—¿Sabes qué será lo mejor? —le dije aquella noche en su cuarto, después de que me hubiese contado toda la historia y asegurado una vez más que ni Rick ni él habían planeado jamás quemar a nadie.
—Fue una broma —adujo—. Además… —Puso cara de asco—. Tendrías que haber olido aquella peste —añadió.
Asentí, ya había tomado una decisión. Hice lo que en mi opinión era lo correcto como padre: me puse en su lugar. Me puse en el lugar de mi hijo mientras volvía a casa con Rick y Beau después de la fiesta del instituto. Y cuando quisieron sacar dinero de un cajero automático y se encontraron con aquel panorama.
Me identifiqué con él. Procuré imaginarme cómo habría reaccionado yo ante aquel cuerpo embutido en un saco de dormir que entorpecía el paso; ante el hedor; ante el simple hecho de que alguien, una persona (me abstengo de emplear palabras como indigente o vagabundo), considere que el habitáculo de un cajero automático puede utilizarse como sitio para dormir; una persona que reacciona con indignación cuando dos jóvenes intentan convencerla de lo contrario; una persona que se pone de mal humor cuando la despiertan; en suma, ante aquel comportamiento colérico, una reacción propia de quienes creen tener derecho a algo.
¿No me había dicho Michel que aquella mujer tenía un acento «fino»? Un acento fino, una buena familia, un origen acomodado. Hasta el momento, se habían revelado muy pocos datos sobre su procedencia. Quizá existía alguna razón para ello. Quizá se trataba de la oveja negra de una familia adinerada cuyos miembros estaban acostumbrados a dar órdenes al servicio.
Y había algo más. Estábamos hablando de Holanda, no del Bronx; este suceso no ocurrió en un barrio de chabolas de Johannesburgo o Río de Janeiro. En Holanda existe una red de protección social. Nadie tiene necesidad de dormir en el habitáculo de un cajero.
—¿Sabes qué será lo mejor? —le había dicho yo—. De momento, lo dejaremos estar. Mientras no pase nada, no haremos nada.
Y mi hijo permaneció unos segundos observándome. Quizá ya se sentía un poco mayor para decirme «te quiero», pero en sus ojos vi, además de angustia, gratitud.
—¿Tú crees? —dijo.