaba? ¿Os creísteis unos tíos duros? Quizá no le dierais demasiada importancia, ¿eh? ¡Men in Black III! ¿A qué demonios estáis jugando?
Se había metido las manos en los bolsillos de la cazadora y había agachado la cabeza, por lo que apenas distinguía sus ojos bajo el borde de la gorra negra.
—No lo hicimos nosotros —musitó.
La puerta del restaurante se abrió, se oyeron risas y dos hombres y una mujer salieron a la calle. Los hombres vestían trajes de confección y llevaban las manos en los bolsillos del pantalón, la mujer lucía un vestido plateado que le dejaba casi toda la espalda al descubierto y un bolso a juego del mismo color.
—¿De veras le dijiste eso? —comentó dando unos pasitos tambaleantes con sus zapatos plateados de tacón de aguja—. ¿A Ernst?
Uno de los hombres sacó unas llaves del bolsillo y las lanzó al aire.
—¿Por qué no? —repuso; tuvo que estirar mucho el brazo para alcanzar de nuevo las llaves.
—¡Estás loco! —exclamó la mujer. Sus zapatos crujían sobre la grava.
—¿Quién está en condiciones de conducir? —preguntó el otro hombre, y los tres estallaron en carcajadas.
—Muy bien, repasemos la secuencia —dije en cuanto el grupo llegó al final del sendero y giró a la izquierda en dirección al puente—. Le prendéis fuego a una indigente y después lo grabáis en vídeo. En tu móvil. Igual que hicisteis con aquel borracho en la estación de metro. —Reparé en que el hombre que había recibido la paliza en el andén se había convertido en un borracho. Por obra de mis propias palabras. Quizá sí que un borracho se merece más una buena tunda que el que se toma dos o tres copitas al día—. Y luego aparece de pronto en Internet, porque eso es lo que queréis, ¿no? Cuanta más gente lo vea, mejor, ¿eh? —De pronto me pregunté si también habrían colgado el vídeo del borracho en YouTube—. ¿El borracho también sale? —pregunté.
Michel suspiró.
—¡Papá, no escuchas!
—Ya lo creo que escucho. Demasiado bien escucho. Yo… —La puerta del restaurante se abrió de nuevo: un hombre trajeado se asomó, miró en ambas direcciones, se apostó unos pasos más allá, algo apartado de la luz, y encendió un cigarrillo—. ¡Mierda! —murmuré.
Michel se volvió hacia su bicicleta.
—¿Adónde vas? Todavía no he acabado.
Pero él siguió andando, sacó la llave del bolsillo y abrió el candado con un chasquido. Miré fugazmente al hombre que estaba fumando en la entrada.
—Michel —llamé en voz más baja pero apremiante—. No puedes irte así por las buenas. ¿Qué vais a hacer? ¿Hay más vídeos que yo no haya visto aún? ¿Tendré que buscar en YouTube o piensas contármelo ahora?
—¡Papá! —Se volvió bruscamente y me agarró del brazo. Me dio un buen tirón mientras decía—: ¿Quieres cerrar el pico de una vez?
Desconcertado, lo miré a los ojos. A aquellos ojos francos en los que ahora —ya no tenía sentido andarse con rodeos— atisbaba el odio. Me sorprendí desviando la mirada hacia el hombre que fumaba.
Sonreí a mi hijo; no la veía, pero sin duda la mía debía de ser una sonrisa estúpida.
—Ya lo cierro —dije.
Michel me soltó el brazo; se mordió el labio inferior y negó con la cabeza.
—¡Dios! ¿Cuándo vas a comportarte como una persona normal?
Sentí una fría puñalada en el pecho. Cualquier otro padre habría dicho algo como: ¿Quién no se está comportando como una persona normal? ¿Eh? ¿Quién? Pero yo no era un padre como los demás. Sabía a qué se refería mi hijo. Habría deseado estrecharlo contra mí, pero lo más probable es que se hubiese apartado, asqueado. Y yo sabía que no podría soportar un rechazo físico así, que acabaría prorrumpiendo en llanto y no habría forma de parar.
—Hijo mío —musité.
Tranquilízate, me dije. Y escucha. Eso fue lo que me volvió a la mente en ese instante: Michel diciéndome que no escuchaba.
—Soy todo oídos —dije.
Volvió a negar con la cabeza y cogió la bicicleta con resolución.
—¡Espera! —exclamé.
Me contuve, incluso me ladeé un poco para no darle la impresión de que quería entorpecerle el paso. Pero antes de darme cuenta tenía la mano en su brazo.
Michel miró la mano como si fuese un extraño insecto que hubiese aterrizado allí, luego me miró a los ojos.
Estábamos muy cerca de algo, intuí. Algo que ya no podría deshacerse jamás. Le solté el brazo.
—Michel, hay algo más —dije.
—Papá, por favor.
—Te han llamado.
Se me quedó mirando, no me habría sorprendido recibir un puñetazo, sus nudillos duros contra el labio superior, o más arriba, contra la nariz. Habría sangre, pero se aclararían algunas cosas. Se despejarían.
Pero no sucedió nada.
—¿Cuándo? —me preguntó con calma.
—Michel, debes perdonarme, no debería haberlo hecho, pero… ha sido por los vídeos, quería… intentaba…
—¿Cuándo? —Mi hijo bajó el pie que había apoyado en el pedal y se plantó firmemente en el suelo.
—Hace un rato, han dejado un mensaje. Lo he escuchado.
—¿De quién?
—De B… de Faso. —Me encogí de hombros y sonreí—. ¿No es así como lo llamáis? ¿Faso?
Lo vi perfectamente, no había confusión posible: el rostro de mi hijo se endureció. Había poca luz, pero habría jurado también que palideció súbitamente.
—¿Qué quería? —Sonó tranquilo. No, no tranquilo, más bien buscando aparentar indiferencia, casi tedio, como si la llamada de su primo adoptivo no revistiera la menor importancia.
Pero se delató a sí mismo. Lo importante debería haber sido el hecho de que su padre escuchara sus mensajes; no era normal, cualquier otro padre se lo habría pensado dos veces antes de hacer algo así. Y eso era precisamente lo que había hecho yo: pensármelo dos veces antes de hacerlo. Michel debería haberse puesto hecho un basilisco, debería haberme gritado: ¡Cómo te atreves a escuchar mis mensajes! Eso habría sido lo normal.
—Nada —repuse—. Dice que lo llames más tarde. —En ese tono tan propio de él, estuve a punto de añadir.
—Vale —dijo Michel, asintiendo brevemente con la cabeza—. Vale —repitió.
De pronto, me acordé de algo. Hacía un rato, cuando Michel llamó a su móvil y habló conmigo, me había dicho que necesitaba un número de teléfono. Que venía a buscar el móvil porque necesitaba un número. Ya me parecía saber qué número era, pero no se lo pregunté porque me acordé de otra cosa.
—Antes me has dicho que no te escuchaba, pero sí lo hacía —dije—. Cuando hablábamos del vídeo colgado en YouTube.
—Ajá.
—Has dicho que no lo hicisteis vosotros.
—Sí.
—Entonces ¿quién lo hizo? ¿Quién lo colgó ahí?
A veces uno contesta sus propias preguntas sólo con formularlas. Miré a mi hijo y él me devolvió la mirada.
—¿Faso? —dije.
—Sí.