Ese era el plan. Al menos, hasta que volví a ver el programa Se busca y reparé en la zapatilla blanca.
El siguiente paso fue una corazonada. Quizá hubiese más material en otra parte, me dije. O mejor dicho: quizá hubiesen cometido una equivocación y fuera posible encontrar el material que faltaba en otro sitio.
Miré en YouTube. La probabilidad era muy pequeña, pero valía la pena intentarlo. Tecleé el nombre del banco al que pertenecía el cajero automático y a continuación «indigente», «muerte» y «sin techo».
La búsqueda arrojó treinta y cuatro resultados. Fui bajando por las vistas previas. Todas tenía más o menos la misma imagen: las cabezas con gorras de dos chicos sonrientes. Sólo cambiaban los títulos y la breve descripción del contenido de los vídeos. Chicos holandeses, asesinato en el (nombre del banco) era una de las más sencillas. En otra ponía: Don’t try this at home: deflagración mata a una indigente. Todos los vídeos eran extremadamente solicitados, la mayoría habían sido reproducidos miles de veces.
Seleccioné uno al azar y volví a ver en un montaje más rápido el lanzamiento de la silla, las bolsas de basura y el bidón. Miré unos cuantos más. En uno que llevaba por título Atracción turística definitiva de (nombre de la ciudad): ¡quema tu dinero! alguien había añadido risas a las imágenes. Cada vez que arrojaban un objeto a la mujer, se oía una salva de carcajadas que adquirían proporciones histéricas con el relumbrón y concluían con un torrente de aplausos.
La mayor parte de los vídeos no tenían la imagen de la zapatilla, sino que acababan inmediatamente después del relumbrón y la huida de los chicos.
Ahora no sabría decir por qué seleccioné el siguiente. Aparentemente no se distinguía en nada de los otros treinta y tres. La vista previa también era más o menos la misma: dos chicos sonrientes con gorras, aunque en ese caso ya sostenían en alto la silla de escritorio.
Quizá fue por el título: Men in Black III. Para empezar, no se trataba de un título gracioso como los demás. Y además era el primer título —y el único, como luego pude constatar— que no se refería a los hechos, sino indirectamente a los autores.
Men in Black III empezaba con la escena en que tiraban la silla, seguida de las bolsas, la lámpara y el bidón. Pero había una diferencia esencial: cada vez que los chicos, o uno de ellos, aparecían en pantalla, las imágenes se ralentizaban y sonaba una música ominosa, una especie de zumbido más bien, un ruido profundo, un gorgoteo que suele asociarse a las películas de naufragios. El resultado era que toda la atención se centraba en Michel y en Rick, no en el lanzamiento de los trastos.
¿Quiénes son esos chicos?, parecían preguntar las imágenes a cámara lenta en combinación con aquella música aciaga. Ya sabemos qué hacen, pero ¿quiénes son?
El golpe de efecto estaba al final. Después del relumbrón y la puerta que se cerraba, la imagen se fundía. Me dispuse a pasar al vídeo siguiente, pero bajo la pantalla el contador ponía que Men in Black III duraba 2.58 minutos en total y sólo iba por 2.38.
Como he dicho, ya casi había cerrado el vídeo. Supuse que la pantalla permanecería negra veinte segundos más; la música seguía in crescendo. Como mucho, aparecerán algunos créditos, me dije.
¿Cómo habría transcurrido nuestra cena en el restaurante si hubiera dejado de mirar en aquel preciso instante?
En la ignorancia, es la respuesta. Bueno, en una ignorancia relativa. Podría haber vivido unos días más, quizá unas semanas o unos meses con mis sueños sobre las familias felices. Sólo tendría que haber juntado a mi familia con la de mi hermano durante aquella velada, asistir a cómo Babette intentaba ocultar sus lágrimas detrás de las gafas oscuras, a la falta de entusiasmo con que mi hermano se zampaba su trozo de carne en cuatro bocados, y después habría vuelto a casa con mi esposa, mi brazo en su cintura y, sin mirarnos, los dos habríamos sabido que, en efecto, todas las familias felices se parecen.
La pantalla pasó del negro al gris. Volvió a verse la puerta del habitáculo, esta vez desde fuera. La calidad de la grabación era bastante peor, más o menos la que tendría la cámara de un móvil, pensé.
La zapatilla de deporte blanca.
Habían vuelto.
Habían vuelto para comprobar lo que habían hecho.
«¡Mierda!», dijo una voz fuera de imagen (Rick).
«Joder!», dijo otra voz (Michel).
La cámara enfocó los pies del saco de dormir. Se veía un vapor azulado.
Muy despacio, la cámara fue recorriendo el saco.
«Larguémonos de aquí» (Rick).
«Bueno, al menos el olor ya no es tan asqueroso» (Michel).
«Michel… vamos…»
«Anda, ponte ahí. Di, Jackass. Al menos tendremos eso.»
«Yo me largo…»
«¡Nada de eso, gilipollas! ¡Tú te quedas!»
La cámara se detuvo en la cabeza del saco. La imagen permaneció congelada y después se fundió en negro. En la pantalla apareció en letras rojas el siguiente texto:
Men in Black III
The Sequence
Coming Soon
Esperé unos días. Michel salía a menudo y siempre llevaba el móvil encima. No se me había presentado la oportunidad hasta esa tarde, poco antes de que saliéramos hacia el restaurante. Mientras él estaba en el jardín arreglando la rueda de su bicicleta, fui a su cuarto.
En realidad, daba por supuesto que él ya lo sabía. Esperaba, rogaba que él lo supiera. Tenía la débil esperanza de que ya no quedara nada más que ver después de las imágenes que habían colgado en Internet, que lo hubieran dejado ahí.
Pero no era así.
Hacía tan sólo unas horas había visto el resto.